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ISSN 1688-1672

 



CHEEVER, JOHN - NARRATIVA ESTADOUNIDENSE, S XX

John Cheever (1912-1982): En las comillas de la normalidad

Sofi Richero
A diferencia de lo que sucede con Saul Bellow o John Updike, el párrafo de Cheever suele desembocar en un shock de placer normalmente asociado a la poesía

"It is a passion of nostalgia"
Henry James, carta a William Dean Howells
.

"Nuestra época es retrospectiva. Construye sobre los sepulcros de los padres. Escribe biografías, historias y juicios críticos. Las generaciones precedentes miraban a Dios y a la naturaleza cara a cara; nosotros, por medio de los ojos de aquellas. ¿Por qué no hemos de gozar también nosotros de una relación original con el universo? ¿Por qué no hemos de tener una poesía y una filosofía de la percepción y no de la tradición, y una religión revelada a nosotros, y no la historia de ellas? Envueltos, durante una temporada en la naturaleza, cuyas corrientes de vida circulan a nuestro alrededor y entre nosotros, y nos invitan, mediante las fuerzas que aportan, a una acción proporcionada con la naturaleza, ¿por qué hemos de andar a tientas entre los huesos secos del pasado, o enmascarar a la generación viviente con su vestuario marchito? El sol brilla también ahora. Hay en los campos más lana y lino. Hay nuevas tierras, nuevos hombres, nuevos pensamientos. Reclamemos nuestras propias obras, leyes y religión".

Ralph Waldo Emerson, Nature

 

I

Es ciertamente tautológico decir que los epígrafes que preceden esta nota quieren comentar algo sobre la literatura de John Cheever. Pero parece necesario empezar por señalar que el diálogo implícito entre las palabras de James y Emerson compromete uno de los dilemas morales que la literatura de John Cheever padece más agudamente. Porque Cheever es obsesivamente retrospectivo, porque es del mismo modo un apólogo y un detractor de su background cultural, y porque tiene una herencia moral complicada. En su literatura desemboca, y en forma tan didáctica que hasta parece artificio, una de las más vigorosas tradiciones literarias y filosóficas de los Estados Unidos: la herencia moral de Nueva Inglaterra, el puritanismo desquiciado de Jonathan Edwards y Cotton Mather, el trascendentalismo místico de Emerson y Thoreau más tarde, y el austero discernimiento moral de Hawthorne. Puede ser imprudente comenzar a hablar de John Cheever con tanta grandilocuencia histórica, pero su literatura se regodea en eso, se autoproclama como moderno destilado, como desembocadura lógica de la ancestralidad moral de Massachusetts, tierra de escritores si las hay.

La geometría del amor (Emecé, 1998) llegó a Montevideo principiando octubre. La sugestiva fotografía de portada encuentra a John Cheever íntegramente vestido de jean, el pelo cano hacia atrás, probablemente engominado. La discreta soberanía emocional de un hombre de unos sesenta años, apuntada en un cigarrillo en la mano, la relajada posición del cuerpo en el sillón, las piernas altaneramente cruzadas, los pies liberados de zapatos. John Cheever era un hombre que disfrutaba enormemente de las descripciones; describir es un trabajo -solía decir-, hay hombres que tienen que encargarse de observar el mundo. Consecuentemente también se cubría él mismo, y aún en la intimidad -eso dicen sus hijos que fueron también sus biografistas- protegía la elegancia del trabajo de los otros virtuales descriptores. El mundo necesita elegancia y el mundo está repleto de gente dispuesta a describirlo.

La geometría del amor es tan sólo una excelente recopilación de sus cuentos, y una perfecta oportunidad para visitar el universo de John Cheever. La selección y las notas de la edición corresponden al escritor argentino Rodrigo Fresán, quien declara desde su lúcido prólogo, no sin cierto drasticismo, que John Cheever es su escritor favorito de todos los tiempos. Esta puntualización íntima, destinada a comentar más sobre Rodrigo Fresán que sobre el propio Cheever, es menos vanidosa que estratégica. Fresán parece querer alertar al lector hispanoamericano: Cheever fue contemporáneo, también en importancia, del venerado William Faulkner, y como Faulkner y su 'Yoknapatawpha', aunque en forma muy distinta, creó una mística literaria regionalista. Leer a Cheever, "el Chéjov de los suburbios" es un ejercicio de peregrinación: sus personajes son peregrinos neoyorquinos habitando los elegantes suburbios sobre el río Hudson; sus antecesores son peregrinos ingleses, colonos puritanos radicados en América'; los hombres y las mujeres que habitan la literatura de Cheever no cesan de viajar, porque parecía un paraíso, pero el paraíso varía de posición.

II

Si bien es cierto que Cheever se paró sobre el linaje de Nueva Inglaterra y habilitó un profundo y sostenido diálogo con la tradición calvinista de esa literatura; y si bien ya nadie discute un profundo diálogo intertextual con Hawthorne, también es cierto que en un principio Cheever fue indiscriminadamente asumido como un integrante casi paradigmático de la escuela de escritores del The New Yorker, junto a John O'Hara, J. P. Marquand, Saul Bellow, J.D. Salinger, y John Updike. Se sabe que sólo John O'Hara tiene más historias publicadas en sus páginas. En la mitología popular de las publicaciones norteamericanas The New Yorker sigue ocupando un espacio de privilegio: en sus páginas publicó por primera vez Vladimir Nabokov en Estados Unidos, y en sus páginas críticos de la talla de E. B. White, James Thurber o Edmund Wilson, para sólo nombrar a algunos, fueron santificados como la irreprochable autoridad crítica de Nueva York. Mientras tanto, los escritores de ficción que publicaron por primera vez en The New Yorker, han sido frecuentemente acusados de solapados apologistas de la propia clase media que intentaban satirizar, un grupo financiera y culturalmente insuflado por una 'América' derrotada que nadie estaba dispuesto a reconocer. Cheever, O' Hara, Updike y Salinger particularmente, fueron en sus comienzos malentendidos como una especie de obsesos eternamante atrapados en el círculo de una suerte de combinación Park Avenue-Madison Avenue-Wall Street como escenarios urbanos, y Westchester y el condado de Bucks, en lo que respecta a los enclaves domésticos suburbanos. Han sido acusados de confirmar y legitimar la obsecuencia de la clase media norteamericana; de concebir el corpus de la literatura del lamento, un corpus literario fuertemente sociológico e idiosincrático. Reprochados de un profundo resentimiento social, los escritores del New Yorker fueron asumidos como los aguafiestas, la mala conciencia social de Norteamérica.

Estados Unidos tiene una vasta y arraigada tradición literaria de territorialidades míticas: los grandes escritores norteamericanos han sido también cartógrafos de territorios que sólo lograron volverse nítidos una vez que su trabajo fue acumulándose con el tiempo. Para sólo dar dos nombres: Faulkner puede ser visto como otro escritor regional de los 30's; pero fue con los 60's que 'Yoknapatawpha' se vuelve un mito viviente que anima la historia del Sur profundo desde la Guerra Civil hasta la era Roosevelt; por su parte, Steinbeck se ocupa del hombre-tipo de la Depresión en una westernizada América justo antes de la segunda guerra. Los escenarios, la territorialidad de ambos escritores es significada por el tiempo, se vuelven espacios míticos por un proceso acumulativo, de perspectiva temporal. Cheever en cambio, inaugura su literatura con escenarios-mitos y su obsecuencia para con ellos a lo largo del tiempo, instala una divergencia con el espíritu cartográfico de carácter más difuso de un Faulkner o un Steinbeck.

Aunque John Cheever escribió cinco novelas (ver 'Bibliografía Cheever') fueron sus ciento sesenta y un cuentos -la mayoría de ellos publicados en The New Yorker- los que lo conceptualizaron como uno de los más respetados short-story writers de la literatura norteamericana del siglo XX. R. G Colllins (1), uno de los más respetados críticos de Cheever, responsable de la compilación de Critical Essays on John Cheever, volumen que recoge una serie de lúcidos ensayos y críticas periodísticas sobre su literatura, ha ordenado la obra cartográfica del autor, dibujando la territorialidad-Cheever sobre el mapa de Estados Unidos, y analizando episódicamente cada uno de sus traslados. La literatura de Cheever explora y rescata la afluencia migratoria de la clase media acomodada del medio urbano hacia los suburbios durante las décadas del 40 y del 50. Esas ciudades-dormitorios a lo largo de la costa este del río Hudson con sus saludables y pequeñas ciudades-jardines en el sur de Connecticut, límite con el estado de Nueva York.

La mayoría de sus historias tienen lugar en los bastiones que el afluente clase-media-alta-hastiada de la ciudad sentó en los condados de Westchester y Fairfield. En ese itinerario, la obra de Cheever es clasificada por Samuel Coale de la siguiente manera: la primera y temprana obra de Cheever, una colección de cuentos cortos, se ocupan de los apartamentos en el East Side de New York. Su ciclo Wapshot -dos novelas: Crónica de los Wapshot (1957) y El escándalo Wapshot (1964)- se mueven a la anciana Nueva Inglaterra y un anacrónico pueblo puritano llamado St. Botolphs; el resto de su literatura -sus novelas Bullet Park (1969), Parecía un paraíso (1982), Falconer (1977) y la mayor parte de su cuentística- se concentra en lo que la crítica considera, en la tradición de Washington Irving, la "mitología del río Hudson": allí entran a jugar Shady Hill, Bullet Park, Proxmire Manor, suburbios que el lector de Cheever cree conocer como a su propia habitación, y al que ha destinado la gran mayoría de su obra.

Pero la territorialidad-Cheever no fue inmediatamente comprendida. Cuando escribió sobre St. Botolphs, una mítica Nueva Inglaterra de absurdidad y gentilidad, fue detractado como un arrogante elitista; cuando concibió la sociedad suburbana neoyorquina y asumió el papel del Gran Cronista, fue acusado de pesimismo moral, de espionaje sociológico, de polizón aguafiestas en el cóctel de la vida moderna suburbana. John Cheever es un subliminal apólogo del anarquismo, dijeron, sus tramposas comunidades imaginarias no hacen más que aniquilar todo vestigio del concepto comunitario utópico que cualquier nación que se precie debe cobijar como un recién nacido. Es que de hecho, por más de un cuarto de siglo, Cheever ha trazado, en forma de llaga, la metamorfosis de la cultura noroeste de Estados Unidos, con una percepción de rayos-láser.

Cheever hizo un tablero-espejo y movió las piezas hacia atrás, hacia delante y a los costados en un proceso de duelo por la 'América'estable perdida: llevó a sus hombres a los viejos pero moribundos orígenes en Nueva Inglaterra, y vio que allí no había salvación. Encajonó a sus personajes en la decadencia aristocrática de los edificios de New York, y vio que nada podía ser salvado allí. Entonces acompañó el éxodo, y sus personajes también corrieron a protegerse en los ilusorios paraísos burgueses de los suburbios: vió que allí no había salvación. Son sólo "metáforas del confinamiento humano", dijo Cheever. Había sed de ceremonia colectiva, pero paradojalmente eso no hacía más que confirmar hasta el paroxismo la soledad individual. El problema no era moverse, el problema era cambiar.

III

Dejemos a un lado sus dos novelas sobre St. Botolphs, Nueva Inglaterra, dejemos afuera a Falconer, que inaugura una dimensión prácticamente autónoma en la literatura de Cheever, una novela esencialmente redentora, del propio Cheever claro, pero de todas sus criaturas ficcionales también. Hablemos de historias suburbanas, de qué sucede en ellas. En una breve nota al cuento 'El enorme receptor de radio', integrado en La geometría del amor, Rodrigo Fresán acuña una expresión que bien puede servir de partida para atrapar lo que constituye algo así como el leit-motiv argumental de prácticamente todas las historias suburbanas de Cheever. Dice Fresán que este cuento "presenta un magistral tratamiento de uno de sus paisajes favoritos: la misteriosa vocación comunal del Mal".

La misteriosa vocación comunal del Mal es por cierto el paisaje anecdótico de los cuentos suburbanos de Cheever. El realismo más crudo, el detalle obscenamente cinematográfico de la clara prosa cheeveriana se ensaña primero en una radiografía de detalles costumbristas: la cámara-Cheever nos pasea por el vecindario y perfila cada una de las casas y cada uno de los matrimonios de la ciudad-jardín. Éste que corta pacientemente sus rosales, aquel que toma el tren de las 8-15, el matrimonio que ofrece el cóctel del domingo, quien hace de su perro un tótem que oficia de salva-silencios entre los vecinos, las mujeres que hacen beneficiencia, los feligreses más ritualistas, el que tiene un hijo conflictivo, etcétera. Una vez que el espectáculo está montado, la cámara de Cheever se atrinchera en una de esas hermosas casas y sólo filma. Filma minutos y minutos muertos, pero espera. Se agazapa entre conversaciones matrimoniales en el baño, filma el único y cándido aperitivo de la tarde -martini o gin- y filma cómo el único y cándido martini de la tarde se transforma en dos, en tres, en cuatro, en cinco no tan cándidos martinis.

Cheever construye su trinchera moral en la casa de un buen vecino; y camuflado como un hongo en la pared, se dedica a investigar en las comillas de la "normalidad". Qué son esas comillas, de qué dependen, en qué consisten. El encanto se quiebra en algún momento, y Cheever sorprende a las comillas de la normalidad hechas añicos en el piso. Un prudente ciudadano, un prolijo pagador de sus impuestos, un gran amante de su esposa, un buen padre de familia, un excelente jardinero, es tentado a cometer un exceso moral de cualquier tipo: robar a un vecino, seducir a la mujer de su mejor amigo, matar al hijo de la mujer más respetada del suburbio. Y Cheever se encarga muy bien de no depositarle back-grounds freudianos maltrechos a sus criaturas confundidas. Cheever y su cámara esperan pacientemente en la casa hasta que una abrupta revelación de una frustración genunina despierta.

Las historias de Cheever exploran la frágil trama moral de cualquier vida, sin proteccionismos psicológicos de ningún tipo: a pesar de sus sinceras creencias episcopales Cheever sabe más que nadie que la trama de la vida está hecha de hebras que de un momento a otro activarán la incompatibilidad esencial; Cheever sabe que la vida virtuosa convive todo el tiempo con la confusión sórdida. Y la incompatibilidad esencial de las fibras de todo hombre tienen que ver con el Pecado Original, subtexto religioso que explica toda la obra de Cheever. "Cheever era un hombre religioso. Y es esa creencia y ese sentimiento lo que a menudo hace que sus textos nos parezcan diferentes y más especiales que los de otros escritores de su tiempo", dijo Noran Mailer. Cheever lo explicó de este modo en una entrevista: "El atractivo que tiene para mí el sentido del pecado original es que se trata, creo, de una experiencia universal. Y la experiencia religiosa es, definitivamente, una de mis más legítimas preocupaciones, y me parece que debería serlo para cualquier adulto que alguna vez haya experimentado el amor (...) La literatura es el único registro continuo y coherente de nuestra lucha para ser ilustres, un momento de aspiración, un vasto peregrinar. Una luz radiante, supongo, se origina en el fuego. Supongo también que ese es uno de los primeros recuerdos que puede tener cualquier hombre. En mi iglesia, la misa termina, claro, no con una plegaria, no con un Amén. La misa termina con un acólito extinguiendo la llama de las velas... Luz, fuego; siempre han estado relacionados con la posibilidad de la grandeza del ser humano (...) Por lo que no me parece demasiado complicado ponerme de rodillas una vez por semana para agradecerle a Dios por la constante maravilla y la gloria de esta vida".

Quién más que Cheever -alcohólico durante mucho tiempo, gran esposo y padre que más tarde descubriría y terminaría asumiendo su bisexualidad- podría alegorizar tan cabalmente el esencial conflicto moral de toda criatura humana. Pero así como Cheever no es satírico -en primer lugar porque Cheever es esencialmente lírico, y en segundo término porque tiene una comprensión demasiado compasiva de la comedia humana como para satirizarla- tampoco es un moralista, aún cuando su trabajo, como lo muestra Falconer excepcionalmente, esté fuertemente embebido de sensibilidad puritana. Pocas de sus historias -amén de ese subtexto religioso que anima cualquiera de sus ficciones, y las citas y alusiones bíblicas intercaladas- comprometen un diseño evidentemente religioso.

La simpatía de Cheever por las carencias y las caídas de sus personajes se explica en tanto siempre termina redimiendo a sus hombres. La redención personal, la posibilidad de reinvención de un hombre, el legítimo derecho a reciclarse, es la contrapartida que el autor ofrece a la saña y el impudor con que relata las momentáneas caídas humanas. Como Raymond Carver, su discípulo natural, Cheever tiene un ojo especial para detectar lo bizarro y lo excéntrico en el aparente paisaje del control doméstico. Cheever predica, Cheever saca a la luz, pero nunca a costa de la profunda compasión que siente por esos hombres entre los que se incluye. Una inquebrantable decencia, una controlada dignidad, brilla permanentemente en su escritura.

IV

"La mayoría de los hombres vive en silenciosa desesperación. Lo que se llama resignación es resignación confirmada. De la ciudad desesperada pasáis al campo desesperado, y tenéis que consolaros con la valentía de los visones y las ratas almizcleras. Una desesperación estereotipada pero inconciente se oculta hasta debajo de los llamados juegos y diversiones de la humanidad". Estas palabras, escritas por Henry D. Thoreau, son tan inverosímilmente ajustadas para pensar la literatura de Cheever, que hasta parece posible considerarlas como un epígrafe absoluto de su obra. Cheever no vivió en el siglo XIX, pero es un trascendentalista más, un poeta filosófico en esencia. En Home before dark (2), una memoria biográfica de John Cheever, Susan, su hija, respasa la conflictiva y perdurable relación de su padre con sus ancestros de Nueva Inglaterra. Cuenta que su padre siempre les había dicho que el primer miembro de la familia en emigrar de Inglaterra había sido Ezekiel Cheever, que arribó al puerto de Boston en el "Arbella" en 1630. Ezekiel: John siempre adoró ese nombre. Llamó así a uno de sus perros, trató de persuadir a su hijo Ben de llamar a su nieto de esa forma, e incluso el protagonista de Falconer fue bautizado como Ezekiel Farragut. La manía "ancestralista" de Cheever, su obsesiva reflexión sobre el pasado, y sobre los fétidos, replicantes restos que va dejando el tiempo a su paso, tienen su correlato en la herencia y el convencimiento particularmente puritano de una evolución natural hacia el apocalipsis.

La propia ficción de Cheever acompaña esa evolución. Él es el Gran Predicador: sus textos están repletos de advertencias sobre el castigo catastrófico que hemos de pagar por nuestro insensato concepto de progreso. Y los símbolos del progreso enfermo en Cheever están casi siempre asociados a los medios de transporte: autos, trenes, ascensores, aviones que acotan y desordenan el tiempo confundiendo nuestra natural percepción metafísica. Muchos de los personajes de Cheever padecen fobias a los medios de transporte, y Cheever no parece encontrar explicaciones más sensatas para la profunda alienación psicológica de la modernidad que en estos juguetes infernales que el Mal ha instalado en nuestros jardines.

El tópico de la máquina-villano, el autómata infernal, es, a esta altura, anciano. Sin embargo, la crítica ha encontrado elementos para fundamentar que Cheever ha contribuído originalmente a sellar la tradición norteamericana de la máquina-diablo. Un lugar común de la literatura del XIX -en ese entonces la culpa recayó sobre la locomotora- que reemergería durante este siglo en escritores como Faulkner, Steinbeck y Hemingway. Cheever depositó en su obra una densa metáfora sobre el Fin: sembró máquinas absurdas en los jardines contemporáneos, y ejemplificó el advenimiento del apocalipsis en un marco absolutamente apropiado a la tarea: el inconciente optimismo bucólico del suburbio y su necesidad, por dependencia metropolitana, con la Ciudad-Diablo.

V

¿No hay algo absolutamente económico y al mismo tiempo perfecto en este comienzo?: "Me llamó Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro sesenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbisteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Greys, jugué fútbol y béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de departamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones de Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una banlieue llamada Shaddy Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar afuera para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia delante para asar carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida." ('El ladrón de Shady Hill', incluído en La geometría del amor).

¿Y no hay algo absolutamente lírico, tan sencillamente epifánico, en esta prosa final?: " Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así? ¿Qué puede hacer uno? ¿Cómo disuadir a su ojo de modo que en una multitud no distinga la mejilla con acné, la mano deforme; cómo enseñarle a reaccionar ante la grandeza inestimable de la raza, y la dura belleza superficial de la vida; cómo llevar su mano para que palpe las verdades obstinadas ante las que el miedo y el error son impotentes? Esa mañana el mar apareció iridiscente y oscuro. Mi hermana y mi esposa -Helen y Diana- nadaban, y vi sus cabezas, negro y oro en el agua oscura. Las vi salir y vi que estaban desnudas, desvergonzadas, bellas y plenas de gracia, y contemplé a las mujeres saliendo del mar". ('Adios, hermano mío', incluído en La geometría del amor).
Además de mostrar la calidad de la prosa de Cheever, los dos párrafos ofrecen la posibilidad de conocer dos de sus personajes-tipo. El hombre que encuentra la dulzura y el secreto de la vida en una súbita, epifánica contemplación de una escena doméstica; y el hombre que en la multitud sólo distingue la fealdad. Los personajes de Cheever tienden a categorizarse de esta forma: simplemente padecen la luz, simplemente padecen la oscuridad. El duelo de la dualidad, el maniqueísmo religioso está en todos los hombres de Cheever: hay un constante bordeo con los patrones tradicionales de la culpa y el diablo puritanos. Y eso sólo consigue volver aún más lírica su prosa, porque acaso no hay aparatos metafóricos más poéticos que los proporcionados por la religión.

La prosa de Cheever es sin duda realista, clara, por completo carente de opacidad. Simplemente corre, demanda ser leída de un tirón. Pero a diferencia de lo que sucede con Saul Bellow o John Updike, el párrafo de Cheever suele desembocar en un shock de placer normalmente asociado a la poesía. En un artículo recogido en el anteriormente citado Critical Essays on John Cheever, Samuel Coale señala: "La prosa de Cheever tiene la cadencia de la poesía moderna. Su estilo trae reminiscencias de la poesía tardía de Yeats, y del último W. H. Auden". Basta leer sus innumerables descripciones sobre el cielo o la lluvia, para darse cuenta que la escritura de Cheever es sencillamente epifánica. La neutralidad y la transparencia corriente de su prosa hace que un inesperado shock metafórico sea bienvenido como un haiku luminoso. Desde una alquimia sobrecargada de mitos, alusiones bíblicas, y terrorismo religioso, Cheever tan sólo obra para que reconsideremos el origen y la naturaleza de la ternura.

 

(1) Collins, R. G. Critical Essays on John Cheever. G.K Hall & Co. Boston, 1982.
(2) Cheever, Susan. Home before dark. A Memoir of John Cheever by His Daughter. Houghton Mifflin Company, Boston, 1983.

* Publicado originalmente en Insomnia, número 55
  

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