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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



DE CERVANTES SAAVEDRA, MIGUEL - DON QUIJOTE DE LA MANCHA - LECTURA - ESPÍRITU -


Carne triste y letra viva*
 

Amir Hamed
 

Sujetos más o menos, universales más o menos, en esa muerte de Dios, y entronización del Estado, hemos vivido desde que nos atrevimos a aceptar el desafío de la lectura y asumir el peso de la libertad que, dentro del marco del señor Quijano o Quijada o tal vez Quesada, vendría a ser el peso de reatinarle a la lectura, de encontrar la forma de vivir “bien” aquello que se escribe y aquello que se lee. Pero esa libertad no está dada; exige seguir leyendo.

Recuperar el juicio, a condición de haberlo entregado, o puesto en suspenso, es la exigencia de leer, al menos la de leer eso que, por comodidad, llamamos literatura. Recuperar el juicio, por ejemplo, y después de haberlo perdido con ahínco, es la íntegra aventura de aquel varón Quesada o Quijano, o Quijada, que cambió su nombre por el de Don Quijote. Se sabe que el libro de Cervantes (consignado por unos como la primera novela moderna, si bien otra biblioteca dice que fue el también castellano, aunque anónimo, Lazarillo de Tormes, de 1554) ha dado pie a miles de consideraciones y devaneos: uno ve al Quijote y, con el pretexto de que, a fin de cuentas, el personaje es medio loco, se pone a encontrar allí, como en las nubes, que son gatillo de la ensoñación, mucho menos lo que hay que lo que se le antoja ver (las nubes esos fantasmas en que se proyecta nuestra imaginación, decía Lucrecio en su De la naturaleza de las cosas); incluso puede uno hacer de su lectura un papelón con lo suyo de despampanante, como le ocurriera no hace tanto a Mario Vargas Llosa, a quien en su prólogo a la edición del cuarto centenario de vida del libro se le ocurrió decir que este varón Quesada que se hizo Quijote vino a resultar el primer liberal que se haya conocido. El papelón está menos en el error que en la trivialidad: se puede discutir si el Quijote era un protoliberal, en la medida en que era un protopensador, pero lo innegable es que hacer de él un liberal, figura demasiado cargada por los siglos, nada agrega al personaje y, por el contrario, lo empobrece. Es como aseverar en rapto de iluminación que el autor, Cervantes, era manco, pero no porque hubiera perdido la mano sino porque se le anquilosó, muerto el nervio, o que en el Quijote uno se topa de narices con el bípedo.

También se puede encontrar en él, como hiciera Michel Foucault en Las palabras y las cosas, el Héroe de lo Mismo, el incapaz de percibir otra cosa que lo que está decidido a leer; ningún dato de la realidad, para decirlo así, contradice la lectura del mundo que ya había hecho: si los gigantes se revelan como molinos de viento, eso es porque no eran molinos sino porque un mago nos encantó; si una pastora fea y maloliente resulta la incomparable Dulcinea del Toboso, es porque un mago la raptó. Y esto, la insistencia en decodificar el mundo a pesar de que el mundo sólo nos dé mamporros, empieza a acercarnos a la pregunta que, de entrada, a través de su hidalgo nos hizo Cervantes: ¿por qué razón seguir leyendo? Y más aún, ¿por qué seguir leyendo hoy, cuando somos apuradísima carne del tercer milenio? ¿No nos sentimos en ocasiones, como se sentía StéphaneMallarmé hace más de un siglo cuando escribía “La carne está triste, ¡ay! y ya he leído todos los libros”? Por los días de Mallarmé, como bien se recuerda, se había ido la divinidad, a la que su contemporáneo Federico Nietzsche proclamó muerta, pero nos había dejado su pecado, es decir, la carne (nuestra materia deseante pero irresoluta) y no se había encontrado qué libro leer, y enseguida llegaron las vanguardias, los modernismos, las tardovanguardias, los posmodernismos y, cuando acaba toda la vuelta, este nuevo momento de carne triste y libros renuentes, la segunda década del siglo XXI. Y para contestar esto, debemos empezar a desandar el camino, ya un poco calcificado por lecturas adocenadas, del libro de Cervantes.

Dar el alma

En primer lugar, debemos entender que, si de algo es emblema el Quijote (aquel hidalgo Quesada venido caballero) es mucho menos de la locura o sinrazón, es decir del quijotismo, que de la lectura. Leer es vivir, y Quijada sabe que un libro jamás puede ser entretenimiento: si nos habla de caballeros, de magos, de hadas y hazañas sin tregua es porque debemos vivir los magos, los caballeros, las damas, las hazañas. Eso, no otra cosa, es el quijotismo, un estado del alma, que es el del libro, que persigue, no la sinrazón, no el desatino, sino, precisamente, el juicio. De no tratarse del Quijote, héroe inscripto en una historia de muy encomiables desatinos (la Modernidad, Occidente), cuesta entender por qué, quijotescamente, pocos, o casi nadie, se han parado a leer la última palabra de este señor Quesada en el libro, que es aquello que lo separa del rosario de superhéroes surgidos a su imagen que, desde el siglo XX, reconvirtieron al Quijote en esquizofrénica pasión vigilante (Batman, el Hombre Araña, Linterna Verde). 

“Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías”, dice el protagonista, ya en su lecho de muerte, resignado a  dar “su alma a Dios” mientras su entorno íntegro (el ama, la sobrina, Sancho, el bachiller Sansón Carrasco, el cura) lo alienta a salir nuevamente a la aventura. Ahora bien, ¿qué nos dice cuando dice leyenda? Se trata de una palabra latina que quiere decir “para ser leído”. Acá nos entera, por tanto, de que esta confesión póstuma no trata del carácter abominable de los libros de caballería sino de otra cosa, de que ciertamente, si bien debemos encontrar vida en los libros, esa vida surge, precisamente de la estrategia que encontremos para leer aquello que cada libro nos propone. A fin de cuentas, ¿qué es leer sino juzgar línea por línea? Lo estamos haciendo acá mismo: te creo o no te creo, te sigo o acá me quedo. Es, para decirlo de otro modo, menos lo que el libro nos dice que aquello que nos propone hagamos con él. Por esta razón, un libro es, antes que nada, una invitación a perdernos en él, para luego, como hizo el señor Quijano o Quesada, encontrarnos.

Es por esto que la obligación del libro es cambiar nuestra vida. Si salimos de él como habíamos entrado, nada ha tenido para decirnos. Mientras leemos, para decirlo en términos quijotescos, hemos enloquecido, pero esta insania es apenas una fase de un proceso en el que terminaremos descubriéndonos. Este descubrimiento conoce una figura prestigiosa y antiquísima, la anagnórisis o reconocimiento que postulaba Aristóteles: en un libro debemos terminar reconociéndonos. Ahora bien, no se trata, para decirlo así, de que nos reconozcamos en las figuras del libro, que agotemos nuestra supuesta identidad en ellas (¿en quién se reconoce uno?, ¿en Bruno Díaz, en Batman, en el Guasón?) sino en su itinerario, y por eso cada lectura, para ser lectura, debe ser desafiante. El desafío, por otra parte, no debe interrumpirse ni al final: cuando todos querían que se quedara en casa, el Quijote salía; cuando todos querían que volviera a salir, el Quijote se queda. Y cuando todos lo proclaman en paz, es cuando el Quijote más acaba de desatar la guerra, como se advierte en el momento de su deceso.

“En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.

Pero esta docilidad es fatalmente engañosa, como engañoso es todo con el Quijote, porque en esta celebrada paz de su fin, se ha abierto un abismo. Entre el “dar” y el “querer decir” del narrador, ese muy francés je veut dire, ese “no se confunda lo que digo”, se ha abismado la modernidad, desde sus inicios, hasta llegar a esta instancia mortecina a la que parece habernos librado. El hidalgo de la Mancha ha dado algo que nadie le reclama (su alma), tras alcanzar el juicio. Pero, ¿a quién se la entrega? En días de Cervantes, no se olvide, el pensamiento había abierto un pabellón que derivaría en el Iluminismo, mientras otros, los contrarreformistas mediterráneos, buscaban clausurarlo en el sentido fijo del dogma. Por un lado, Martín Lutero, contemporáneo del Lazarillo (asistente entre otras cosas de un vendedor de bulas pontificias) había reivindicado la libertad de interpretación, una libertad que, en sí misma, contiene todas las libertades, ya que se trata de un principio ético que se puede plantear así: debo vivir lo que leo, yo solito, confrontado con la palabra. La Iglesia Católica, por entonces, encasillaba toda posibilidad de razonar fuera del dogma como herejía, como satanismo, y con esa Iglesia, entre otros, debía lidiar el Quijote mientras iba siendo asaltado, una tras otra, por sus sinrazones. Las consecuencias de ese enfrentamiento, que convergerán en la confesión del hidalgo de la Mancha, las tenemos ante nuestras narices: por un lado, asumir la ética protestante es asumir el juicio de los mortales y, en ese sentido, la obsolescencia de Dios. Si Dios, que se tomó el trabajo de escribir, ya no puede asignar sentido a lo que escribió, entonces ahora, que leemos según nuestro arbitrio, se ha vuelto irrelevante, prescindible, incluso inconducente. Dicho en breve, en el mismo momento en que el sacerdote Lutero decidió “interpretar”, que era su manera de “protestar”, Dios había muerto, como ratificaría Nietzsche siglos más tarde cuando sostuviera que no hay hechos sino interpretaciones, es decir, que el peso de la realidad, o de la Creación (en definitiva, eso viene a ser Dios muerto) lo cargamos nosotros.

Lo que vive

Pero si uno aprende de Cervantes, entonces la aflicción, ésa que acosaba a Mallarmé, se desvanece. Para los modernos, para los iluministas, ese momento luterano, el de la toma de decisión, sería el mojón decisivo del devenir, casi que su fin mismo, como entendería Hegel en su filosofía de la historia; aquel momento en que la religión histórica, es decir, positiva, deja de imponer, desde su externalidad, sus creencias, reglas y rituales. Muerto (para decirlo con tono hegeliano, “desde siempre”, Dios) su mediación (la de la iglesia) dejaba al sujeto en libertad. Esto no es paradojal, en la medida en que aquello que es “sujetado”, el sujeto, queda a cargo de la libertad, que es libertad de pensamiento, o sea de escritura, y la nueva mediación pasa a ser la del Estado, instancia a través de la cual se darán los Universales.

Sujetos más o menos, universales más o menos, en esa muerte de Dios, y entronización del Estado, hemos vivido desde que nos atrevimos a aceptar el desafío de la lectura y asumir por nosotros el peso de la libertad que, dentro del marco del señor Quijano o Quijada o tal vez Quesada, vendría a ser el peso de reatinarle a la lectura, es decir, de encontrar la forma de vivir “bien” aquello que se escribe y aquello que se lee. Pero esa libertad no está dada; exige seguir leyendo, o releyendo, encontrando el sentido adecuado de aquello que nos presenta el texto para la instancia que nos toca vivir. Miguel de Unamuno decía algo que se volvió clisé: que el Quijote de Cervantes hacía reír en una primera lectura, luego pensar y finalmente llorar. Esto, claro está, dice menos del Quijote que de la necesidad de reatender lo que hemos leído según las nuevas imposiciones que nos presenta ese otro texto magno e implacable, la vida, y sobre todo esa vida que, en Occidente, nos ha tocado asumir a los modernos y tardomodernos, la de sobrevivir Dios.

En esa vida póstuma, que es la de la escritura, se ha ganado una cordura, como ya sentenciaba el libro de Cervantes a través del epitafio que le escribe el bachiller Sansón Carrasco.

Yace aquí el Hidalgo fuerte,
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura,
morir cuerdo y vivir loco.

Ciertamente, cuando Lutero edificó sobre el acto de interpretar su Iglesia, de paso acabó con el sacramento de la confesión, y esto de alguna forma nos hace perder de vista que lo importante es el viaje, y que el destino final es, nada más, la consecuencia de un aprendizaje. Nos hace olvidar que el extravío es la condición inicial de la lectura y que la lectura, por definición, debe ser delirio (es decir, salida de trillo, apartamiento): ya saldremos del libro, y lo importante es que salgamos con bien, habiendo puesto en suspenso, por un momento, nuestros preconceptos, habiéndonos abandonado a lo que el libro tiene para decirnos. Lo cardinal, en todo caso, es recordar que leer es releer, lo que nos permitirá advertir, entonces, que se puede dar a Dios todavía, y como ocurriera con el hidalgo de Cervantes, lo que todavía le podemos dar, es decir “el espíritu”, eso refractario a las interpretaciones, esa negatividad, esa insistencia, si se quiere decirlo así, de la metafísica. No es, como se aprecia, que Dios le haya reclamado el alma (como por ejemplo, a través de la estatua de Don Gonzalo, a su contemporáneo Don Juan), sino que el Quijote se ha hecho juicio primero, ha decidido morirse y entonces, dar su espíritu. Es decir, muy reflexivamente, morirse, que es algo distinto a morir a secas; morir activamente, decidido, soberano, para vivir, de ahí en más, en todos aquellos que acepten seguir leyéndolo. Si la carne se denuncia mustia, entonces, sigamos leyendo.

Entiéndaselo de este modo: mientras no encontremos cómo volver a leer, cómo reencontrar el espíritu, para estar en condiciones de darlo, persistiremos en esta aflicción. Nadie ha leído todos los libros, como pretendía Mallarmé, porque  los buenos libros siguen ahí, abiertos, vírgenes, invitantes. Siguen ahí, abriéndonos al extravío. 

 

* Publicado originalmente en la Revista arte y diseño.

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