El escritor y la República
I
Se sabe que los poetas
miméticos,
los autores de ficción, fueron desterrados por Platón en
La República, por más que en otro de sus libros, Las leyes,
estos mentidores profesionales siguen siendo gratos al funcionamiento de
una república no utópica sino pragmática, porque deleitan. Claro que en
Las leyes no comparece Sócrates, porque el diálogo se desarrolla
en Creta y, como se sabe, el Sócrates platónico es incapaz de abandonar
Atenas: vive y muere en su ciudad; vive y muere por su república ideal.
De seguir a Platón, el problema de los poetas es menos la República que
la utopía.
El escritor y la
República II
Marco Antonio y Octavio César
acusan de traición a Cicerón, lo proscriben y envían asesinos a su villa
de Formia. A diferencia de su colega Sócrates, Cicerón, filósofo
estoico, defensor del senado y, con él, de la República de Roma,
escribía. Había regresado a la política, tras el asesinato de Julio
César, con el viento que le dieron las Filípicas que redactó
contra Antonio. Los asesinos que fueron por él, además de la cabeza, le
cortaron las manos, que en Roma le sirvieron a Antonio sus sicarios.
Como Sócrates, Cicerón muere gustoso por la república.
El escritor y la utopía I
Suicidios más o menos
misteriosos, ejecuciones, deportaciones o muertes por trabajos forzados
y una censura rampante marcaron la vida de poetas y narradores rusos de
Unión Soviética. Las vidas y obras de Marina Tsvetáieva, Ana Ajmátova,
Alekdandr Block, Boris Pasternak (publicado fuera de la Unión Soviética
porque Susana Soca, ocultas como si fueran capullos de seda, sacó de
allí las páginas manuscritas del Dr. Zhivago), Ossip Mandelstam o
Vladimir Maiakovski, entre otras, así lo testimonian. Si por décadas
alguien preguntaba por ellos, la voz oficial del Partido Comunista, allí
donde estuviera, era que, o eran llanamente contrarrevolucionarios, o
ideológicamente contradictorios. Más allá de la Unión Soviética, un
escritor que se opusiera a los designios de la revolución conocía otro
nombre: reaccionario. Felisberto Hernández, por ejemplo, era considerado
largamente reaccionario por aquellos de sus colegas que abrazaron la
izquierda.
El escritor y la utopía II
El carné del partido jamás fue
garantía de perdurabilidad biológica para el poeta. Gustavo Espinosa y
quien escribe, allá por marzo de 2004, de gira por El Salvador en
calidad de músicos, eran conducidos en camioneta por alguien que resultó
haber sido, durante la Guerra Civil de ese país (1980-1992), coronel del
Frente Farabundo Martí
(FMLN), quien les señaló un punto en la falda de una montaña como el
lugar en que los camaradas de Roque Dalton, uno de los mayores poetas
latinoamericanos del siglo XX, abandonaron su cadáver, tras haberlo
matado ellos mismos. “Ahí fue donde lo tiraron a Roque”, explicitó.
Contaba, además, que, durante la guerra, un grupo de poetas
revolucionarios se emborracharon (se “pusieron verga”, según se dice por
allí) y alarmaron una aldea controlada por el FMLN, lo que les valió
juicio y paredón. Según el cuento del chofer, alguna vez coronel y
devoto lector, se ingenió para perdonarles la vida. Había llegado por
entonces a la conclusión de que un escritor no puede ser revolucionario,
o que al menos debe ser medido bajo otras reglas.
El escritor y la utopía III
Maurice Blanchot explicaba la
desconfianza que los militantes políticos sienten ante el escritor, por
más comprometido con la revolución que éste sea, en el hecho de que el
poeta mimético sabe, como no sabe nadie, que tras el lenguaje no hay
nada sino vacío. No hay el cuerpo de una verdad; no hay, jamás, eso real
que Platón quería paradigma o Idea. En el lenguaje, claro está, campea
la ironía, el doble sentido, el doblez que niega; el lenguaje, por así
decirlo, es un desalineado irremediable.
El escritor y la Historia I
Antes de escribir sus
Antigüedades judías, cuando todavía era
Joseph ben Matityahu, Flavio Josefo supo ser comandante militar
de Galilea y combatir a los romanos comandados por Vespasiano. Vencido
el año 67, y sitiado en una cueva, se comprometió con 40 de sus
compañeros a suicidarse antes que rendirse. Formaron un círculo, echaron
suertes y fueron matando a uno de cada tres, quedando finalmente vivo
Josefo, que convenció al otro supérstite de
rendirse y negoció más tarde, en nombre de Vespasiano, con los
defensores durante el Sitio de Jerusalén del año 70, el mismo sitio en
que sus padres y esposa murieron. Siempre quedará la duda de si Josefo,
un letrado, versado en matemáticas, sabía de antemano que quedaría vivo
y eligió su posición en el círculo; lo cierto es que, si alguien debía
quedar vivo para contar la historia, eso es justo lo que hizo Josefo en
sus copiosas Antigüedades, que cuentan desde el origen del mundo
hasta el levantamiento del año 66, es decir, justo antes de pasarse al
bando enemigo. El escritor elige vivir, porque alguien tiene que contar
el cuento.
El escritor y la Historia
II
“La Historia es una pesadilla
de la que estoy tratando de despertar”, clamaba en Ulysses
Stephen Daedalus, alter ego de James Joyce. Hoy, casi un siglo más
tarde, la mayoría se ha resignado a que ese tiempo con diseño y
teleología, con finalidad, con su hegeliano itinerario de
auto-revelación, es decir, la Historia, caducó. Asistimos a un sucederse
de días, semanas, meses, años y lustros que ya no augura en punto
ninguno el fin de la explotación del hombre por el hombre, ni la
felicidad a las que nos condenaban la razón y el progreso, ni variante
alguna de la parousía o Segunda Venida del Hijo. Por siglos, sin
embargo, no se pudo vivir sino a la espera del gran acontecimiento o
revelación. No solo había que esperarlo; había que precipitarlo. Quienes
estuvieran a favor de la Historia, es decir, de ese designio de
consumación de los días, estaban a la izquierda; el resto, a la derecha.
A diferencia de la utopía, que, según traducía en el siglo XVII Quevedo,
quiere decir no hay tal lugar, la Historia aseguraba un lugar,
científicamente medido y aquilatado. Es más, en términos de Karl Marx,
ese lugar era exactamente la Historia; esto otro que vivimos, en que el
hombre sigue explotando al hombre, es la Prehistoria. Se recuerda casi
con gratitud el intercambio entre Jorge Luis Borges, ciego y derechista,
con Pablo Neruda, comunista y militante, por tanto, de la Historia. El
primero decía que Neruda era un gran poeta, lástima que fuera comunista;
el otro también elogiaba a Borges como poeta, lástima que fuera
reaccionario.
El escritor y la República III
Platón, al expulsar a los
poetas, entendía que la única forma de que pudieran seguir contenidos
por su república utópica, y gobernada por un rey filósofo, era que le
cantaran himnos, algo que descartaba de antemano. En la modernidad, sin
embargo, y empezando por la que conformaron las 13 colonias de
Massachussets, toda república empezaba siendo una utopía y hubo caso de
poeta que le compuso un himno: se trata de Francisco Acuña de Figueroa,
autor de los himnos de la República Oriental del Uruguay y de la
República del Paraguay. El caso de Acuña, de todos modos, no rebate a
Platón, porque Acuña, en rigor, compuso un himno para una república y
una patria en las que no creía, y de las que no había querido formar
parte.
Acuña, que había sido atrapado
por el fuego cruzado de la revolución rioplatense de 1810, fue un
antipatriota militante, autor, por ejemplo, de un
Diario del sitio
que loaba a los defensores de la plaza, Montevideo, que eran los
defensores del Rey y de Dios. En rigor, este poeta era un español,
nacido en América, que un día, a la fuerza, tuvo que despertarse
oriental, eso que alguna vez fue argentino y que hoy decimos uruguayo.
Hijo de un burócrata de la Corona, había viajado a estudiar a Buenos
Aires, preparándose obediente para convertirse en poeta de corte
virreinal, entrenado en los metros neoclásicos y el arte del besaculo de
la Corte que, por entonces, era obligación de todo poeta castellano
intocado, aún, por el Romanticismo. Sin embargo, devuelto a Montevideo,
se encuentra con el levantamiento de los patriotas, escribe el Diario
del sitio en verso y, cuando cae la plaza, viaja a Brasil donde se
hace, como quería, poeta cortesano en Río de Janeiro.
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Cuando a su turno las fuerzas
lusas vencen a los orientales, vuelve a Montevideo y se afinca, en lo
que entonces se llamaba Provincia Cisplatina, al servicio del Emperador
de Brasil. Luego, ni bien los patriotas se alzan contra el Emperador,
huye portando, para entregar a la administración brasileña, “el acta
original del juramento de la Constitución del Imperio”, labrada bajo su
personal presidencia en la
Ciudad de Maldonado.
El escritor y el carajo I
Cuando los patriotas tomaron
por primera vez Montevideo, Acuña sintió que había perdido de un golpe,
según testimoniara en una epístola compuesta en octavas reales desde Río
de Janeiro, “patria, empleo y hogar”. Al ser los brasileros expulsados,
ya no quedaba rey ni papa y el mundo se le había trastornado en una
distopía horrible. Si para los uruguayos Acuña es el autor del himno,
que conforma parte de su menos destacable obra poética, su figura ha
sido vivida con malestar, no solo por su indeclinable lealtad a la
corona sino porque —poeta satírico como era— es autor, entre otras
maravillas, de la “Nomenclatura y apología del carajo”, obra cuya
publicación estuvo prohibida por más de un siglo.
Es decir que, allá donde se lo revise, Acuña no cuadra en el orden del
Estado para el que compuso himno: este amoneadador de los versos patrios
de más de una patria, fue enemigo de los patriotas y socavó todo bronce
con 1000 letras de sátira. Neoclásico y realista, Acuña había amanecido
a la vida literaria en un mundo que triunfa con las letras de Bartolomé
Hidalgo, letrado del bando de los sitiadores, que estaba dando a luz la
primera lengua literaria criolla de Hispanoamérica, la poesía gauchesca,
y luego tendrá que lidiar con la sensibilidad romántica que empezaba a
fondear en los barcos innúmeros que fondeaban en una Montevideo
invariablemente sitiada. El mundo se había ido al carajo, y desde ahí,
desde esa denuncia militante, escribió todas sus líneas.
La lengua castellana es tan
copiosa,
En voces y sinónimos, tan rica,
Que con nombres diversos, cualquier cosa
O con varias metáforas explica
Monarca, Soberano y Rey...
¡qué encanto!
Todo es un mismo nombre repetido;
Y tres veces, también con un sentido,
Son Pontífice, Papa y Padre Santo.
Pero hay de grande aprecio
entre los hombres,
Un cierto pajarraco, o alimaña,
Que tiene más sinónimos y nombres
Que títulos tenía el Rey de España.
Yo, por tal de evitaros el
trabajo
De una investigación algo penosa,
Diré que esa alimaña, o quisicosa
No es el Papa, ni el Rey sino... el Carajo!
Miembro viril, o miembro
solamente
Le llama el diccionario... ¡Qué mezquino!
Sus nombres en el uso más frecuente
Son el nabo, el zurriago y el pepino,
El escritor y el carajo II
Acuña llegó a aquilatar la
muerte de Dios habiéndose salteado el Romanticismo y ya estaba en los
avances de la vanguardia, de la poesía concreta, y de la aritmética
aplicada al verso que practicó en el siglo XX Raymond Quenau. Asentado
en el Reino del Carajo, se había salteado el alma, garantía de sentido
de los románticos, y ya había quedado, asistido por los caligramas y
acertijos neoclásicos en los que se había formado, en el algoritmo de la
lectura múltiple. Su “Salve Multiforme”, dedicado a la Virgen María,
admite 9546400000000000000000000000000000000000000
00000000000000000000 (95464 + 58 ceros) lecturas posibles.
Dice Clemente Padín, que lo ha computado, que, “como la lectura de
cada poema no demora más de 20 segundos, la lectura total de todas las
versiones [de “Salve multiforme”] demoraría cerca de 100 mil millones
de siglos, es decir, casi una eternidad”. Y tal vez la mayor lección de
Acuña sea ésa, que, cuando el mundo se ha ido al carajo, es hora de
empezar a escribir.
El escritor y el carajo III
El malestar con que la
República Oriental del Uruguay vive a sus escritores fuertes parece ser
legado de eso que los uruguayos, muy freudianamente, deberían llamar
“cultura del malestar”. Carente de una literatura colonial apreciable,
ya que está compuesta, por sobre todo, por crónicas de viajeros, su
literatura nace en el sitio de Montevideo, es decir, con la Patria. Por
un lado anda Hidalgo, convocando a la Utopía de la patria en sus
sangrientos cielos; por otro Acuña, el autor de un himno compuesto
exactamente cuando el mundo se (le) había ido a otra parte. Pero los
escritores más fuertes del país han estado siempre en el bando de Acuña:
por alguna razón, andan por un lado y el país, al menos para ellos, en
el último carajo. Acuña de Figueroa, Hidalgo, Lautréamont, Horacio
Quiroga, Delmira Agustini, Herrera y Reissig, Juan Carlos Onetti,
Felisberto Hernández, entre otros, o los más recientes Mario Levrero y
Marosa di Giorgio, son perlas de un collar de autores que, en cualquier
parte, salvo en Uruguay, conformarían una gran literatura. Con excepción
de Hidalgo, no por azar uno de los dos fundadores, a ninguno de estos
nombres se los puede consignar del lado chato y baladí de la militancia
bienpensante. Su literatura es, invariablemente, un safari a mundos
exuberantes pero personales, refractarios a su medio ambiente. Casi sin
excepción, fueron acusados de vivir de espaldas a la sociedad (los
calificativos varían: pueden ser torremarfilistas, estrambóticos,
reaccionarios, franceses, alucinados, raros) y, por supuesto, de los
imperativos más baladíes de la Historia.
Cabe preguntarse, de todos
modos, si no iría siendo hora, ahora, cuando para muchos (esos mismos
que alguna vez predicaron cuán inevitable era la revolución) el mundo y
la Historia se han ido, efectivamente, al carajo, de empezar a abrevar
en esa gran literatura uruguaya tan insistentemente dejada de lado. Es
que es puntualmente cuando se ha ido al carajo –—he ahí la gran lección
del escritor— que corre riesgo el mundo de encontrar su verdad.
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