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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          DE LA ENFERMERÍA POSAPOCALÍPTICA A LA RESISTENCIA

Sobre literatura y militancia

Gustavo Espinosa

Hace poco se me propuso participar en
una charla o debate sobre Literatura y Militancia.  A ambas -más a una que a otra- he dedicado bastante tiempo, pero nunca me había detenido a problematizar el límite dónde se tocan, ni a definir la intersección en que se confunden. Si bien mi muy prescindible participación en la militancia se ha limitado generalmente a leer y escribir (destrezas, como se sabe, cada vez más raras en este valle de lágrimas), siempre estuvo claro para mí que la literatura estaba en otra parte, era un universo paralelo de la praxis política. Es verdad que artículos y ensayos suelen proponer asuntos de índole política, a la vez que muestran rasgos de literatura, entendida como una intencionalidad estética de la escritura. Pero no creo sensato considerarlos como estrategias de militancia. Serán, en todo caso, gestualidad o catarsis, voz que clama en la penillanura.

Lo cierto es que ya nadie se anima a sostener con alguna verosimilitud que la literatura puede seguir siendo, como se pretendió hasta hace no mucho tiempo, el excipiente estetizado de un principio activo ideológico: política saborizada, sobredorado de la píldora ideológica.

Habría que plantearse cómo se interrumpió aquella conexión,  por qué comenzó a parecernos inaceptable la idea de una literatura que fuese militante y que continuase siendo literatura. Ocurre que cuando nos planteamos como categoría, como objeto de discusión o de crítica la relación Literatura-Militancia, generalmente nos enfocamos, de un modo reflejo, en la retórica engagée que logró instituirse como hegemónica en América Latina y en Uruguay durante los años 60 y 70 del siglo pasado. Sin embargo, es posible hacer una lista ilustre dicho más pretenciosamente: un canon de textos concebidos como vehículos de una convicción política, o incluso como artefactos de propaganda.

Lista ilustre (e incompleta)

La tragedia griega fue un aparato de reproducción ideológica del Estado ateniense, que subvencionaba las representaciones, facilitaba la concurrencia de la gente a los teatros y donaba gloria a los autores que dramatizaban más eficazmente las consecuencias pavorosas de incurrir en hybris. 

En su contramáscara, la comedia aristofánica, es más crasa y evidente la intención de intervenir críticamente en los asuntos de la polis: a veces, si no contamos con un aparato crítico minucioso, se nos pierden algunas referencias meramente coyunturales al aumento de precio de las aceitunas en Atenas o a los impuestos aplicados a los fabricantes de vino

La obra de los grandes escritores del Siglo de Augusto, Horacio y Virgilio, fue esponsorizada para crear una escritura que legitimara el Imperio, dotándolo de una épica, instruyendo a sus súbditos, celebrando a sus héroes militares o deportivos.

Tiempo después, el Apocalipsis, escrito por un tal Juan, portador de una serie de alucinaciones escatológicas, que anticipa e influye  las del Bosco y las de William Bourroughs, es parte de un género panfletario y encriptado, cuyo propósito era estimular el espíritu de cuerpo del cristianismo, durante los tiempos difíciles en que los poderes del mundo, encarnados en Domiciano o en Nerón (hay controversia en la datación del libelo), lo amenazaban seriamente.

Durante la Edad Media, se sabe, el arte y las letras debían ser preceptivamente moralizantes, es decir militantes. Esto determinaba que la procacidad se presentara a veces como exemplum vitandum. Dante, escritor culminante de aquellos tiempos, no solo escribió la Comedia animado por su mesianismo megalómano, sino por el deseo de escarnecer a sus enemigos políticos, a aquellos que lo habían vencido, que lo habían desterrado y que habían puesto precio a su cabeza. El Infierno es, entre otras cosas, una lista negra; el resentimiento partidario de Dante no se privó de colocar en los distritos más profundos a algunos adversarios que, cuando fue redactado el poema, aún no habían muerto. Lo curioso es que, el poder de la escritura y del odio de Dante ha dispensado posteridad a Vane Fucci, Michelle Zanche, Branca D'Oria o Frate Alberigo, cuyas felonías y manganetas ya nadie recordaría si los tercetos de la Comedia o las notas al pie de sus editores no las hubieran fijado para siempre: el poeta, que estaba tan seguro de su gloria literaria, no previó sin embargo este efecto indeseado de sus diatribas. 

Un desencuentro del mismo tipo, o parecido, entre objetivos políticos y resultados literarios, ocurre con las obras de Voltaire. Lo que escribió como quien esculpe (como quien esculpe para el futuro su propia estatua), como sus 27 tragedias o los 10 cantos en alejandrinos pareados de una epopeya, son hoy armatostes apolillados que ya nadie leerá, salvo por obligación académica. En cambio los textos que concibió como herramientas políticas, como armas livianas de la literatura, tienen todavía una fluidez y una ligereza admirables. La voluntad de eficiencia, el afán de no construir monumentos, sino artefactos funcionales a la divulgación y al adoctrinamiento, liberaron el estilo de Voltaire del lastre pomposo un antiguo régimen de escritura, y aún de la rigidez neoclásica, y lo dotaron de la simple linealidad que desactivadas las controversias ideológicas que originaron aquellos textos todavía lo sostiene y le da legibilidad.

Muy poco o nada de aquella agilidad se transfiere a las novelas de tesis del siglo XIX. Los libros de Zola (y la preceptiva de Zola), replicados copiosamente en España por Pérez Galdós, muestran de manera demasiado ostensible el pesado aparato positivista que los ha puesto a funcionar. A veces da la impresión que el novelista ha colocado a sus personajes o tipos en un simulador, en el panóptico de un reality show, para que observemos sus conductas y obtengamos determinadas enseñanzas.

interruptor

Por estas tierras (el Río de la Plata, digamos) el impulso político es fundante de la tradición literaria. La gauchesca, desde Hidalgo hasta Hernández, no pretendió ser una muestra de cromos folklóricos, sino arenga o divulgación de opiniones y denuncias. Hubo también otros textos enérgicamente políticos, horrorizados y fascinados por el gaucho, como es el caso de "El Matadero" de Esteban Echeverría (escrito hacia 1840) y el Facundo de Sarmiento (1845), que se sitúan en el extremo inicial de la narrativa argentina.

A mediados del siglo pasado, Rodolfo Walsh publicó Operación Masacre. Los argentinos sostienen que este relato (que refiere un acontecimiento político) es el verdadero origen del género conocido como nuevo periodismo o non fiction o nuevo realismo, formato que otros atribuyen a Truman Capote. Tal vez, ya a fines de 1950, Walsh, que se convertiría luego en guerrillero y fuera asesinado por los militares habrá percibido ya cierto malestar o incompatibilidad entre los moldes literarios instituidos y la eficacia política, por lo que habría tanteado esta forma nueva.

 Acompañamiento o resistencia

Ya nada queda, hic et nunc, de toda aquella tradición. Hoy la miramos como al resplandor de una galaxia que sabemos muerta. A nadie se le va a ocurrir componer un poema con el objetivo de arrimarle votos a Pedro Bordaberry, o publicar una novela donde se demuestre que bajar la edad de imputabilidad penal traerá consecuencias horribles.

Es probable que esto ocurra porque, simplemente, la militancia ha sido sustituida por la burocracia o por el marketing, y la literatura ha sido significativamente profanada, y puesta a circular entre los productos de la industria del entretenimiento. 

En Uruguay siguen actuando, sin embargo, los relictos o las inercias del subgénero o de la actitud conocida como literatura comprometida. La obra de algunos escritores muy exitosos, como Mario Benedetti o Eduardo Galeano, funciona como el servicio nacional literario de acompañantes, como la enfermería cultural de cierto tipo de lectores desvalidos que no buscan ya desafíos, ni novedad alguna, que solo buscan una melancólica confirmación de sus viejas certezas políticas, salpimentadas a veces con alguna reivindicación de género o cierto ecologismo, o cualquiera de los emblemas políticamente correctos del posliberalismo. Buscar una legitimación, o un simple apoyo de índole afectiva en los textos literarios, en el prestigio de esos textos, no es una búsqueda nueva. Es, sobre todo, un modo postapocalíptico de leer: ya no se espera revelación alguna. Creo (no me avala el trabajo de una consultora) que esa clase de lectores también está disminuyendo.

Queda, no obstante, una interpretación menos disfórica, o tal vez más autoindulgente. La literatura, aquella que se aplica a hacer sentido, aún y sobre todo aquella que lo hace de modo más oblicuo o excéntrico (la que se propone tomar para sí al mundo, metabolizarlo, y devolverlo menos inteligible de lo que parecía ser) forma parte de una de las tradiciones más nobles de la militancia: la resistencia. También participan de ella aquellos lectores que buscan establecer un contrato con esa literatura, que se zambullen en ella. Se trata de la resistencia contra el mundo idiota de individuos encapsulados en el esplendor del presente perpetuo, enajenados del sentido: todo lo que la hegemonía hiperconectada parece proponernos.

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