Párpados azules
(México, 2007) de Ernesto Contreras.
Este filme,
ópera prima del mexicano Ernesto Contreras, se articula en torno a
una serie de incapacidades y carencias: las de Marina, empleada en
una fábrica de uniformes, y Víctor, auxiliar en una empresa de
seguros; habitantes ambos de ese universo llamado Distrito Federal;
capital de ese otro universo llamado México. Podríamos, entonces,
concebirlos casi como una secreción de esa ciudad de multitudes;
representantes de un orden o estado de cosas; asimilables a un
espacio y un tiempo reconocibles.
Sin embargo, los planos
exteriores son mínimos; no hay necesidad de mostrar explícitamente
la ciudad, más bien ir rastreando su huella en los encuadres que los
presenta sin aire, aislados. Contreras utiliza los marcos de las
puertas, las aberturas y los pasillos para reforzar esa impresión:
Marina y Víctor surgen entonces de espacios opresivos, estrechos,
que sugieren que la posibilidad de movimiento es escasa.
Pero decíamos incapacidades y
carencias; todas las que podamos imaginar cuando se trata de crear
un vínculo de pareja, o algo así. La ansiedad e incertidumbre de
Marina mientras recibe el billete del premio nos instala en su
realidad vincular que es, adivinamos, parecida a un desierto. El
premio es un problema: ese viaje a Playa Salamandra está concebido
para dos, y nada indica que Marina logre conseguir alguien con quien
ir. Entonces es que encuentra a Víctor, o más bien, Víctor le es
proveído; emerge de quien sabe que maraña de movimientos y
combinaciones que la propia urbe produce. Lo notable es que
Contreras relativiza el encuentro hasta desnaturalizarlo por
completo: Víctor interpela a Marina nombrando un catálogo de gente y
situaciones que, supuestamente, habrían compartido en la
secundaria; sin embargo, nada le es familiar a Marina; la expresión
de Víctor, su gestualidad y su discurso parecen descartar cualquier
intención de engaño o simulación; no es que invente algo para
acercarse a ella, tampoco duda en relación a su identidad. Lo que
ocurre es que Víctor es difícilmente asimilable; sin relieve, opaco;
ningún rasgo parece haber en él digno de ser atesorado. Si la
desesperación de Marina la impulsa a verlo otra vez (para no viajar
sola, para no renunciar a lo idílico que el mero nombre de Playa
Salamandra impone), nada en ese nuevo encuentro, y en los
sucesivos, modificará la idea respecto a la fragilidad en torno a la
cual ese vínculo intenta fundarse.
A partir de allí el relato va
anotando una sucesión de fiascos ante los cuales, sin embargo, no
reculan: Contreras maneja bien los tiempos muertos que preludian los
vacíos aterradores con los que termina cada intento de avanzar en
la relación. Algo va quedando claro: Marina y Víctor cumplen con
fidelidad cada uno de los ritos: cenar, ir al cine, bailar y pasar
la noche juntos; el problema es que no tienen nada propio que
añadir; una absoluta falta de entusiasmo marca hasta la angustia el
devenir de dos personajes exangües, con un cansancio vital que los
pone en un lugar inhóspito en relación al deseo.
La secuencia del baile abortado
por fin los enfrenta al vacío que vienen cultivando: esperamos,
expectantes, que dejen de ser hablados y puedan, en cambio,
articular un discurso que les pertenezca mínimamente, pero no; de
repente son arrebatados por la cancioncilla que se cuela desde otro
tiempo (This Strange Effect, compuesta por Ray Davies, el
líder de los Kinks, y cantada por Dave Berry, en su versión
de 1965); asistimos entonces al preámbulo- ese simulacro de beso con
final de ojos abiertos- de su intento más fallido.
Es legítimo que el espectador se
pregunte: ¿por qué no aprenden?, ¿es que les falta la mínima
imaginación como para posponer el encuentro erótico y realizarlo en
las inmejorables condiciones que el viaje a Playa Salamandra les
promete? En vez de eso, en vez de alimentar el deseo y hacerlo fugar
hacia una suite de hotel en la playa, se van del salón de baile y se
acuestan en la gélida cama del gélido departamento de Víctor.
Incapaces de cualquier escritura amorosa - de realizar alguna
inscripción en el cuerpo del otro (gesto, caricia) que convoque o
exprese algún signo de ternura; de buscar, al menos, un espacio para
el puro placer - convierten el erotismo en un trámite atroz.
Luego de tal experiencia, Marina
parte sola hacia Playa Salamandra; pero como nada de lo que allí
pueda ocurrirle será relevante para lo que se nos quiere narrar,
simplemente se omiten sus vacaciones y una elipsis nos lanza hacia
otro encuentro: inmunes a la experiencia, negadores de toda
realidad, se miran y hablan desde los bordes mismos de la nada sin
dejar nunca de ser corteses, marcados por una civilidad estólida,
ritualizando un desgano incurable. Puede que la metáfora final
resulte un poco obvia (al fin de cuentas que un auto quede varado en
el periférico inundado por la lluvia es una situación bastante
frecuente en el distrito federal mexicano), pero quizá por eso mismo
haya sido escogida: nada tiene de particular esa pareja, es una de
las tantas que naufraga en esas aguas.
Párpados azules
es un filme que evita poner el acento en lo que relata; no le
importa demasiado seducir al espectador con una historia (o con
varias); está muy lejos- por ejemplo- de esa saturación narrativa
que padecía Amores Perros (para citar otro filme mexicano que
ha sido referente), opta, en cambio, por llevar a cabo el tenue
registro de una subjetividad, quizá para expresar que para volver a
contar historias antes es necesario inventarse el deseo de vivirlas,
o dicho de otro modo: en un tiempo en donde el deseo se ausenta (y
un espacio que lo enfatiza: esa ciudad), sólo queda como posibilidad
el registro de esa ausencia, narrar ese vacío.
30-03-09 |
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