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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          NUEVO ALMANAQUE DEL VACÍO

Sintomatología menor de Apocalipsis

Gustavo Espinosa

Ante la realidad finalizada, ante el Apocalipsis, o para no abusar de lo truculento ante la nostalgia de la civilización de la que somos oriundos (sentimiento que a veces viene, no se sabe de dónde, y pasa como un olor), solemos tener a mano, a modo de amuleto, de amansa locos verbal, ciertas imágenes o palabras o esquirlas de conceptos prestigiosos. Una de las más elementales fórmulas de consolación que a veces repito es una especie de interjección o suspiro de Lezama Lima: “Todo puede llegar a la grandeza, pero todo es una miseria. Qué le vamos a hacer”. El difunto falangista y premio Nobel Camilo José Cela, en uno de los prólogos a no sé qué edición de su novela La colmena, estampó algo menos lánguido y más pragmático que el apotegma del cubano, como un inciso escogido de un manual de autodestrucción: “…no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay que llevar con asco y resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del circo romano, con una vaga sonrisa en los labios”.

El mentado acabamiento de los grandes relatos parece incluir también la desactivación de la escatología, tal como la conocíamos. Entonces, cuando se trata de comentar los grandes epílogos, inminentes o ya consumados, nos socorren una vez más Hannah Arendt y su ya banalizada banalidad del mal, o tal como ha ocurrido en estas columnas aquellas líneas de Eliot, según las cuales el fin del mundo no ocurrirá con un estallido, sino con un suspiro.

Es sobre esos fenómenos, relativos a la anodina burocracia de la catástrofe, que escribo hoy, 3 de junio, día en el que Uruguay celebra a San Cono.

Se sabe que la escuela es la institución más representativa de la modernidad, y también  la metonimia más precisa del funcionamiento y el tipo de relaciones que ésta instituye. Su declinación y caída es el naufragio de cierta forma de civilización. Se conoce también que uno entre tantos mecanismos de degradación de la escuela es el vaciamiento de sus contenidos, entendidos éstos, según sostiene Carlos Cullen, como lo que la escuela enseña. Esos asuntos han sido abolidos por una de las penúltimas modas pedagógicas, para ser sustituidos por competencias. La índole cada vez más obsolescente y efímera de los saberes se dice vuelve inútil la transmisión de cualquiera de ellos. Cuando una verdad ha terminado de atravesar el proceso de enseñanza-aprendizaje, es probable que ya haya sobrepasado su fecha de vencimiento. Por lo tanto no se deben enseñar verdades ni conocimientos, sino estimular o potenciar ciertas aptitudes o competencias que permitan interactuar con el vértigo de liquidación perpetua, con el fluido incesante que ha ocupado el lugar de lo que llamábamos mundo.

Un copioso documento transnacional “La Educación encierra un tesoro” (UNESCO, 1996), conocido como el informe Delors , fundante del sentido común poseducativo, nos enseña que aprender tal o cual cosa es menos importante que aprender a aprender. Así, tras la bandera de la educación permanente, la escuela comienza a vaciarse, a convertirse en una máquina imparable y autotélica. Esta manera de concebir la educación, que se resigna a replicar de modo mimético la mutabilidad del mercado o de la tecnología, produce entre otras cosas el auge de cierto didactismo ( y su correspondiente y próspero segmento de industria editorial) que provee el know how o la experticia necesaria para enseñar nada.

Sin embargo, tal vez porque las almas aborrecen el vacío, o porque en algo hay que ocupar el tiempo pedagógico cada vez más extendido y vacante, es que aparece lo que la enseñanza media uruguaya ha llamado educación en valores. Maestros y profesores se surten de valores en el repertorio de lo políticamente correcto. Generalmente, además, esos valores vienen señalados en el calendario.

Es frecuente oír protestas o burlas porque el almanaque uruguayo está demasiado agujereado de feriados. Ahora hay que agregar a esos asuetos patrióticos o turísticos, una agenda prolijísima de causas que es necesario defender, particularismos de los que hay que enorgullecerse, peligros sobre los que se debe alertar, iniquidades contra las que luchar. Veamos solo algunas de las efemérides de este mes de junio: Día Internacional de los Niños Víctimas de la Agresión (4), Día Mundial del Medio Ambiente, Día del Donante de Órganos y Tejidos (5), Día Mundial de los Océanos (8), Día Mundial contra el Trabajo Infantil (12), Día Mundial del Donante de Sangre (14), Día Mundial de la Lucha contra la Desertifiación y la Sequía (17), Día del Orgullo Autista (18), Día del Abuelo (19), Día Mundial de los Refugiados (20), Día de las Naciones Unidas para la Administración Pública (23), Día de la Gente de Mar (25), Día Internacional contra el Abuso y Tráfico de Drogas, Día Internacional contra la Tortura (26), Día del Orgullo Gay (28). He preferido dejar afuera (porque esta lista ya se parece mucho a otra enumeración demasiado famosa, por incredulidad) el día del picnic o el día de las viudas. Es verdad que estas conmemoraciones no suspenden las clases, pero muchas de ellas están permeando y ocupando el tiempo escolar. El almanaque sustituye al currículum, lo abruma, lo llena de papelógrafos, folletería y carteles diseñados por tal o cual gerencia estatal o por alguna ONG altruista, lo aturde con power points, con niños o muchachos disfrazados de árbol o de víscera que posponen su aprendizaje del alfabeto, la sintaxis o el cálculo.

Más allá de la escuela, así como la Ilustración revolucionaria impuso su Brumario, su Nivoso o su Fructidor, el mundo idiota (téngase en cuenta la etimología referida por Mazzuchelli en una de sus columnas de interruptor) ha imaginado e instituido su propio almanaque.

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