Siempre es Bartolomé y los
gringos,
si bien nunca la cuentan igual. En Argentina, por
ejemplo, por estos tiempos se la puede leer, en un caso, así: el general
Bartolomé Mitre, en su tienda de campaña, durante la Guerra de la Triple
Alianza que arrasó con el Paraguay (1865-1871), traduciendo la Divina
Comedia y su interlocutor un soldado que, enterado de que el
comandante de las tropas argentinas estaba traduciendo a Dante, replica
“a
esos gringos hay que darles con todo”. Hay también esta versión más
enconada, no porque la guerra entre federales y unitarios haya siquiera
aproximado el horror del exterminio y robo de territorios que se le hizo
a los paraguayos, pero en este caso la contraparte es Lucio V. Mansilla,
el autor de Una expedición a los indios ranqueles, federal y
rosista, quien luego de ser sometido a una buena amansadora, es
requerido de una felicitación, por el propio Mitre, recién terminada su
versión de la Divina Comedia. Mansilla, instantáneo, responde: “¡Bien
General! ¡A esos gringos hay que hacerlos mierda!”.
Este columnista, sin embargo, había conocido la anécdota, allá por el
siglo XX, de labios del profesor Vicente Cicalese, en Montevideo, en la
Facultad de Humanidades, cuando le hacía estudiar las traducciones
latinas de Mitre, de Horacio en particular. Cicalese contaba, por
ejemplo, que según las malas lenguas no se podía pasar por enfrente de
la casa de Mitre porque se corría riesgo de terminar traducido. En
cuanto a la anécdota de la Comedia, Cicalese mencionaba otro
coprotagonista, a Dalmacio Velez Sársfield, quien había polemizado con
Mitre por su historia de Belgrano y, en ocasión de enterarse de la
traducción de Dante, habría dicho “me parece muy bien; a esos gringos
hay que hacerles eso”.
El subordinado, el adversario y el antagonista polémico vendrían a
decir, los tres, con términos algo disímiles, exactamente lo mismo.
Mitre (cosa comprobable) no era un traductor muy brillante, pero la
carga de la prueba de esta ironía, de todos modos, hay que buscarla en
la ética del emprendimiento. El “gringo” es la voz replicante del
americano, alguna vez tildado de bárbaro por los europeos; el gringo es
un bárbaro, no importa cuán encumbrado, que habla una lengua distinta a
la nuestra. Hacerles “eso” (en este sentido, es mejor que hacerlos
mierda, o que darles con todo) es insertarlos en un proceso
civilizatorio, el de asentar las bases de una cultura nacional (no por
azar, Mitre fundaría un periódico llamado La nación), que aquí
cabe entender como las bases de una cultura americana.
El ideologema civilización-barbarie, o
civilización vs barbarie, que Mitre incorporó de su camarada
unitario Domingo Faustino Sarmiento, se resuelve mejor si se lo lee como
civilización-gringada. El primero, como se sabe, siguiendo modelos
franceses, se incorporó al Plata y a Hispanoamérica, arrasando con
indios y gauchos, y ha vuelto a ser trending topic
esta misma semana, porque la muerte y destrucción que cargó no la
lava fácilmente siquiera el agua de los siglos. En el segundo, sin
embargo, comulgan todos, no solo los unitarios sino también los
cómplices subordinados de la masacre paraguaya, los adversarios
intelectuales e incluso los enemigos políticos: es que el gringo, ente
ininteligible, no puede formar parte de una cultura americana. Ovidio,
Horacio, Dante, Shakespeare, Diderot, etc., son sonoramente gringos, es
decir, gringos afamados, que deben perder su gringuez por un ejercicio
de asimilación, es decir, de traducción. Esta nacionalización, a su
turno, implica un gesto emancipatorio, ya que desposeer de gringuez al
gringo es parte del emprendimiento liberador por el cual el americano
busca por entonces dosposeerse de los mandatos de una lengua celosamente
custodiada por las prescripciones de la Real Academia Española, erigida
en el siglo XVIII. La lengua en las repúblicas de Hispanoamérica, es
decir, de las repúblicas emancipadas, ha evolucionado en tensión con
aquella heredada de la metrópoli: desde la Gramática Castellana
de Andrés Bello, en el siglo XIX, el americano ha buscado desasirse del
español peninsular que se entendía, por entonces, como preceptivo, un
español peninsular que, como se mostraba en
otra columna de interruptor, sería entendido en el siglo XX, por
parte de unos y otros, como gritado.
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De esa grita peninsular es que buscan emanciparse los americanos
Mitre y Vélez Sarsfield (o Mansilla y el subordinado), buscándose en
otra lengua, una gringa, desde la cual traducirse. Las revoluciones
literarias hispanoamericanas, que fueron movimientos de emancipación
cultural, comportan ejercicios de traducción, como el modernismo dariano
que toma los metros franceses y los adjunta a metros hispánicos
medievales para dar una lengua nueva; como el Jorge Luis Borges que
busca sabidamente en el inglés (y, agréguese aquí, claramente también en
el latín, sobre todo el de Tito Livio) una lengua más sintética que le
permita pensar en castellano, lengua desentendida, desde los inicios de
la Contrarreforma, de la especulación. Y hacer mierda al gringo, como
proclama Mansilla, será, estrictamente, lo que proclamará la
antropofagia, para decirlo con los términos surgidos del manifiesto
brasilero de 1928, incorporada por las vanguardias hispánicas del siglo
XX, cuyo correlato más manifiesto era la traducción (el digerir un
cuerpo ajeno, asimilarlo y devolverlo propio).
Claro que este furor antropófago y traductor, que asimiló también a los
intelectuales españoles refugiados en América del franquismo, tenía,
como correlato natural, políticas editoriales: Buenos Aires, durante la
primera mitad del siglo XX, y llegando a los años 1960, fue el gran
centro editorial hispánico, una usina de traducciones, de divulgación de
textos, un proyecto civilizador (como lo fue también, en su medida, el
México del PRI, y más tarde, aunque sin éxito, trató de serlo Caracas).
De la mano de una industria editorial había una obligación civilizatoria,
a la que Hispanoamérica, hoy, parece haber renunciado.
Es obvio que, en el continente cultural, deberían volver a leerse los
textos de otras lenguas traducidos por americanos y no resignar el mundo
(es decir, las novedades del mundo que llegan traducidas) a un sistema
que, como el que producen las editoriales con sede en España,
y según se mostró en columna precedente, tiene menos de traducción
que de doblaje, de borramiento de los orígenes, de los contextos, de
aquello que del texto hace texto. Para ello sería preciso que los
americanos de habla hispana, sus ciudadanos y gobernantes, pensaran,
nuevamente, que nada hay más necesario que la emancipación, es decir,
que nada hay más necesario que la ilustración, que es un estadio de
emancipación intelectual y cívica.
Es obvio también que el capital desnacionalizado, que desde hace un par
de décadas sostiene la industria cultural en esas editoriales
peninsulares que doblan y no traducen, entiende estrictamente lo
contrario. Se dijera que, entre hipos y carcajadas, el manifiesto anti-antropófago
del capital proclama que a esos americanos hay que hacerlos mierda, es
decir, hacerles eso.
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