A fines del siglo XX, en 1998,
llegaba B.B. King a Montevideo para dar un recital en el
teatro Plaza. Se decía que muy probablemente fuera su última gira, algo
que reafirmó el músico desde el escenario, ilustrando el punto con una
anécdota. Al parecer, un par de meses antes, mientras descansaba el
corpacho en el porche de su casa en Chicago, alguien se le apersonó
inquisitivo:
- Is you B.B. King?
- Yep
- Is you dead?
Hay lógica detrás del chiste. Desde Elvis, al menos, un músico de rock
es una estrella nacida para pantallas gigantes, satélites y
megaconciertos, para tapas de revista y desplazamientos complejos entre
ejércitos de groupies, mientras uno de blues jamás será estelar. Debe
resignarse, en el mejor de los casos, a ser leyenda, un ethos adquirido,
hay que creer, ni bien Robert Johnson, en la década de 1930, en un cruce
de caminos, vendiera el alma a Satanás para aprender a tocar guitarra.
Elvis murió de sobredosis, y cada año, en el aniversario del deceso, se
repiten las peregrinaciones a su casa en Memphis, que es como su
pirámide. Sin embargo, con las leyendas, como le
ocurriera al vecino de Chicago, uno nunca sabe en rigor si están vivas o
han finado, porque salvo el caso del fulgurante Johnson, que pactó y
murió precoz con 27 años, se requiere una generosa razón de tiempo y
polvo de caminos, léase biografía, para calzar zapatos legendarios.
A las estrellas se las acosa. No así a estos otros, que están ahí,
sentados en el porche, con una lata de cerveza, sin que nadie se arrime
a decirle, siquiera, mire mister B.B., usted es flor de leyenda. Se
trata de algo indecible: la leyenda, como prescribe el participio activo
latino, está ahí “para ser leída”, no enunciada. Se la aplaude, sí, una
vez se materializa en escenarios de talla moderada y ambiente íntimo, de
los que sale a firmar bombachas, por ejemplo como seguía acostumbrando,
octogenario, Jimmie Walker en los pubs de Chicago.
Las estrellas, como se sabe,
son cosas de Hollywood, marquesina a la que muy excepcionalmente
condesciende la leyenda, como sí hiciera Mr. B.B. algún mes antes o
después de aquel toque en el Plaza, cuando rodó, bajo la dirección de
John Landis, el personaje del señor Marvin Gasperone en The Blues
Brothers 2000, la secuela de The Blues Brothers, producida 18 años antes. Por supuesto, B.B. King iba en calidad de irrupción bluesera, no
de estrella sobre la que descansa un filme. De las empalagosas películas
de Elvis poco se sostiene, salvo la genial coreografía de “Jailhouse
Rock”, pero con los Blues Brothers ocurrió algo
diferente desde su estreno en 1980, convirtiéndose primero en éxito de
taquilla y de inmediato en fenómeno de culto.
Claro que para este culto no poco de haber ayudado la muerte, por
rigurosa sobredosis, del actor John Belushi, cantante líder de los Blues
Brothers, en 1982. Porque la película es, como ha ocurrido
tradicionalmente con las protagonizadas por divos del Saturday Night
Live desde sus comienzos, floja, si bien en su caso amparada por buenos
actos musicales, sobre todo los de Aretha Franklin, John Lee Hooker y el
prodigioso Ray Charles. Ahora bien, si la original era frágil, para
cuando se lanzó la versión 2000 que reclutaba a B.B. King, todo
amenazaba un fiambre: además de Belushi habían muerto Cab Calloway y
John Candy, miembros del elenco original, trío de occisos a los que
Landis dedicó un filme que se citó minucioso, repitió las aviesamente
inverosímiles persecuciones policiales, estiró la tópica del blues como
mandamiento y dejó un testimonio levemente enciclopédico de raíces de
música popular estadounidense que confluyen en el rythm and blues. The
Blues Brothers 2000 tuvo escaso o nulo impacto, y muchos se han
encontrado con esta película recién ahora, a raíz de que el canal TCM la
repone, de forma obsesiva, cada pocas semanas.
También TCM repone la primera, pero la exhibe en proporción de uno a
tres con la versión 2000. Y, de hecho, hoy día se ve mejor la secuela
que la original. ¿Qué pasó para que se haya invertido la popularidad? En
primer lugar, cabe adelantar, que es este siglo XXI el que, por defecto,
la está convirtiendo en algo único, como si se tratara de una respuesta
última a la última estratagema del Adversario,
que nos castiga para compensar todo lo que nos dio con la guitarra vudú
de Robert Johnson. Se debe agregar que lo que comparece como un antídoto
contra Satanás es que esta versión 2000, casi insostenible en términos
narrativos, presenta, sobre el final, un duelo de bandas que convierte
la película en lo que, a priori, parecería imposible: un emporio de
leyendas. Están ahí los ya muy numerosos Blues
Brothers y, en otro escenario, los Louisiana
Gator Boys, una banda innumerable que se revela espasmódica: de entrada se
distingue la guitarra del señor Gasperone, es decir de B.B. King,
pellizcando la melodía de su “How blue can you get”, uno de los blues
más socarrones jamás compuestos; luego va compareciendo
una
alineación que no entra en el escenario y que, de a flashes, va
descorriendo, entre otros, a Eric Clapton, JackDeJohnette, Bo Diddley,
Isaac Hayes, Dr. John, Billy Preston, Koko Taylor, Taj Mahal, Jimmie
Vaughan y Steve Winwood, que se turnan para ir cantando la letra de B.B.
King de a dos versos. Acto seguido, los Blues Brothers hacen lo que
pueden, que no es poco, “Love Light”, y finalmente todos se juntan para
tocar y cantar “New
Orleans”, clásica pachanga de Gary US Bonds,
que resulta estaba también en el escenario de los Gator Boys, cantando
con ellos.
Satanás y la banda sonora
En una columna de interruptor, Gustavo Espinosa
ha argumentado convincentemente que el rock, constelación de ayer,
se ha vuelto pop, y que aquellas que sostienen su ethos todavía,
como los Stones, o
Dylan, han vuelto a sus raíces y son músicos de blues. A esto habría
que agregar lo siguiente: cuando escuchamos estas versiones de “Love
Light”, “New Orleans” o “How blue can you get”, además de regodearnos
con las raíces no podemos dejar de consternarnos porque el mundo, este
mundo pop, no ha logrado cambiar de banda sonora, y la estira,
interminable, cada vez más biodegradada, en certámenes globales
cazatalentos, prometiendo estrellato a los que confunden canto con
octavado y gestión pulmonar, o nauseabundas series televisivas como
Glee, que
amontonan sesiones de covers por mentidos adolescentes que no
entienden lo que tocan, ni lo que cantan, ni lo que bailan.
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Dicho en breve, parecería que Satanás, para compensar el bien que nos
hizo con Robert Jonson, ahora nos da Glee, una minuciosa ingeniera de
desmantelamiento de todo aquello que creíamos fue la civilización
musical de la segunda mitad del siglo XX.
En los concursos de canto, o en Glee, solo hay una repetición
insignificante, algo tal vez similar a lo que dicen ocurriera,
para el siglo IV en Atenas, con la tragedia, cuya interpretación había
sido fijada en ley por Pisístrato. Para días de Platón, dicen algunos,
ya nadie entendía cómo se debía interpretar una
tragedia, qué
significaban en rigor los pasos de baile, cómo se debía cantar, etc.. Se
trataba de un saber meramente formulaico, vaciado de sentido, que
motivó la reacción del diálogo platónico, o que Aristóteles, cabría
agregar, redujera la tragedia a su trama, que era al menos algo que uno
podía leer sin que se lo contara mal el hipócrita, es decir, el actor.
Es por oposición a esta repetición insensata que las escenas finales de
The Blues Brothers 2000 nos revelan a nosotros mismos menos en el mundo
que en un pase de mesmerismo: por un lado, hay todavía alguna gente que
sabe cómo se dicen las cosas, y lo que significan, mientras enteras
generaciones repiten sin entender de qué hablan y sin traernos, como
pedía el temprano romanticismo con John Keats, la canción de primavera.
A fin de cuentas, no saber qué se canta es ignorar de qué va el mundo:
Agustín de Hipona, en el siglo V, escuchó una voz que cantaba lee, lee,
y no solo encontró a Dios Padre, y con él las coordenadas que hicieron
un milenio de Edad Media, sino todo el protocolo de
orientación temporal que hasta el día de hoy conocemos por Historia.
Y ciertamente, toda vez que Dr John, Koko Taylor o Gary US Bonds entonan
sus dos versitos algo nos saca de la abulia de la banda sonora Glee y
nos acordamos de que es así como se debe cantar, o al menos de que eso
es un canto, es decir, entender lo que se canta. Para ponerlo de otro
modo, nos muestran qué es saber interpretar, aunque más no sea la
canción del otoño perpetuo. Y dicho más en claro todavía: decir bien no
quiere decir solo cantar bien; se puede cantar mal pero decir bien, como
sucede con la coda que The Blues Brothers 2000 ritualiza con todo el
reparto. Allí comparece todo el elenco para frasear con voz o con
instrumento, no solo los músicos sino también esos actores que, en
términos técnicos, no cantan bien. Porque
todos entienden el espíritu de lo que hay que cantar, que es lo mismo
que sucede cuando el público canta con los músicos, a través de los
versos de “New Orleans” los chambones se amalgaman
perfectamente con los profesionales, que son una legión compuesta por
Aretha Franklin, Johny Lang,Tom Malone, Alan Rubin, Lou Marini, Murpy
Dunne, Paul Shaffer, Matt Murphy, Steve Cropper, Donald Duna, Wille
Hall, Wilson Pickett, Eddie Floyd, Blues Traveler, Lonnie Brooks, Junior
Wells, Sam Moore, James Brown y Erykah Badu.
Una coda más
Ya se sabe que ese tipo de cierres, característico de las comedias de
Landis, empuja al festejo, un festejo, sin embargo, ya imposible. En
este caso, Landis agregó un retazo que le sobró de película, con el que
se ve no había sabido qué hacer: a James Brown parodiándose a sí mismo
cantando “Please, please”, la canción con la cual, en cada uno de sus
recitales, fingía un soponcio. Ahí nos damos cuenta de cuán inestable es
el mesmerismo, porque ése que canta “please, please
don`t go” hace poco siguió el camino de Ray Charles, de Cab Calloway, de
John Belushi y, junto con él, también se había marchado Wilson Pickett.
El parte necrológico ha reconvertido la celebración
en elegía. Si bien hasta el día de hoy mister B.B. sigue
sosteniendo su cerveza en el porche de la casa, de sus Luisiana Gator
Boys ya se han ido Bo Diddley, Isaac Hayes, Billy Preston, Lou Rawls,
Koko Taylor y Grover Washington Jr.. Con cada una de estas leyendas que
muere, aumenta el fulgor del señor Gasperone y sus cocodrilos de
Luisiana. Pero la pregunta: subsiste: ido el
último de estos cocodrilos, ¿quién recordará, todavía, lo que es el
canto? Es decir, quién recordara, todavía, que tiene algo para decir.
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