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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA NOVELA COMO ENTE TRÁGICO

El Quijote o la tragedia de novelar Indias

Amir Hamed

1. Barataria. Una cosa que debe agradecer la humanidad, y más este año de celebraciones, es que a Miguel de Cervantes Saavedra, en su momento, la Corona española, muy posiblemente por la incapacidad del solicitante de acreditar generaciones suficientes de “limpieza de sangre”, le denegara viajar a América. En uno de los ya más rotundos mapas de entonces, o en su mente, el escritor, tan temprano como en 1581, había averiguado si había cupos para viajar, para luego, en 1590, solicitar un cargo en Cartagena de Indias, Guatemala o La Paz. Pensaba que sus méritos militares, sus padecimientos como cautivo en Argel, lo calificaban lo suficiente: ignoraba, esto es seguro, que, de haber calificado, hubiese perdido su posteridad.

Porque ciertamente, de haber viajado a Indias, Cervantes nunca hubiera escrito el Quijote, y sin esta novela, poco hubiera quedado de su obra. Dicho sin más, exceptuando la novela del Caballero de la Triste Figura y Sancho, Cervantes, polígrafo, no logró a pesar de todos sus intentos, redondear gran obra (inclúyanse entremeses, galateas, novelas ejemplares e incluso la entrega póstuma, la agotadora y anodina cartografía espiritual, eso sí, de conmovedor prólogo, que equivocadamente consideró Cervantes su legado: el Persiles y Segismunda). Sin el incandescente Quijote, que termina iluminando, como precursores, como tanteos, al resto de sus escritos, Cervantes hubiera sido, nada más, un escritor menor del barroco español. Y el viaje a Indias, dígase ya, hubiera condicionado su escritura, como condicionó la historia de la novela, porque, para empezar la novela moderna, de la que es piedra de toque la de Cervantes, que es deudora de esas Indias, tardaría dos siglos en poder pronunciarlas.

Al respecto, cabe recordar que, ya hace buen tiempo, el crítico cubano Roberto González Echevarría (Myth an Archive: A Theory of Latin American Narrative) estableció que, en el origen de la novela moderna, es decir, en el Lazarillo de Tormes (1554), como intertexto, había que encontrar la carta de relación, género adscrito por la administración española para que los súbditos dieran cuenta de lo actuado en Indias. Así, el “Pues sepa V.M. ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca”, con que principia la novela, no es más que la respuesta natural, el llenado del espacio en blanco que exige la carta de relación para que quien escribe se presente y dé cuenta de qué ha realizado en Indias.

Agréguese aquí que, más allá de lo que establece González Echevarría, se puede calibrar el éxito de la fórmula para los comienzos de toda la novela moderna, más allá del castellano, por ejemplo en una dieciochesca, inglesa y de tema netamente americano, como Robinson Crusoe (“Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.”) o en el “Call me Ishmael” que abrirá una novela netamente americana, aunque sajona y decimonónica como Moby Dick.

Por otra parte, González Echevarría, atendiendo ya a la tradición picaresca en el barroco, y en particular a La vida del buscón (1626), de Don Francisco Quevedo y Villegas, señala que América es la “novela prometida”, si bien, como se verá, es una novela nunca alcanzada en el barroco. El buscón Don Pablos termina la relación de su vida, como se recuerda, embarcado para Indias, desde donde promete continuar sus relatos, cosa que jamás hará. Cabe aclarar en este punto que esa promesa tardía del Buscón, y su concomitante fiasco, ya habían sido realizadas, de forma explícita o en tropo por las continuaciones del Lazarillo de Tormes. Así, en 1620, El Lazarillo de Manzanares, de Juan Cortés de Tolosa, tras servir a un pastelero, a un sacristán, a un santero, a un canónigo e incluso a un oidor de México, se despide rumbo a Indias, tras haberse desaherrojado del matrimonio y anunciando que continuará desde allá su relación. Por otra parte, el Lazarillo de Amberes, de 1555, anónimo alegórico y más bien inspirado en la novela alejandrina, que rompe con la línea realista, se lanza en expedición marítima y naufraga, cayendo y sirviendo al reino submarino de los atunes, desposándose con una y teniendo hijos, luchando bravas guerras contra otras especies marítimas (su modelo más evidente sería la Historia verdadera, de Luciano de Samosata, en que el protagonista, que cruza las murallas de Hércules, termina implicado en una guerra entre las huestes de la Luna y el Sol).

Aquí, lo que se debe reconocer es que, más allá del abandono del realismo, este Lazarillo ya sabía que su aventura debía proseguirse americana, o como se decía entonces, de Indias; pero lo que por entonces no consignaba González Echevarría, y que sí debe ser consignado aquí, es que si la novela de América era una promesa nunca cumplida, esto se debe a que América, para la novela, era una promesa transequinoccial, naufragada de antemano: América no puede ser recuperada para la novela porque América se da en tropo, en uno que había sido abierto desde que, entre los entresijos de los mapas que daban cuenta de una borrosísima Terra Incognita, Erasmo publicara su Utopía en 1516, apenas años antes de que la empresa de conquista, que había sido una pequeña factoría de ultramar desde los primeros viajes de Cristóbal Colón, cambiara de calibre una vez que Hernán Cortés, con 500 soldados, se lanzara a la conquista de México.

Y esta utopía, que es a la vez distopía, diferimiento de ninguna parte de una realidad geográfica y humana, es lo que hace, a la vez, que el Quijote sea el único libro trágico de Cervantes (y muy posiblemente, por esto, tan disímil al resto). Porque el Quijote, por más que se lo olvide recurrentemente —tal vez obra del afán de la generación del 98, y en particular de Miguel de Unamuno, de convertirlo en un héroe patrio y de la tierra y el polvo de España— si un punto tiene como norte cuando sale a su camino largo con una empresa de ultramar, es la conquista de la ínsula Barataria, esa zanahoria marítima que el hidalgo le pone a Sancho frente a las narices, pero ni bien llega al mar, a Barcelona, allí donde también descubre la imprenta y un ejemplar de su némesis, el Quijote apócrifo de Avellaneda, de 1614, ha llegado a su límite. El mar le resulta infranqueable —he aquí la aporía— y, acto seguido, vencido por el Caballero de los Espejos en que se esconde Sansón Carrasco, es enviado a casa para allí morir, recobrado “el juicio”. Una vez vencido, lo que traerá consecuencias para Cervantes y para la modernidad, que hace el Quijote, a diferencia de sus buscones precedentes, es cancelar sigilosamente la promesa, masticar un hasta aquí llegué y darle, en su lugar, nacimiento al Autor moderno, esa instancia por la cual Cervantes mata a su personaje, para que nadie más ose, como osara Avellaneda siguiendo la tradición de las novelas de la época (empezando por las de caballería que admiraba el personaje) prolongarle aventuras al personaje que había acuñado.

Al hacerlo, al entronizar al Autor moderno, Cervantes inaugura una narrativa sacrificial, por la cual la tradición narrativa se invierte, como señalaba no sin perplejidad Michel Foucault en “¿Qué es un autor?”, ya que el modelo clásico por el cual la obra le otorgaba inmortalidad al héroe que fallecía joven se reconvierte en un modelo por el cual, ahora, es el héroe quien debe morir para que el autor, que es un modo de circulación de los textos, viva. Ese sacrificio, la defunción del héroe derrotado, frustrado su deseo, devuelto al centro de su propio laberinto (España mutilada de su ultramar), es la respuesta a otro sacrificio, el que vuelve imposible, por dos siglos al menos, la novela de América: el silencio de los americanos.

2. Equinoccio y desamor. Como sabe cualquier lector de la novela, Don Quijote no dejó de esforzarse por llegar, a su manera, a las Indias. Esto sucede en el episodio del barco encantado, en el capítulo XXIX de la segunda parte. Allí, Sancho y Quijote llegan al Ebro, suben a un barco porque los espera un viaje de miles de leguas, porque lo que hay es un caballero en aprietos en algún lugar distante.

“—Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero o a otra necesitada y principal persona que debe de estar puesta en alguna grande cuita. Porque este es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo que no puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda. Así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto, y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que este se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios que nos guíe, que no dejaré de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos”.

¿Cuánto consiguen viajar? No lo suficiente. Mientras Sancho sigue viendo y oyendo gemir al rucio y a Rocinante, atados en la orilla, Don Quijote entiende que “ya habemos de haber salido y caminado por lo menos setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo13, yo te dijera las que hemos caminado: aunque o yo sé poco o ya hemos pasado o pasaremos presto por la línea equinoccial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia”. “De trecientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho”. Pero Sancho duda. ¿Cómo saber si se ha llegado, es decir, cómo saber si se ha cruzado ese “leñe”, en palabra del escudero? Ahí viene la explicación: “—Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinoccial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, si le pesan a oro; y, así, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda, y si no, pasado habemos”.

Es que el mundo queda de revés ni bien se cruza la línea del equinoccio, y esto es algo que el Renacimiento supo de forma temprana. Rafael Hitlodeo, el que da relación de la Isla Utopía en Moro, en fecha tan temprana como 1516, es decir cuando todavía Hernán Cortés no había aún pisado Mesoamérica, pero sí tres años después de que Núñez de Balboa descubriera el Pacífico y, con esto, abriera la certeza de que aquello a lo que habían llegado, y de donde traían algunas piedras y productos era una cosa muy distinta de Asia, da cuenta de que por debajo de la línea equinoccial se abre “aquel nuevo mundo casi tan separado del nuestro por la vida y las costumbres de sus habitantes como por el círculo del ecuador”. Debajo de la línea, o leñe, se abre otro hemisferio, otro mundo. Le explica a Tomás Moro Hitlodeo que, “debajo de la línea del ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita solar es casi por completo una inmensa soledad abrasada por un calor permanente. Todo es árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por animales salvajes, culebras y hombres que poco se diferencian de las fieras en peligrosidad y salvajismo. Pero a medida que se iban alejando de aquellos lugares, todo adquiría tonos más dulces. El cielo era más limpio, la tierra se ablandaba entre verdores. Era más suave la condición de animales y hombres. Otra vez se encontraban fortalezas, ciudades y reinos que mantienen comercio constante por mar y por tierra, no sólo entre sí, sino también, con países lejanos”.

Se trata la línea de un linde distópico, pero que, una vez franqueado, ofrece la posibilidad de la utopía. Esta utopía, con su contraparte equinoccial negra, es la del europeo, aunque desde un comienzo rebatida por el americano. Al respecto, baste recordar al Inca Garcilaso de la Vega, quien en sus Comentarios reales de los incas, de 1609, se obliga a dar cuenta de una utopía, o mejor, de una melancolía, el Incario ya por entonces abolido, se ve forzado a refutar a Moro-Hitlodeo:

“A los que afirman que de las cinco partes del mundo que llaman zonas no son habitables más de las dos templadas, y que la del medio por su [e]xcesivo calor y las dos de los cabos por el demasiado frío son inhabitables, y que de la una zona habitable no se puede pasar a la otra habitable por el calor demasiado que hay en medio, puedo afirmar, demás de lo que todos saben, que yo nací en la tórrida zona, que es en el Cozco, y me crié en ella hasta los veinte años, y he estado en la otra zona templada de la otra parte del Trópico de Capricornio, a la parte del sur, en los últimos términos de los Charcas, que son los Chichas, y, para venir a esta otra templada de la parte del norte, donde escribo esto, pasé por la tórrida zona y la atravesé toda y estuve tres días naturales debajo de la línea equinoccial, donde dicen que pasa perpendicularmente, que es en el cabo de Pasau, por todo lo cual digo que es habitable la tórrida también como las templadas”.

El equinoccio, sabe Garcilaso, y en buena medida también sabe Don Quijote, menos que una delimitación geográfica es una frontera de la mente. Es un más allá que, una vez traspuesto, inhibe el regreso (para fortuna de Hitlodeo, siguió su viaje hacia Calcuta y, tiempo antes que Sebastián Elcano diera término a la circunnavegación iniciada por Magallanes, llegó a Europa a través del Pacífico). Algo así como una herida del alma, como no ignora Don Quijote, ese héroe ofendido por lo que ha hecho con él cierto “bachiller de Tordesillas”, es decir, Avellaneda, quien le cambió la ideal amada Dulcinea del Toboso por una puta, de nombre Bárbara, a la que el Quijote de Avellaneda entiende es la Zenobia, la reina de las Amazonas. Por supuesto,
Bárbara/Zenobia es la partición del pretérito elegíaco, de la barbarie de la novela bizantina (en rigor, Zenobia es aquella siria, reina de Palmira que se reivindicó descendiente de Cleopatra y se alzó en armas contra Roma) con esta otra de la modernidad, que se abrió, no hacia Oriente sino hacia Occidente, en el precipicio que siempre ha existido, más allá de Cádiz y Gibraltar, en las columnas de Hércules. Bárbara tiene una horrenda cicatriz en la cara, que el Sancho de Avellaneda describe así:

“—Pardiez, señoras, que pueden sus mercedes ser lo que mandaren; pero en Dios y en mi conciencia les juro que las excede a todas en mil cosas la reina Segovia. Porque, primeramente, tiene los cabellos blancos como un copo de nieve y sus mercedes los tienen tan prietos como el escudero negro mi contrario (subrayado mío, AH). Pues en la cara, ¡no se las deja atrás! Juro non de Dios que la tiene más grande que una rodela, más llena de arrugas que gregüescos de soldado y más colorada que sangre de vaca; salvo que tiene medio jeme mayor la boca que vuesas mercedes y más desembarazada, pues no tiene dentro della tantos huesos ni tropiezos para lo que pusiere en sus escondrijos; y puede ser conocida dentro de Babilonia, por la línea equinoccial que tiene en ella. Las manos tiene anchas, cortas y llenas de barrugas; las tetas largas, como calabazas tiernas de verano. Pero, para qué me canso en pintar su hermosura, pues basta decir della que tiene más en un pie que todas vuesas mercedes juntas en cuantos tienen. Y parece, en fin, a mi señor don Quijote pintipintada, y aun dice della, él, que es más hermosa que la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone; si bien a mí no me parece tanto”.

Si algo ha ofendido al Quijote, en la segunda parte de Cervantes, es que Avellaneda lo hizo renunciar al amor de Dulcinea, renombrándolo Caballero Desamorado. De ese desamor adviene la supernumeraria Bárbara, que ha convertido el dueto de caballero y escudero en un trío, en un excedente con regusto de Indias. Y aquí vale recordar, entonces, que toda la segunda parte del Quijote ha sido escrita para negar esta triste consumación de la promesa, esta desencantada irrupción de las baratarias del espíritu que desde algún punto transequinoccial, como sirenas, se asoman o se dejan oír, como sombras (como un caballero negro, mi contrario, según dice Sancho). Vale agregar que Sancho, en la segunda parte de Cervantes, llegará a ser gobernador de una Barataria fingida, retablo de pacotilla e ínsula en tierra firme, porque toda la segunda parte del Quijote está ahí para negar la promesa de la primera, para replegarse sobre sí, hasta llegar a ese punto emocionante en que, caído malo, Quijano o Quesada dirá tener juicio, “ya”, y darse a la muerte en la paz de su cama.

3. El naufragio barroco. Limitado y trágico en España, autocondenado al confinamiento de la autoría —que ha vuelto la tarea de pergeñar héroes individual, rentista y, en buena medida, asesina—, Cervantes puede dar cuenta de América bajo forma de tropo inalcanzable, una promesa de la que no hubiera estado en condiciones de dar cuenta ni siquiera viajando a Indias, debido a que el modelo sacrificial, que es el silenciamiento del americano, ya estaba instaurado para la novela como género.

Si la novela es heteroglósica, y recupera la voz de una alteridad, esta alteridad —que era precisamente su promesa— le estaba negada por entonces, porque los indios de esas Indias Occidentales no están en condiciones de hacerse oír con voz propia en la novela, y para eso no importan desde dónde se escriba.

Baste como ejemplo, lo sucedido con su colega Mateo Alemán, autor de las dos partes del Guzmán de Alfarache (1599 y 1606), el primer best seller moderno, traducido a varias lenguas, incluso al latín. Como se recuerda, Alemán viajó a Indias, a México, pero allí ya no se le daría la novela, sino una Ortografía (1609) y una narración biográfica Sucesos de don fray García Guerra, arzobispo de México, a cuyo cargo estuvo el gobierno de Nueva España, obra que incluye una "Oración fúnebre" en memoria del prelado domínico que intentó, sin éxito, que se le devolvieran las tierras a los indios.

Esto exige, desde ya, una reflexión, que es a la vez una enmienda a la crítica recibida: la novela, tiene razón Mijail Bajtín, es por definición el género de la heteroglosia. Una manifestación de eso sería, por ejemplo, el primer Lazarillo de Tormes, cuya primera lección, recibida del ciego, es el aprendizaje de la “germanía”, jerga heredada de los germanos que la Corona de España contrataba para sus emprendimientos de ultramar. Pero la novela, desde sus orígenes griegos, no comporta, como dice Bajtin, el descubrimiento del Otro, sino el del Otro bajo el signo de lo Mismo, algo que permitió el “Imperio Universal” de Alejandro Magno, continuado luego por Roma, pero que no pudo hacer la Europa del Renacimiento con los reinos transequinocciales a los que sometía pero de los cuales, si recibía productos, jamás cultura. No hubo, como sí con lo alejandrino de la antigüedad, una barbarización de Europa en el Renacimiento; habrá otra cosa que, como pasamos a ver, se llamará barroco, que se abre, precisamente, en la cancelación de la promesa.

Queda claro a esta altura que la promesa (que es la promesa de la novela) había estirado el signo del Renacimiento hacia el linde del equinoccio, pero de ahí regresa atirabuzonado, serpentínico, barroco. La luminosidad áurea del Renacimiento, que buscaba una representación heredada de modelos grecolatinos, de aquel mundo en que Zenobia no era horrible sino venerable, regresa frustrada porque, allá, más allá del límite, está ese espejo, el contrario, el doble negro, la marca soez de las contrautopías. Porque, en definitiva, ¿qué es la utopía? ¿Cómo se suscita esa barataria que llamamos utopía? ¿Cómo puede decirse la utopía? Sólo puede enunciarse como ese momento antes de llegar, antes de darse verdaderamente con la novedad de la alteridad. Hitlodeo cuenta que los habitantes de la isla del rey Utopo descienden de los utopianos que, alguna vez, se encontraron con los sobrevivientes del naufragio de un barco romano, del que aprendieron todo lo que pudieron.

Los utópicos, para decirlo de otro modo, habían sido catequizados por los saberes de la antigüedad que todo el Renacimiento, además de Moro, buscaba reabsorber. La utopía no es sino la contingencia de un punto familiar, reconocible, entroncado con una lengua común, el latín. Otra cosa es lo que haya verdaderamente en ese más allá transequinoccial, aquellas tierras de los indios de Occidente: cuando se creía en Asia, Cristóbal Colón, en su modo todavía medieval, creía estar llegando también a las primicias del origen, al jardín del Edén, poblado por gentes que viven, como Adán y Eva, en estado de inocencia, y así en medio de ese vértigo geográfico-cronológico, saludaba al Orinoco como si fuera el Tigris, se pensaba en tierra firme cuando ancla en una isla y se piensa en una isla cuando ingresa al continente, a eso que hoy conocemos como Venezuela.

Pero detrás de la inocencia adánica, pronto reconoce esa contrafigura, que está en el corazón de Occidente, el antropófago, que desde él llamaremos caníbal, porque caníbal es la forma de hipostasiar algo nuestro en el nombre de otro. El antropófago, para decirlo así, es una categoría, pero el caníbal es, estrictamente, un pueblo comedor de carne que se ha vuelto la metonimia de todos los antropófagos. La herida equinoccial se había abierto ya en octubre de 1492, si bien disimulada, en esa dimensión desconocida a la que Colón busca reducir a lengua europea pero que se traduce toda en encantamiento, en maravilla, progresivamente en desencanto y resignación, contraencanto. El genovés había querido encontrar en la inocencia de esas gentes desnudas una tabla rasa, algo que le permitiera instruirlos, pero pronto descubría que, detrás de esa inocencia, los nativos tienen unos saberes que entenderá horribles, por lo que la inocencia, pronto, se surte de brujas, de hombres con cabeza de perro, de caníbales; en definitiva, de desencanto.

Las indias de Occidente, para decirlo de otro modo, son apenas un resplandor, como el de los lingotes de plata y oro a los que el Imperio reducía los saberes de los nativos. Como se sabe, las dos ruedas de oro y plata, un sol y una luna, que los orfebres mexicas labraron como regalo de Moctezuma a Carlos Quinto fueron rápidamente fundidas a lingote. No lo fueron de inmediato, porque los humanistas de la Corte pidieron al menos contemplar los dones mexicanos antes de que se cegaran en la simetría de los lingotes.

Pedro Mártir de Anglería vio la muestra en Tordesillas y dijo esto: “…Lo que me pasma es la industria con que la obra aventaja a la madera. He visto mil cosas que no puedo describir. Me parece que no he visto jamás cosa alguna que por su hermosura pueda atraer tanto las miradas de los hombres. Martín Durero, por su parte, pudo ver la muestra en Bruselas”; “…he visto las cosas que le han traído al rey de la nueva tierra del oro: un sol todo de oro de una braza de ancho, y también una luna de plata del mismo tamaño, también dos estancias llenas de armaduras y la gente que en ellas había con toda suerte de maravillosas armas, arreos, dardos, magníficos escudos, extraordinarios ropajes, camas y toda clase de cosas fantásticas para uso humano más dignas de verse que prodigios. Estas cosas son todas tan preciosas que están valoradas en 100.000 florines…”. Si el Renacimiento había abierto la posibilidad de encantarse con el mundo más allá del romance medieval, en la factibilidad de la utopía, agencia de los hombres, a partir de un cegador brillo metálico, de platas y de oros, pasados a moneda, el barroco, ya desencantado, explicaría, como hace Quevedo, que utopía quiere decir, lisa y llanamente, no hay tal lugar. Pero ese no lugar no es sino correlato de la abyección del indígena, que pasa a ser innombrable y cuya cultura debe ser minuciosamente borrada, como la orfebrería mexica de los astros reyes del cielo. El indígena, que es por definición por ese entonces caníbal, está, como señalara Michel de Certeau a propósito del “De los caníbales” de Montaigne, “fuera del texto”, referido, hecho relación de otro, como son los utopistas referidos por Hitlodeo o los mesoamericanos por Hernán Cortés, por Gómara o por Bernal Díaz del Castillo.

Por supuesto, lo que pronto sabrá el Renacimiento, al menos los novelistas del Renacimiento, es que a Utopía nunca se llega porque el equinoccio, que es esa línea que parte al hombre de sí mismo, a darse a la dimensión americana, es en rigor infranqueable, por más voluntad marítima que tenga el héroe o el antihéore de aquel entonces. Así el Lazarillo de Amberes, sabe que viajar es dejar de ser quién es. Siguiendo el modelo griego de Luciano, ese Lazarillo que entró a la armada contra el moro pero naufraga y cae al fondo del mar, deviene otra especie. En la alegoría, se sabe que los atunes vendrían a ser unas gentes a las que no se puede considerar humanos, como dudaban los europeos en considerar humanos a los indios que, como establecía el tratadista Ginés de Sepúlveda, carentes de barba, y por lo general de vestimenta, eran tan inferiores al humano (es decir, al varón europeo adulto) como lo eran los monos, los niños y las mujeres. El Lazarillo de Juan de Luna, ya muy posterior, de 1620, de corte minuciosamente realista, también verá naufragar al héroe cuando iba a combatir a Argel, flotando de maravilla gracias a estar lleno de vino, solo para regresar y descubrir que los cuernos que le saca el arcipreste no hacen sino multiplicarle los hijos a su mujer.

El punto de fuga del Renacimiento, para decirlo así, es el naufragio. Se trata la utopía de un lugar inalcanzable, una Barataria que está siempre en ese punto inhabitable que avisa el Hitlodeo de Moro: más allá de ese límite, el signo del Renacimiento no puede llegar, y en la figura distópica del caníbal ha naufragado la promesa. Esto afectó a todo el género novelesco y a lo que llamaremos barroco, una representación que nace, no en un desembarco sino en un recurrentísimo naufragio. Náufrago es el Peregrino de las Soledades de Góngora, náufrago es Critilo, el protagonista del Criticón de Baltasar Gracián, que repite la escena de instrucción iniciada por Colón, y náufragos son Persiles y Sigismunda. Es ahí que la isla se emplaza como aquel lugar en el que la enunciación es todavía posible, resabio de aquello inabsorbible que se guarda más allá en la Terra Incognita. La isla, para decirlo así, es la ese eje desde el cual el barroco puede enunciarse, la orilla del náufrago.

No por azar, cuenta Hitlodeo que los utopianos aprendieron todo lo que pudieron de unos romanos náufragos: la isla es ese entrecruzamiento entre los saberes grecolatinos y la imposibilidad de dar cuenta del habitante real de las islas, ése que quedará reducido a la figura del caníbal y que regresa, en la representación del Barroco, bajo figura de monstruo, o en la Bárbara/Zenobia o en el antropófago que guarda desde siempre el Mediterráneo, el cíclope Polifemo. Dicho de otro modo, la isla es el solapamiento de los saberes históricos del Mediterráneo con la imposibilidad de América, es decir, la imposibilidad de representar lo americano, eso “nuevo” inasimilable. Así las cosas, el escenario ha sido servido para que el otro gran genio literario del barroco, Shakespeare, dispusiera, en un naufragio Mediterráneo, un drama equinoccial, como el de Próspero y Calibán en La tempestad (1610 o 1611) Los náufragos que llegan a la isla que ha hecho suya Próspero tienen la ropa mojada y el monstruo, es decir Calibán, invita a colgarlas “in this Line”, referencia que, se entiende tradicionalmente, convoca el Eqinoccio. En esa línea los demás cuelgan ropa, porque la ropa, finalmente, es lo que puede distinguir, una vez se ha naufragado, al indígena, o monstruo, del civilizado.

4. La coyuntura del barroco. La crítica poscolonial puede decir, como hizo Aimé Césaire en 1969 en Une Tempête, que Próspero es blanco, Airel mulato y Calibán indígena (una apreciación, dicho sea de paso, tributaria del neurótico escanciamiento de mestizajes y remestizajes que urdiera la corona de España para sus virreinatos). Pero esto es olvidar que la Línea, para decirla como dice Calibán, es una línea del alma, que divide a Ariel de Calibán, en los que está escindido Próspero. Es Calibán para Próspero, como nadie ignora, “This thing of darkness I acknowledge mine”, es ese gemelo oscuro que advierte Sancho en el escudero negro, su rival, y es también ese otro caballero, humeante y transequinoccial que, como en un negro, mexica, espejo obsidiana, vislumbra el Quijote en el Ebro y que, en buena medida, lo vencerá bajo especie de Caballero de los Espejos una vez que se asome al mar con su promesa negra, y a la imprenta. Pero es, también, la línea que parte a Galatea del Cíclope, o a Vélázquez, el pintor que se pinta en juego de espejos en “Las meninas”, partido de ese otro caballero que sale por una puerta de atrás, el punto de fuga, y partido como está en el cuadro la infanta Margarita, replicada en su cicatriz bárbara, ese símil de niño, todo hecho solemnidad y arrugas, que es el enano (tema repetido, de alguna forma en el tardío siglo XX por Don’t look now, la película de Nicolas Roeg).

Entonces, si el signo barroco, para los europeos como Gilles Deleuze, se da en el pliegue, vale recordar que se trata, si se quiere, de un código de etiqueta; lo que no podemos ignorar aquí sin embargo es que, para Europa, el barroco es un repliegue: el signo que, estirándose hasta encontrar su límite equinoccial, reviene monstruo, grotesco, filigrana. Y si es vestimenta, es el obsesivo juego de encajes y ornatos que debe disimular el cuerpo desnudo que amenaza detrás del espejo, el cuerpo calibanesco que hay que ofuscar entre paños, claroscuros y celadas espejeantes (como las de Avellaneda o Sansón Carrasco para el Quijote).

Esto, acaso, permita explicar por qué un autor que resultó tan notable, como en su Quijote, no siguió el camino ascendente en su póstumo Persiles. En su gran novela, Cervantes, mal que le pese a Foucault, quien tan bien leyó el afán de “mismidad” del Quijote en el primer capítulo de Las palabras y las cosas, imperaría todavía el signo ternario medieval que reconocía el significante, el significado y la "coyuntura" (el τΰγχανον), si es que por coyuntura entendemos, en términos estrictamente narrativos, el modo de suscitarse el signo en la narración, de darse a ella, como muestra por ejemplo la narración del acercamiento en del Caballero del Verde Gabán (DQ, Segunda parte, XVI), que se acerca paulatino de la mancha de color al detalle; pero el autor moderno, ese autor que ha nacido con Cervantes, es decir, que ha nacido a expensas de la defunción del ingenioso hidalgo, parecería entenderse a sí mismo, a partir de entonces, dueño del significado y del significante, ese signo en díada que amonedará unas décadas más tarde (en 1660) la muchedumbre de gramáticos de Port Royal. Esa propiedad, que lo enajena de la vida de los personajes, solo le resultó a Cervantes para peor. Para nosotros, lectores del siglo XXI, resulta por ejemplo agraviante la dejadez casi cartoonesca con que los personajes en el capítulo II del Persiles y Seguismunda se precipitan uno detrás de otro desde la cima de una torre, saliendo ilesos porque así el autor lo pretende, desafiando los mandamientos de lo que no mucho después habría de establecerse como ley de la gravedad.

Dicho de otro modo, la coyuntura, eso que de alguna manera implica alteridad, ha sido sacrificada —en el Persiles— con la cancelación de la promesa, razón por la cual el barroco, y por entones el idioma castellano, se resignará a nunca novelar América. Para la ficción, el continente podía darse en épica, como en La araucana (1569, 1578 y 1589) de Alonso de Ercilla, o en un drama vacilante de Lope de Vega, como La famosa comedia del Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón. Es que, con la aporética aventura y subsiguiente sacrificio del Quijote, Cervantes resignaba el signo barroco (que no es el de la estricta mismidad, porque da cuenta de una coyuntura, es decir, de una alteridad que no puede ser dicha si no en tropo) y se abandonaba a un manejo, casi de encomendero, de los significados. Al hacerlo, estaba actuando una nueva aporía; si el Quijote había sido su único héroe trágico, su muerte es el emblema de la tragedia del barroco, de quien ha desertado, finalmente, su promesa.

5. Más allá del espejo. Como si entrasen a Jerusalén un viernes en un burro, han llegado Sancho y Quijote a Barcelona, y allí los ensalzan.

“—Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene; bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.

Pero el Quijote comenta a su escudero.
—Estos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia, y aun la del aragonés recién impresa.

El espejo de los caballeros, es decir, Don Quijote, tiene, a su modo, una deuda con el espejo. Sabe que solo en broma puede ser único y que él es quien es sí, y solo sí, haya un más allá de él, aquel otro caballero transequinoccial que lo reclamara en el Ebro. Hay ese continente del que nadie regresa, avisa Hamlet en código marinero. Creemos entender que es la muerte, y lo es, pero también es ese mundo transequinoccial del siglo XVII. Y aquí lo del comienzo, Cervantes, impuro de sangre, quiso y no pudo viajar a indias. De haberlo hecho, lo más probable es que hubiese corrido una suerte similar a la de Alemán y cesado como novelista. De haber viajado, el mundo hubiera perdido uno de sus mayores libros. Es que no se novela sino por afán de llegar, por deseo (y es ésta una de las lecciones más notables del trágico Quijote), hacia ese otro tan íntimo, hacia ese caballero negro o Barataria del corazón que somos nosotros tan lejos de nos.
 

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