1. Papel en llamas
En algún lugar del futuro situaba
Ray Bradbury la práctica de la quema de libros en su Fahrenheit 451,
título que remite a la temperatura en que arde el papel. Espectáculo
abrumador como pocos, el libro de Bradbury, publicado en 1954, no podía
sino recordar el humazo todavía respirable de los libros dados a la
combustión en la campaña que iniciaran los nazis en 1933, en Alemania y
Austria, pero detrás de esas cenizas, todavía candentes, es dable
ahogarse con otros incendios, como el del Obispo Diego de Landa, dando
al fuego los códices mayas en 1542, y más atrás, sin duda,
empequeñeciendo otras horribles quemas, las llamas imborrables de la
Biblioteca de Alejandría.
Como se sabe, la Biblioteca había sido, en sus orígenes, una sección del
Museo fundado por Alejandro Magno, y fue absorbiendo las culturas de la
antigüedad. En sus salones, para citar un ejemplo, se copiaban y
consignaban los textos grecolatinos de todos los géneros, los mitógrafos
elucidaban los itinerarios de los dioses, y surgió la Teología, cuando
los sabios de Alejandría invitaran a sus pares de Palestina para que les
participaran sus conocimientos. Como se sabe también, la Biblioteca
padeció sucesivos incendios, el primero de ellos cuando Julio César
interviniera en favor de Cleopatra en su disputa por el trono de Egipto
contra Ptolomeo XIII, su hermano.
Altamente combustible, el papiro arde y arde el pergamino, y del mismo
modo en que sabemos que, por ejemplo, se ha perdido casi todo el teatro
trágico griego con la Biblioteca de Alejandría, es sencillamente
horrible ponerse a conjeturar que haya desaparecido en la quema de esa
biblioteca, textos de los que ni siquiera hemos tenido noticia
(¿contendría, por ejemplo, la literatura de los fenicios, inventores del
alfabeto, que se sabe pereció con sus papiros). De todas formas, cabe
recordar que los saberes no desaparecen sin dar su propia guerra, y una
biblioteca hija, el Serapeum, se guardaría por varios siglos más en
Alejandría, hasta que nuevas flamas la disiparan para siempre.
El último gran bibliotecario de Alejandría fue una mujer, Hipatia,
científica y filósofa neoplatónica que en la biblioteca enseñaba
filosofía y astronomía hasta que fue muerta, acusada de brujería, por
cristianos coptos azuzados por Cirilo, el obispo de la ciudad. De los
recuentos se establece que fue arrinconada por la turba, desnudada y
sajada su piel con minuciosas conchas de ostra. Para los cristianos, que
se hacían por entonces con las dos mitades del Imperio Romano, tanto la
griega como la latina, las mujeres con saberes serán, de allí en más,
sencillamente brujas.
No se ponen de acuerdo los estudios sobre cuál haya sido la deflagración
final que pondría fin a la biblioteca, aunque se cree que, de alguna
manera, y aunque herido de muerte, por algún tiempo el Serapeum
sobrevivió a Hipatia, asesinada en 415, del mismo modo que Roma, es
decir la parte latina, sobrevivirá algunas décadas, aunque herida de
muerte, al saqueo de Alarico en 410. Se suele establecer este saqueo
como fecha simbólica para dar comienzo a la Edad Media. Parece sin
embargo más correcto establecer el fin simbólico de la antigüedad en el
asesinato de la griega Hipatia, con quien desaparecían los libros
paganos que solo lograrán sostenerse como registro en los sudas, la gran
enciclopedia de Bizancio.
2. El cuarto propio
Para escribir, las mujeres necesitan un cuarto propio, decía Virginia
Woolf en 1929, en su ensayo A room of one’s own (Una
habitación propia). Este texto se volvió ariete de la crítica
feminista en la segunda mitad del siglo XX, y eso que el muestreo que
hace Wolf era más bien corto, ya que Woolf señalaba ejemplos
hipotéticos, como Judith Shakespeare, una ficticia hermana del Bardo,
con sus mismos talentos, que sin embargo nunca fue enviada a la escuela.
La carencia de un cuarto propio, en Woolf, está vinculada directamente
con la escasez de recursos materiales, pero si se repasa Occidente se
nota que lo del claustro, en realidad, resume toda una Historia de la
escritura, y no solo la de las mujeres.
La británica no nombra, por ejemplo, al primer escritor que se conozca
hasta el momento, a aquella mujer acadia de hace 4.300 años, Enheduana,
o Enkeduana, hija del rey Sargón. Enkeduana no tenía un cuarto burgués
sino un templo propio, porque era sacerdotisa de Innana, o Ishtar, esa
diosa mesopotámica que pasaría a Canaán como Astarté, a Grecia como
Afrodita y a Roma como Venus. En el templo, componía himnos a Innana que
resuenan todavía magníficos, tras ser recuperados por excavaciones
arqueológicas (escritora cuneiforme, sobrevivió en la arcilla que
rescataran las excavaciones del siglo XX, como han sobrevivido Gilgamesh
y los dioses mesopotámicos en la cuneiforme biblioteca de Asurbanipal,
quien se preciaba de tener libros en todas las lenguas e incluso
anteriores al Diluvio). Tampoco nombra Woolf a Hildegarda, quien en el
siglo XII se ganó, a fuerza de una parálisis, ser canonesa de un
monasterio en Bingen, en el que, entre oras cosas, dictó y redactó sus
visiones y en el que inventó un alfabeto para dar cuenta de ellas.
En días de Hildegarda, para escribir era preciso recluirse en
monasterios, alejarse del siglo, como se llamaba a la vida mundana. Esto
valía para todos, varones y mujeres, pero en ellas se hace más
advertible el paradigma: la escritura requiere un templo, que las
mujeres por siglos solo podrán encontrar en la reclusión monástica,
porque fuera del monasterio podían ser quemadas primero como herejes,
como le sucediera a la autora del
Espejo de almas simples, Margarita Porete en el siglo XIV, o
luego del siglo XV, y reeditando a Hipatia, como brujas.
Pero el siglo, es decir, la vida secular, también exigía sus templos de
escritura y a partir del siglo XII Europa se poblará de universidades,
cada una con sus anaqueles, siendo el uso de sus bibliotecas lo que
determinó que, finalmente, empezáramos a leer en voz baja, porque los
libros, en ese claustro, exigían silencio (cierto, San Agustín se había
sorprendido de que Ambrosio leyera en voz baja, y los monjes irlandeses,
en el siglo V, leían en silencio, pero la imposición de la práctica
llegará recién con las bibliotecas universitarias).
Claro que una biblioteca no tiene que comportar, obligatoriamente, una
disciplina monástica, y por ejemplo algunas estadounidenses,
pertenecientes a grandes universidades y edificadas en las últimas cinco
o seis décadas han sido diseñadas para permitir la lectura en posiciones
confortables, incluso con el cuerpo reclinado en canapés, bebiendo
gaseosas, o comiendo en algún caso, pero siempre en silencio, y siempre
recordando que se trata, en rigor, de un templo del libro y la
escritura.
3. Indexando el libro cero
Teniendo en cuenta lo anterior, cuesta entender, por ejemplo, lo que
ocurre con la Biblioteca Nacional, en Montevideo. Se sabe que surgió en
1815, por iniciativa del padre Dámaso Antonio Larrañaga y el mandato del
héroe patrio José Gervasio Artigas, de que fueran “los orientales tan
ilustrados como valientes”, y que incendiada y depredada por invasores
lusos, fue refundada décadas más tarde por Manuel Oribe. Se trata de una
biblioteca modesta, por cierto, que todavía no alcanza el millón de
títulos, que solo ahora puede mostrar un archivo digitalizado y que como
novedad del siglo XXI microfilma, antes que digitaliza, que no hace
mucho ha conocido escenas de
pugilato entre su director y un gremio de funcionarios
invariablemente en conflicto, gremio al que desde hace décadas se
percibe poco dispuesto a atender público, y cuyos investigadores
producen una
revista que, para no ser impiadosos, cabría tildar de dispar.
Se la puede entender, más allá de las últimas
administraciones, como biblioteca incongruente, o socrática. El marido
de Diotima conoce humoradas rioplatenses, una la confesión del ex
presidente argentino Carlos Saúl Menem, entonces en ejercicio, de que su
obra favorita eran las “obras completas de Sócrates”, la otra su
estatua, donación de la embajada de Grecia, invitando desde el Siglo XX
el ingreso a la Biblioteca Nacional en Uruguay. Si alguien militó contra
la escritura, y contra los libros, fue Sócrates, a los que
invariablemente redujo a saber de segunda, a mal necesario.
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¿Se puede entender, por tanto, que sea un adversario de los libros el
patrón de una biblioteca? ¿Qué tiene que hacer, ahí, el autor de libro
ninguno, alguien que no condescendió a la letra, cuya obra completa, tan
fervorosamente leída y releída por Menem, suma cero? En Estados Unidos,
civilización que no puede vivir sin lo concreto, se produjo el
Necronomicon, que ahora tiene existencia tangible, y ya no es más ese
libro inhallable, obra del árabe loco Abdul Alhazred, que iba citando H
P Lovecraft a lo largo de esa obra suya que reeditaba una cosmología
cuneiforme en los dioses de Cthulhu. Tomando este ejemplo, ¿no sería
propicio que los investigadores de la biblioteca nacional produjeran
algún libro apócrifo de Sócrates, al menos para que se pueda indexar en
sus anacrónicos ficheros mecanografiados?
4- El cuarto de otro
Las revoluciones suelen precipitarse en calendarios. Así, por ejemplo,
el Calendario Republicano Francés sustituyó los nombres de los meses del
gregoriano, albergando una nueva edad con meses de nombre flamante como
Brumario, Vendimiario o Termidor, y renombró cada día bajo especie de
minerales, plantas y bestias, para extirparle a cada jornada el santoral
con el que había venido cargando. Otro ejemplo radical es el de los
jóvenes turcos liderados por Ataturk, que renunciaron al Califato,
abrazaron la escritura latina, abandonando la semítica, y se entregaron
el calendario gregoriano, olvidando el islámico con que se habían regido
hasta entonces.
En Uruguay, país que emprende sus cambios con invariable modestia, las
reformas calendáricas se han limitado, desde 2005, fecha de asunción en
el gobierno del Frente Amplio, a enmendar el sentido de algunos días
feriados, por ejemplo el del 19 de junio, al que el entonces presidente
Tabaré Vázquez consagrara como día del nunca más, en referencia a la
dictadura militar y a las violaciones de los derechos humanos. Pero este
impulso, por el cual la historia nacional vendría a nacer, de alguna
forma, en la dictadura y sus prolegómenos, es decir, en el último tercio
del siglo XX, y como temprano, en los combativos 1960, consagrando como
epopeya el pasado reciente, campea hoy en la Biblioteca Nacional, que ya
no muestra una sala de eventos con el decimonónico nombre de un poeta de
talento, además de autor del himno nacional, Francisco Acuña de
Figueroa.
Si uno pregunta en recepción, le dicen que la sala alguna vez Acuña de
Figueroa fue reconvertida en una especie de barcito donde la gente apoya
laptops o libros, porque allí al parecer se hacía ruido y se
molestaba “a los investigadores”. Las actividades como congresos, que
antes se hacían en esa sala, ahora se derivan a una nueva, llamada
Anhelo Hernández, en homenaje a un pintor, en cuyo interior hay una
exposición, que cabe suponer permanente, de su obra. Consagrar con
nombre de pintor, por más relevante que éste sea o se lo pretenda, una
sala de Biblioteca es una incongruencia incluso mayor que la estatua de un Sócrates
reacio al libro y a la escritura. De todos modos, una sala contigua
muestra que, detrás de esta remodelación hay una lógica, y que esta
lógica es escasamente libresca. Esta otra sala tiene ahora por nombre
“Maestro Julio Castro”, homenaje a un autor de libros de educación
asesinado por la dictadura, cuyo cuerpo fue encontrado recién en 2011.
Por más documento flamante del horror de la represión que comporte esta
exhumación, el carácter de víctima no basta para convertir a Castro en
figura emblemática de una biblioteca nacional, máxime si sigue siendo en
vano encontrar entre sus salas los nombres de escritores cabales como
Horacio Quiroga, Julio Herrera y Reissig, Felisberto Hernández, Marosa
Di Giorgio o Delmira Agustini, muerta no en un cuarto propio sino en un
cuarto de hotel por el marido que venía de divorciar. La explicación es
sencilla: ninguno de estos nombres puede ser mártir de una dictadura, o
héroe de la causa libertaria que alguna vez abrazó la izquierda (Onetti
conoció el exilio, donde moriría, pero nunca adhirió al Frente Amplio).
Se trata, a todas luces, de una manipulación, más que ideológica,
partidaria, que pretende hipostasiar la historia particular del Frente
Amplio en la historia del país, como si el país hubiera empezado hace no
más de cincuenta años. La biblioteca deja de hablar de libros, o de sí
misma (si se quieren mártires, ¿por qué no consagrar, entonces, un
mártir bibliotecario y llamar Hipatia a una de sus salas?) para
consagrar estampas frenteamplistas, valiosas en sus respectivos rubros
pero carentes de estricta validez libresca. Semejante operación no hace
sino achicar la cultura, y cuando se encoge la cultura se mezquina el
mundo que una biblioteca debe servir a sus usuarios. Es claro también
que las bibliotecas, sostén de la civilización, templo de la escritura,
deben estar más allá de mezquindades.
5. Coda íntima
Horas después de terminada la columna, han venido memorias a la cabeza
de este columnista, de su muy temprana adolescencia, en una casa poblada
de libros en la que, de pronto, muy transitoriamente, se escondían
conocidos y desconocidos, prófugos de la dictadura, que desde ese
refugio encontraban una vía al exilio. Algunos no se escondían allí,
pero allí dejaban sus libros, por ejemplo gruesas colecciones en las que
refulgían los nombres de Mao Tse Tung, Lenin o Karl Marx. Estos libros
habían quedado en anaqueles secuestrados en una planta alta, hasta que
un día de invierno fueron apilados en la planta baja, junto a la estufa,
y alguien empezó a darlos al fuego. No puede decir a ciencia cierta el
columnista cuántas horas llevó esa operación, solo que antes de verlos
hechos leña, los ojeaba con unción, como intentando detener, aunque
fuera por un segundo, las letras que se iban por el tiro de la chimenea.
La lectura y la contemplación fueron un trance hipnótico, las llamas
hinchadas por tanta letra en combustión, tanta revolución hecha humo.
No por azar han llegado estos recuerdos. Cuarenta años más tarde, salir
de la Biblioteca Nacional tras advertir estos cambios subrepticios es
constatar una revolución hecha humo.
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