¿A quién no tienes harto con tu
diminutez?
escribía en 1960 el poeta salvadoreño
Roque Dalton. El destinatario de aquel alejandrino fastidiado es, obviamente, la misma patria del poeta; de hecho, el poema que contiene ésta y otras preguntas retóricas se titula
“El alma nacional”. Más tarde, en 1974, apareció uno de los libros más exitosos de Dalton, el cual da cuenta, desde el título, de este rechazo del autor a cierta literatura efusiva en torno a la pequeñez del territorio salvadoreño. El libro es Las historias
prohibidas del Pulgarcito, así nombrado en referencia a la fórmula atribuida (al parecer erróneamente) a la poetisa chilena
Gabriela Mistral para referirse a la República Centroamericana de El Salvador, el pulgarcito de América. El mecanismo utilizado por aquel conjunto de textos de Dalton
—poderoso y sin género— es contraponer la interminable sordidez que emerge en diversos episodios de la
Historia de El Salvador, desde la conquista a la Guerra del fútbol, con la connotación hipocorística (pueril, familiar, acariciadora) del diminutivo.
En Uruguay también se ha escrito mucho sobre los supuestos efectos de la escasez de territorio. Se han publicado, instituido y popularizado ideas y opiniones diversas al respecto, todas las cuales se fundamentan en la convicción más o menos explícita de que este rasgo
—la pequeñez— no solo determina, como es evidente, la economía y aun la política, sino que también condiciona otros aspectos de la cultura. Hace un tiempo, sin el talento y sin la irritación de Roque Dalton, reseñé algunas de las más notorias intervenciones uruguayas sobre el asunto. Ahora repito y amplío algunas de aquellas referencias.
En El Uruguay y su gente (1963)
Carlos Maggi muestra tempranamente su inquina por Rodó, así como el desparpajo pragmático que décadas después
—ya transformado en integrismo neoliberal— continuaría sosteniendo desde las páginas del diario El País. El ensayo ligero y eficaz de Maggi comenzaba, justamente, señalando la falta de sentido de “grandeur” que afecta a los uruguayos.
Un año más tarde,
Carlos Real de Azúa en
El impulso y su freno inventó una definición exitosa: “País de cercanías, hemos llamado alguna vez al nuestro. De cercanía física, pequeña superficie y una naturaleza (como decía nuestro poeta mayor) a la mano del hombre. De la cercanía social, todo lo relativizada que se quiera, pero efectiva, si se comparan los niveles de vida y concentraciones y dispersiones del ingreso con las otras naciones americanas. De la cercanía cordial, habría que decir...”.
Mucho después, cuando ya tantas cosas —entre ellas la dictadura— le habían ocurrido al Uruguay y al mundo, el profesor
Hugo Achugar (La balsa de
la Medusa, 1992) nos alertaba sobre los peligros de que aquel pequeño país de cercanías se convirtiese en “un
país petizo, una variación enferma del país pequeño”.
Pero las reflexiones de esta índole tienen también un antecedente foráneo. Por los años 1940, y desde Brasil, donde vivía entonces, Gabriela Mistral
—otra vez— exageraba las virtudes que por esos tiempos se le reconocían al Uruguay, y las atribuía ni más ni menos que a su condición de país chico: “Este
pueblo nació con un destino de milicia espiritual, de devastador y
civilizador. Es curioso que tal encargo suela caer sobre un pequeño
bulto geográfico: Atenas, Alejandría, un tercio de la Palestina, las
republiquitas italianas, los núcleos provenzales y catalanes del
Mediterráneo, los Países Bajos, Uruguay.”
Todas estas impresiones y conjeturas terminan por condensarse, vulgarizarse y, confundirse en cierto sentido común, en una sola palabra: paisito. La expresión (que procede de una canción escrita y grabada por el folklorista
Pepe Guerra durante la dictadura) sugiere, más que el país mismo, la nostalgia de cosas, lugares y personas contenidas en el pequeño territorio negado por el destierro o la cárcel. Pasado el tiempo, desarticulado su contexto de origen, el término se sigue utilizando y parece haberse convertido en un modo muy económico de designar la cercanía cordial que había explicado Real de Azúa.
Sin embargo, en su oportunidad, confronté el racconto de esta ensayística de la pequeñez con algunas observaciones que me había sugerido Amir Hamed: toda esta jibarización
imaginaria del Uruguay aparece en la segunda mitad del siglo pasado y
es, probablemente, una especie de sístole que replica un impulso
eufórico, expansivo, algo megalómano, verificable en las primeras décadas de aquel siglo.
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Si es que la arquitectura traduce o significa de algún modo otros aspectos de la cultura que la contiene, puede decirse que aquellos sueños de grandeza de la sociedad uruguaya
—o de una parte de ella— se monumentalizaron en ciertas obras de época:
el Palacio Legislativo (1925), el Palacio Salvo (1928) y el Estadio Centenario (1930). Cada una de estas construcciones participa a su manera del gigantismo, de la desproporción. Son reminiscencias de un mundo exagerado, demasiado fértil; su exuberancia tiene hoy algo de inverosímil o delirante. Es tal vez por eso que hoy, ante el exceso de su cargazón decorativa tendemos a ver aquellas enormidades como grandes artefactos hechos para cumplir una función simbólica antes que ninguna otra. El neoclasicismo marmóreo del Palacio Legislativo, así como la monstruosidad barroca del Salvo y el anacronismo de ambos, nos colocan en situación de hermenéutica: más que edificios, son (siempre fueron) aparatos de representación. Es cierto que esto no sucede, o sucede menos, con el Estadio, que continúa siendo funcional como mero escenario para el fútbol y otros espectáculos, pero que ha sido
—sin embargo— sacralizado como Monumento al Fútbol.
A estos tamaños habría que agregar otra especie de exabrupto de la arquitectura montevideana: el
Hospital de Clínicas. Si bien fue inaugurado tardíamente (21 de setiembre de 1953), el proyecto que le da origen
—obra del Arquitecto Carlos Surraco— es de 1929. Su diseño, sus 23 pisos, los 23 años que demoró su construcción, sus 110.000
m² de superficie edificada, la desidia y la penuria que lo corroen incesantemente, hora tras hora, desde hace décadas, todo coopera en un modo singular de generar sentido.
A diferencia de los Palacios (el Legislativo y el Salvo) no hay nada de ornato en la fachada ni en los interiores del Clínicas; no hay en su diseño ninguna concesión a la estética, al menos a la estética concebida como acumulación y gratuidad. Allí todo está hecho en función de sus objetivos médicos y pedagógicos (es un hospital universitario). La austera simplicidad rectilínea de su grandeza de vidrio fue, en su momento, una especie de monumento al futuro, erigido por el Estado uruguayo. Según el Dr. Hugo Villar, quien fuera su director durante más de un período, el proyecto
“se adelantó 50 años a su
tiempo”. Pero el futuro llegó tarde: la idea de construir un hospital universitario había aparecido en 1889, el fallo del concurso de proyectos es de 1929, la obra comenzó en 1931, y fue inaugurada
—parcialmente— en 1953, durante la precaria utopía neobatllista. Para esa época el Hospital de Clínicas, más que la epifanía del futuro realizado, era ya la materialización de una idea del porvenir imaginada en el pasado.
Hoy —a pesar de la euforia deportiva y financiera, a pesar de la vorágine de hedonismo y consumo— la cultura de la pequeñez continúa vigente. Frecuentemente, el oficialismo fundamenta sus acciones (o sus omisiones) políticas en cuestiones de tamaño; lo hace, sobre todo, cuando su adaptabilidad a las exigencias del sentido común tardocapitalista son atacadas por
la izquierda. La dimensión ínfima de nuestra economía
—se dice— poco le deja para hacer a la política. Todo esto, además, se enuncia por parte del
presidente Mujica y algunos jerarcas de su gobierno, en una jerga apaisanada y coloquial; la retórica política es sustituida por una oralidad familiar propia del “país de cercanías” donde
—como repetía el eslogan de un refresco nacional—
“nos conocemos todos”. La espontaneidad del habla, que ha venido a sustituir el discurso político, es la realización lingüística de la amortiguación de todo conflicto que alguna vez se le había atribuido al batllismo. Es también un achicamiento, una privatización de lo público.
En este ambiente reducido, el gigantismo del Hospital de Clínicas se hace disfuncional o impracticable. La miseria de los presupuestos lo ha condenado, más que al derrumbe, a la erosión que transcurre sin drama, sin una peripecia que nos escandalice puntualmente. No obstante, si intentásemos desautomatizar esa inercia, probablemente deberíamos morirnos de horror y de vergüenza ante el develamiento de un genocidio invisible operado por años de ineficiencia y dejadez. Lo que emergió alguna vez en la pequeña ciudad como constructo de la euforia futurista, se ha convertido en el decorado perfecto para una de esas distopías postapocalípticas más propias del cine o del cómic que de la literatura. Hace algunos años los vagabundos urbanos se acumulaban para pernoctar en sus vestíbulos. Esa mole cariada, insomne como un velorio descomunal en la noche montevideana, es el monumento funerario a lo que pudimos haber sido, al futuro muerto.
Posdata: la nota me fue sugerida por el fotorreportaje
Hospital Rodelú de Gabriel Machado. Sus imágenes, por lo tanto, bien pueden ilustrar estas líneas.
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