Recuperar el juicio, a condición de haberlo entregado, o puesto
en suspenso, es la exigencia de leer, al menos la de leer eso
que, por comodidad, llamamos literatura. Recuperar el juicio,
por ejemplo, y después de haberlo perdido con ahínco, es la
íntegra aventura de aquel varón Quesada o Quijano, o Quijada,
que cambió su nombre por el de Don Quijote. Se sabe que el libro
de Cervantes (consignado por unos como la primera novela
moderna, si bien otra biblioteca dice que fue el también
castellano, aunque anónimo,
Lazarillo de Tormes,
de 1554) ha dado pie a miles de consideraciones y devaneos: uno
ve al Quijote y, con el pretexto de que, a fin de cuentas, el
personaje es medio loco, se pone a encontrar allí, como en las
nubes, que son gatillo de la ensoñación, mucho menos lo que hay
que lo que se le antoja ver (las nubes esos fantasmas en que se
proyecta nuestra imaginación, decía Lucrecio en su
De la naturaleza de las
cosas); incluso puede uno hacer de su lectura un papelón con
lo suyo de despampanante, como le ocurriera no hace tanto a
Mario Vargas Llosa, a
quien en su prólogo a la edición del cuarto centenario de vida
del libro se le ocurrió decir que este varón Quesada que se hizo
Quijote vino a resultar el primer liberal que se haya conocido.
El papelón está menos en el error que en la trivialidad: se
puede discutir si el Quijote era un protoliberal, en la medida
en que era un protopensador, pero lo innegable es que hacer de
él un liberal, figura demasiado cargada por los siglos, nada
agrega al personaje y, por el contrario, lo empobrece. Es como
aseverar en rapto de iluminación que el autor, Cervantes, era
manco, pero no porque hubiera perdido la mano sino porque se le
anquilosó, muerto el nervio, o que en el
Quijote uno se topa de
narices con el bípedo.
También se puede encontrar en él, como hiciera Michel Foucault
en Las palabras y las
cosas, el Héroe de lo Mismo, el incapaz de percibir otra
cosa que lo que está decidido a leer; ningún dato de la
realidad, para decirlo así, contradice la lectura del mundo que
ya había hecho: si los gigantes se revelan como molinos de
viento, eso es porque no eran molinos sino porque un mago nos
encantó; si una pastora fea y maloliente resulta la incomparable
Dulcinea del Toboso, es porque un mago la raptó. Y esto, la
insistencia en decodificar el mundo a pesar de que el mundo sólo
nos dé mamporros, empieza a acercarnos a la pregunta que, de
entrada, a través de su hidalgo nos hizo Cervantes: ¿por qué
razón seguir leyendo? Y más aún, ¿por qué seguir leyendo hoy,
cuando somos apuradísima carne del tercer milenio? ¿No nos
sentimos en ocasiones, como se sentía StéphaneMallarmé hace más
de un siglo cuando escribía “La carne está triste, ¡ay! y ya he
leído todos los libros”? Por los días de Mallarmé, como bien se
recuerda, se había ido la divinidad, a la que su contemporáneo
Federico Nietzsche proclamó muerta, pero nos había dejado su
pecado, es decir, la carne
(nuestra materia deseante pero irresoluta) y no se había
encontrado qué libro leer, y enseguida llegaron las vanguardias,
los modernismos, las tardovanguardias, los posmodernismos y,
cuando acaba toda la vuelta, este nuevo momento de carne triste
y libros renuentes, la segunda década del siglo XXI. Y para
contestar esto, debemos empezar a desandar el camino, ya un poco
calcificado por lecturas adocenadas, del libro de Cervantes.
Dar el alma
En
primer lugar, debemos entender que, si de algo es emblema el
Quijote (aquel hidalgo Quesada venido caballero) es mucho menos
de la locura o sinrazón, es decir del quijotismo, que de la
lectura. Leer es vivir, y Quijada sabe que un libro jamás puede
ser entretenimiento: si nos habla de caballeros, de magos, de
hadas y hazañas sin tregua es porque debemos vivir los magos,
los caballeros, las damas, las hazañas. Eso, no otra cosa, es el
quijotismo, un estado del alma, que es el del libro, que
persigue, no la sinrazón, no el desatino, sino, precisamente, el
juicio. De no tratarse del Quijote, héroe inscripto en una
historia de muy encomiables desatinos (la Modernidad,
Occidente), cuesta entender por qué, quijotescamente, pocos, o
casi nadie, se han parado a leer la última palabra de este señor
Quesada en el libro, que es aquello que lo separa del rosario de
superhéroes surgidos a su imagen que, desde el siglo XX,
reconvirtieron al Quijote en esquizofrénica pasión vigilante
(Batman, el Hombre Araña, Linterna Verde).
“Yo
tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de
la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua
leyenda de los detestables libros de las caballerías”, dice el
protagonista, ya en su lecho de muerte, resignado a
dar “su alma a Dios” mientras su entorno íntegro (el ama,
la sobrina, Sancho, el bachiller Sansón Carrasco, el cura) lo
alienta a salir nuevamente a la aventura. Ahora bien, ¿qué nos
dice cuando dice leyenda? Se trata de una palabra
latina que quiere decir “para ser leído”. Acá nos entera,
por tanto, de que esta confesión póstuma no trata del carácter
abominable de los libros de caballería sino de otra cosa, de que
ciertamente, si bien debemos encontrar vida en los libros, esa
vida surge, precisamente de la estrategia que encontremos para
leer aquello que cada libro nos propone. A fin de cuentas, ¿qué
es leer sino juzgar línea por línea? Lo estamos haciendo acá
mismo: te creo o no te creo, te sigo o acá me quedo. Es, para
decirlo de otro modo, menos lo que el libro nos dice que aquello
que nos propone hagamos con él. Por esta razón, un libro es,
antes que nada, una invitación a perdernos en él, para luego,
como hizo el señor Quijano o Quesada, encontrarnos.
Es por esto que la
obligación del libro es cambiar nuestra vida. Si salimos de él
como habíamos entrado, nada ha tenido para decirnos. Mientras
leemos, para decirlo en términos quijotescos, hemos enloquecido,
pero esta insania es apenas una fase de un proceso en el que
terminaremos descubriéndonos. Este descubrimiento conoce una
figura prestigiosa y antiquísima, la anagnórisis o
reconocimiento que postulaba Aristóteles: en un libro debemos
terminar reconociéndonos. Ahora bien, no se trata, para decirlo
así, de que nos reconozcamos en las figuras del libro, que
agotemos nuestra supuesta identidad en ellas (¿en quién se
reconoce uno?, ¿en Bruno Díaz, en Batman, en el Guasón?) sino en
su itinerario, y por eso cada lectura, para ser lectura, debe
ser desafiante. El desafío, por otra parte, no debe
interrumpirse ni al final: cuando todos querían que se quedara
en casa, el Quijote salía; cuando todos querían que volviera a
salir, el Quijote se queda. Y cuando todos lo proclaman en paz,
es cuando el Quijote más acaba de desatar la guerra, como se
advierte en el momento de su deceso.
“En fin, llegó el
último de don Quijote, después de recebidos todos los
sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces
razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano
presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de
caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su
lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el
cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron,
dio su espíritu, quiero decir que se murió”.
Pero esta docilidad es fatalmente engañosa, como engañoso es
todo con el Quijote, porque en esta celebrada paz de su fin, se
ha abierto un abismo. Entre el “dar” y el “querer decir” del
narrador, ese muy francés
je veut dire, ese “no se confunda lo que digo”, se ha
abismado la modernidad, desde sus inicios, hasta llegar a esta
instancia mortecina a la que parece habernos librado. El hidalgo
de la Mancha ha dado algo que nadie le reclama (su alma), tras
alcanzar el juicio. Pero, ¿a quién se la entrega? En
días de Cervantes, no se olvide, el pensamiento había abierto un
pabellón que derivaría en el Iluminismo, mientras otros, los
contrarreformistas mediterráneos, buscaban clausurarlo en el
sentido fijo del dogma. Por un lado, Martín Lutero,
contemporáneo del Lazarillo (asistente entre otras cosas de un
vendedor de bulas pontificias) había reivindicado la libertad de
interpretación, una libertad que, en sí misma, contiene todas
las libertades, ya que se trata de un principio ético que se
puede plantear así: debo vivir lo que leo, yo solito,
confrontado con la palabra. La Iglesia Católica, por entonces,
encasillaba toda posibilidad de razonar fuera del dogma como
herejía, como satanismo, y con esa Iglesia, entre otros, debía
lidiar el Quijote mientras iba siendo asaltado, una tras otra,
por sus sinrazones. Las consecuencias de ese enfrentamiento, que
convergerán en la confesión del hidalgo de la Mancha, las
tenemos ante nuestras narices: por un lado, asumir la ética
protestante es asumir el juicio de los mortales y, en ese
sentido, la obsolescencia de Dios. Si Dios, que se tomó el
trabajo de escribir, ya no puede asignar sentido a lo que
escribió, entonces ahora, que leemos según nuestro arbitrio, se
ha vuelto irrelevante, prescindible, incluso inconducente. Dicho
en breve, en el mismo momento en que el sacerdote Lutero decidió
“interpretar”, que era su manera de “protestar”, Dios había
muerto, como ratificaría Nietzsche siglos más tarde cuando
sostuviera que no hay hechos sino interpretaciones, es decir,
que el peso de la realidad, o de la Creación (en definitiva, eso
viene a ser Dios muerto) lo cargamos nosotros.
Lo que vive
Pero si uno
aprende de Cervantes, entonces la aflicción, ésa que acosaba a
Mallarmé, se desvanece. Para los modernos, para los iluministas,
ese momento luterano, el de la toma de decisión, sería el mojón
decisivo del devenir, casi que su fin mismo, como entendería
Hegel en su filosofía de la historia; aquel momento en que la
religión histórica, es decir, positiva, deja de imponer, desde
su externalidad, sus creencias, reglas y rituales. Muerto (para
decirlo con tono hegeliano, “desde siempre”, Dios) su mediación
(la de la iglesia) dejaba al sujeto en libertad. Esto no es
paradojal, en la medida en que aquello que es “sujetado”, el
sujeto, queda a cargo de la libertad, que es libertad de
pensamiento, o sea de escritura, y la nueva mediación pasa a ser
la del Estado, instancia a través de la cual se darán los
Universales.
Sujetos más o menos, universales más o menos, en esa muerte de
Dios, y entronización del Estado, hemos vivido desde que nos
atrevimos a aceptar el desafío de la lectura y asumir por
nosotros el peso de la libertad que, dentro del marco del señor
Quijano o Quijada o tal vez Quesada, vendría a ser el peso de
reatinarle a la lectura, es decir, de encontrar la forma de
vivir “bien” aquello que se escribe y aquello que se lee. Pero
esa libertad no está dada; exige seguir leyendo, o releyendo,
encontrando el sentido adecuado de aquello que nos presenta el
texto para la instancia que nos toca vivir. Miguel de Unamuno
decía algo que se volvió clisé: que el
Quijote de Cervantes hacía reír en una primera lectura, luego pensar
y finalmente llorar. Esto, claro está, dice menos del
Quijote que de la
necesidad de reatender lo que hemos leído según las nuevas
imposiciones que nos presenta ese otro texto magno e implacable,
la vida, y sobre todo esa vida que, en Occidente, nos ha tocado
asumir a los modernos y tardomodernos, la de sobrevivir Dios.
En esa vida
póstuma, que es la de la escritura, se ha ganado una cordura,
como ya sentenciaba el libro de Cervantes a través del epitafio
que le escribe el bachiller Sansón Carrasco.
Yace aquí el Hidalgo fuerte,
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura,
morir cuerdo y vivir loco.
Ciertamente, cuando Lutero edificó sobre el acto de interpretar
su Iglesia, de paso acabó con el sacramento de la confesión, y
esto de alguna forma nos hace perder de vista que lo importante
es el viaje, y que el destino final es, nada más, la
consecuencia de un aprendizaje. Nos hace olvidar que el extravío
es la condición inicial de la lectura y que la lectura, por
definición, debe ser
delirio (es decir, salida de trillo, apartamiento): ya
saldremos del libro, y lo importante es que salgamos con bien,
habiendo puesto en suspenso, por un momento, nuestros
preconceptos, habiéndonos abandonado a lo que el libro tiene
para decirnos. Lo cardinal, en todo caso, es recordar que leer
es releer, lo que nos permitirá advertir, entonces, que se puede
dar a Dios todavía, y como ocurriera con el hidalgo de
Cervantes, lo que todavía le podemos dar, es decir “el
espíritu”, eso refractario a las interpretaciones, esa
negatividad, esa insistencia, si se quiere decirlo así, de la
metafísica. No es, como se aprecia, que Dios le haya reclamado
el alma (como por ejemplo, a través de la estatua de Don
Gonzalo, a su contemporáneo Don Juan), sino que el Quijote se ha
hecho juicio primero, ha decidido morirse y
entonces, dar su
espíritu. Es decir, muy reflexivamente, morirse, que es algo
distinto a morir a secas; morir activamente, decidido, soberano,
para vivir, de ahí en más, en todos aquellos que acepten seguir
leyéndolo. Si la carne se denuncia mustia, entonces, sigamos
leyendo.
Entiéndaselo de
este modo: mientras no encontremos cómo volver a leer, cómo
reencontrar el espíritu, para estar en condiciones de darlo,
persistiremos en esta aflicción. Nadie ha leído todos los
libros, como pretendía Mallarmé, porque
los buenos libros siguen
ahí, abiertos, vírgenes, invitantes. Siguen ahí, abriéndonos al
extravío.