Conozco,
hace años, una mujer que no
ha podido desembarazarse de cierto hippismo crepuscular. Este
background informa sus convicciones, asoma en su prosodia y en su
bisutería. Tal vez por eso —o
simplemente por desgracia—
tiene un niño notable por lo hiperkinético y
destructor. Cuando madre e hijo llegan de visita, ante la sonrisa
beatífica de ella y la desazón de los dueños de casa, él
—sin dejar de chillar—
se aplica a pulverizar cada uno de los vasos, a desguazar
electrodomésticos, a empastelar libros con mayonesa y a imponer la
audición exclusiva e interminable de “El brujito de Bulubú”. Cuando el
infante alcanza cierto clímax insoportable en su actividad deletérea,
suele intervenir, por fin, la madre:
-Ay,
Facu, quedás tan feo cuando gritás así y degollás el gato de los tíos.
Se trata de un síntoma ínfimo,
de una escena de la vida cotidiana en un mundo sin mal. La madre
tardohippy no puede abrumar a su hijo con una ética; estima que el niño
puede sobrellevar de un modo menos gravoso, más sencillo, una reprensión
estética. Esa ineptitud para hacerse cargo del mal, de su pesadez
metafísica, de la complejidad gnoseológica de semejante categoría, puede
constatarse también en ámbitos menos domésticos.
En 1941, Borges (el Borges
todavía vidente, barroco y pendenciero, el que escribía en revistas
sobre películas o sobre bujarrones) anunciaba esta desactivación de la
ética a través de mecanismos de simplificación: “Para los pensadores de
Hollywood, el bien es el noviazgo con la virtuosa y pudiente Miss
Lana Turner; el Mal (que tanto preocupó a David Hume y a los heresiarcas
de Alejandría), la cohabitación ilegal con Fröken Ingrid
Bergman...”.
Hollywood, se sabe, todavía
resulta útil como metonimia de la industria del espectáculo. Y las
prácticas espectaculares, tal como lo advirtió
Guy Debord en los años 60 del siglo XX (y repitió hace poco, sin
mucha inventiva ni pudor, Mario Vargas Llosa) han impuesto su lógica,
sus maneras de funcionar, a muchas actividades humanas. El espectáculo
es nuestro ambiente, y —por
lo tanto—
determina de manera casi excluyente nuestro sentido común. Cada uno de
nosotros es, en cierto modo, Truman Burbank, y, así como Alejandro de
Macedonia, Shakespeare o Howard Hawks terminan convirtiéndose en sus
propias biopics melodramatizadas, cada una de las trabajosas
acumulaciones de las humanidades y de las ciencias tiene una duplicación
infantil y bidimensional que termina sustituyéndola. Cualquier
conversación de pizzería sobre un programa de televisión puede concluir
cuando alguien sentencia que el medio es el mensaje. Las
peripecias de cualquier ciudadano en una oficina pública puede ser
comentada diciendo que el infierno son los demás, o con la
mención del título de la obra más conocida de Hannah Arendt, por parte
de alguien que sospecha que lo que allí se dice es que el mal es,
simplemente, la burocracia.
Poco después de que Comte
publicara el Discurso sobre el espíritu positivo, y algo antes de
que Nietzsche anunciara la gran defunción, Baudelaire, que tenía mucho
de romanticismo reaccionario, de nostalgia resentida propia del
cajetilla arruinado, y que tal vez no fuese un gran poeta (habría que
releerlo con esa sospecha), instituyó definitivamente al mal como
constructo estético. Para dotar de un verosímil a su poética y a su
personaje de artista maldito, refutó la caducidad del mal, el
vencimiento de su principio activo, acuñando su frase más famosa: La
más hermosa astucia del diablo es persuadirnos de que no existe.
Esta fue la más hermosa astucia de Baudelaire, pero en su obra el mal ya
no era más que un diseño de regisseur, una puesta al día de la
plástica de Horace Walpole, de Poe o de Lautréamont.
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Ahora nadie, salvo los filósofos
profesionales y los idiotas, se aventura a fundamentar sus proferencias
en la complicada densidad de ciertos conceptos tales como el mal. Nadie
sensato puede proponer una agencia política designada como El Eje del
Mal, o señalar que los
niños que asesinaron a otro niño a machetazos y pedradas en el
barrio Mario Benedetti de Maldonado lo hicieron porque son malos. Susan
Neiman, autora de
un libro sobre el mal en la filosofía moderna, sugiere que este
desvanecimiento es una de las consecuencias del proceso de
secularización que implica la modernidad, esto es, de la muerte de Dios
que, como se sabe, empezó a ocurrir bastante antes de que fuese
anunciada oficialmente en Alemania. El mal es algo así como la herencia
maldita legada por el finado, de la que nadie quiere responsabilizarse,
dice Neiman: “Las concepciones modernas del mal fueron desarrolladas en
un intento de dejar de culpar a Dios por el estado del mundo, para
hacernos cargo de su concepción por cuenta propia. En la medida en que
una mayor responsabilidad sobre el mal fue siendo atribuida a los seres
humanos, menos digna fue pareciendo nuestra especie de cargar con ella.
Nos hemos quedado sin rumbo”.
Como de tantas cosas, hemos
renegado del mal. Frecuentemente sustituimos la ética, no solo por la
estética (como aquella madre hippoide), sino por la sociología y por la
psiquiatría: hace unos veinte años, Sandino Núñez observaba, en una nota
del semanario La República de Platón, que a los territorios
amplios y bien iluminados de la burguesía correspondía una intervención
psi, mientras que en los territorios abigarrados y malolientes
del lumpen era el turno de la sociología. Y entonces, como ocurre con la
política que dice haber renunciado a su dimensión utópica, a su
componente ideológico, nuestras intervenciones ante el flujo amoral de
la existencia se reducen a la aplicación de una especie de recetario
tecno, a un positivismo políticamente correcto y a una especie de no
lenguaje aséptico e in-trascendente, que comprende y explica cada cosa
(pero no todas las cosas) sin escándalo y sin pavor.
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