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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - ASESINOS SERIALES - GONCALVEZ, PABLO -


Pablo Goncalvez y los crímenes de Carrasco. (Semblanza y breve reseña de los homicidios que se le atribuyen).


Gabriel Pombo
Desde los nueve años Goncalvez se afincó en Montevideo, en el barrio Carrasco. No obstante, parte de su niñez y su adolescencia la pasó fuera de Uruguay


Pablo José Goncalvez Gallarreta nació en España, en Bilbao (Viscaya) el 6 de marzo de 1970 cuando su padre, el diplomático Hamlet Goncalvez, cumplía funciones representando a nuestra Nación ante la Madre Patria. Desde los nueve años se afincó en Montevideo, en el barrio Carrasco. No obstante, parte de su niñez y su adolescencia la pasó fuera de Uruguay debido a la labor diplomática de su progenitor, conociendo varios países, a saber: Suecia, Brasil, Paraguay y Perú. En nuestro país cursó la primaria en el colegio Christian Brothers. Culminó sus estudios en el liceo público no. 15 de Carrasco, y posteriormente ingresó a la Facultad de Ciencias Económicas. Su padre falleció el 16 de julio de 1992, hecho que habría repercutido en la eficacia de sus estudios, mermando su normalmente alto rendimiento curricular.

Hasta mediados de 1991 tuvo novia estable. En su amplia casa sita en la calle Lieja había instalado un taller de reparaciones de motos en sociedad con otro joven.

Su inicial entredicho con la ley lo tuvo al ser denunciado por una empleada de veintiocho años de la desaparecida mutualista Cima España. La denunciante adujo haber sido violada por el joven, tras ser amenazada con un revólver y luego amarrada al asiento del acompañante del vehículo de aquél por medio de un juego de esposas. Ese día era feriado y no había locomoción pública, por lo cual ella aceptó la invitación del conductor, quien se ofreciera a acercarla hasta su trabajo. Como prueba la mujer presentó la cédula de identidad del acusado, pero el muchacho logró salir indemne al declarar que la relación sexual fue consentida, y que ella le había hurtado la billetera. Fue cuestión de palabra contra palabra. No quedó registrado antecedente penal, pero la policía tomó conocimiento del hecho, y esa instancia enfocaría las sospechas hacia la persona de Pablo Goncalvez cuando, más adelante, comenzaron las pesquisas emprendidas a raíz de una retahíla de homicidios.

A pesar de que terminó constituyendo el último de los crímenes en resolverse, el primero de ellos en orden cronológico lo representó el cometido contra Ana Luisa Miller Sichero. Ésta era una muchacha de veintiséis años, hermana de la renombrada tenista Patricia Miller, licenciada en historia y docente en ejercicio. Residía en Carrasco junto a sus padres y dos de sus hermanas. Estaba de novia con Hugo Sapelli, ingeniero de veintinueve años. Su cadáver apareció denotando signos de haber padecido una muerte mediante sofocación, con hematomas en el rostro y arrojado sobre las dunas de la playa de Solymar a escasos metros de la prefectura naval, próximo a la hora 8 del 1 de enero de 1992. La habían conducido hasta ese lugar trasladándola en el propio coche de la víctima, el cual horas más tarde resultó abandonado a una cuadra de donde se asentaba el domicilio de Pablo Goncalvez.

La segunda víctima la conformó Andrea Gabriela Castro Pena, de quince años. Vivía con sus padres en Malvín, y cursaba cuarto año de secundaria en el liceo no.20. La asesinaron el domingo 20 de septiembre de 1992 luego de salir del club bailable England. También devino victimada en el interior de un coche, y falleció a consecuencia de la asfixia provocada por un agresor que practicó en torno a su garganta enérgicas maniobras de sofocación. A manera de ritual, su matador le enroscó alrededor del cuello una corbata a franjas blancas y verdes. (Cabe mencionar que en una fotografía de niño el luego imputado lucía una prenda semejante a aquella, y en el allanamiento de su morada localizaron juegos de corbatas de la misma marca y estilo.) El cuerpo sin vida de Andrea Gabriela se descubrió parcialmente sepultado bajo la arena de una playa en el balneario de Punta del Este, yaciendo dentro de una precaria tumba que el ejecutor cavó con sus propias manos.

La última presa humana fue María Victoria Williams, de veintidós años. Era oriunda del Departamento de Salto, y por entonces residía a dos cuadras de la casa del luego imputado Goncalvez. Desapareció el 8 de febrero de 1993. Estaba aguardando el ómnibus para ir a su trabajo. Según la versión que en un primer momento proporcionó Goncalvez a la policía y al juez de esa causa -Dr. Rolando Vomero-, la vio desde la ventana de su finca y, cediendo ante un abrupto impulso, salió a la calle a abordarla. La excusa: la abuela del victimario estaba "enferma", había sufrido un repentino "ataque", se encontraba desmayada y no reaccionaba. El nieto necesitaba ayuda urgente, y la solidaria chica aceptó acompañarlo presurosa.

Una vez dentro de la casa, su vecino le habría pedido que tomara el teléfono a fin de llamar a la emergencia, mientras él subía al segundo piso para "reanimar" a la anciana. Cuando la joven intentó realizar la llamada resultó agredida por la espalda y, al cabo de un desesperado forcejeo, terminó siendo reducida a través de una férrea maniobra de sofocación manual que le hizo perder la consciencia. Acto seguido, su ofensor le colocó una bolsa de nylon en la cabeza y la ató a su cuello, asegurando de esa forma el óbito.
 

Las pruebas incriminatorias


Una vez enterada la opinión pública que este joven era considerado el asesino de las chicas Andrea Castro y María Victoria Williams, se propaló el rumor de que el tercer homicidio que le fuera atribuido (el de Ana Luisa Miller) no le pertenecía, sino que se lo habían endilgado a fin de resolver de hecho un misterio que venía, desde largo tiempo, manteniendo en jaque a los investigadores. Aún al presente estos recelos persisten. Basta leer los blogs de Internet que tratan sobre el caso para comprobar que muchos comentarios de usuarios (generalmente anónimos) sostienen la inocencia de Pablo Goncalvez con respecto a este asesinato en particular.

Sin embargo: ¿con qué pruebas contó el magistrado de esa causa penal para imputarle también la consumación de este óbito? Una evidencia convictiva muy sólida se verificó cuando se llevó a cabo la reconstrucción del crimen de Ana Luisa Miller. Al escenario fatal acudió el sospechoso, junto con la policía, el juez, el fiscal y los abogados de su defensa.

El cadáver había sido descubierto yaciendo sobre las dunas de la playa de Solymar, a escasos metros de la prefectura naval. El asesino no intentó ocultar a la víctima y, menos aún, sepultarla. El exánime cuerpo quedó en una postura arrollada debido a que fue lanzado por un pequeño terraplén, cayendo luego de ser empujado desde la abierta puerta del acompañante del vehículo en que lo transportaron.  Aquel coche (propiedad de la muchacha) quedó estacionado de determinada manera, y fotografías forenses tomadas a las huellas producidas por sus neumáticos así lo denotaban. Vale decir, que el rodado no podía quedar detenido de cualquier manera para coincidir con la forma en que se encontró el cadáver, y desde dónde el mismo fuera arrojado. Al iniciarse la reconstrucción forense el indagado solicitó al juez que lo autorizara a conducir el automóvil policial que lo había trasladado hasta allí y, después de maniobrar con él, lo posicionó con precisión en el lugar, y de la forma, en que se efectuó en el acto de desembarazarse del cuerpo del delito, según los registros del expediente penal.

Esta acción la realizó por iniciativa propia el encausado, ante testigos y con las garantías legales. No parecería válido aducir que se estuviera frente a una prueba "plantada", u obtenida mediante apremios. Se trataba, a su vez, de una evidencia de aquellas que "sólo el culpable podía conocer".

En el dorso de las manos y sobre los puños de esta joven, la autopsia, a cargo del Dr. Guido Berro, constató marcas coincidentes con las huellas que imprimieron en su piel las ataduras que le fueron practicadas previo a trasladarla inconsciente hasta la playa de Solymar donde se la ultimara. Pablo Goncalvez declaró haberla amarrado con los cordones de sus zapatos náuticos. Tales cordones consisten en unas delgadas tirillas de cuero, aptas para dejar trazas semejantes a las detectadas sobre los puños y el dorso de las manos de la desafortunada mujer.

En los otros dos casos las pruebas se mostrarían también concluyentes.

El sepultado cuerpo de la adolescente Andrea Castro lucía una corbata a franjas blancas y verdes anudada en su cuello. No resultó estrangulada por medio de dicha prenda, sino que fue sofocada manualmente hasta serle quitada la vida. La colocación de la corbata entrañaba una ritualidad inherente a un crimen ejecutado por un homicida secuencial. Implicaba una suerte de "marca personal" o "sello" impreso por el victimario sobre su presa humana. Pues bien, durante el allanamiento de la vivienda del sospechoso, legitimado por orden judicial y con garantías procesales, se incautó una fotografía de niño de Pablo Goncalvez portando una corbata análoga. Más aún, se ubicaron otras prendas de igual corte y similares colores. Todas componían una colección expedida por una fábrica inglesa cerrada treinta años atrás y pertenecían al diplomático Hamlet Goncalvez, padre del indagado. Estas prendas se vendían en conjuntos de tres, y faltaba una de ellas dentro del juego. Este dato apunta, con un grado de probabilidad casi absoluta, a que la corbata restante no podría ser otra sino la encontrada en torno al cuello de la infortunada víctima.

En cuanto al crimen a María Victoria Williams fue determinante la proximidad entre la finca del indagado y la casa donde residía la chica. La joven desapareció en el corto tramo que discurría de su domicilio a la parada del ómnibus, cuando esa lluviosa mañana del 8 de febrero de 1993 se dirigía a su trabajo. No se detectaron signos de lucha ni se la vio subir al automóvil de algún extraño, lo cual hubiera sido contrario a los recatados hábitos de esta muchacha. María Victoria no se iría con un extraño, pero sí (en gesto samaritano acorde a su noble personalidad) aceptaría ingresar a la casa de su vecino, quien le urgiera a ayudarlo pretextando que su anciana abuela había sufrido un ataque.

Asimismo, en declaraciones formuladas a la policía el indagado expresó haber arrojado pertenencias de sus víctimas en un baldío sito en el barrio de Maroñas, a saber: una libreta de notas de Andrea Castro, así como una agenda parcialmente quemada y un monedero de María Victoria Williams. En presencia del juez Dr. Rolando Vomero y de integrantes de la Policía Técnica, tales recaudos se recogieron del lugar previamente indicado.

Por último, cabe recordar que el luego condenado confesó la comisión de los asesinatos en sede policial y luego ratificó, aportando profusos detalles, sus relatos frente al juez, el fiscal y el actuario del juzgado; y en presencia de sus dos iniciales abogadas defensoras. Posteriormente se desdijo, tras cambiar de patrocinio legal, y mantiene su inocencia hasta el presente.

 

 
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