1. Genealogías
Las tesis de este libro no son originales. Son, en esencia, las
mismas ya elaboradas por Domingo F. Sarmiento en su Conflicto y
armonías de las razas en América, de 1883. Esas tesis las resume
José Ingenieros, en el prólogo que aún en 1915 acompaña a la
reedición del libro de Sarmiento: la herencia española y el
mestizaje habrían sido factores contrarios a la modernización
continental, mientras que la inmigración europea y la educación
general serían los principales remedios a aplicar para corregir el
rumbo de su desarrollo. En la región, otros ensayistas argentinos,
desde José M. Ramos Mejía a Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez o
el propio Ingenieros, desarrollaron esta línea de pensamiento en
numerosos volúmenes, publicados los últimos bien entrado el siglo XX.
Influencia directa no parece haber existido entre esos autores y
Herrera, quien no muestra haberlos conocido. Pero sea como sea,
aunque las líneas generales del diagnóstico herreriano no son
nuevas, el texto —la textura, la realización- sí lo es. El carácter
irónico, barroco y excesivo de cada página del "Tratado de la
imbecilidad" lo apartan de la solemnidad "científica" de los
tratados al uso en el momento de su escritura. La asignación del
escrito de Herrera y Reissig a cualquier genealogía cultural o de
género literario es, por eso, un asunto difícil.
El componente desafiante de la obra de Herrera y Reissig se articula
en textos y gestos, en un hilo que consiste tanto en las tiradas
satíricas contra los que considera estrechos valores montevideanos,
tiradas que recorren el Tratado de la imbecilidad del país…,
como en el uso –y el alarde del uso– de la morfina, o el ponerse un
chaleco de colores (o un sombrero verde, un chaleco a rayas, una
capa y un bastón, como De las Carreras). El desparpajo de Herrera y
De las Carreras es, en eso, un ejemplo más de lo que se ha llamado
burgeoisiephobiaI, una de las
marcas más evidentes que acompañaron, a lo largo de todo el tiempo
de su apogeo, al desarrollo de la burguesía. Esta actitud es
esencialmente romántica. Lo dijo maravillosamente Trotsky hablando,
ya no de un modernista, sino de un futurista como Maiakovsky:
Los románticos, tanto franceses como alemanes,
hablaban siempre cáusticamente de la moralidad burguesa y de su vida
rutinaria. Llevaban el pelo largo y Théophile Gautier se vestía con
un chaleco rojo. La blusa amarilla de los futuristas es, sin ninguna
duda, una sobrina nieta del chaleco romántico que despertó tanto
horror entre los papás y las mamás.II
La misma necesidad de romper con las convenciones, que
inauguró el Romanticismo, aletea aún en estos «modernistas», De las
Carreras, Herrera y Reissig, lo cual no es sorprendente, pues se ha
observado que el Modernismo es el verdadero romanticismo
hispanoamericano. Octavio Paz agregaba que lo es como reacción al
positivismo, que es la verdadera Ilustración hispanoamericana. Lo
cual nos deja frente a un Tratado de la imbecilidad… que es,
a la vez, antipositivista (en tanto modernista, que lo es por su
esteticismo verbal) y positivista (por su formato, referencias y
estructura). La escasa pertinencia de cualquier encasillamiento del
texto en categorías de historiografía intelectual predefinidas puede
aguzarse aún más: si esa clara vocación de destruir una cultura que
es sentida como anacrónica es patrimonio común de los románticos y
los modernistas, no cuesta nada constatar que el tono de Herrera y
Reissig en su Tratado de la imbecilidad del país… es
sospechosamente parecido al que empleaban Filippo Tomasso Marinetti
y sus amigos para agredir el imaginario de los burgueses de
provincias en sus serate futuristas.III
Las contradicciones se acumulan, sirven para evitar
cualquier consideración simplista del tipo de fenómeno que el
Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer
representa. Pues, si tiene ese componente romántico constante, sigue
allí el sociodarwinismo del texto, su desafiante inclusión del
nombre de la bestia negra que siempre es contrapuesta al vuelo
imaginativo y metafórico modernistas, el gris, sistemático,
omniabarcante y derogado Herbert Spencer. Y es que Herrera y Reissig
es también un evolucionista, pese a ser un poeta, dos condiciones
que nunca han ido juntas cómodamente.IV
El evolucionismo se confunde en América con lo que –de modo un poco
vago – se ha llamado positivismo, la corriente de ideas hege-
mónica en el continente, y también en el Uruguay, en el último
cuarto del siglo XIX.V
2. Positivismo
El positivismo tiene una larga e importante historia
en el pensamiento continental –países de habla hispana y Brasil– de
fines del XIX y principios del XX, pese a que hoy por hoy está
completamente olvidado.VI La ideología positivista jugó un papel
hegemónico en general en los países latinoamericanos, por su
capacidad de proveer explicaciones históricas verosímiles sobre la
situación de estos países, así como porque se imbricó con
instituciones como las militares, las educativas, jurídicas y
sanitarias.VII En la mañana que sigue al nacimiento de Herrera y
Reissig –quien entra en escena en la medianoche entre el 9 y el 10
de enero de 1875– estalla en la plaza Constitución de Montevideo un
motín que, con el respaldo del coronel Lorenzo Latorre, instalará en
el poder por un año a Pedro Varela, antes de que el propio Latorre
asuma directamente el gobierno. En aquel motín del 10 de enero se
marca la irrupción del positivismo en el poder del Estado en el
Uruguay, la cual vendrá acompañada de una era de afirmación de la
modernización económica del país, sus comunicaciones y su
infraestructura en general, al tiempo que se procesa un decisivo
cambio en el sistema estatal de educación. Ese mismo año de 1875 en
que nace Herrera y Reissig, también el médico argentino José María
Ramos Mejía publica la obra pionera de una serie de tratados que
cerrará ya en el siglo siguiente: Las neurosis de los hombres
célebres en la historia argentina. Junto a Ramos Mejía, Carlos
Octavio Bunge, Agustín Álvarez y José Ingenieros serán, con el
correr del tiempo y entre otros, los autores más destacados dentro
de una línea de pensamiento que discute a la vez planos diferentes.
Si por momentos debate los datos biológicos, geológicos e históricos
de la materia física americana, en seguida imbrica esas cuestiones
experimentales con la cuestión «psicosocial», trasladando en
gigantesca y a menudo descontrolada metáfora de un plano al otro,
del clima a las emociones, de las habilidades adaptativas de los
diversos individuos a las cualidades morales de los inmigrantes.
Esa dimensión psicosocial se reúne con una dimensión crimino-
lógica, de la cual los italianos Enrico Ferri y Cesare Lombroso son
los dos nombres más referidos. En esa mezcla el evolucionismo
elabora diagnóstico y profilaxis sobre los nuevos fenómenos sociales
–desde el «anormal» hasta las «multitudes», desde el «simulador»
hasta el
«tirano»–. Por cierto que los agudos cambios que reclamaba y a la
vez producía el vértigo de la modernización pone en cuestión todas
las certezas y los órdenes heredados de la vida colonial, y estos
ensayistas discuten con tanto entusiasmo las causas del rezago, como
con recelo y dudas las consecuencias y perspectivas abiertas por la
irrupción de esas multitudes en el continente, propiciadas en el Río
de la Plata en esos años por una intensa inmigración.
En términos generales, el positivismo americano se organiza, pues,
en torno a posturas naturalistas, evolucionistas o cientificistas
que dan lugar a una antropología de base biológica.VIII Esta
antropología tenía como sustento filosófico la adopción de una
visión monista que aparece expresada en la frase de José María Ramos
Mejía: «desde la ru- dimentaria colmena hasta la sociedad inglesa o
norteamericana, la na- turaleza es una y sus múltiples
manifestaciones consisten únicamente en una sucesión de grados… El
átomo, el hombre, los pueblos y sus intermediarios forman un todo
único y armónico…».IX
La asunción del punto de vista «científico» de la «psicología
social», y por ende de carácter prescriptivo en su dictado de
soluciones, lleva a que los cultores de tal discurso –que se
proyecta «como prolon- gación del modelo médico, bajo el sesgo de
una psicopatología de la historia y la sociedad»X– oscilen entre la
diagnosis y la prescripción de soluciones, estas últimas
naturalmente de carácter político. Los temas que interesan a los
positivistas importantes de la región en esa generación,XI todos
ellos argentinos –José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge,
Agustín Álvarez o José Ingenieros–, coinciden con los que trata
Herrera. Son «los grupos y sus características, el liderazgo y la
sugestión, las dimensiones infraconscientes de la vida de los
grupos, el peso del pasado y la memoria colectiva». En una
definición y síntesis de sus influencias, otro argentino de ese
momento, Juan Agustín García, dice en un interesante estudio de
1899: «La psicología social no es una ciencia vieja, está en vías de
constituirse, apenas una media docena de autores le han dedicado
atención». Y cita entre ellos a Le Bon, Psychologie des foules;
Sighele, La foule criminelle; Psychologie des sectes; Tarde:
Psychologie pénale; Psychologie sociale; Taine: L´Ancien Règime; La
Révolution.
García amplia entonces su descripción de lo que era la llamada
«psicología colectiva» para ese momento:
La psicología colectiva determina
las cualidades generales del carácter nacional y establece las leyes
de su acción. Estudia la energía de una nación, su influencia en el
gobierno, su explicación por las condiciones físicas del territorio,
los antecedentes históricos y de raza, los sentimientos, notando
aquellos más sociables, indicando sus tendencias, la manera de
educarlos faltando su más amplio desarrollo. Nos ayuda a comprender
la historia, porque todos los acontecimientos son el efecto de la
acción de ciertas ideas y sentimientos predominantes en un grupo; y
conociendo el carácter nacio- nal, nos representaremos con mayor
facilidad la forma en que se desarrolla un período histórico, las
exageraciones de una revolución, las causas de una tiranía, por qué
duró tantos años, los errores y aciertos de los partidos polí- ticos
y los hombres de Estado.XII
Esta descripción del campo muestra que el texto de Herrera
se articula como tratado en primer lugar psicológico. El objeto de
esa nueva ciencia de la psicología social es «el espíritu público,
las distintas agrupaciones que componen una nación, la resultante
moral de todas las tendencias individuales, la cualidad común,
predominante, que imprime su sello al conjunto». Herrera, en su
estudio, practica pues esta nueva ciencia, y su examen de casos
individuales no funciona sólo en el plano del ejemplo, sino que se
postula como exposición de causas, pues de acuerdo con la teoría
positivista, el conglomerado es la resultante de los elementos que
lo componen, incluyendo en ello el análisis de los componentes
raciales, con especial atención a la cuestión inmigratoria.XIII
Notas:
I Peter Gay: The bourgeois experience: Victoria to
Freud, vol. 3: The cultivation of hatred
(Nueva York: Norton, 1984-c1998).
II La frase de Trotsky citada en Octavio Paz: Los hijos del limo;
del romanticismo a la van- guardia, 2.ª ed. (Barcelona: Seix Barral,
1974).
III En estas tertulias, munidos de extraños instrumentos musicales,
en teatros, o enca- ramados en estatuas y otros dispositivos del
ornato público a los que se empleaba como estrados primero y como
parapetos enseguida (pues el público respondía, como mínimo, a
tomatazos), Marinetti desplegaba una cuidada selección de frases,
todas ellas tendientes a burlarse de aquello que para la ciudad o el
pueblo que los recibía constituyese lo más sagrado. La tradición más
valorada localmente sería la más ridiculizada. Estos episodios
artísticos terminaban siempre en grandes tumultos, quizá con algunos
de los participantes detenidos en la comisaría, mientras Marinetti
renovaba su credo, que en este punto con- sistía precisamente en
lograr ser silbado, rechazado y agredido, demostrando con ello el
impacto ideológico y artístico de su trabajo ante un público
normalmente ignorante. La semejanza entre la actitud de los
futuristas (y el lugar de la literatura y el arte escénico como
vehículo verbal de esa actitud) no puede desarrollarse en este
espacio, pero es pa- tentemente similar, en forma y espíritu, a la
que subyace a la composición de los textos de Herrera y Reissig, y
sobre todo a la de Roberto de las Carreras al irrumpir en el Ateneo
para dispersar un acto político contra el divorcio organizado por el
legislador Amaro Carve, o la de entrar en el velorio de una señora
de alta sociedad muerta violentamente y arrojar volantes mientras se
lee un poema ante el cadáver, o la de Aurelio Del Hebrón irrumpiendo
en 1910 en el entierro de Herrera y Reissig para pronunciar la
última diatriba que el poeta generó (post mortem), y Del Hebrón
mediumnizó ante sus amigos y demás asistentes.
IV Que las fuentes que manipuló Herrera para construir este ensayo
no habían sido his- tóricamente simpáticas a la poesía queda claro
apenas uno se arrima a examinar los es- quemas que organizaron la
lucha de ideas en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX. Uno
de los escasos autores que en los últimos ochenta años han estudiado
la revolución que significó entonces el evolucionismo en sociología
y antropología, considera que esta tendencia positivista ha obligado
a los poetas a una defensa de valores aparentemente contrarios desde
al menos el siglo XVII: «En un contexto más amplio que la teoría po-
lítica, es posible, por cierto (…) presentar la historia intelectual
de Inglaterra desde el siglo XVII, como una batalla por la
supervivencia, librada por aquellos que deseaban dar a la emoción y
la espontaneidad el espacio que les corresponde, defender la
intuición como fuente válida de conocimiento, ver a la tradición
como una justificación válida, y a la vida de la imaginación como
algo más que unas vacaciones de la realidad, en contra de un
positivismo que todo lo erosionaba». J. W. Burrow (John Wyon):
Evolution and society: a study in Victorian social theory (Londres:
Cambridge U. P., 1966): 1.
V Marta de la Vega ha argumentado persuasivamente sobre diferencias
fundamentales existentes entre la filosofía de Spencer y la de Comte,
esta última el positivismo, y acerca del error potencial de
asociarlas acríticamente, incluyendo –como se ha hecho en la
historia de las ideas latinoamericana– al inglés dentro de una
filosofía positivista de la que se mostró explícitamente apartado.
La inercia terminológica conspira, como es natural, contra la tesis
de la autora citada. Véase para esto Marta de la Vega: Evolucionismo
versus positivismo. Caracas: Monte Ávila Editores y Latinoamericana,
1998.
VI La lista y la importancia de los nombres de los positivistas de
México al sur es larga, y sorprendente quizá por el grado en el cual
están olvidados muchos de ellos. Desde lo que Zea llama «los
precursores» –Sarmiento y Alberdi en Argentina, José María Luis Mora
en México, José Victoriano Lastarria en Chile y Arosemena en Panamá–
a las sucesivas gene- raciones propiamente llamadas positivistas:
Miguel Lemos, Raimundo Teixeira Mendes en el Brasil, Gabino Barreda,
Justo Sierra en México, Luis Lagarrigue, Valentín Letelier en Chile,
Salvador Camacho, Rafael Núñez en Colombia, Alfredo Ferreira o José
María Ramos Mejía en Argentina, Ángel Floro Costa, José Pedro Varela
o Martín C. Martínez en el Uruguay, Mariano Cornejo, Javier Prado y
Ugarteche o Manuel Villarán en el Perú, Alcides Argüedas en Bolivia,
César Zumeta o Laureano Vallenilla en Venezuela, Enrique José Varona
en Cuba, Eugenio María de Hostos en Puerto Rico…, todos miembros de
la primera oleada fuerte de publicaciones en ese sentido. La lista
es mucho más larga, no obstante, y debe aumentarse aquí, al menos,
mencionando a los autores que escri- bieron en la misma línea,
aprovechando ya la experiencia de los anteriores, en el cambio de
siglo y primeras dos décadas del XX, entre ellos los argentinos
Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez, Alfredo Colmo, José
Ingenieros en Argentina, Porfirio Parra en México, Rafael
Villavicencio en Venezuela. Habrá, todavía, un positivismo tardío –y
ya con un espíritu muy distinto al de los precursores y los autores
del período «clásico»–, con pu- blicaciones como las del boliviano
Ignacio Bustillo o los ecuatorianos Julio Endara o Be- lisario
Quevedo en la década de 1920, o las de Lucas Ayarragaray en
Argentina, en los años treinta. Véase Pensamiento positivista
latinoamericano. Compilación, prólogo y cronología de Leopoldo Zea;
traducciones de Marta de la Vega, Margara Russotto y Carlos Jacques
(Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1980).
VII Para un análisis contemporáneo del fenómeno positivista en
América, véase Oscar Terán: Positivismo y Nación en la Argentina;
con una selección de textos de J. M. Ramos Mejía… [et al.]. (Buenos
Aires: Puntosur, 1987).
VIII Hugo Edgardo Biagini: Filosofía americana e identidad: el
conflictivo caso argentino (Buenos Aires: Editorial Universitaria de
Buenos Aires, c1989): 3. Al mismo tiempo, Real de Azúa cree ver que
no hubo elaboración americana en cuanto a las ideas predominantes en
el continente en ese período. «Doctrinas hay, que han influido
hondamente, sin una perceptible o recordable elaboración por nuestra
parte. ¿La han tenido, acaso, el bio- logismo evolucionista, o el
organicismo sociológico?», En «Ambiente espiritual del 900», Número,
año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950): 15-36 [17].
IX Ramos Mejía: Historia de la evolución argentina (Buenos Aires:
Librería La Facultad de
Juan Roldán, 1921): 3-4. X Ídem, 17.
XI El positivismo llega más temprano al Uruguay, y aparece con mucha
fuerza a prin- cipios de la década de 1870 en las discusiones que
enfrentan a la generación principista en los debates del Club
Universitario y, en seguida, del Ateneo. La discusión entre po-
sitivismo y espiritualismo se desarrolla en el nivel público. La
polémica entre Varela y Ramírez es nada más que la más célebre en
una generación de duradera contribución a la historia política del
Uruguay. La discusión incluirá, pronto, una lucha por el poder
dentro de la Universidad, y es ya en 1880 que Alfredo Vásquez
Acevedo asume, en nombre del positivismo triunfante, el Rectorado.
La tardía organización de las primeras cátedras cien- tíficas
experimentales, en la Facultad de Medicina, se deben a Julio
Jurkovsky, José Are- chavaleta y Francisco Suñer y Capdevila. Todo
este período ha sido muy exhaustivamente analizado por Arturo Ardao
en varios textos, de los cuales el principal es Espiritualismo y
positivismo en el Uruguay, 2.ª ed. (Montevideo: Universidad de la
República, Departamento de Publicaciones): 1968 [1950].
XII Juan Agustín García: Introducción la estudio de las ciencias
sociales argentinas. 4.ª ed. (Buenos Aires: A. Estrada, 1907
[1899]): 84-85.
XIII Véase esta frase de Terán: «Por otra parte, cuando el
evolucionismo de Spencer se convierta en la oferta positivista más
recurrida, no serán pocos los intelectuales que hallarán en los
temas del darwinismo social nuevos estímulos para interpretar
–dentro de los parámetros de la lucha por la vida y la supervivencia
del más apto– el agitado mundo social que la modernización había
lanzado a la vida urbana, de manera especial en aquellos países en
los cuales la política inmigratoria había promovido activamente la
irrupción de una población aluvional a raíz de la cual se temió a
veces por la gobernabilidad de estas naciones». Op. cit.: 13.
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