1. Barataria. Una cosa que
debe agradecer la humanidad, y más este
año de celebraciones, es que a Miguel de Cervantes Saavedra, en su
momento, la Corona española, muy posiblemente por la incapacidad del
solicitante de acreditar generaciones suficientes de “limpieza de
sangre”, le denegara viajar a América. En uno de los ya más rotundos
mapas de entonces, o en su mente, el escritor, tan temprano como en
1581, había averiguado si había cupos para viajar, para luego, en 1590,
solicitar un cargo en Cartagena de Indias, Guatemala o La Paz. Pensaba
que sus méritos militares, sus padecimientos como cautivo en Argel, lo
calificaban lo suficiente: ignoraba, esto es seguro, que, de haber
calificado, hubiese perdido su posteridad.
Porque ciertamente, de haber viajado a Indias, Cervantes nunca hubiera
escrito el Quijote, y sin esta novela, poco hubiera quedado de
su obra. Dicho sin más, exceptuando la novela del Caballero de la Triste
Figura y Sancho, Cervantes, polígrafo, no logró a pesar de todos sus
intentos, redondear gran obra (inclúyanse entremeses, galateas, novelas
ejemplares e incluso la entrega póstuma, la agotadora y anodina
cartografía espiritual, eso sí, de conmovedor prólogo, que
equivocadamente consideró Cervantes su legado: el Persiles y
Segismunda). Sin el incandescente Quijote, que termina
iluminando, como precursores, como tanteos, al resto de sus escritos,
Cervantes hubiera sido, nada más, un escritor menor del barroco español.
Y el viaje a Indias, dígase ya, hubiera condicionado su escritura, como
condicionó la historia de la novela, porque, para empezar la novela
moderna, de la que es piedra de toque la de Cervantes, que es deudora de
esas Indias, tardaría dos siglos en poder pronunciarlas.
Al respecto, cabe recordar que, ya hace buen tiempo, el crítico cubano
Roberto González Echevarría (Myth an Archive: A Theory of Latin
American Narrative) estableció que, en el origen de la novela
moderna, es decir, en el Lazarillo de Tormes (1554), como
intertexto, había que encontrar la carta de relación, género adscrito
por la administración española para que los súbditos dieran cuenta de lo
actuado en Indias. Así, el “Pues sepa V.M. ante todas cosas que a mí
llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez,
naturales de Tejares, aldea de Salamanca”, con que principia la novela,
no es más que la respuesta natural, el llenado del espacio en blanco que
exige la carta de relación para que quien escribe se presente y dé
cuenta de qué ha realizado en Indias.
Agréguese aquí que, más allá de lo que establece González Echevarría, se
puede calibrar el éxito de la fórmula para los comienzos de toda la
novela moderna, más allá del castellano, por ejemplo en una
dieciochesca, inglesa y de tema netamente americano, como Robinson
Crusoe (“Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia,
aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que,
inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una
considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus
negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que
pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado
de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual
alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y
nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así
me han llamado siempre mis compañeros.”) o en el “Call me Ishmael” que
abrirá una novela netamente americana, aunque sajona y decimonónica como
Moby Dick.
Por otra parte, González Echevarría, atendiendo ya a la tradición
picaresca en el barroco, y en particular a La vida del buscón
(1626), de Don Francisco Quevedo y Villegas, señala que América es la
“novela prometida”, si bien, como se verá, es una novela nunca alcanzada
en el barroco. El buscón Don Pablos termina la relación de su vida, como
se recuerda, embarcado para Indias, desde donde promete continuar sus
relatos, cosa que jamás hará. Cabe aclarar en este punto que esa promesa
tardía del Buscón, y su concomitante fiasco, ya habían sido realizadas,
de forma explícita o en tropo por las continuaciones del Lazarillo de
Tormes. Así, en 1620, El Lazarillo de Manzanares, de Juan
Cortés de Tolosa, tras servir a un pastelero, a un sacristán, a un
santero, a un canónigo e incluso a un oidor de México, se despide rumbo
a Indias, tras haberse desaherrojado del matrimonio y anunciando que
continuará desde allá su relación. Por otra parte, el Lazarillo de
Amberes, de 1555, anónimo alegórico y más bien inspirado en la novela
alejandrina, que rompe con la línea realista, se lanza en expedición
marítima y naufraga, cayendo y sirviendo al reino submarino de los
atunes, desposándose con una y teniendo hijos, luchando bravas guerras
contra otras especies marítimas (su modelo más evidente sería la
Historia verdadera, de Luciano de Samosata, en que el protagonista,
que cruza las murallas de Hércules, termina implicado en una guerra
entre las huestes de la Luna y el Sol).
Aquí, lo que se debe reconocer es que, más allá del abandono del
realismo, este Lazarillo ya sabía que su aventura debía proseguirse
americana, o como se decía entonces, de Indias; pero lo que por entonces
no consignaba González Echevarría, y que sí debe ser consignado aquí, es
que si la novela de América era una promesa nunca cumplida, esto se debe
a que América, para la novela, era una promesa transequinoccial,
naufragada de antemano: América no puede ser recuperada para la novela
porque América se da en tropo, en uno que había sido abierto desde que,
entre los entresijos de los mapas que daban cuenta de una borrosísima
Terra Incognita, Erasmo publicara su Utopía en 1516,
apenas años antes de que la empresa de conquista, que había sido una
pequeña factoría de ultramar desde los primeros viajes de Cristóbal
Colón, cambiara de calibre una vez que Hernán Cortés, con 500 soldados,
se lanzara a la conquista de México.
Y esta utopía, que es a la vez distopía, diferimiento de ninguna parte
de una realidad geográfica y humana, es lo que hace, a la vez, que el
Quijote sea el único libro trágico de Cervantes (y muy
posiblemente, por esto, tan disímil al resto). Porque el Quijote, por
más que se lo olvide recurrentemente —tal vez obra del afán de la
generación del 98, y en particular de Miguel de Unamuno, de convertirlo
en un héroe patrio y de la tierra y el polvo de España— si un punto
tiene como norte cuando sale a su camino largo con una empresa de
ultramar, es la conquista de la ínsula Barataria, esa zanahoria marítima
que el hidalgo le pone a Sancho frente a las narices, pero ni bien llega
al mar, a Barcelona, allí donde también descubre la imprenta y un
ejemplar de su némesis, el Quijote apócrifo de Avellaneda, de 1614, ha
llegado a su límite. El mar le resulta infranqueable —he aquí la aporía—
y, acto seguido, vencido por el Caballero de los Espejos en que se
esconde Sansón Carrasco, es enviado a casa para allí morir, recobrado
“el juicio”. Una vez vencido, lo que traerá consecuencias para Cervantes
y para la modernidad, que hace el Quijote, a diferencia de sus
buscones precedentes, es cancelar sigilosamente la promesa, masticar un
hasta aquí llegué y darle, en su lugar, nacimiento al Autor moderno, esa
instancia por la cual Cervantes mata a su personaje, para que nadie más
ose, como osara Avellaneda siguiendo la tradición de las novelas de la
época (empezando por las de caballería que admiraba el personaje)
prolongarle aventuras al personaje que había acuñado.
Al hacerlo, al entronizar al Autor moderno, Cervantes inaugura una
narrativa sacrificial, por la cual la tradición narrativa se invierte,
como señalaba no sin perplejidad Michel Foucault en “¿Qué
es un autor?”, ya que el modelo clásico por el cual la obra le
otorgaba inmortalidad al héroe que fallecía joven se reconvierte en un
modelo por el cual, ahora, es el héroe quien debe morir para que el
autor, que es un modo de circulación de los textos, viva. Ese
sacrificio, la defunción del héroe derrotado, frustrado su deseo,
devuelto al centro de su propio laberinto (España mutilada de su
ultramar), es la respuesta a otro sacrificio, el que vuelve imposible,
por dos siglos al menos, la novela de América: el silencio de los
americanos.
2. Equinoccio y desamor. Como sabe cualquier lector de
la novela, Don Quijote no dejó de esforzarse por llegar, a su manera, a
las Indias. Esto sucede en el episodio del barco encantado, en el
capítulo XXIX de la segunda parte. Allí, Sancho y Quijote llegan al
Ebro, suben a un barco porque los espera un viaje de miles de leguas,
porque lo que hay es un caballero en aprietos en algún lugar distante.
“—Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin
poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que
entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero o a otra
necesitada y principal persona que debe de estar puesta en alguna grande
cuita. Porque este es estilo de los libros de las historias
caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y
platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo que no
puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que
estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le
arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos
de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires o por la mar,
donde quieren y adonde es menester su ayuda. Así que, ¡oh Sancho!, este
barco está puesto aquí para el mesmo efecto, y esto es tan verdad como
es ahora de día; y antes que este se pase, ata juntos al rucio y a
Rocinante, y a la mano de Dios que nos guíe, que no dejaré de embarcarme
si me lo pidiesen frailes descalzos”.
¿Cuánto consiguen viajar? No lo suficiente. Mientras Sancho sigue viendo
y oyendo gemir al rucio y a Rocinante, atados en la orilla, Don Quijote
entiende que “ya habemos de haber salido y caminado por lo menos
setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con
que tomar la altura del polo13, yo te dijera las que hemos caminado:
aunque o yo sé poco o ya hemos pasado o pasaremos presto por la línea
equinoccial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual
distancia”. “De trecientos y sesenta grados que contiene el globo del
agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor
cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea
que he dicho”. Pero Sancho duda. ¿Cómo saber si se ha llegado, es decir,
cómo saber si se ha cruzado ese “leñe”, en palabra del escudero? Ahí
viene la explicación: “—Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se
embarcan en Cádiz para ir a las Indias Orientales, una de las señales
que tienen para entender que han pasado la línea equinoccial que te he
dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos,
sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, si le pesan
a oro; y, así, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si
topares cosa viva, saldremos desta duda, y si no, pasado habemos”.
Es que el mundo queda de revés ni bien se cruza la línea del equinoccio,
y esto es algo que el Renacimiento supo de forma temprana. Rafael
Hitlodeo, el que da relación de la Isla Utopía en Moro, en fecha tan
temprana como 1516, es decir cuando todavía Hernán Cortés no había aún
pisado Mesoamérica, pero sí tres años después de que Núñez de Balboa
descubriera el Pacífico y, con esto, abriera la certeza de que aquello a
lo que habían llegado, y de donde traían algunas piedras y productos era
una cosa muy distinta de Asia, da cuenta de que por debajo de la línea
equinoccial se abre “aquel nuevo mundo casi tan separado del nuestro por
la vida y las costumbres de sus habitantes como por el círculo del
ecuador”. Debajo de la línea, o leñe, se abre otro hemisferio, otro
mundo. Le explica a Tomás Moro Hitlodeo que, “debajo de la línea del
ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita
solar es casi por completo una inmensa soledad abrasada por un calor
permanente. Todo es árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por
animales salvajes, culebras y hombres que poco se diferencian de las
fieras en peligrosidad y salvajismo. Pero a medida que se iban alejando
de aquellos lugares, todo adquiría tonos más dulces. El cielo era más
limpio, la tierra se ablandaba entre verdores. Era más suave la
condición de animales y hombres. Otra vez se encontraban fortalezas,
ciudades y reinos que mantienen comercio constante por mar y por tierra,
no sólo entre sí, sino también, con países lejanos”.
Se trata la línea de un linde distópico, pero que, una vez franqueado,
ofrece la posibilidad de la utopía. Esta utopía, con su contraparte
equinoccial negra, es la del europeo, aunque desde un comienzo rebatida
por el americano. Al respecto, baste recordar al Inca Garcilaso de la
Vega, quien en sus
Comentarios reales de los incas, de 1609, se obliga a dar
cuenta de una utopía, o mejor, de una melancolía, el Incario ya por
entonces abolido, se ve forzado a refutar a Moro-Hitlodeo:
“A los que afirman que de las cinco partes del mundo que llaman zonas no
son habitables más de las dos templadas, y que la del medio por su [e]xcesivo
calor y las dos de los cabos por el demasiado frío son inhabitables, y
que de la una zona habitable no se puede pasar a la otra habitable por
el calor demasiado que hay en medio, puedo afirmar, demás de lo que
todos saben, que yo nací en la tórrida zona, que es en el Cozco, y me
crié en ella hasta los veinte años, y he estado en la otra zona templada
de la otra parte del Trópico de Capricornio, a la parte del sur, en los
últimos términos de los Charcas, que son los Chichas, y, para venir a
esta otra templada de la parte del norte, donde escribo esto, pasé por
la tórrida zona y la atravesé toda y estuve tres días naturales debajo
de la línea equinoccial, donde dicen que pasa perpendicularmente, que es
en el cabo de Pasau, por todo lo cual digo que es habitable la tórrida
también como las templadas”.
El equinoccio, sabe Garcilaso, y en buena medida también sabe Don
Quijote, menos que una delimitación geográfica es una frontera de la
mente. Es un más allá que, una vez traspuesto, inhibe el regreso (para
fortuna de Hitlodeo, siguió su viaje hacia Calcuta y, tiempo antes que
Sebastián Elcano diera término a la circunnavegación iniciada por
Magallanes, llegó a Europa a través del Pacífico). Algo así como una
herida del alma, como no ignora Don Quijote, ese héroe ofendido por lo
que ha hecho con él cierto “bachiller de Tordesillas”, es decir,
Avellaneda, quien le cambió la ideal amada Dulcinea del Toboso por una
puta, de nombre Bárbara, a la que el Quijote de Avellaneda entiende es
la Zenobia, la reina de las Amazonas. Por supuesto,
Bárbara/Zenobia es la partición del pretérito elegíaco, de la barbarie
de la novela bizantina (en rigor, Zenobia es aquella siria, reina de
Palmira que se reivindicó descendiente de Cleopatra y se alzó en armas
contra Roma) con esta otra de la modernidad, que se abrió, no hacia
Oriente sino hacia Occidente, en el precipicio que siempre ha existido,
más allá de Cádiz y Gibraltar, en las columnas de Hércules. Bárbara
tiene una horrenda cicatriz en la cara, que el Sancho de Avellaneda
describe así:
“—Pardiez, señoras, que pueden sus mercedes ser lo que mandaren; pero en
Dios y en mi conciencia les juro que las excede a todas en mil cosas la
reina Segovia. Porque, primeramente, tiene los cabellos blancos como un
copo de nieve y sus mercedes los tienen tan prietos
como el escudero negro mi contrario (subrayado mío, AH). Pues en
la cara, ¡no se las deja atrás! Juro non de Dios que la tiene más grande
que una rodela, más llena de arrugas que gregüescos de soldado y más
colorada que sangre de vaca; salvo que tiene medio jeme mayor la boca
que vuesas mercedes y más desembarazada, pues no tiene dentro della
tantos huesos ni tropiezos para lo que pusiere en sus escondrijos; y
puede ser conocida dentro de Babilonia, por la línea equinoccial que
tiene en ella. Las manos tiene anchas, cortas y llenas de barrugas; las
tetas largas, como calabazas tiernas de verano. Pero, para qué me canso
en pintar su hermosura, pues basta decir della que tiene más en un pie
que todas vuesas mercedes juntas en cuantos tienen. Y parece, en fin, a
mi señor don Quijote pintipintada, y aun dice della, él, que es más
hermosa que la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone; si bien a
mí no me parece tanto”.
Si algo ha ofendido al Quijote, en la segunda parte de Cervantes, es que
Avellaneda lo hizo renunciar al amor de Dulcinea, renombrándolo
Caballero Desamorado. De ese desamor adviene la supernumeraria Bárbara,
que ha convertido el dueto de caballero y escudero en un trío, en un
excedente con regusto de Indias. Y aquí vale recordar, entonces, que
toda la segunda parte del Quijote ha sido escrita para negar esta triste
consumación de la promesa, esta desencantada irrupción de las baratarias
del espíritu que desde algún punto transequinoccial, como sirenas, se
asoman o se dejan oír, como sombras (como un caballero negro, mi
contrario, según dice Sancho). Vale agregar que Sancho, en la segunda
parte de Cervantes, llegará a ser gobernador de una Barataria fingida,
retablo de pacotilla e ínsula en tierra firme, porque toda la segunda
parte del Quijote está ahí para negar la promesa de la primera, para
replegarse sobre sí, hasta llegar a ese punto emocionante en que, caído
malo, Quijano o Quesada dirá tener juicio, “ya”, y darse a la muerte en
la paz de su cama.
3. El naufragio barroco. Limitado y trágico en España,
autocondenado al confinamiento de la autoría —que ha vuelto la tarea de
pergeñar héroes individual, rentista y, en buena medida, asesina—,
Cervantes puede dar cuenta de América bajo forma de tropo inalcanzable,
una promesa de la que no hubiera estado en condiciones de dar cuenta ni
siquiera viajando a Indias, debido a que el modelo sacrificial, que es
el silenciamiento del americano, ya estaba instaurado para la novela
como género.
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Si la novela es heteroglósica, y recupera la voz de
una alteridad, esta alteridad —que era precisamente su promesa— le
estaba negada por entonces, porque los indios de esas Indias
Occidentales no están en condiciones de hacerse oír con voz propia en la
novela, y para eso no importan desde dónde se escriba.
Baste como ejemplo, lo sucedido con su colega Mateo
Alemán, autor de las dos partes del Guzmán de Alfarache (1599 y 1606),
el primer best seller moderno, traducido a varias lenguas,
incluso al latín. Como se recuerda, Alemán viajó a Indias, a México,
pero allí ya no se le daría la novela, sino una Ortografía
(1609) y una narración biográfica Sucesos de don fray García Guerra,
arzobispo de México, a cuyo cargo estuvo el gobierno de Nueva España,
obra que incluye una "Oración fúnebre" en memoria del prelado domínico
que intentó, sin éxito, que se le devolvieran las tierras a los indios.
Esto exige, desde ya, una reflexión, que es a la vez
una enmienda a la crítica recibida: la novela, tiene razón Mijail Bajtín,
es por definición el género de la heteroglosia. Una manifestación de eso
sería, por ejemplo, el primer Lazarillo de Tormes, cuya primera
lección, recibida del ciego, es el aprendizaje de la “germanía”, jerga
heredada de los germanos que la Corona de España contrataba para sus
emprendimientos de ultramar. Pero la novela, desde sus orígenes griegos,
no comporta, como dice Bajtin, el descubrimiento del Otro, sino el del
Otro bajo el signo de lo Mismo, algo que permitió el “Imperio Universal”
de Alejandro Magno, continuado luego por Roma, pero que no pudo hacer la
Europa del Renacimiento con los reinos transequinocciales a los que
sometía pero de los cuales, si recibía productos, jamás cultura. No
hubo, como sí con lo alejandrino de la antigüedad, una barbarización de
Europa en el Renacimiento; habrá otra cosa que, como pasamos a ver, se
llamará barroco, que se abre, precisamente, en la cancelación de la
promesa.
Queda claro a esta altura que la promesa (que es la promesa de la
novela) había estirado el signo del Renacimiento hacia el linde del
equinoccio, pero de ahí regresa atirabuzonado, serpentínico, barroco. La
luminosidad áurea del Renacimiento, que buscaba una representación
heredada de modelos grecolatinos, de aquel mundo en que Zenobia no era
horrible sino venerable, regresa frustrada porque, allá, más allá del
límite, está ese espejo, el contrario, el doble negro, la marca soez de
las contrautopías. Porque, en definitiva, ¿qué es la utopía? ¿Cómo se
suscita esa barataria que llamamos utopía? ¿Cómo puede decirse la
utopía? Sólo puede enunciarse como ese momento antes de llegar, antes de
darse verdaderamente con la novedad de la alteridad. Hitlodeo cuenta que
los habitantes de la isla del rey Utopo descienden de los utopianos que,
alguna vez, se encontraron con los sobrevivientes del naufragio de un
barco romano, del que aprendieron todo lo que pudieron.
Los utópicos, para decirlo de otro modo, habían sido catequizados por
los saberes de la antigüedad que todo el Renacimiento, además de Moro,
buscaba reabsorber. La utopía no es sino la contingencia de un punto
familiar, reconocible, entroncado con una lengua común, el latín. Otra
cosa es lo que haya verdaderamente en ese más allá transequinoccial,
aquellas tierras de los indios de Occidente: cuando se creía en Asia,
Cristóbal Colón, en su modo todavía medieval, creía estar llegando
también a las primicias del origen, al jardín del Edén, poblado por
gentes que viven, como Adán y Eva, en estado de inocencia, y así en
medio de ese vértigo geográfico-cronológico, saludaba al Orinoco como si
fuera el Tigris, se pensaba en tierra firme cuando ancla en una isla y
se piensa en una isla cuando ingresa al continente, a eso que hoy
conocemos como Venezuela.
Pero detrás de la inocencia adánica, pronto reconoce esa contrafigura,
que está en el corazón de Occidente, el antropófago, que desde él
llamaremos caníbal, porque caníbal es la forma de hipostasiar algo
nuestro en el nombre de otro. El antropófago, para decirlo así, es una
categoría, pero el caníbal es, estrictamente, un pueblo comedor de carne
que se ha vuelto la metonimia de todos los antropófagos. La herida
equinoccial se había abierto ya en octubre de 1492, si bien disimulada,
en esa dimensión desconocida a la que Colón busca reducir a lengua
europea pero que se traduce toda en encantamiento, en maravilla,
progresivamente en desencanto y resignación, contraencanto. El genovés
había querido encontrar en la inocencia de esas gentes desnudas una
tabla rasa, algo que le permitiera instruirlos, pero pronto descubría
que, detrás de esa inocencia, los nativos tienen unos saberes que
entenderá horribles, por lo que la inocencia, pronto, se surte de
brujas, de hombres con cabeza de perro, de caníbales; en definitiva, de
desencanto.
Las indias de Occidente, para decirlo de otro modo, son apenas un
resplandor, como el de los lingotes de plata y oro a los que el Imperio
reducía los saberes de los nativos. Como se sabe, las dos ruedas de oro
y plata, un sol y una luna, que los orfebres mexicas labraron como
regalo de Moctezuma a Carlos Quinto fueron rápidamente fundidas a
lingote. No lo fueron de inmediato, porque los humanistas de la Corte
pidieron al menos contemplar los dones mexicanos antes de que se cegaran
en la simetría de los lingotes.
Pedro Mártir de Anglería vio la muestra en Tordesillas y dijo esto: “…Lo
que me pasma es la industria con que la obra aventaja a la madera. He
visto mil cosas que no puedo describir. Me parece que no he visto jamás
cosa alguna que por su hermosura pueda atraer tanto las miradas de los
hombres. Martín Durero, por su parte, pudo ver la muestra en Bruselas”;
“…he visto las cosas que le han traído al rey de la nueva tierra del
oro: un sol todo de oro de una braza de ancho, y también una luna de
plata del mismo tamaño, también dos estancias llenas de armaduras y la
gente que en ellas había con toda suerte de maravillosas armas, arreos,
dardos, magníficos escudos, extraordinarios ropajes, camas y toda clase
de cosas fantásticas para uso humano más dignas de verse que prodigios.
Estas cosas son todas tan preciosas que están valoradas en 100.000
florines…”. Si el Renacimiento había abierto la posibilidad de
encantarse con el mundo más allá del romance medieval, en la
factibilidad de la utopía, agencia de los hombres, a partir de un
cegador brillo metálico, de platas y de oros, pasados a moneda, el
barroco, ya desencantado, explicaría, como hace Quevedo, que utopía
quiere decir, lisa y llanamente, no hay tal lugar. Pero ese no lugar no
es sino correlato de la abyección del indígena, que pasa a ser
innombrable y cuya cultura debe ser minuciosamente borrada, como la
orfebrería mexica de los astros reyes del cielo. El indígena, que es por
definición por ese entonces caníbal, está, como señalara Michel de
Certeau a propósito del “De los caníbales” de Montaigne, “fuera del
texto”, referido, hecho relación de otro, como son los utopistas
referidos por Hitlodeo o los mesoamericanos por Hernán Cortés, por
Gómara o por Bernal Díaz del Castillo.
Por supuesto, lo que pronto sabrá el Renacimiento, al menos los
novelistas del Renacimiento, es que a Utopía nunca se llega porque el
equinoccio, que es esa línea que parte al hombre de sí mismo, a darse a
la dimensión americana, es en rigor infranqueable, por más voluntad
marítima que tenga el héroe o el antihéore de aquel entonces. Así el
Lazarillo de Amberes, sabe que viajar es dejar de ser quién es.
Siguiendo el modelo griego de Luciano, ese Lazarillo que entró a la
armada contra el moro pero naufraga y cae al fondo del mar, deviene otra
especie. En la alegoría, se sabe que los atunes vendrían a ser unas
gentes a las que no se puede considerar humanos, como dudaban los
europeos en considerar humanos a los indios que, como establecía el
tratadista Ginés de Sepúlveda, carentes de barba, y por lo general de
vestimenta, eran tan inferiores al humano (es decir, al varón europeo
adulto) como lo eran los monos, los niños y las mujeres. El Lazarillo de
Juan de Luna, ya muy posterior, de 1620, de corte minuciosamente
realista, también verá naufragar al héroe cuando iba a combatir a Argel,
flotando de maravilla gracias a estar lleno de vino, solo para regresar
y descubrir que los cuernos que le saca el arcipreste no hacen sino
multiplicarle los hijos a su mujer.
El punto de fuga del Renacimiento, para decirlo así, es el naufragio. Se
trata la utopía de un lugar inalcanzable, una Barataria que está siempre
en ese punto inhabitable que avisa el Hitlodeo de Moro: más allá de ese
límite, el signo del Renacimiento no puede llegar, y en la figura
distópica del caníbal ha naufragado la promesa. Esto afectó a todo el
género novelesco y a lo que llamaremos barroco, una representación que
nace, no en un desembarco sino en un recurrentísimo naufragio. Náufrago
es el Peregrino de las Soledades de Góngora, náufrago es
Critilo, el protagonista del Criticón de Baltasar Gracián, que
repite la escena de instrucción iniciada por Colón, y náufragos son
Persiles y Sigismunda. Es ahí que la isla se emplaza como aquel lugar en
el que la enunciación es todavía posible, resabio de aquello
inabsorbible que se guarda más allá en la Terra Incognita. La isla, para
decirlo así, es la ese eje desde el cual el barroco puede enunciarse, la
orilla del náufrago.
No por azar, cuenta Hitlodeo que los utopianos aprendieron todo lo que
pudieron de unos romanos náufragos: la isla es ese entrecruzamiento
entre los saberes grecolatinos y la imposibilidad de dar cuenta del
habitante real de las islas, ése que quedará reducido a la figura del
caníbal y que regresa, en la representación del Barroco, bajo figura de
monstruo, o en la Bárbara/Zenobia o en el antropófago que guarda desde
siempre el Mediterráneo, el cíclope Polifemo. Dicho de otro modo, la
isla es el solapamiento de los saberes históricos del Mediterráneo con
la imposibilidad de América, es decir, la imposibilidad de representar
lo americano, eso “nuevo” inasimilable. Así las cosas, el escenario ha
sido servido para que el otro gran genio literario del barroco,
Shakespeare, dispusiera, en un naufragio Mediterráneo, un drama
equinoccial, como el de Próspero y Calibán en La tempestad
(1610 o 1611) Los náufragos que llegan a la isla que ha hecho suya
Próspero tienen la ropa mojada y el monstruo, es decir Calibán, invita a
colgarlas “in this Line”, referencia que, se entiende tradicionalmente,
convoca el Eqinoccio. En esa línea los demás cuelgan ropa, porque la
ropa, finalmente, es lo que puede distinguir, una vez se ha naufragado,
al indígena, o monstruo, del civilizado.
4. La coyuntura del barroco. La crítica poscolonial
puede decir, como hizo Aimé Césaire en 1969 en Une Tempête, que
Próspero es blanco, Airel mulato y Calibán indígena (una apreciación,
dicho sea de paso, tributaria del neurótico escanciamiento de mestizajes
y remestizajes que urdiera la corona de España para sus virreinatos).
Pero esto es olvidar que la Línea, para decirla como dice Calibán, es
una línea del alma, que divide a Ariel de Calibán, en los que está
escindido Próspero. Es Calibán para Próspero, como nadie ignora, “This
thing of darkness I acknowledge mine”, es ese gemelo oscuro que advierte
Sancho en el escudero negro, su rival, y es también ese otro caballero,
humeante y transequinoccial que, como en un negro, mexica, espejo
obsidiana, vislumbra el Quijote en el Ebro y que, en buena medida, lo
vencerá bajo especie de Caballero de los Espejos una vez que se asome al
mar con su promesa negra, y a la imprenta. Pero es, también, la línea
que parte a Galatea del Cíclope, o a Vélázquez, el pintor que se pinta
en juego de espejos en “Las meninas”, partido de ese otro caballero que
sale por una puerta de atrás, el punto de fuga, y partido como está en
el cuadro la infanta Margarita, replicada en su cicatriz bárbara, ese
símil de niño, todo hecho solemnidad y arrugas, que es el enano (tema
repetido, de alguna forma en el tardío siglo XX por Don’t look now,
la película de Nicolas Roeg).
Entonces, si el signo barroco, para los europeos como Gilles Deleuze, se
da en el pliegue, vale recordar que se trata, si se quiere, de un código
de etiqueta; lo que no podemos ignorar aquí sin embargo es que, para
Europa, el barroco es un repliegue: el signo que, estirándose hasta
encontrar su límite equinoccial, reviene monstruo, grotesco, filigrana.
Y si es vestimenta, es el obsesivo juego de encajes y ornatos que debe
disimular el cuerpo desnudo que amenaza detrás del espejo, el cuerpo
calibanesco que hay que ofuscar entre paños, claroscuros y celadas
espejeantes (como las de Avellaneda o Sansón Carrasco para el Quijote).
Esto, acaso, permita explicar por qué un autor que resultó tan notable,
como en su Quijote, no siguió el camino ascendente en su
póstumo Persiles. En su gran novela, Cervantes, mal que le pese
a Foucault, quien tan bien leyó el afán de “mismidad” del Quijote en el
primer capítulo de
Las palabras y las cosas, imperaría todavía el signo ternario
medieval que reconocía el significante, el significado y la "coyuntura"
(el τΰγχανον), si es que por coyuntura entendemos, en términos
estrictamente narrativos, el modo de suscitarse el signo en la
narración, de darse a ella, como muestra por ejemplo la narración del
acercamiento en del Caballero del Verde Gabán (DQ, Segunda parte, XVI),
que se acerca paulatino de la mancha de color al detalle; pero el autor
moderno, ese autor que ha nacido con Cervantes, es decir, que ha nacido
a expensas de la defunción del ingenioso hidalgo, parecería entenderse a
sí mismo, a partir de entonces, dueño del significado y del
significante, ese signo en díada que amonedará unas décadas más tarde
(en 1660) la muchedumbre de gramáticos de Port Royal. Esa propiedad, que
lo enajena de la vida de los personajes, solo le resultó a Cervantes
para peor. Para nosotros, lectores del siglo XXI, resulta por ejemplo
agraviante la dejadez casi cartoonesca con que los personajes en el
capítulo II del Persiles y Seguismunda se precipitan uno detrás
de otro desde la cima de una torre, saliendo ilesos porque así el autor
lo pretende, desafiando los mandamientos de lo que no mucho después
habría de establecerse como ley de la gravedad.
Dicho de otro modo, la coyuntura, eso que de alguna manera implica
alteridad, ha sido sacrificada —en el Persiles— con la
cancelación de la promesa, razón por la cual el barroco, y por entones
el idioma castellano, se resignará a nunca novelar América. Para la
ficción, el continente podía darse en épica, como en
La araucana (1569, 1578 y 1589) de Alonso de Ercilla, o en un
drama vacilante de Lope de Vega, como
La famosa comedia del Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón.
Es que, con la aporética aventura y subsiguiente sacrificio del Quijote,
Cervantes resignaba el signo barroco (que no es el de la estricta
mismidad, porque da cuenta de una coyuntura, es decir, de una alteridad
que no puede ser dicha si no en tropo) y se abandonaba a un manejo, casi
de encomendero, de los significados. Al hacerlo, estaba actuando una
nueva aporía; si el Quijote había sido su único héroe trágico, su muerte
es el emblema de la tragedia del barroco, de quien ha desertado,
finalmente, su promesa.
5. Más allá del espejo. Como si entrasen a Jerusalén un
viernes en un burro, han llegado Sancho y Quijote a Barcelona, y allí
los ensalzan.
“—Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el
norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene;
bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el
falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días
nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos
describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.
Pero el Quijote comenta a su escudero.
—Estos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra
historia, y aun la del aragonés recién impresa.
El espejo de los caballeros, es decir, Don Quijote, tiene, a su modo,
una deuda con el espejo. Sabe que solo en broma puede ser único y que él
es quien es sí, y solo sí, haya un más allá de él, aquel otro caballero
transequinoccial que lo reclamara en el Ebro. Hay ese continente del que
nadie regresa, avisa Hamlet en código marinero. Creemos entender que es
la muerte, y lo es, pero también es ese mundo transequinoccial del siglo
XVII. Y aquí lo del comienzo, Cervantes, impuro de sangre, quiso y no
pudo viajar a indias. De haberlo hecho, lo más probable es que hubiese
corrido una suerte similar a la de Alemán y cesado como novelista. De
haber viajado, el mundo hubiera perdido uno de sus mayores libros. Es
que no se novela sino por afán de llegar, por deseo (y es ésta una de
las lecciones más notables del trágico Quijote), hacia ese otro tan
íntimo, hacia ese caballero negro o Barataria del corazón que somos
nosotros tan lejos de nos.
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