"It
is a passion of nostalgia"
Henry James, carta a William Dean Howells.
"Nuestra
época es retrospectiva. Construye sobre los sepulcros
de los padres. Escribe biografías, historias y juicios
críticos. Las generaciones precedentes miraban a Dios
y a la naturaleza cara a cara; nosotros, por medio de los ojos
de aquellas. ¿Por qué no hemos de gozar también
nosotros de una relación original con el universo? ¿Por
qué no hemos de tener una poesía y una filosofía
de la percepción y no de la tradición, y una religión
revelada a nosotros, y no la historia de ellas? Envueltos, durante
una temporada en la naturaleza, cuyas corrientes de vida circulan
a nuestro alrededor y entre nosotros, y nos invitan, mediante
las fuerzas que aportan, a una acción proporcionada con
la naturaleza, ¿por qué hemos de andar a tientas
entre los huesos secos del pasado, o enmascarar a la generación
viviente con su vestuario marchito? El sol brilla también
ahora. Hay en los campos más lana y lino. Hay nuevas tierras,
nuevos hombres, nuevos pensamientos. Reclamemos nuestras propias
obras, leyes y religión".
Ralph Waldo Emerson,
Nature
I
Es
ciertamente tautológico decir que los epígrafes
que preceden esta nota quieren comentar algo sobre la literatura
de John Cheever. Pero parece necesario empezar por señalar
que el diálogo implícito entre las palabras de
James y Emerson compromete uno de los dilemas morales que la
literatura de John Cheever padece más agudamente. Porque
Cheever es obsesivamente retrospectivo, porque es del mismo modo
un apólogo y un detractor de su background cultural, y
porque tiene una herencia moral complicada. En su literatura
desemboca, y en forma tan didáctica que hasta parece artificio,
una de las más vigorosas tradiciones literarias y filosóficas
de los Estados Unidos: la herencia moral de Nueva Inglaterra,
el puritanismo desquiciado de Jonathan Edwards y Cotton Mather,
el trascendentalismo místico de Emerson y Thoreau más
tarde, y el austero discernimiento moral de Hawthorne. Puede
ser imprudente comenzar a hablar de John Cheever con tanta grandilocuencia
histórica, pero su literatura se regodea en eso, se autoproclama
como moderno destilado, como desembocadura lógica de la
ancestralidad moral de Massachusetts, tierra de escritores si
las hay.
La geometría del amor (Emecé, 1998) llegó
a Montevideo principiando octubre. La sugestiva fotografía
de portada encuentra a John Cheever íntegramente vestido
de jean, el pelo cano hacia atrás, probablemente engominado.
La discreta soberanía emocional de un hombre de unos sesenta
años, apuntada en un cigarrillo en la mano, la relajada
posición del cuerpo en el sillón, las piernas altaneramente
cruzadas, los pies liberados de zapatos. John Cheever era un
hombre que disfrutaba enormemente de las descripciones; describir
es un trabajo -solía decir-, hay hombres que tienen que
encargarse de observar el mundo. Consecuentemente también
se cubría él mismo, y aún en la intimidad
-eso dicen sus hijos que fueron también sus biografistas-
protegía la elegancia del trabajo de los otros virtuales
descriptores. El mundo necesita elegancia y el mundo está
repleto de gente dispuesta a describirlo.
La geometría del amor es tan sólo una excelente
recopilación de sus cuentos, y una perfecta oportunidad
para visitar el universo de John Cheever. La selección
y las notas de la edición corresponden al escritor argentino
Rodrigo Fresán, quien declara desde su lúcido prólogo,
no sin cierto drasticismo, que John Cheever es su escritor favorito
de todos los tiempos. Esta puntualización íntima,
destinada a comentar más sobre Rodrigo Fresán que
sobre el propio Cheever, es menos vanidosa que estratégica.
Fresán parece querer alertar al lector hispanoamericano:
Cheever fue contemporáneo, también en importancia,
del venerado William Faulkner, y como Faulkner y su 'Yoknapatawpha',
aunque en forma muy distinta, creó una mística
literaria regionalista. Leer a Cheever, "el Chéjov
de los suburbios" es un ejercicio de peregrinación:
sus personajes son peregrinos neoyorquinos habitando los elegantes
suburbios sobre el río Hudson; sus antecesores son peregrinos
ingleses, colonos puritanos radicados en América'; los
hombres y las mujeres que habitan la literatura de Cheever no
cesan de viajar, porque parecía un paraíso, pero
el paraíso varía de posición.
II
Si
bien es cierto que Cheever se paró sobre el linaje de
Nueva Inglaterra y habilitó un profundo y sostenido diálogo
con la tradición calvinista de esa literatura; y si bien
ya nadie discute un profundo diálogo intertextual con
Hawthorne, también es cierto que en un principio Cheever
fue indiscriminadamente asumido como un integrante casi paradigmático
de la escuela de escritores del The New Yorker, junto
a John O'Hara, J. P. Marquand, Saul Bellow, J.D. Salinger, y
John Updike. Se sabe que sólo John O'Hara tiene más
historias publicadas en sus páginas. En la mitología
popular de las publicaciones norteamericanas The New Yorker sigue
ocupando un espacio de privilegio: en sus páginas publicó
por primera vez Vladimir Nabokov en Estados Unidos, y en sus
páginas críticos de la talla de E. B. White, James
Thurber o Edmund Wilson, para sólo nombrar a algunos,
fueron santificados como la irreprochable autoridad crítica
de Nueva York. Mientras tanto, los escritores de ficción
que publicaron por primera vez en The New Yorker, han
sido frecuentemente acusados de solapados apologistas de la propia
clase media que intentaban satirizar, un grupo financiera y culturalmente
insuflado por una 'América' derrotada que nadie estaba
dispuesto a reconocer. Cheever, O' Hara, Updike y Salinger particularmente,
fueron en sus comienzos malentendidos como una especie de obsesos
eternamante atrapados en el círculo de una suerte de combinación
Park Avenue-Madison Avenue-Wall Street como escenarios urbanos,
y Westchester y el condado de Bucks, en lo que respecta a los
enclaves domésticos suburbanos. Han sido acusados de confirmar
y legitimar la obsecuencia de la clase media norteamericana;
de concebir el corpus de la literatura del lamento, un corpus
literario fuertemente sociológico e idiosincrático.
Reprochados de un profundo resentimiento social, los escritores
del New Yorker fueron asumidos como los aguafiestas, la
mala conciencia social de Norteamérica.
Estados Unidos tiene una vasta y arraigada tradición literaria
de territorialidades míticas: los grandes escritores norteamericanos
han sido también cartógrafos de territorios que
sólo lograron volverse nítidos una vez que su trabajo
fue acumulándose con el tiempo. Para sólo dar dos
nombres: Faulkner puede ser visto como otro escritor regional
de los 30's; pero fue con los 60's que 'Yoknapatawpha' se vuelve
un mito viviente que anima la historia del Sur profundo desde
la Guerra Civil hasta la era Roosevelt; por su parte, Steinbeck
se ocupa del hombre-tipo de la Depresión en una westernizada
América justo antes de la segunda guerra. Los escenarios,
la territorialidad de ambos escritores es significada por el
tiempo, se vuelven espacios míticos por un proceso acumulativo,
de perspectiva temporal. Cheever en cambio, inaugura su literatura
con escenarios-mitos y su obsecuencia para con ellos a lo largo
del tiempo, instala una divergencia con el espíritu cartográfico
de carácter más difuso de un Faulkner o un Steinbeck.
Aunque John Cheever escribió cinco novelas (ver 'Bibliografía
Cheever') fueron sus ciento sesenta y un cuentos -la mayoría
de ellos publicados en The New Yorker- los que lo conceptualizaron
como uno de los más respetados short-story writers de
la literatura norteamericana del siglo XX. R. G Colllins (1),
uno de los más respetados críticos de Cheever,
responsable de la compilación de Critical Essays on John
Cheever, volumen que recoge una serie de lúcidos ensayos
y críticas periodísticas sobre su literatura, ha
ordenado la obra cartográfica del autor, dibujando la
territorialidad-Cheever sobre el mapa de Estados Unidos, y analizando
episódicamente cada uno de sus traslados. La literatura
de Cheever explora y rescata la afluencia migratoria de la clase
media acomodada del medio urbano hacia los suburbios durante
las décadas del 40 y del 50. Esas ciudades-dormitorios
a lo largo de la costa este del río Hudson con sus saludables
y pequeñas ciudades-jardines en el sur de Connecticut,
límite con el estado de Nueva York.
La mayoría de sus historias tienen lugar en los bastiones
que el afluente clase-media-alta-hastiada de la ciudad sentó
en los condados de Westchester y Fairfield. En ese itinerario,
la obra de Cheever es clasificada por Samuel Coale de la siguiente
manera: la primera y temprana obra de Cheever, una colección
de cuentos cortos, se ocupan de los apartamentos en el East Side
de New York. Su ciclo Wapshot -dos novelas: Crónica
de los Wapshot (1957) y El escándalo Wapshot
(1964)- se mueven a la anciana Nueva Inglaterra y un anacrónico
pueblo puritano llamado St. Botolphs; el resto de su literatura
-sus novelas Bullet Park (1969), Parecía un paraíso
(1982), Falconer (1977) y la mayor parte de su cuentística-
se concentra en lo que la crítica considera, en la tradición
de Washington Irving, la "mitología del río
Hudson": allí entran a jugar Shady Hill, Bullet Park,
Proxmire Manor, suburbios que el lector de Cheever cree conocer
como a su propia habitación, y al que ha destinado la
gran mayoría de su obra.
Pero la territorialidad-Cheever no fue inmediatamente comprendida.
Cuando escribió sobre St. Botolphs, una mítica
Nueva Inglaterra de absurdidad y gentilidad, fue detractado como
un arrogante elitista; cuando concibió la sociedad suburbana
neoyorquina y asumió el papel del Gran Cronista, fue acusado
de pesimismo moral, de espionaje sociológico, de polizón
aguafiestas en el cóctel de la vida moderna suburbana.
John Cheever es un subliminal apólogo del anarquismo,
dijeron, sus tramposas comunidades imaginarias no hacen más
que aniquilar todo vestigio del concepto comunitario utópico
que cualquier nación que se precie debe cobijar como un
recién nacido. Es que de hecho, por más de un cuarto
de siglo, Cheever ha trazado, en forma de llaga, la metamorfosis
de la cultura noroeste de Estados Unidos, con una percepción
de rayos-láser.
Cheever hizo un tablero-espejo y movió las piezas hacia
atrás, hacia delante y a los costados en un proceso de
duelo por la 'América'estable perdida: llevó a
sus hombres a los viejos pero moribundos orígenes en Nueva
Inglaterra, y vio que allí no había salvación.
Encajonó a sus personajes en la decadencia aristocrática
de los edificios de New York, y vio que nada podía ser
salvado allí. Entonces acompañó el éxodo,
y sus personajes también corrieron a protegerse en los
ilusorios paraísos burgueses de los suburbios: vió
que allí no había salvación. Son sólo
"metáforas del confinamiento humano", dijo Cheever.
Había sed de ceremonia colectiva, pero paradojalmente
eso no hacía más que confirmar hasta el paroxismo
la soledad individual. El problema no era moverse, el problema
era cambiar.
III
Dejemos
a un lado sus dos novelas sobre St. Botolphs, Nueva Inglaterra,
dejemos afuera a Falconer, que inaugura una dimensión
prácticamente autónoma en la literatura de Cheever,
una novela esencialmente redentora, del propio Cheever claro,
pero de todas sus criaturas ficcionales también. Hablemos
de historias suburbanas, de qué sucede en ellas. En una
breve nota al cuento 'El enorme receptor de radio', integrado
en La geometría del amor, Rodrigo Fresán acuña
una expresión que bien puede servir de partida para atrapar
lo que constituye algo así como el leit-motiv argumental
de prácticamente todas las historias suburbanas de Cheever.
Dice Fresán que este cuento "presenta un magistral
tratamiento de uno de sus paisajes favoritos: la misteriosa vocación
comunal del Mal".
La misteriosa vocación comunal del Mal es por cierto el
paisaje anecdótico de los cuentos suburbanos de Cheever.
El realismo más crudo, el detalle obscenamente cinematográfico
de la clara prosa cheeveriana se ensaña primero en una
radiografía de detalles costumbristas: la cámara-Cheever
nos pasea por el vecindario y perfila cada una de las casas y
cada uno de los matrimonios de la ciudad-jardín. Éste
que corta pacientemente sus rosales, aquel que toma el tren de
las 8-15, el matrimonio que ofrece el cóctel del domingo,
quien hace de su perro un tótem que oficia de salva-silencios
entre los vecinos, las mujeres que hacen beneficiencia, los feligreses
más ritualistas, el que tiene un hijo conflictivo, etcétera.
Una vez que el espectáculo está montado, la cámara
de Cheever se atrinchera en una de esas hermosas casas y sólo
filma. Filma minutos y minutos muertos, pero espera. Se agazapa
entre conversaciones matrimoniales en el baño, filma el
único y cándido aperitivo de la tarde -martini
o gin- y filma cómo el único y cándido martini
de la tarde se transforma en dos, en tres, en cuatro, en cinco
no tan cándidos martinis.
Cheever construye su trinchera moral en la casa de un buen vecino;
y camuflado como un hongo en la pared, se dedica a investigar
en las comillas de la "normalidad". Qué son
esas comillas, de qué dependen, en qué consisten.
El encanto se quiebra en algún momento, y Cheever sorprende
a las comillas de la normalidad hechas añicos en el piso.
Un prudente ciudadano, un prolijo pagador de sus impuestos, un
gran amante de su esposa, un buen padre de familia, un excelente
jardinero, es tentado a cometer un exceso moral de cualquier
tipo: robar a un vecino, seducir a la mujer de su mejor amigo,
matar al hijo de la mujer más respetada del suburbio.
Y Cheever se encarga muy bien de no depositarle back-grounds
freudianos maltrechos a sus criaturas confundidas. Cheever y
su cámara esperan pacientemente en la casa hasta que una
abrupta revelación de una frustración genunina
despierta.
Las historias de Cheever exploran la frágil trama moral
de cualquier vida, sin proteccionismos psicológicos de
ningún tipo: a pesar de sus sinceras creencias episcopales
Cheever sabe más que nadie que la trama de la vida está
hecha de hebras que de un momento a otro activarán la
incompatibilidad esencial; Cheever sabe que la vida virtuosa
convive todo el tiempo con la confusión sórdida.
Y la incompatibilidad esencial de las fibras de todo hombre tienen
que ver con el Pecado Original, subtexto religioso que explica
toda la obra de Cheever. "Cheever era un hombre religioso.
Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que
sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que
los de otros escritores de su tiempo", dijo Noran Mailer.
Cheever lo explicó de este modo en una entrevista: "El
atractivo que tiene para mí el sentido del pecado original
es que se trata, creo, de una experiencia universal. Y la experiencia
religiosa es, definitivamente, una de mis más legítimas
preocupaciones, y me parece que debería serlo para cualquier
adulto que alguna vez haya experimentado el amor (...) La literatura
es el único registro continuo y coherente de nuestra lucha
para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto
peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina en el fuego.
Supongo también que ese es uno de los primeros recuerdos
que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa termina,
claro, no con una plegaria, no con un Amén. La misa termina
con un acólito extinguiendo la llama de las velas... Luz,
fuego; siempre han estado relacionados con la posibilidad de
la grandeza del ser humano (...) Por lo que no me parece demasiado
complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle
a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida".
Quién más que Cheever -alcohólico durante
mucho tiempo, gran esposo y padre que más tarde descubriría
y terminaría asumiendo su bisexualidad- podría
alegorizar tan cabalmente el esencial conflicto moral de toda
criatura humana. Pero así como Cheever no es satírico
-en primer lugar porque Cheever es esencialmente lírico,
y en segundo término porque tiene una comprensión
demasiado compasiva de la comedia humana como para satirizarla-
tampoco es un moralista, aún cuando su trabajo, como lo
muestra Falconer excepcionalmente, esté fuertemente embebido
de sensibilidad puritana. Pocas de sus historias -amén
de ese subtexto religioso que anima cualquiera de sus ficciones,
y las citas y alusiones bíblicas intercaladas- comprometen
un diseño evidentemente religioso.
La simpatía de Cheever por las carencias y las caídas
de sus personajes se explica en tanto siempre termina redimiendo
a sus hombres. La redención personal, la posibilidad de
reinvención de un hombre, el legítimo derecho a
reciclarse, es la contrapartida que el autor ofrece a la saña
y el impudor con que relata las momentáneas caídas
humanas. Como Raymond Carver, su discípulo natural, Cheever
tiene un ojo especial para detectar lo bizarro y lo excéntrico
en el aparente paisaje del control doméstico. Cheever
predica, Cheever saca a la luz, pero nunca a costa de la profunda
compasión que siente por esos hombres entre los que se
incluye. Una inquebrantable decencia, una controlada dignidad,
brilla permanentemente en su escritura.
IV
"La
mayoría de los hombres vive en silenciosa desesperación.
Lo que se llama resignación es resignación confirmada.
De la ciudad desesperada pasáis al campo desesperado,
y tenéis que consolaros con la valentía de los
visones y las ratas almizcleras. Una desesperación estereotipada
pero inconciente se oculta hasta debajo de los llamados juegos
y diversiones de la humanidad". Estas palabras, escritas
por Henry D. Thoreau, son tan inverosímilmente ajustadas
para pensar la literatura de Cheever, que hasta parece posible
considerarlas como un epígrafe absoluto de su obra. Cheever
no vivió en el siglo XIX, pero es un trascendentalista
más, un poeta filosófico en esencia. En Home
before dark (2), una memoria biográfica de John Cheever,
Susan, su hija, respasa la conflictiva y perdurable relación
de su padre con sus ancestros de Nueva Inglaterra. Cuenta que
su padre siempre les había dicho que el primer miembro
de la familia en emigrar de Inglaterra había sido Ezekiel
Cheever, que arribó al puerto de Boston en el "Arbella"
en 1630. Ezekiel: John siempre adoró ese nombre. Llamó
así a uno de sus perros, trató de persuadir a su
hijo Ben de llamar a su nieto de esa forma, e incluso el protagonista
de Falconer fue bautizado como Ezekiel Farragut. La manía
"ancestralista" de Cheever, su obsesiva reflexión
sobre el pasado, y sobre los fétidos, replicantes restos
que va dejando el tiempo a su paso, tienen su correlato en la
herencia y el convencimiento particularmente puritano de una
evolución natural hacia el apocalipsis.
La propia ficción de Cheever acompaña esa evolución.
Él es el Gran Predicador: sus textos están repletos
de advertencias sobre el castigo catastrófico que hemos
de pagar por nuestro insensato concepto de progreso. Y los símbolos
del progreso enfermo en Cheever están casi siempre asociados
a los medios de transporte: autos, trenes, ascensores, aviones
que acotan y desordenan el tiempo confundiendo nuestra natural
percepción metafísica. Muchos de los personajes
de Cheever padecen fobias a los medios de transporte, y Cheever
no parece encontrar explicaciones más sensatas para la
profunda alienación psicológica de la modernidad
que en estos juguetes infernales que el Mal ha instalado en nuestros
jardines.
El tópico de la máquina-villano, el autómata
infernal, es, a esta altura, anciano. Sin embargo, la crítica
ha encontrado elementos para fundamentar que Cheever ha contribuído
originalmente a sellar la tradición norteamericana de
la máquina-diablo. Un lugar común de la literatura
del XIX -en ese entonces la culpa recayó sobre la locomotora-
que reemergería durante este siglo en escritores como
Faulkner, Steinbeck y Hemingway. Cheever depositó en su
obra una densa metáfora sobre el Fin: sembró máquinas
absurdas en los jardines contemporáneos, y ejemplificó
el advenimiento del apocalipsis en un marco absolutamente apropiado
a la tarea: el inconciente optimismo bucólico del suburbio
y su necesidad, por dependencia metropolitana, con la Ciudad-Diablo.
V
¿No
hay algo absolutamente económico y al mismo tiempo perfecto
en este comienzo?: "Me llamó Johnny Hake. Tengo treinta
y seis años, y descalzo mido un metro sesenta, desnudo
peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy
desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel
Saint Regis, nací en el Hospital Presbisteriano, me crié
en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo,
estuve con los Knickerbocker Greys, jugué fútbol
y béisbol en Central Park, aprendí a actuar en
el marco de los toldos de las casas de departamentos del East
Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de
esos grandes cotillones de Waldorf. Estuve cuatro años
en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una banlieue
llamada Shaddy Hill. Tenemos una bonita casa con jardín
y un lugar afuera para asar carne, y las noches de verano, cuando
me siento allí con los niños y miro la pechera
del vestido de Christina que se inclina hacia delante para asar
carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono
tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias
y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del
sufrimiento y la dulzura de la vida." ('El ladrón
de Shady Hill', incluído en La geometría del
amor).
¿Y no hay algo absolutamente lírico, tan sencillamente
epifánico, en esta prosa final?: " Oh, ¿qué
puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede
hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que
en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano
deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza
inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida;
cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas
ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana
el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi
esposa -Helen y Diana- nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro
en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas,
bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres saliendo
del mar". ('Adios, hermano mío', incluído
en La geometría del amor).
Además de mostrar la calidad de la prosa de Cheever, los
dos párrafos ofrecen la posibilidad de conocer dos de
sus personajes-tipo. El hombre que encuentra la dulzura y el
secreto de la vida en una súbita, epifánica contemplación
de una escena doméstica; y el hombre que en la multitud
sólo distingue la fealdad. Los personajes de Cheever tienden
a categorizarse de esta forma: simplemente padecen la luz, simplemente
padecen la oscuridad. El duelo de la dualidad, el maniqueísmo
religioso está en todos los hombres de Cheever: hay un
constante bordeo con los patrones tradicionales de la culpa y
el diablo puritanos. Y eso sólo consigue volver aún
más lírica su prosa, porque acaso no hay aparatos
metafóricos más poéticos que los proporcionados
por la religión.
La prosa de Cheever es sin duda realista, clara, por completo
carente de opacidad. Simplemente corre, demanda ser leída
de un tirón. Pero a diferencia de lo que sucede con Saul
Bellow o John Updike, el párrafo de Cheever suele desembocar
en un shock de placer normalmente asociado a la poesía.
En un artículo recogido en el anteriormente citado Critical
Essays on John Cheever, Samuel Coale señala: "La
prosa de Cheever tiene la cadencia de la poesía moderna.
Su estilo trae reminiscencias de la poesía tardía
de Yeats, y del último W. H. Auden". Basta leer sus
innumerables descripciones sobre el cielo o la lluvia, para darse
cuenta que la escritura de Cheever es sencillamente epifánica.
La neutralidad y la transparencia corriente de su prosa hace
que un inesperado shock metafórico sea bienvenido como
un haiku luminoso. Desde una alquimia sobrecargada de mitos,
alusiones bíblicas, y terrorismo religioso, Cheever tan
sólo obra para que reconsideremos el origen y la naturaleza
de la ternura.
(1) Collins, R. G. Critical Essays on
John Cheever. G.K Hall & Co. Boston, 1982.
(2) Cheever, Susan. Home before dark. A Memoir of John Cheever
by His Daughter. Houghton Mifflin Company, Boston, 1983.
* Publicado
originalmente en Insomnia, número 55
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