Las pruebas
incriminatorias
Una vez enterada la opinión pública que este joven era considerado
el asesino de las chicas Andrea Castro y María Victoria Williams, se
propaló el rumor de que el tercer homicidio que le fuera atribuido
(el de Ana Luisa Miller) no le pertenecía, sino que se lo habían
endilgado a fin de resolver de hecho un misterio que venía, desde
largo tiempo, manteniendo en jaque a los investigadores. Aún al
presente estos recelos persisten. Basta leer los blogs de Internet
que tratan sobre el caso para comprobar que muchos comentarios de
usuarios (generalmente anónimos) sostienen la inocencia de Pablo Goncalvez con respecto a este asesinato en particular.
Sin embargo: ¿con qué pruebas contó el magistrado de esa causa penal
para imputarle también la consumación de este óbito? Una evidencia
convictiva muy sólida se verificó cuando se llevó a cabo la
reconstrucción del crimen de Ana Luisa Miller. Al escenario fatal
acudió el sospechoso, junto con la policía, el juez, el fiscal y los
abogados de su defensa.
El cadáver había sido descubierto yaciendo sobre las dunas de la
playa de Solymar, a escasos metros de la prefectura naval. El
asesino no intentó ocultar a la víctima y, menos aún, sepultarla. El
exánime cuerpo quedó en una postura arrollada debido a que fue
lanzado por un pequeño terraplén, cayendo luego de ser empujado
desde la abierta puerta del acompañante del vehículo en que lo
transportaron. Aquel coche (propiedad de la muchacha) quedó
estacionado de determinada manera, y fotografías forenses tomadas a
las huellas producidas por sus neumáticos así lo denotaban. Vale
decir, que el rodado no podía quedar detenido de cualquier manera
para coincidir con la forma en que se encontró el cadáver, y desde
dónde el mismo fuera arrojado. Al iniciarse la reconstrucción
forense el indagado solicitó al juez que lo autorizara a conducir el
automóvil policial que lo había trasladado hasta allí y, después de
maniobrar con él, lo posicionó con precisión en el lugar, y de la
forma, en que se efectuó en el acto de desembarazarse del cuerpo del
delito, según los registros del expediente penal.
Esta acción la realizó por iniciativa propia el encausado, ante
testigos y con las garantías legales. No parecería válido aducir que
se estuviera frente a una prueba "plantada", u obtenida mediante
apremios. Se trataba, a su vez, de una evidencia de aquellas que
"sólo el culpable podía conocer".
En el dorso de las manos y sobre los puños de esta joven, la
autopsia, a cargo del Dr. Guido Berro, constató marcas coincidentes
con las huellas que imprimieron en su piel las ataduras que le
fueron practicadas previo a trasladarla inconsciente hasta la playa
de Solymar donde se la ultimara. Pablo Goncalvez declaró haberla
amarrado con los cordones de sus zapatos náuticos. Tales cordones
consisten en unas delgadas tirillas de cuero, aptas para dejar
trazas semejantes a las detectadas sobre los puños y el dorso de las
manos de la desafortunada mujer.
En los otros dos casos las pruebas se mostrarían también
concluyentes.
El sepultado cuerpo de la adolescente Andrea Castro lucía una
corbata a franjas blancas y verdes anudada en su cuello. No resultó
estrangulada por medio de dicha prenda, sino que fue sofocada
manualmente hasta serle quitada la vida. La colocación de la corbata
entrañaba una ritualidad inherente a un crimen ejecutado por un
homicida secuencial. Implicaba una suerte de "marca personal" o
"sello" impreso por el victimario sobre su presa humana. Pues bien,
durante el allanamiento de la vivienda del sospechoso, legitimado
por orden judicial y con garantías procesales, se incautó una
fotografía de niño de Pablo Goncalvez portando una corbata análoga.
Más aún, se ubicaron otras prendas de igual corte y similares
colores. Todas componían una colección expedida por una fábrica
inglesa cerrada treinta años atrás y pertenecían al diplomático
Hamlet Goncalvez, padre del indagado. Estas prendas se vendían en
conjuntos de tres, y faltaba una de ellas dentro del juego. Este
dato apunta, con un grado de probabilidad casi absoluta, a que la
corbata restante no podría ser otra sino la encontrada en torno al
cuello de la infortunada víctima.
En cuanto al crimen a María Victoria Williams fue determinante la
proximidad entre la finca del indagado y la casa donde residía la
chica. La joven desapareció en el corto tramo que discurría de su
domicilio a la parada del ómnibus, cuando esa lluviosa mañana del 8
de febrero de 1993 se dirigía a su trabajo. No se detectaron signos
de lucha ni se la vio subir al automóvil de algún extraño, lo cual
hubiera sido contrario a los recatados hábitos de esta muchacha.
María Victoria no se iría con un extraño, pero sí (en gesto
samaritano acorde a su noble personalidad) aceptaría ingresar a la
casa de su vecino, quien le urgiera a ayudarlo pretextando que su
anciana abuela había sufrido un ataque.
Asimismo, en declaraciones formuladas a la policía el indagado
expresó haber arrojado pertenencias de sus víctimas en un baldío
sito en el barrio de Maroñas, a saber: una libreta de notas de
Andrea Castro, así como una agenda parcialmente quemada y un
monedero de María Victoria Williams. En presencia del juez Dr.
Rolando Vomero y de integrantes de la Policía Técnica, tales
recaudos se recogieron del lugar previamente indicado.
Por último, cabe recordar que el luego condenado confesó la comisión
de los asesinatos en sede policial y luego ratificó, aportando
profusos detalles, sus relatos frente al juez, el fiscal y el
actuario del juzgado; y en presencia de sus dos iniciales abogadas
defensoras. Posteriormente se desdijo, tras cambiar de patrocinio
legal, y mantiene su inocencia hasta el presente.
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