Porque una amiga me pide explicarle para qué buscamos los huesos
de Cervantes, quiero recordarle que hace muy poco se desenterraron
los de Petrarca para comprobar que son suyos. Dirigió la exhumación
del texto óseo, no sin ironía petrarquista, el Dr. Terribili. El ADN
se ha convertido en el ABC fundacional de los estados-nación,
requeridos más que nunca de alguna autoridad mítica que les devuelva
la legitimidad puesta en entredicho por las plagas del
autoritarismo, la exclusión, la mala distribución, y para terminar
de arruinar la institucionalidad de este sistema, la corrupción
impune.
¿Qué ocurriría si se encontraran, con buena fe, los huesos
fidedignos de Cervantes? Se afirmaría la buena conciencia política
de un Estado escaso de nación que lo sostenga. Nunca los huesos de
Cervantes habrían trabajado tanto. Ni siquiera le dieron permiso
para irse a Indias, donde esos huesos al menos habrían aprovechado
la siesta del trópico. Mis colegas ingleses, para satisfacer sus
opiniones, creen que si Cervantes hubiera ido al Nuevo Mundo no
hubiese escrito el Quijote, sugiriendo que solo se podía escribirlo
en la cárcel.
Seguramente tendríamos a nuestros escribas mayores y menores
celebrando a Cervantes como fundador moderno, ya no de la novela,
sino de una idea de España, convertida en nuevo Retablo de las
Maravillas. Y todo gracias al escritor sin premio alguno y peores
regalías que, de haber, ha habido. Claro que si los expertos se
apresuran, la magnífica ironía con que Cervantes nos diera sus
huesos, además del premio que lleva su nombre, sería desfundacional,
ya que Juan Goytisolo, premio Cervantes este año, contra toda lógica
estatal, tendría que haberlo recibido a nombre del taimado musulmán
que escribió Don Quijote en árabe, Cide Hamete Benengeli. No
olvidemos que Cervantes compró el arábigo manuscrito en el mercado
de Toledo, y lo hizo traducir para que lo podamos leer en el mero
castellano. ¿O habrá todavía otra ironía cervantesca en sugerirnos
que la mezcla es lo moderno? No en vano se quiso mudar a Indias,
donde la hibridez, que es el horizonte de la modernidad a pie,
forjaba un “refugio de peregrinos.”
Como Dante, Cervantes debe haber sentido que caminar por este valle
miserable era labor de peregrino, que lleva, como los migrantes hoy
día, su lengua a cuestas. Don Quijote, después de todo, es el
peregrino español que, al revés de Santiago, marcha hacia Barcelona
para conocer a su madre, la Imprenta. Como en la epístola de Pablo,
habla “en locura” , como cualquier personaje de Juan Goytisolo para
ser veraz.
A comienzos del siglo XIX (que un estúpido llamó estúpido), un
venezolano, Andrés Bello, desde Londres vio con alarma que los
ingleses tenían su robusta piedra fundacional en Chaucer y
Shakespeare; los alemanes en la saga de los Nibelungos, y hasta
Francia contaba con su Canción de Roland, además de Rabelais... Pero
España carecía de un texto fundador de su calidad nacional. Fatigó
la British Library hasta que encontró lo que buscaba, que es una
virtud de filólogos: ese texto era el Cid. Por entonces, el poema
era menos épico y más bárbaro. Pero Bello descubrió que no era el
producto de frailes ignaros, como se creía, sino la refinada
adaptación del rimado del Romance. Y propuso a una Academia
incrédula la primera edición de El Cid campeador como texto
fundacional del Estado civilizatorio. Menéndez Pidal le reconoció la
audacia, un poco a regañadientes, como buen colega español.
Hoy somos más exigentes. No nos basta la filología, que sostuvo la
hipótesis de un Estado-nación español, y exigimos el ADN. Será
Cervantes o no será. Tampoco en Argentina falta el diputado que
reclama los huesos de Borges, aunque con los de Evita tienen para
largo. Cada nuevo gobierno peruano se propone recobrar a Vallejo,
aunque por ahora es consuelo el equipo de fútbol llamado “César
Vallejo”, al que suelen darle duro con un palo, salvo cuando juega
contra el “Inca Garcilaso de la de la Vega”. No ha faltado quien le
reproche a Carlos Fuentes descansar en París y no en México, donde
cada gobierno preside una tumba abierta. Y en Estados Unidos se
sigue disparando contra aquellos por quienes Lincoln fue a la más
terrible de las guerras.
Al final, no importa demasiado que no puedan certificar los restos
de Cervantes y los declaren decorativamente suyos. El Estado no
requiere ser refundado sino reformado. Sus fundaciones han sido
sobre ausencias: son muy pocos los héroes culturales españoles que
descansan memoriosamente en paz.
Importa que tú lo leas para que siga vivo. Tampoco de Lorca
necesitamos de sus restos para curar las heridas, mucho menos para
entregarlo como 'celebrity' a la subcultura del turismo. Podemos
cerrarlas a nombre de su lectura, no solo a nombre del Estado y sus
ocupas de turno. Después de todo, España, no Granada, es la tumba de
Lorca. Más bien, deberíamos ya traer a casa a Antonio Machado, que
yace al pie de la frontera francesa como una tierna herida. En este
mundo multi-hispánico global, la actualidad viva de Cervantes es la
de cualquier peregrino que haya cargado su lenguaje español más allá
de nuestras miserables fronteras.
|
|