Comunicación preparada para
ser leída el 18 de marzo de 2010 en la Dirección Nacional de
Cultura, MEC, Montevideo, en el acto de Homenaje a Julio Herrera y
Reissig en el centenario de su muerte. Mesa inicial integrada por el
Ministro de Educación y Cultura, Dr. Ricardo Erlich, el Director
Nacional de Cultura, Dr. Hugo Achugar
y el Presidente de la Academia Nacional de Letras, Dr. Wilfredo
Penco. El autor concurrió en representación de la Universidad de la
República y por decisión de la Facultad de Humanidades y Ciencias de
la Educación ante la invitación recibida
Seducido
por el mito, pero también un poco cansado de él, en 1966 Rodolfo
Walsh visitó la casa de Horacio Quiroga. En San Ignacio, cerca de
las Misiones jesuíticas, el escritor habló con testigos, confrontó
el estado de cosas presentes con las palabras viejas del escritor, y
concluyó: “El mundo de Horacio
Quiroga ya no está en ese pueblo tranquilo, disperso y polvoriento.
No es que San Ignacio haya cambiado mucho; es que sus personajes se
han evaporado […] En San
Ignacio, Quiroga se ha vuelto anécdota, que es como decir olvido,
conmemoración escolar –último fruto del tedio–, homenaje de
notables, que es autohomenaje”.[1]
¿Qué sucede si cambiamos de personaje, mejor, de obra? ¿Qué
pasa si pensamos en Julio Herrera y Reissig, en su medio, su época,
su “fortuna crítica”? Claro que no puedo hacerlo en paralelo
absoluto, porque hay dos circunstancias que me distancian
radicalmente de Walsh:
1) El hecho de que uno no es ni podrá ser nunca nada que se
le parezca a Walsh.
2) Hablo en este homenaje, que es oficial y, por lo tanto,
este acto de discurso correría el riesgo –si seguimos al gran
escritor argentino– de no ser más que un fruto tardío del tedio, la
asunción de una autonotabilidad que conduciría, como en un peligroso
plano inclinado, a un ejercicio académico narcisístico.
Veinte minutos –de los que ya deben quedar dieciocho–,
alcanzan sólo para adelantar algunas imágenes. Más que impresiones,
imágenes, que quizá alguien recogerá o destruirá. Cualquiera de
estas posibilidades contradictorias sería preferible antes de que
este recinto se trague las palabras, es decir, antes de que se
confirme el solitario gesto del ritual.
Primera imagen: aunque nadie puede negar la fuerza simbólica
de las efemérides, desconfío de los centenarios. Y más cuando
celebran –cosa paradójica–, la muerte de alguien; y más cuando ese
alguien murió en plena juventud, en el ápice de su trayecto
creativo. Descreo, pero aquí estoy. De contradicciones estamos
hechos.
“Noventa y nueve años
olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se
entiende”, dijo Borges en remota ocasión.[2]
El año pasado, sin ir más lejos, tuvimos la fiesta onettiana. Hoy
nos cae la obligatoriedad de la evocación de Julio y de Florencio
Sánchez, tan semejantes y tan disímiles. El segundo parece estar
llamado a mejor difusión, porque la naturaleza misma de sus textos
lo hacen más maleable, más representable –y nótese la polisemia del
término–, más cercano aun en el cuadro de revisiones y adaptaciones,
en virtud de que su obra (dramática, pero también ensayística)
empalma mejor la ficción con el mundo.
Julio Herrera y Reissig, en cambio, parece estar condenado al
rincón de los recuerdos de unos pocos. Y eso porque es, y fue, un
poeta para minorías. Antes, y hablo de un prolongado
antes que llega a las
orillas de 1960, su complejísima poesía era capaz de atraer a más de
un estudiante atormentado por sus metáforas y sus imágenes
disruptivas. Con todo, el culto que le hicieron quienes confiaban en
la poesía como acto individual pero también colectivo, podía
convencer a otros tantos de que el esfuerzo valía la pena, que de su
lectura se salía enriquecido. Se salía otro. En cambio, en estos
días de avasallante presencia del lenguaje llano, de la dicción
directa y sus poderosos aparatos de promoción, ¿qué otro refugio
puede quedar para la obra poética de Julio que el de ser paladeado
en secreto por una cofradía?
De pronto, habría que pensar que si se tuviera un poco de
voluntad y de proyecto, las minorías podrían convertirse aunque sea
en medianas mayorías con derecho al disfrute de lo complejo.
Poeta para poetas. Cuando se encontraron Neruda y García
Lorca en Buenos Aires, en 1933, lo eligieron para homenajear, en su
nombre, a la poesía hispanoamericana; Herrera fue modelo y faro para
los jóvenes Pedro Salinas, Rafael Alberti, Vicente Huidobro, César
Vallejo; Herrera ocupó los desvelos críticos de poetas uruguayos
como Emilio Oribe, Carlos Sabat Ercasty, Idea Vilariño, Ida Vitale,
Roberto Echavarren. ¿A quién, hoy, que no sea presa de los secretos
del verso, pueden sonarle familiares las palabras, por ejemplo, del
perfecto cuarteto inicial del perfecto soneto alejandrino “El
angelus”?:
Salpica, se
abre, humea, como la carne herida,
bajo el
fecundo tajo, la palpitante gleba;
al ritmo de
la yunta tiembla la corva esteva,
y el vientre
del terruño se despedaza en vida.
Otra faceta de Herrera tuvo, hace muy poco, su cuarto de
hora. Me refiero al cercano redescubrimiento que organizó Aldo
Mazzucchelli de la prosa enervante y furiosa del
Tratado de la imbecilidad del
país, que Julio tejió y destejió durante algunos años, hasta que
prefirió dejarlo inconcluso y encajonarlo.[3]
Porque sus ímpetus provocativos tenían límite. Tanto que, si hacia
1902 se burló de las represiones sexuales de las mujeres uruguayas,
en 1907, en el editorial de su revista
La Nueva Atlántida,
reclamó “Escuelas que formen
esposas, que preparen madres”. Si antes se rió de la burocracia
y de los tinterillos, un lustro después pidió “Subvenciones
a los intelectuales y ubicación de los literatos en los puestos
públicos de alta categoría y en la diplomacia”.[4]
Y me detengo para hacer un rodeo que, tal vez, sirva para ubicar
mejor esta intervención.
El rodeo compone la segunda imagen.
Si bien los estudios sobre la cultura uruguaya del Novecientos
avanzan a pasos menos cansinos y reconcentrados que poco tiempo
atrás, el foco suele fijarse en un puñado de autores o en un
repertorio más o menos limitado de temas y problemas. Aun así,
disponemos ya de una información y de un conjunto de
interpretaciones bastante generosas para abordar esa etapa crucial.
Por ejemplo, podemos seguir los principales debates filosóficos,
políticos y pedagógicos (de Vaz Ferreira a Rodó, de Batlle y Ordóñez
a los movimientos obreros); sabemos de las líneas estéticas
dominantes (de Herrera a Quiroga, de Reyles a Viana) e incluso
–últimamente– empezamos a conocer más de cerca los espacios
desplazados o marginales, como vienen a probarlo los estudios de
Uruguay Cortazzo y muchos otros sobre la sexualidad femenina en
Delmira Agustini y en Roberto de las Carreras o los trabajos de Hugo
Achugar y de Carla Giaudrone sobre homoerotismo en Alberto Nin Frías
o, como en otra perspectiva, los escritores anarquistas, algunos de
los que exhumó Carlos Zubillaga. Hay, con todo, otras figuras –como
Paul Minelly o Leoncio Lasso de la Vega o Raúl Montero Bustamante–,
que siguen esperando la piedad de los especialistas. Sabemos
bastante sobre el período, pero nada –fuera de lo anecdótico– se ha
atendido lo que llamaré la
economía de la cultura del libro y el impreso. Es decir, aquello
que hace a los espacios de producción, difusión y encuentro: las
librerías, las editoriales, los Cafés, los periódicos, la trama que
hizo posible las prácticas materiales para que los artistas y
escritores se convirtieran en tales, y desde allí, pudieran
construir un público. O, mejor, una sucesión de capas no
superpuestas de públicos.
El Uruguay del Novecientos fue un laboratorio de experiencias
sociales, culturales y políticas. En pocos años, en lo que va de
1897 a 1904, se vivió el apogeo, la crisis y el ocaso del
caudillismo. Poco después de esa última fecha comenzaría el debate
sobre el lugar de las minorías partidarias en la escena civil, sobre
la necesidad de proteger a los sectores más débiles de la campaña y,
con eso, evitar que estos sirvieran de periódica hueste en los muy
temidos alzamientos de los jefes rurales. Con la pacificación
lograda en 1904, surgirán los primeros partidos “de ideas”, los
gremios empezarán a ganar espacios, y por su acción estallarán las
primeras huelgas en la capital y en otros centros urbanos del país,
bajo el notable impulso que recibían del anarquismo. Montevideo se
convierte en la llave del nuevo proceso. Allí arriban los
inmigrantes europeos ansiosos de lograr el bienestar que se les
niega en sus tierras; hacia esa capital cada vez más moderna se
trasladan los paisanos desocupados a causa de la afirmación del
latifundio. El campo empieza a vaciarse para transformarse,
ideología de la mestización mediante, en un espacio simbólico en el
que se representa las aspiraciones de la clase dirigente por
encontrar una esencia nacional. Montevideo tiene un aire levemente
cosmopolita que pugna por poner en retirada a la ciudad provinciana,
herencia estético-ideológica de un grupo de la clase dirigente
anterior, que se había esforzado por construir sus casas, sus villas
de descanso, sus parques y sus plazas a imagen y semejanza de las de
París. Por primera vez, en cambio, las clases medias empiezan a
disfrutar de una parte de la fiesta del poder. Poca participación,
pero muy significativa, si se piensa que en pocos años conseguirán
adueñarse del poder simbólico. El censo de 1908 registra en
Montevideo alrededor de 310.000 personas, un tercio de la población
total del país.[5] Por esa
ciudad corren los debates de todo tipo: sobre el lugar de la mujer y
la ley del divorcio, sobre los derechos sociales, sobre la
estatización de múltiples servicios vitales para la economía.[6]
Paralelamente, hay polémicas sobre arte y literatura con un grado de
vehemencia y de compromiso con las formas como nunca antes se había
visto.[7] Sin embargo,
Montevideo no deja de ser una aldea, en la que los miembros de las
elites se codeaban a cada paso en un área de pocas manzanas. Aquel
no sería el San Ignacio polvoriento de Quiroga, pero detrás de cada
ventana, en cada esquina, había ojos, murmullos y aprensiones.
Resumo un momento histórico determinado porque quiero
concluir con este fogonazo: entiendo la poesía de Herrera y Reissig
no como la consecuencia del genio del “Divino Julio”. O, en todo caso, no sólo como exclusiva resultante de
su vocación irrefrenable y su talento, esa noción tan abstracta. La
entiendo, también y sobre todo, como la síntesis de un tiempo –algo
que sus presumidas, brillantes y clasistas notas políticas no cesan
de enunciar–, como la síntesis de un ritmo histórico y cultural y,
por último, por la alternancia de una serie nada menor de creadores
que entablaron un diálogo, una lucha por la conquista del nuevo
verbo, de la palabra que se fue alejando progresivamente del decir
meramente sonoro y elegante, sentimental y requebrado, para asumirse
como tarea. La palabra
como responsabilidad y cifra del ser. En una carta de 1901 a su
colega Edmundo Montagne, Julio sintetiza esa lucha sin tregua: “Tengo
mucho, mucho bueno, pero, nunca lo acabo de pulir. Un adjetivo me
cuesta quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes. Cada
soneto me representa un balde de sudor. […] Nunca he trabajado más y
he producido menos”.[8]
Dicho de otro modo: Julio sin Baudelaire, sin los parnasianos
y simbolistas, sin Mallarme, pero también sin sus amigos de la Torre
de los Panoramas –donde, como si fuera un extraño nido, hoy se
refugia la Academia Nacional de Letras–, sin su sentido de
pertenencia a un patriciado uruguayo, sin su odio y su fingida
resignación por vivir en esta ciudad y en este país, no podría haber
escrito lo que la vida frágil le permitió escribir.
Por eso, la tercera y última imagen. A veinte años de la
Semana de Arte Moderno de São Paulo, Mário de Andrade valoró como
aporte de aquel movimiento el haber asentado en Brasil “el
derecho permanente a la investigación estética”.[9] Podría uno apropiarse de este
concepto y trasladarlo al caso de transformación radical de la
poesía en lengua española que se concentra en Julio Herrera y
Reissig. De romántico a decadentista, de ahí a modernista y, en el
límite último, la exploración del lenguaje del subconsciente antes
de Freud. Y el humor, la ocurrencia, el dominio del ritmo, de todos
los recursos fónicos y sintácticos. Y la invención, por encima de
todo la invención:
Un arlequín tarambana
Con un toc-toc insensato.
El tonel de Fortunato
Bate en mi sien tarambana…
Siento sorda la campana
Que en mi pensamiento intuye;
En el eco que refluye,
Mi voz otra vez me nombra:
Y hosco persigo en mi sombra
Mi propia entidad que huye!
(“Tertulia
lunática”)
Julio Herrera funda en la moderna lírica en lengua española
ese principio de cambio permanente, de incomodidad y exploración
insomne. Su continuidad depende de los poetas, que lo han venerado.
Pero también depende de algún segmento de público, fuera de la
secta, para que siga siendo posible no sólo su obra sino ese
principio básico, estimulante para toda cultura, el de la
investigación permanente.
Quiero aprovechar la ocasión de decir frente al señor
ministro y ante tan altas autoridades –entre las cuales desentono–,
que necesitamos que la casa de Julio Herrera y Reissig, hoy ruinosa,
sea preservada; que necesitamos los libros de Herrera y Reissig,
entre tantos otros, que el Estado no reedita y apenas si
parcialmente ha protegido; necesitamos el apoyo específico a
investigaciones sobre su obra y su entorno; necesitamos que sus
papeles –tan ávida y sacrificadamente rescatados por Roberto Ibáñez
y su equipo en el pasado– se preserven en condiciones que hoy, y
desde hace décadas, nuestra convaleciente Biblioteca Nacional no
posee, y pide a gritos. Necesitamos, en fin, una verdadera política
cultural sobre el libro (en el soporte que sea) y la lectura y un
verdadero cuidado del patrimonio pasado y presente en este campo en
el país, que lo ha abandonado casi por completo desde hace décadas.
En una de esas, si se prueba, también los poetas de minorías pueden
empezar a ser paladeados por algunos más. Eso
también se llama democracia.
“En nuestra poesía, la
primera década [del siglo XX] la colma Julio Herrera y Reissig”.[10] Quien anotó esta frase se llamaba
Juan. Y sabía de qué estaba hablando. Juan Cunha, el gran poeta que
nació el 3 de octubre de 1910 en Sauce de Illescas, Florida.[11] Ahí tenemos
otro centenario. Mejor, diría, sería preferible que tuviéramos otra
oportunidad para doblegar la anécdota, esa desvaída forma del
olvido.
Notas:
[1]
“El país de Quiroga”, en
Textos de y sobre
Rodolfo Walsh, Jorge Lafforgue (ed.). Buenos Aires,
Alianza Editorial, 2000: 276.
[2]
“Para el centenario de Góngora”, Jorge Luis Borges, en
El idioma de los argentinos. Buenos Aires, Seix Barral, 1994: 105.
[1928. Originalmente en
Martín Fierro,
Buenos Aires, 1927].
[3]
Tratado de la
imbecilidad del país bajo el método de Herbert Spencer,
Julio Herrera y Reissig. Montevideo, Taurus/Biblioteca
Nacional, 2006. (Edición, prólogo, estudio y notas de Aldo
Mazzucchelli. Incluye un CD).
[4]
“En el circo”, S/F, en
Poesía completa y prosas, Julio Herrera y Reissig.
Madrid, ALLCA XX, 1998 (Ángeles Estévez, coordinadora):
609-610. [Editorial de
La Nueva Atlántida, Nº 1, 1907].
[5]
La emigración europea
en el Río de la Plata, Juan Antonio Oddone. Montevideo,
Banda Oriental, 1968.
[6]
El Uruguay del
Novecientos, José Pedro Barrán y Benjamín Nahum.
Montevideo, Banda Oriental, 1979. (Tomo I de
Batlle, los
estancieros y el imperio británico).
[7]
Polémicas literarias
del Novecientos, Pablo Rocca (compilación y prólogo).
Montevideo, Banda Oriental, 2001.
[8]
“Correspondencia de Julio Herrera y Reissig y Edmundo
Montagne”, Introducción de Wilfredo Penco. Notas de Ángeles
Estévez y Wilfredo Penco, en
Poesía completa y
prosas, Julio Herrera y Reissig. Madrid, ALLCA XX, 1998
(Ángeles Estévez, coordinadora): 813. [Carta V].
[9]
“O movimento modernista”, Mário de Andrade. Conferencia
leída el 30 de abril de 1942, que poco después se editó como
folleto en Rio de Janeiro, y más tarde fue recogido en el
volumen Aspectos da
literatura brasileira
(São Paulo, Martins Ed., 1974).
[10]
En Señal de vida.
Poesía inédita, Tomo I, Juan Cunha. Montevideo, Academia Nacional de
Letras/ Cal y Canto/ Banda Oriental/ Feria Nacional de
Libros y Grabados, 2000: 355.
[11]
Tomo la fecha exacta de “Juan Cunha, 1910-1985: La suelta
del pájaro nocturno”, Gerardo Ciancio, en
Insomia de
Posdata,
Montevideo, Nº 105, 14 de enero de 2000: 3.
*
Comunicación preparada para ser leída el 18 de marzo de 2010 en la
Dirección Nacional de Cultura, MEC, Montevideo, en el acto de
Homenaje a Julio Herrera y Reissig en el centenario de su muerte
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