Ante la
realidad finalizada, ante el Apocalipsis, o
—para no abusar de lo truculento—
ante la nostalgia de la civilización de la que somos oriundos
(sentimiento que a veces viene, no se sabe de dónde, y pasa como un
olor), solemos tener a mano, a modo de amuleto, de amansa locos verbal,
ciertas imágenes o palabras o esquirlas de conceptos prestigiosos. Una
de las más elementales fórmulas de consolación que a veces repito es una
especie de interjección o suspiro de Lezama Lima: “Todo puede llegar a
la grandeza, pero todo es una miseria. Qué le vamos a hacer”. El difunto
falangista y premio Nobel Camilo José Cela, en uno de los prólogos a no
sé qué edición de su novela La colmena, estampó algo menos
lánguido y más pragmático que el apotegma del cubano, como un inciso
escogido de un manual de autodestrucción: “…no merece la pena que nos
dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay
que llevar con asco y resignación. Y, como los más elegantes gladiadores
del circo romano, con una vaga sonrisa en los labios”.
El mentado acabamiento de los
grandes relatos parece incluir también la desactivación de la
escatología, tal como la conocíamos. Entonces, cuando se trata de
comentar los grandes epílogos, inminentes o ya consumados, nos socorren
una vez más Hannah Arendt y su ya banalizada banalidad del mal, o
—tal como ha ocurrido en estas columnas—
aquellas líneas de Eliot, según las cuales el fin del mundo no
ocurrirá con un estallido, sino con un suspiro.
Es sobre esos fenómenos, relativos
a la anodina burocracia de la catástrofe, que escribo hoy, 3 de junio,
día en el que Uruguay celebra a San Cono.
Se sabe que la escuela es la
institución más representativa de la modernidad, y también la metonimia
más precisa del funcionamiento y el tipo de relaciones que ésta
instituye. Su declinación y caída es el naufragio de cierta forma de
civilización. Se conoce también que uno entre tantos mecanismos de
degradación de la escuela es el vaciamiento de sus contenidos,
entendidos éstos, según sostiene Carlos Cullen, como lo que la
escuela enseña. Esos asuntos han sido abolidos por una de las
penúltimas modas pedagógicas, para ser sustituidos por competencias.
La índole cada vez más obsolescente y efímera de los saberes
—se dice—
vuelve inútil la transmisión de cualquiera de ellos. Cuando una verdad
ha terminado de atravesar el proceso de enseñanza-aprendizaje, es
probable que ya haya sobrepasado su fecha de vencimiento. Por lo tanto
no se deben enseñar verdades ni conocimientos, sino estimular o
potenciar ciertas aptitudes o competencias que permitan
interactuar con el vértigo de liquidación perpetua, con el fluido
incesante que ha ocupado el lugar de lo que llamábamos mundo.
Un copioso documento transnacional
“La Educación encierra un tesoro” (UNESCO, 1996), conocido como el
informe Delors , fundante del sentido común poseducativo, nos enseña
que aprender tal o cual cosa es menos importante que aprender a
aprender. Así, tras la bandera de la educación permanente, la
escuela comienza a vaciarse, a convertirse en una máquina imparable y
autotélica. Esta manera de concebir la educación, que se resigna a
replicar de modo mimético la mutabilidad del mercado o de la tecnología,
produce
—entre otras cosas—
el auge de cierto didactismo ( y su correspondiente y próspero segmento
de industria editorial) que provee el know how o la experticia
necesaria para enseñar nada.
Sin embargo, tal vez porque las
almas aborrecen el vacío, o porque en algo hay que ocupar el tiempo
pedagógico cada vez más extendido y vacante, es que aparece lo que la
enseñanza media uruguaya ha llamado educación en valores.
Maestros y profesores se surten de valores en el repertorio de lo
políticamente correcto. Generalmente, además, esos valores vienen
señalados en el calendario.
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Es frecuente oír protestas o burlas
porque el almanaque uruguayo está demasiado agujereado de feriados.
Ahora hay que agregar a esos asuetos patrióticos o turísticos, una
agenda prolijísima de causas que es necesario defender, particularismos
de los que hay que enorgullecerse, peligros sobre los que se debe
alertar, iniquidades contra las que luchar. Veamos solo algunas de las
efemérides de este mes de junio: Día Internacional de los Niños Víctimas
de la Agresión (4), Día Mundial del Medio Ambiente, Día del Donante de
Órganos y Tejidos (5), Día Mundial de los Océanos (8), Día Mundial
contra el Trabajo Infantil (12), Día Mundial del Donante de Sangre (14),
Día Mundial de la Lucha contra la Desertifiación y la Sequía (17), Día
del Orgullo Autista (18), Día del Abuelo (19), Día Mundial de los
Refugiados (20), Día de las Naciones Unidas para la Administración
Pública (23), Día de la Gente de Mar (25), Día Internacional contra el
Abuso y Tráfico de Drogas, Día Internacional contra la Tortura (26), Día
del Orgullo Gay (28). He preferido dejar afuera (porque esta lista ya se
parece mucho a otra enumeración demasiado famosa, por incredulidad) el
día del picnic o el día de las viudas. Es verdad que estas
conmemoraciones no suspenden las clases, pero muchas de ellas están
permeando y ocupando el tiempo escolar. El almanaque sustituye al
currículum, lo abruma, lo llena de papelógrafos, folletería y carteles
diseñados por tal o cual gerencia estatal o por alguna ONG altruista, lo
aturde con power points, con niños o muchachos disfrazados de
árbol o de víscera que posponen su aprendizaje del alfabeto, la sintaxis
o el cálculo.
Más allá de la escuela, así como la
Ilustración revolucionaria impuso su Brumario, su Nivoso o su Fructidor,
el mundo idiota (téngase en cuenta la etimología referida por
Mazzuchelli en una de sus columnas de interruptor) ha
imaginado e instituido su propio almanaque.
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