Durante su
carrera como deportista profesional, abandonada
prematuramente, Fabián O'Neill fue un futbolista admirable. El libro
Hasta la última gota, subtitulado como Vida de Fabián O'Neill,
es un festejado bestseller. La primera edición (4.000
ejemplares en un mercado donde por lo general los libros de este género
se inauguran con 1.000) se agotó vertiginosamente. Lo mismo ocurrió con
las cuatro reimpresiones que se han realizado hasta la fecha. Pese a que
desconozco los méritos o defectos estrictamente narrativos que pueda
tener el relato, su éxito no resulta sorprendente; es probable que la
seguridad de conseguir estas ventas haya motivado a los periodistas que lo
escribieron, ya que —según se sabe— el jugador dejó de serlo temprano
para dedicarse a beber. La narración de la biografía de O'Neill trata
entonces sobre dos
de las actividades que (como práctica activa o como
tema de conversación, y aún de épica) más fervor producen en Uruguay:
fútbol y alcoholismo. Sin embargo, creo que el interés masivo por
Hasta la última gota se debe también a otra cuestión: la fascinación
por el lumpen.
En su libro
En defensa de la intolerancia, el filósofo esloveno Slavoj
Zizek sostiene que el multiculturalismo es una especie de dispositivo de
despresurización para dar salida a la frustración del pensamiento
político. La impotencia para imaginar alternativas efectivas y
verosímiles a la globalización capitalista, sostiene Zizek, realiza su
catarsis a través de la tolerancia relativista: “es como si la energía
crítica hubiese encontrado una válvula de escape sustitutoria, un
exutorio, en la lucha por las diferencias culturales, una lucha que deja
intacta la homogeneidad de base del sistema capitalista mundial”. De los
dos símiles elegidos, el segundo resulta (tal vez por tratarse de un
cultismo y un tecnicismo exótico), más eficaz o atractivo: exutorio es
una úlcera o herida que se deja abierta para que supure, con fines
curativos.
La metáfora, que tal vez no sea
más que una manera infecciosa de designar la catarsis aristotélica,
puede funcionar también para explicar la estetización del descastado, o
su sola tematización, la curiosidad o el voyeurismo de quienes se
encuentran más férreamente eslabonados en algún tramo de la cadena de
producción, proyectada hacia los que permanecen marginados de ella.
Algunas de las modalidades fundantes, más poderosas y originales, de la
escritura de estos extremos de la civilización (Montevideo, Buenos
Aires) pueden ser leídas de esta manera. Durante el siglo XIX, la
gauchesca fabuló sus héroes a partir de cierta subclase residual de las
campañas pastoras. Los gauchos fueron una especie de planchas
rurales refractarios a las formas de disciplinamiento requeridas por la
modernización. Al igual que los actuales, se distinguieron
ostentosamente por su atavío, por su jerga y por ciertas músicas. Las operaciones políticas destinadas a abolir a los gauchos (el alambrado de
los campos, la reforma escolar de Varela en Uruguay), se realizaron en
la década de 1870, por la misma época que llegaban a su etapa culminante
las maniobras de monumentalización literaria (El gaucho Martín Fierro
en Argentina). Antes de eso, también del lado occidental del Río de la
Plata, se había publicado un libro que comprime en sí mismo estas
pulsiones contrarias en torno del gaucho: Facundo, de Domingo F.
Sarmiento (1845). Su autor concibió la obra como un instrumento de
civilización para contribuir al acabamiento de los bárbaros. Sin
embargo, el extraño poder de su escritura transparenta y contagia, desde
muy temprano, la seducción del desclasado: tal vez la intensidad que
transmite el libro de Sarmiento, lo que le ha permitido trascender como
algo más que un panfleto, es
—justamente— ese conflicto político-narrativo que funciona, sin resolverse, en sus páginas.
Cuando a la postre el
capitalismo arrasó con los gauchos y su mundo, la épica gauchesca
—ya quejosa y elegíaca en Martín Fierro—
se decoloró, perdió el carácter de pendencia política que habían tenido
sus textos primordiales, y se convirtió en lírica folklorista y
pintoresca, en costumbrismo, en criollismo, en nativismo.
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Una de sus últimas
resurrecciones o resistencias fue el libro
Tacuruses, el más vendido y menos canónico de la Historia
de la poesía uruguaya, escrito a comienzos de los años 1930 por Serafín
J. García, que era por esos tiempos escribiente de la policía. “Orejano”
(adjetivo que se aplica al animal sin marcas ni señales que indiquen su
pertenencia), es el título del poema más famoso de aquella colección. Escrito en dodecasílabos y en una lengua extraña, el texto se hizo muy
popular, convertido en canción, durante los hiperpolitizados años 60 del
siglo pasado. Sin embargo, el texto es una desdeñosa diatriba contra la
política y contra la ciudad: “Porque no me enyenan con cuatro mentiras /
los maracanases que vienen del pueblo / a elogiar divisas ya
desmerecidas / y a hacernos promesas que nunca cumplieron”. Arremete
también contra el trabajo asalariado (“Porque no me han visto lamber la
coyunda / ni andar hocicando p'hacerme de un peso...”), contra el
registro civil (“Porque cuando truje mi china pal rancho / m'he olvidao
que hay jueces p'hacer casamientos”) y contra la iglesia (“Porque a mis
gurises los he criao infieles / aunque el cura grite que irán al
infierno”). Tampoco se salvan del desprecio del Orejano la policía, ni
la propiedad privada, ni los eufemismos. Estamos frente a un héroe
antinómico, un outsider radical, un lumpen maledicente, que al igual que
las yiras y guapos de los tangos, que los borrachos californianos de
Bukovsky, que el O'Neill de los reportajes y las biografías, ha sido
construido para que los ciudadanos progresistas, los consumidores
domesticados y los hinchas televidentes nos aliviemos un poco de todo lo
que nos odiamos.
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