A Britos le debo medio
lápiz y mi iniciación a la lírica. Era octubre de
una eternidad atrás, en la escuela, y nos llevaron al salón de actos
para notificar a todo el turno que a un poeta chileno le habían otorgado
el Premio Nobel. Nos explicaron que en Chile llovía mucho y nos leyeron
un poema sobre la lluvia, lo cual, a decir verdad, no aportaba
demasiado. Armada la fila para regresar al aula, por allá atrás se
escucharía la voz de Britos, quien era un poco mayor que los demás de la
clase, peleador (el primer día de clases había desmayado a uno de
recuperación, cuya cabeza, durante el recreo, fue a dar a una
alcantarilla), seguramente pobre y ostensiblemente negro.
Recuerdo que en aquellos tiempos todos lo llamaban
Britos, así que no puedo recordar su nombre de pila. También que,
básicamente, no abundaba el colegial repetidor, pero eso no se debía a
pase social alguno. En mis años de primaria recuerdo uno solo, un
mellizo, Triggini. Durante la fiesta de fin de año, el mellizo lloraba
por haber perdido el año y decía que era un burro. En realidad, el
motivo era que su madre había enfermado y él tuvo que faltar
abundantemente, para cuidarla, mientras su hermana siguió asistiendo.
Estábamos los tres, el desdichado mellizo, el mentor lírico y yo, en
algún rincón del patio, creo que allí donde clavaban el mástil de la
bandera, y Britos le explicó terminante. “No. Si hay un burro en esta
clase soy yo, y yo pasé”.
Sospecho que Britos fue lo más nítido de aquella
escolaridad, en la que las maestras tortugueaban para explicar una regla
de tres o se equivocaban al explicar la palabra “tonancias” en un texto
de Juana de Ibarbourou. Cierto día, para hacer no sé qué ejercicio, no
encontré lápiz alguno en la cartuchera, así que me puse a recorrer la
fila preguntando si a alguien le sobraba uno, siendo Britos, experto en
fracciones, el único que llegó a mi socorro. Sencillamente, partió su
lápiz y me dijo “tomá”. Varón ingenioso, en el baño, durante los
recreos, se lo podía escuchar elucidando “Arturo, sorete duro/Armando,
sorete blando”. Aquella mañana, en la fila que se armaba fuera del salón
de actos, profirió: “Pablo Neruda, el que te rompió la cotorruda”.
Britos, entendí de inmediato, le había hecho poesía encima al Premio
Nobel.
Aquella mañana había entendido la poesía, por
decirlo así, al tiempo de que me convencían de que el Premio Nobel de
literatura era cosa por demás importante. Ya más crecido, ya estudiante
de letras, la academia sueca provocaba emociones, al menos para el
hemisferio cultural, como la de año a año negarle el premio a Jorge Luis
Borges, o luego otorgárselo a Gabriel García Márquez, que iba a
recibirlo de guayabera. Con el correr del tiempo, sin embargo, ha
quedado claro que el premio empezó a volverse irrelevante, tal vez por
sus demasías de corrección política. Cuando lo otorgaban, nadie conocía
al autor, muchas veces un tercermundista todavía ignoto, y cuando el
premio, en tanto aparato de promoción, nos llevaba a leerlo, resulta que
el escritor en cuestión se volvía ligera o francamente decepcionante.
Tal vez una de las mejores definiciones sobre el asunto en tiempos
recientes la haya dado Gustavo Espinosa, interrogado por un medio
argentino hace un par de años sobre el ocasional Nobel de aquel momento.
Espinosa declaró, entonces, que el Nobel era concedido a escritores
“apenas interesantes”, solo que no aclaró que esto es algo que ha venido
ocurriendo en las últimas décadas, ya que abundan, de tiempos viejos,
los escritores realmente buenos que recibieron su distinción. Por
supuesto, se recordará cómo el premio evadió a León Tolstoi o a James
Joyce, para no volver al
caso de Borges cuando estaba siendo uno de los escritores más
influyentes para el pensamiento de sus días, pero se puede hacer una
lista de premiados más que interesantes que incluya, por ejemplo, a
William Faulkner y TS Eliot, si bien también hay casos como el de
Winston Churchill, no mal escritor, que lo recibió, nada más, porque era
imposible premiarlo por pacifista.
Este mes, sin embargo, el premio por alguna razón
se volvió, cuando menos, discutido, que es una manera de recuperar
espectacularidad, al haber recaído sobre el nativo de Duluth, Minnesotta,
Robert Zimmerman, hace tiempo conocido bajo su nombre artístico Bob
Dylan. No han faltado los demagogos que salieron a celebrarlo, por
considerar de alguna forma se trata de trascender los recortes de la
cultura “libresca”, o si se prefiere, lo que vendría a ser una dictadura
del mamotreto. También, por el otro lado, han protestado los que han
escrito sus letras, no en los sobres de los discos, sino en libros,
preguntándose si no se trata de una traición a las premisas del premio,
que debe abrevar en el formato libro, o incluso, si no se trata, en
rigor, de sesentismo revenido, como declarara el escocés más bien
tardopunk Irvine Welsh.
Si hubiera que elucidar esa discusión, habría que
especificar que, a diferencia de las líricas de la inmensa mayoría de
los músicos populares, las de Dylan resisten el papel, estallan el ojo
incluso viudas de música. Más aún, Mr Zimmerman ha sido uno de los
líricos mayores del siglo XX y lo sigue siendo ahora, como ya ha
mostrado interruptor (ver
aquí y
aquí). Más aún, es Dylan uno de los mayores artistas de la última
centuria, como fuera señalado también en estas páginas
hace más de tres lustros.
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Curiosamente, toda la situación parece prefigurada
en una letra de 1965, que versa sobre un lápiz, un desnudo y una
interrogante.
You walk into the room with your pencil in your
hand
You see somebody naked and you say, "Who is that
man?"
You try so hard but you don't understand
Just what you will say when you get home
Because something is happening here but you
don't know what it is
Do you, Mr. Jones?
El mundo perplejo, o incluso los suecos, vendrían a
ocupar el lugar del señor Jones, ya que Dylan, fiel a su atávica
opacidad, se vienen negando no solo a comentar el asunto, sino siquiera
a ser contactado por la Academia. Ya empiezan a surgir noticias, de
momento falsas, que se dispersan por las redes sociales estableciendo
que lo rechaza en espera se establezca, en algún momento, un Nobel para
la música.
Lo que sucede, en rigor, es que la Academia, en su
premio, ha quedado expuesta en su desnudez e inanidad.
La mejor definición del asunto, probablemente, la haya dado
Leonard Cohen, quien señaló que premiar a Dylan “es como darle una
medalla al Everest por ser la montaña más alta”. Es obvio, por un lado,
que ya hace buen tiempo don Bob es mucho más grande que el Nobel (cocarda
que, por ejemplo en su rubro “paz”, por lo general condecora a los más
belicistas sicópatas, nada más porque se han tomado un respiro en sus
masacres). Lo que resulta tal vez menos obvio es que la dimensión del
premio, invariablemente, la da el premiado. Piénsese, por ejemplo, en el
decaimiento del Premio Cervantes, que alcanzara celebridad cuando recayó
en escritores como Borges o Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti,
Octavio Paz, Augusto Roa Bastos o Adolfo Bioy Casares, para comenzar a
invisibilizarse ni bien cayera en manos de Ernesto Sábato, Luis Rosales
o Dulce María Loinaz (al punto que ni siquiera las bondades de
galardonados más recientes como Nicanor Parra o Fernando del Paso
consiguen que recupere siquiera un diezmo de su abolido empaque).
No importa su dotación en metálico, la envergadura
del premio depende de la del premiado (por ejemplo, un signo alentador
bastante reciente para el Manuel Rojas, que viene siendo proyectado como
una de las mayores distinciones literarias en Hispanoamérica, es que
haya sido adjudicado hace semanas, esta vez sí, a un escritor de talento
innegable como
César Aira y no, como anteriormente, a alguno cuya tarjeta de
presentación estriba menos en su
calidad literaria que su buena prensa).
Y lo que sucede en este caso con el Nobel es que la medalla
dorada debe dilatarse para ver si logra alcanzar las dimensiones del
premiado, para quien la distinción es a todas luces irrelevante. Ya se
especula sobre si irá a recibirlo o no, y qué pueda significar eso. Si
no va, algunos argumentarán que el propio Dylan lo consideró inadecuado
por no tratarse él de un “escritor”; si aparece por Stockolmo celebrarán
esos “amigos de lo popular” que jamás siquiera escucharon, o
entendieron, letras de Dylan, y suelen reducirlo a un verso (“the answer
is blowing in the wind”).
Algo ha sucedido, quién puede dudarlo, Mr Jones.
Por un lado, y porque hace rato no hay derrames de autores de libros que
le puedan reintegrar al premio su perdida jerarquía (sin embargo, los
resentidos de este año recuerdan, entre los sajones, a linajudos como
Thomas Pynchon y Philip Roth), es que, a fin de combatir su
irrelevancia, la Academia se ha elastizado, tratando de ensanchar el
metal de su rígida medalla, como si fuera una faja ansiosa, para
contener algo garrafal, el mayor héroe cultural de las últimas siete
décadas, probablemente uno de los más completos y penetrantes artistas
del mismo período. Claro que estirándolo de esa manera, la Academia
Sueca corre el riesgo de que haga crac
y el Nobel quede partido, para siempre, como el lápiz generoso de
un niño pobre.
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