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ISSN 1688-1672

 



HERRERA Y REISSIG, JULIO  -

Julio Herrera y Reissig, la fortuna de un centenario*

Pablo Rocca


Julio Herrera y Reissig parece estar condenado al rincón de los recuerdos de unos pocos. Y eso porque es un poeta para minorías. Antes, y hablo de un prolongado antes que llega a las orillas de 1960, su poesía era capaz de atraer a más de un estudiante atormentado por sus metáforas y sus imágenes disruptivas.

Comunicación preparada para ser leída el 18 de marzo de 2010 en la Dirección Nacional de Cultura, MEC, Montevideo, en el acto de Homenaje a Julio Herrera y Reissig en el centenario de su muerte. Mesa inicial integrada por el Ministro de Educación y Cultura, Dr. Ricardo Erlich, el Director Nacional de Cultura, Dr. Hugo Achugar
y el Presidente de la Academia Nacional de Letras, Dr. Wilfredo Penco. El autor concurrió en representación de la Universidad de la República y por decisión de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación ante la invitación recibida


Seducido por el mito, pero también un poco cansado de él, en 1966 Rodolfo Walsh visitó la casa de Horacio Quiroga. En San Ignacio, cerca de las Misiones jesuíticas, el escritor habló con testigos, confrontó el estado de cosas presentes con las palabras viejas del escritor, y concluyó: “El mundo de Horacio Quiroga ya no está en ese pueblo tranquilo, disperso y polvoriento. No es que San Ignacio haya cambiado mucho; es que sus personajes se han evaporado […] En San Ignacio, Quiroga se ha vuelto anécdota, que es como decir olvido, conmemoración escolar –último fruto del tedio–, homenaje de notables, que es autohomenaje”.[1]

            ¿Qué sucede si cambiamos de personaje, mejor, de obra? ¿Qué pasa si pensamos en Julio Herrera y Reissig, en su medio, su época, su “fortuna crítica”? Claro que no puedo hacerlo en paralelo absoluto, porque hay dos circunstancias que me distancian radicalmente de Walsh:

            1) El hecho de que uno no es ni podrá ser nunca nada que se le parezca a Walsh.

            2) Hablo en este homenaje, que es oficial y, por lo tanto, este acto de discurso correría el riesgo –si seguimos al gran escritor argentino– de no ser más que un fruto tardío del tedio, la asunción de una autonotabilidad que conduciría, como en un peligroso plano inclinado, a un ejercicio académico narcisístico.

Veinte minutos –de los que ya deben quedar dieciocho–, alcanzan sólo para adelantar algunas imágenes. Más que impresiones, imágenes, que quizá alguien recogerá o destruirá. Cualquiera de estas posibilidades contradictorias sería preferible antes de que este recinto se trague las palabras, es decir, antes de que se confirme el solitario gesto del ritual.

Primera imagen: aunque nadie puede negar la fuerza simbólica de las efemérides, desconfío de los centenarios. Y más cuando celebran –cosa paradójica–, la muerte de alguien; y más cuando ese alguien murió en plena juventud, en el ápice de su trayecto creativo. Descreo, pero aquí estoy. De contradicciones estamos hechos.

Noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende”, dijo Borges en remota ocasión.[2] El año pasado, sin ir más lejos, tuvimos la fiesta onettiana. Hoy nos cae la obligatoriedad de la evocación de Julio y de Florencio Sánchez, tan semejantes y tan disímiles. El segundo parece estar llamado a mejor difusión, porque la naturaleza misma de sus textos lo hacen más maleable, más representable –y nótese la polisemia del término–, más cercano aun en el cuadro de revisiones y adaptaciones, en virtud de que su obra (dramática, pero también ensayística) empalma mejor la ficción con el mundo.

Julio Herrera y Reissig, en cambio, parece estar condenado al rincón de los recuerdos de unos pocos. Y eso porque es, y fue, un poeta para minorías. Antes, y hablo de un prolongado antes que llega a las orillas de 1960, su complejísima poesía era capaz de atraer a más de un estudiante atormentado por sus metáforas y sus imágenes disruptivas. Con todo, el culto que le hicieron quienes confiaban en la poesía como acto individual pero también colectivo, podía convencer a otros tantos de que el esfuerzo valía la pena, que de su lectura se salía enriquecido. Se salía otro. En cambio, en estos días de avasallante presencia del lenguaje llano, de la dicción directa y sus poderosos aparatos de promoción, ¿qué otro refugio puede quedar para la obra poética de Julio que el de ser paladeado en secreto por una cofradía?

De pronto, habría que pensar que si se tuviera un poco de voluntad y de proyecto, las minorías podrían convertirse aunque sea en medianas mayorías con derecho al disfrute de lo complejo.

Poeta para poetas. Cuando se encontraron Neruda y García Lorca en Buenos Aires, en 1933, lo eligieron para homenajear, en su nombre, a la poesía hispanoamericana; Herrera fue modelo y faro para los jóvenes Pedro Salinas, Rafael Alberti, Vicente Huidobro, César Vallejo; Herrera ocupó los desvelos críticos de poetas uruguayos como Emilio Oribe, Carlos Sabat Ercasty, Idea Vilariño, Ida Vitale, Roberto Echavarren. ¿A quién, hoy, que no sea presa de los secretos del verso, pueden sonarle familiares las palabras, por ejemplo, del perfecto cuarteto inicial del perfecto soneto alejandrino “El angelus”?: 

Salpica, se abre, humea, como la carne herida,
bajo el fecundo tajo, la palpitante gleba;
al ritmo de la yunta tiembla la corva esteva,
y el vientre del terruño se despedaza en vida.

Otra faceta de Herrera tuvo, hace muy poco, su cuarto de hora. Me refiero al cercano redescubrimiento que organizó Aldo Mazzucchelli de la prosa enervante y furiosa del Tratado de la imbecilidad del país, que Julio tejió y destejió durante algunos años, hasta que prefirió dejarlo inconcluso y encajonarlo.[3] Porque sus ímpetus provocativos tenían límite. Tanto que, si hacia 1902 se burló de las represiones sexuales de las mujeres uruguayas, en 1907, en el editorial de su revista La Nueva Atlántida, reclamó “Escuelas que formen esposas, que preparen madres”. Si antes se rió de la burocracia y de los tinterillos, un lustro después pidió “Subvenciones a los intelectuales y ubicación de los literatos en los puestos públicos de alta categoría y en la diplomacia”.[4] Y me detengo para hacer un rodeo que, tal vez, sirva para ubicar mejor esta intervención.

El rodeo compone la segunda imagen. Si bien los estudios sobre la cultura uruguaya del Novecientos avanzan a pasos menos cansinos y reconcentrados que poco tiempo atrás, el foco suele fijarse en un puñado de autores o en un repertorio más o menos limitado de temas y problemas. Aun así, disponemos ya de una información y de un conjunto de interpretaciones bastante generosas para abordar esa etapa crucial. Por ejemplo, podemos seguir los principales debates filosóficos, políticos y pedagógicos (de Vaz Ferreira a Rodó, de Batlle y Ordóñez a los movimientos obreros); sabemos de las líneas estéticas dominantes (de Herrera a Quiroga, de Reyles a Viana) e incluso –últimamente– empezamos a conocer más de cerca los espacios desplazados o marginales, como vienen a probarlo los estudios de Uruguay Cortazzo y muchos otros sobre la sexualidad femenina en Delmira Agustini y en Roberto de las Carreras o los trabajos de Hugo Achugar y de Carla Giaudrone sobre homoerotismo en Alberto Nin Frías o, como en otra perspectiva, los escritores anarquistas, algunos de los que exhumó Carlos Zubillaga. Hay, con todo, otras figuras –como Paul Minelly o Leoncio Lasso de la Vega o Raúl Montero Bustamante–, que siguen esperando la piedad de los especialistas. Sabemos bastante sobre el período, pero nada –fuera de lo anecdótico– se ha atendido lo que llamaré la economía de la cultura del libro y el impreso. Es decir, aquello que hace a los espacios de producción, difusión y encuentro: las librerías, las editoriales, los Cafés, los periódicos, la trama que hizo posible las prácticas materiales para que los artistas y escritores se convirtieran en tales, y desde allí, pudieran construir un público. O, mejor, una sucesión de capas no superpuestas de públicos.

El Uruguay del Novecientos fue un laboratorio de experiencias sociales, culturales y políticas. En pocos años, en lo que va de 1897 a 1904, se vivió el apogeo, la crisis y el ocaso del caudillismo. Poco después de esa última fecha comenzaría el debate sobre el lugar de las minorías partidarias en la escena civil, sobre la necesidad de proteger a los sectores más débiles de la campaña y, con eso, evitar que estos sirvieran de periódica hueste en los muy temidos alzamientos de los jefes rurales. Con la pacificación lograda en 1904, surgirán los primeros partidos “de ideas”, los gremios empezarán a ganar espacios, y por su acción estallarán las primeras huelgas en la capital y en otros centros urbanos del país, bajo el notable impulso que recibían del anarquismo. Montevideo se convierte en la llave del nuevo proceso. Allí arriban los inmigrantes europeos ansiosos de lograr el bienestar que se les niega en sus tierras; hacia esa capital cada vez más moderna se trasladan los paisanos desocupados a causa de la afirmación del latifundio. El campo empieza a vaciarse para transformarse, ideología de la mestización mediante, en un espacio simbólico en el que se representa las aspiraciones de la clase dirigente por encontrar una esencia nacional. Montevideo tiene un aire levemente cosmopolita que pugna por poner en retirada a la ciudad provinciana, herencia estético-ideológica de un grupo de la clase dirigente anterior, que se había esforzado por construir sus casas, sus villas de descanso, sus parques y sus plazas a imagen y semejanza de las de París. Por primera vez, en cambio, las clases medias empiezan a disfrutar de una parte de la fiesta del poder. Poca participación, pero muy significativa, si se piensa que en pocos años conseguirán adueñarse del poder simbólico. El censo de 1908 registra en Montevideo alrededor de 310.000 personas, un tercio de la población total del país.[5] Por esa ciudad corren los debates de todo tipo: sobre el lugar de la mujer y la ley del divorcio, sobre los derechos sociales, sobre la estatización de múltiples servicios vitales para la economía.[6] Paralelamente, hay polémicas sobre arte y literatura con un grado de vehemencia y de compromiso con las formas como nunca antes se había visto.[7] Sin embargo, Montevideo no deja de ser una aldea, en la que los miembros de las elites se codeaban a cada paso en un área de pocas manzanas. Aquel no sería el San Ignacio polvoriento de Quiroga, pero detrás de cada ventana, en cada esquina, había ojos, murmullos y aprensiones.

Resumo un momento histórico determinado porque quiero concluir con este fogonazo: entiendo la poesía de Herrera y Reissig no como la consecuencia del genio del “Divino Julio”. O, en todo caso, no sólo como exclusiva resultante de su vocación irrefrenable y su talento, esa noción tan abstracta. La entiendo, también y sobre todo, como la síntesis de un tiempo –algo que sus presumidas, brillantes y clasistas notas políticas no cesan de enunciar–, como la síntesis de un ritmo histórico y cultural y, por último, por la alternancia de una serie nada menor de creadores que entablaron un diálogo, una lucha por la conquista del nuevo verbo, de la palabra que se fue alejando progresivamente del decir meramente sonoro y elegante, sentimental y requebrado, para asumirse como tarea. La palabra como responsabilidad y cifra del ser. En una carta de 1901 a su colega Edmundo Montagne, Julio sintetiza esa lucha sin tregua: “Tengo mucho, mucho bueno, pero, nunca lo acabo de pulir. Un adjetivo me cuesta quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes. Cada soneto me representa un balde de sudor. […] Nunca he trabajado más y he producido menos”.[8]

Dicho de otro modo: Julio sin Baudelaire, sin los parnasianos y simbolistas, sin Mallarme, pero también sin sus amigos de la Torre de los Panoramas –donde, como si fuera un extraño nido, hoy se refugia la Academia Nacional de Letras–, sin su sentido de pertenencia a un patriciado uruguayo, sin su odio y su fingida resignación por vivir en esta ciudad y en este país, no podría haber escrito lo que la vida frágil le permitió escribir.           

Por eso, la tercera y última imagen. A veinte años de la Semana de Arte Moderno de São Paulo, Mário de Andrade valoró como aporte de aquel movimiento el haber asentado en Brasil “el derecho permanente a la investigación estética”.[9] Podría uno apropiarse de este concepto y trasladarlo al caso de transformación radical de la poesía en lengua española que se concentra en Julio Herrera y Reissig. De romántico a decadentista, de ahí a modernista y, en el límite último, la exploración del lenguaje del subconsciente antes de Freud. Y el humor, la ocurrencia, el dominio del ritmo, de todos los recursos fónicos y sintácticos. Y la invención, por encima de todo la invención:

Un arlequín tarambana
Con un toc-toc insensato.
El tonel de Fortunato
Bate en mi sien tarambana…
Siento sorda la campana
Que en mi pensamiento intuye;
En el eco que refluye,
Mi voz otra vez me nombra:
Y hosco persigo en mi sombra
Mi propia entidad que huye!

(“Tertulia lunática”)

Julio Herrera funda en la moderna lírica en lengua española ese principio de cambio permanente, de incomodidad y exploración insomne. Su continuidad depende de los poetas, que lo han venerado. Pero también depende de algún segmento de público, fuera de la secta, para que siga siendo posible no sólo su obra sino ese principio básico, estimulante para toda cultura, el de la investigación permanente.

Quiero aprovechar la ocasión de decir frente al señor ministro y ante tan altas autoridades –entre las cuales desentono–, que necesitamos que la casa de Julio Herrera y Reissig, hoy ruinosa, sea preservada; que necesitamos los libros de Herrera y Reissig, entre tantos otros, que el Estado no reedita y apenas si parcialmente ha protegido; necesitamos el apoyo específico a investigaciones sobre su obra y su entorno; necesitamos que sus papeles –tan ávida y sacrificadamente rescatados por Roberto Ibáñez y su equipo en el pasado– se preserven en condiciones que hoy, y desde hace décadas, nuestra convaleciente Biblioteca Nacional no posee, y pide a gritos. Necesitamos, en fin, una verdadera política cultural sobre el libro (en el soporte que sea) y la lectura y un verdadero cuidado del patrimonio pasado y presente en este campo en el país, que lo ha abandonado casi por completo desde hace décadas. En una de esas, si se prueba, también los poetas de minorías pueden empezar a ser paladeados por algunos más. Eso también se llama democracia.

En nuestra poesía, la primera década [del siglo XX] la colma Julio Herrera y Reissig”.[10] Quien anotó esta frase se llamaba Juan. Y sabía de qué estaba hablando. Juan Cunha, el gran poeta que nació el 3 de octubre de 1910 en Sauce de Illescas, Florida.[11] Ahí tenemos otro centenario. Mejor, diría, sería preferible que tuviéramos otra oportunidad para doblegar la anécdota, esa desvaída forma del olvido.


Notas:

                [1] “El país de Quiroga”, en Textos de y sobre Rodolfo Walsh, Jorge Lafforgue (ed.). Buenos Aires, Alianza Editorial, 2000: 276.

                [2] “Para el centenario de Góngora”, Jorge Luis Borges, en El idioma de los argentinos. Buenos Aires, Seix Barral, 1994: 105. [1928. Originalmente en Martín Fierro, Buenos Aires, 1927].

                [3] Tratado de la imbecilidad del país bajo el método de Herbert Spencer, Julio Herrera y Reissig. Montevideo, Taurus/Biblioteca Nacional, 2006. (Edición, prólogo, estudio y notas de Aldo Mazzucchelli. Incluye un CD).

                [4] “En el circo”, S/F, en Poesía completa y prosas, Julio Herrera y Reissig. Madrid, ALLCA XX, 1998 (Ángeles Estévez, coordinadora): 609-610. [Editorial de La Nueva Atlántida, Nº 1, 1907].

                [5] La emigración europea en el Río de la Plata, Juan Antonio Oddone. Montevideo, Banda Oriental, 1968.

                [6] El Uruguay del Novecientos, José Pedro Barrán y Benjamín Nahum. Montevideo, Banda Oriental, 1979. (Tomo I de Batlle, los estancieros y el imperio británico).

                [7] Polémicas literarias del Novecientos, Pablo Rocca (compilación y prólogo). Montevideo, Banda Oriental, 2001.

                [8] “Correspondencia de Julio Herrera y Reissig y Edmundo Montagne”, Introducción de Wilfredo Penco. Notas de Ángeles Estévez y Wilfredo Penco, en Poesía completa y prosas, Julio Herrera y Reissig. Madrid, ALLCA XX, 1998 (Ángeles Estévez, coordinadora): 813. [Carta V].
   [9] “O movimento modernista”, Mário de Andrade. Conferencia leída el 30 de abril de 1942, que poco después se editó como folleto en Rio de Janeiro, y más tarde fue recogido en el volumen Aspectos da literatura brasileira (São Paulo, Martins Ed., 1974).

                [10] En Señal de vida. Poesía inédita, Tomo I, Juan Cunha. Montevideo, Academia Nacional de Letras/ Cal y Canto/ Banda Oriental/ Feria Nacional de Libros y Grabados, 2000: 355.

                [11] Tomo la fecha exacta de “Juan Cunha, 1910-1985: La suelta del pájaro nocturno”, Gerardo Ciancio, en Insomia de Posdata, Montevideo, Nº 105, 14 de enero de 2000: 3.


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Comunicación preparada para ser leída el 18 de marzo de 2010 en la Dirección Nacional de Cultura, MEC, Montevideo, en el acto de Homenaje a Julio Herrera y Reissig en el centenario de su muerte

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