Nunca logré contar eso que vi,
por
más
que debía. Ahora que es indebido, o incluso abyecto, quizá lo logre,
pero para hacerlo debemos volver a las brumas de la estación de tren, en
Venecia, cuando apenas rompe la mañana. Se sabe que la escenografía de
la ciudad, esos vapores, palacios y aguas omnipresentes, convoca no se
sabe bien qué prodigio y, por los días en que llegados a destino
emergíamos legañosos del tren, ahí se acababa de rodar The confort of
strangers (El placer de los extraños), dirigida por Paul Schrader y
basada en la novela de Ian Mc Ewan, con guión de Harold Pinter y un
elenco que repartía a Rupert Evereth, Natasha Richardson, Helen Mirren y
Cristopher Walken para contar la historia de una hermosura siniestra,
masculina, que hace turismo por ahí, radiante como un dios latino, según
se explicita, hasta que es secuestrado y muerto por espléndido.
Son esos melodramas de la ciudad, centrados, para decirlo así, en el
equívoco prodigio de la belleza. Más conmovedora que la tumultuosa
película de Schrader era Don´t look now (Venecia rojo shocking), de
Nicholas Roeg y guión de Daphne Du Maurier, con un Donald Sutherland
que, mientras los crímenes se suceden en la ciudad, recorre los canales
persiguiendo una caperuza roja y semoviente que le recuerda a su hijita
muerta, hasta que da con ella y resulta que baja la caperuza había un
enano homicida, que lo ultima. Extravagancias de la vida con gente
pequeña, se diría ahora, aunque lo cierto es que la reina de esas
películas sigue siendo Muerte en Venecia, la película de Luchino
Visconti con Dirk Bogarde haciendo de Von Aschembach quien, prófugo en
plena peste de la demoledora belleza de Tatzio, el adolescente polaco
interpretado por Bjorn Andrésen , asaltado en sus convicciones morales,
que son sus convicciones sexuales , chorreando la tinta flamante con
que, arrasado por la pasión, buscaba disimular sus canas, en espasmo de
amor muere en una silla de playa mientras suena el Adagietto de Gustav
Mahler. Cualquiera sabe que detrás de la preciosura de Andrésen está la
belleza que encomia Platón en El banquete, ésa que es lo bueno, la
virtud primera; también que antes de la película de Visconti viene la
nouvelle de Thomas Mann y que Mann no hace otra cosa que contar, a
través de un Von Aschembech escritor (y no compositor, como el de
Visconti), lo que le sucedió en Venecia, noqueado por la hermosura de un
adolescente polaco precisamente ahí, en Venecia, en 2011.
Así que si uno desembarca en la capital del Veneto, por decirlo así,
convendría esté preparado para acontecimientos, incluso si, más que
visitar Venecia, la está precipitando como la precipitaríamos nosotros.
Pusimos pie en la estación, no rumbo al Lido, como Von Aschembech, sino
con el equipaje seminulo de quien está poniendo fin a sus días de
estudiante con un tour europeo y frugal, durmiendo en albergues en
muchos casos, o dándose nada más un día para recorrer sus canales,
correr a Murano, almorzar en cierta plaza para partir hacia otra parte
al caer de la tarde. Había, antes, urgencia por desayunar, al menos
frugalmente, con unos bizcochos y un café de la estación acá nomás,
adonde llegamos con Sandra López Desivo, la editora de H enciclopedia.
No eran horas de comer helado, ciertamente, y a nadie se le ocurrió
comer ninguno, por más que había heladería y se decía atendida por algo
de cofia y bata blancas y un delantal rosado, algo tan apacible, tan
desentendido del universo a esas horas de la mañana, tan en plena
comunión consigo mismo, que el delantalito más bien parecía una mampara.
Acaso no alarme pensar eso allí, en Venecia, o siquiera en Italia, país
en que la gente se ha venido acostumbrando, por siglos, a ser de alguna
manera la carne para cuadros de Verrocchio y sus discípulos Perugino y
Leonardo, o para los de Fra Angelico; lo cierto es que aquello de brazos
desentendidos de exigencias de fitness y encapotado en bata y cofia de
heladera tenía una luminosidad, para decirlo así, angélica y sin duda
intimidante, porque nadie osó interactuar con ella. Arrimarse, incluso
mirar aquello, era interferir en un concienzudo ritual de placidez,
dijérase de la placidez del algo-dándose-a-sí; hablar de eso, por lo
visto, también era arruinarlo.
Desayunamos, comimos, extenuamos una Venecia tan generosa que a la
tardecita, cuando rumbábamos hacia el tren que nos sacaría de la ciudad,
nos condecoró con la mejor demostración que a uno se le pudiera ocurrir
de lo que era Uruguay por entonces: en una gente que se despedía no
tuvimos dificultad de descubrir uruguayo treintañero, uno al que
visitaban familiares, joyero en la ciudad, que ni bien alguno le dijo
alguna trivialidad como, qué cosa vivir en Venecia, contestó “pero para
el reuma, no sabés”) y nos olvidamos de la ciudad, que parecía habernos
dejado, como lección oficial, la frase de sabiduría del compatriota,
hasta que doce o trece meses más tarde, en Montevideo, un amigo, el
Quico Saúlle, llegó a casa para mostrarnos un flamante pasaporte
italiano y avisar sus planes de viajar para allí. “Cuando estés en
Venecia”, le dije impromptu, “andá por la estación del tren y fijate, en
la heladería de la estación, si todavía está allí la mujer más hermosa
del mundo”.
-Sí, gritó Sandra, qué cosa más increíble, y ahí nos dimos cuenta de
que, como mínimo en un año íntegro, no habíamos sido capaces siquiera de
referir un asunto que trascendía subjetividades ni bien se lo ponía
sobre la mesa. Habíamos tenido una experiencia sobrecogedora,
intransferible, que hoy sin embargo parecería inadmisible de comunicar,
porque ya no se puede decir que las mujeres siquiera sean hermosas,
siendo adjetivo convertido en algo políticamente incorrecto, es decir,
impronunciable. Entonces, corríjase lo visto: yo no vi (ni tampoco vio
Sandra López Desivo) a la mujer más hermosa del mundo en vestido de
heladera en la terminal del tren de Venecia: yo, sencillamente, y
también Sandra, vimos algo sobrenatural, un haz de luz disimulándose en
una cofia, un delantal y unos ojos redondos como dos lunas verdes. No
una mujer de belleza agobiante, porque eso ya no es pasible de ser
visto, sino, crasamente, un ángel.
De más está decir que Quico se tomaría su tiempo en llegar a Venecia y
cuando llegó, ya no estaba. Con el tiempo, mientras aún me atrevía yo a
pensarla mujer, me la hacía ya totalmente amatronada, feligresa de la
misa de la Iglesia de San Marcos a la cabeza de una procesión de hijos,
disimulada definitivamente en los quehaceres de los humanos, y en
particular, de ésos que en Italia siguen encomendando al género
femenino. Pero ahora que tengo prohibido pensarla mujer, la supongo
desvanecida, porque era una aparición, o zarpada hacia los cielos en una
apoteosis más bien recóndita. Y no llegó a tiempo Quico, entre otras
cosas, porque en vez de hacia Europa terminó marchando a Nueva York, a
vivir con Carla Giaudrone, hoy en Penn State, quien por entonces
estudiaba en NYU, lo que le difirió sensiblemente su visita a la tierra
de sus ancestros. Nueva York, y en particular sus visitas al MOMA (Museum
of Modern Art) en los ratos libres del trabajo, le despertaron un
plástico que tenía dentro y que nadie había descubierto hasta entonces.
Así que se le soltó la mano y el amigo Saulle se dedicó a pintar
gallinas a las que acorralaba en perspectivas más bien mondrianescas,
pero a pesar de ser el único plástico de este relato, quede consignado
desde ya que lo otro tampoco llegó a calibrarlo. Fue una tarde en que
marchamos al MOMA con Carla, donde tropecé, entre tantas cosas, con los
relojes blandos de Dalí, que eran en persona mucho más esmirriados de lo
que los había imaginado, con mucho Pollock, con algún Mondrian y algún
De Chirico, con una sólida muestra impresionista —florilegios de Monet—
hasta que una de las salas quedó dominada, no por cuadros sino por lo
que, a falta de término mejor, llamaremos misterio: dos voces discurrían
con ese tono consabido del estadounidense dado a mesteres del intelecto.
Recuerdo que aquel tono me resultaba un poco cargante cuando hacía yo la
escuela graduada, un énfasis por hablar al borde del murmullo, como si
las ideas tuvieran que detenerse a cada momento para abrevar, que
dominaba, por ejemplo, la cafetería de mi universidad a la hora del
almuerzo, como mínimo a contramano con mi espíritu más gritón de hispano
(los griegos eran un oasis de efusividad entre tanto sesudismo), y
máxime que la gestualidad que acompañaba el tono era también una de
poner todo el cuerpo al servicio de lo que se dice, como si la
conversación tuviera que ser tan medida que el mínimo exabrupto lo
dejara a uno escorado, y tenga que disimular lo bajo que habla con unas
el sobreactuado facial de estar diciendo yeah y ahá, y también hum a
cada rato.
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Esa gestualidad, por
supuesto, no debía faltar en el MOMA, y menos faltó entre las dos
figuras que allí hablaban, desentendidas de los cuadros o de cualquier
bípedo de alrededor, una mujer alta, en gabardina, y lo otro alguien
diminuto, de camisa de seda verde esmeraldina, chalequito blanco y
pantalones ad hoc; se lo dijera un duende, si los duendes aún existen, o
un liliputiense, si todavía eso puede decirse, o sencillamente algo que
se había escapado de los cuadros. No se exhibía “El grito” de Edvard
Munch pero el rostro le hacía la comba de Munch, como si todos los
rasgos, ojos, nariz, cejas y boca, al estilo del Tao, le hubieran sido
puestos en el Yang mientras el resto (el Yin, digamos) era una
superficie rosadísima y ciega. Más que una persona era una sucesión de
hipótesis, siendo la primera la del accidente que hubiera forzado ese
rostro inexplicable ahí frente a la gente y los cuadros, y la segunda si
se trataba de una instalación, realizada por un vanguardista muy pero
muy posmoderno que hubiera tomado una niña de siete u ocho años con
dotes de histrión y la hubiera maquillado hasta extenuar una máscara y
una compostura; una exhibición, por decirlo así, dentro de la
exhibición.
Don’t look now, se llamaba la película de Roeg, y de momento esforzaba
por cumplir con esa preceptiva; más, me dediqué a huir por las sala,
forzando la concentración en cada cuadro, esperando encontrarme en algún
salón con mi amiga, hasta que por un costado resultó que venía Carla
hacia mí y a ambos se nos ventiló el pasmo atrasado y unánime. “¿Viste
eso?”, susurramos los dos, sabiendo de antemano que la respuesta para
eso, es decir para nuestra perplejidad, nunca habría de llegarnos.
Si fue por entonces una instalación o performance, probablemente tampoco
ya sea hoy repetible, porque quien la intente será rápidamente acusado
de incorrección política, de forzar representaciones equívocas de la
gente pequeña. Si no lo fue, y eso era sencillamente lo que vimos, nula
máscara, nulo arte, una cara enorme y deformada por accidente o natura,
preciso es calibrar entonces la circunstancia, cómo ese individuo,
probable mujer, se movía con tamaña naturalidad en una muestra de arte
moderno, cómo, para decirlo así, había hecho del arte su hábitat, porque
se trata de un arte que ya nos dejó a todos picassianos, munchizados y
mondrianizados, en fin, inquilinos de una esfera de la percepción
educada a lidiar con el mundo como una cosa rota. Naturaleza o arte, su
irrupción nos confrontó con el extrañamiento, ese principio de todas las
artes modernas, la literatura incluida, por lo cual la realidad va
soltando elementos ominosos, o no familiares, en mitad de un entorno
familiar. En ese sentido, eso que vimos, se puede decir, era todavía un
sujeto en busca de su arte, de un arte que, a partir de su extrañamiento
radical, lo familiarizara pero devolviéndonos su interrogante, su
negatividad.
Esa negatividad, que es el arte, ha caído en veda hoy, cuando el frenesí
positivista de los que nunca podrán lidiar con el extrañamiento adosa
una etiqueta a cada cosa obliterándole al arte su primer mandamiento,
que es interrogar. Es que la sociologizada gazmoñería de lo
políticamente correcto, a cada paso, exige una explicitación
oficialmente aceptable, una etiqueta que aniquile la alarma del mundo y,
por supuesto, eliminada su alarma, también el mundo. No debe faltar
mucho para que hidrofóbicas brigadas de buenismo intervengan el Prado y,
por ejemplo, dibujen un pie y una leyenda al pie para cada miembro de
“Las meninas”, por ejemplo, Don Nicolás Pertussato, persona pequeña,
bufón de corte, trabajador de la cultura; perro mastín del trabajador de
la cultura, de nombre desconocido; Diego de Velázquez, artista plástico
por encargo; infanta Margarita de Austria, heterosexual y católica.
Cuando eso suceda, habré perdido para siempre la posibilidad de
interrogar mi vida, y entre otras interrogantes esas dos apariciones,
tan simétricas por antípodas, tan extranjeras, vinculadas a un amigo mío
que no las vio, pero que pintaba, en fin, dos anomalías que, si no
logran entrar en discurso, habrán para siempre clausurado su sentido.
Alguna vez quise contarlas en el marco de un libro de cuentos
autobiográficos, pero no entraron, tal vez porque nunca, salvo el azar o
la coincidencia que compartieran un testigo, encontraron su lógica
narrativa. Recién ahora, en que vuelvo a secuenciar los hechos, me doy
cuenta de que los protagonistas de Venecia, sean Mann, von Aschembach o
el personaje interpretado por Donald Sutherland, han perdido todos a una
hija, por lo que se podría barruntar la existencia de una contrafaz
horrenda, de duende, gótica, que ha quedado por la niña muerta, ya en un
rostro de varón, ya en uno de gnomo y que, de una manera que ignoro,
acaso estuviera respondiendo, o al menos señalando, la irrupción del
MOMA. Qué sentido pueda tener esto, de momento lo ignoro: es algo para
narrar, más que para explicar, tal vez en una trama de líneas sueltas,
de exclusiva extrañeza; sería carne de relato, no de columna ni de
ensayo, de un relato que, en buena medida, esté estorbado de antemano
por las coordenadas positivistas de una corrección política que se afana
por higienizar el misterio del mundo, esto es, su belleza, con
aclaraciones pedorras.
De alguna forma, lo que se ha logrado con esta politización boba es
desaristotelizar la estética, desactivando el universal (es decir, las
características que comparten los elementos y los sujetos, por ejemplo,
el vigor de los vigorosos), y replatonizar el asunto, divorciando el
paradigma de sus imitaciones. Hablemos entonces, como se pretende hoy,
de la belleza, pero no de los bellos, que son abyectos; concedamos
espacio a la fealdad pero nunca a los feos, porque eso sólo enriquece
cirujanos plásticos. Resignado a este estado de cosas, ¿qué puedo decir
aquí, entonces, en el marco de una exposición? Por lo pronto que las
respuestas a estos dos extremos, el de Venecia y el del MOMA, fueron muy
diferentes y que eso, de por sí, implica algo. En la anécdota veneciana
atesoramos en nosotros la experiencia, incapaces de compartirla; incluso
más, nos vimos exigidos a guardarla, al menos por buen tiempo, en
absoluto sigilo. En el MOMA, todo lo contrario, corrimos a compartirlo,
como si cada uno de los testigos guardáramos un trozo de puzzle que nos
permitiera, yuxtaponiéndolos, asignarle sentido a la experiencia. La
segunda, como ya sabe quien lee, fue una epifanía pavorosa, lo ominoso
en su grado cero reclamando en una grita de susurros el sosiego de una
explicación; la primera, ya no queda cómo decirlo de otro modo (siendo
que nos están secuestrando el lenguaje que pueda dar cuenta, de manera
crítica, del mundo) fue apenas una visión de Dios.
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