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Sandra López Desivo

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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



JUICIO - BIEN / MAL -


Más allá del bien y del mal (I)*

Friedrich Nietzsche

La falsedad de un juicio no es para ya una objeción contra él. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece la vida, y estarnos inclinados por principio a afirmar que los juicios más falsos (los juicios sintéticos a priori) son los más imprescindibles para nosotros; que renunciar a los juicios falsos sería negar la vida. Admitir que la no-verdad es condición de la vida significa enfrentarse a los sentimientos de valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca más allá del bien y del mal.

Prólogo


Suponiendo que la verdad sea una mujer, ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres?, ¿de que la estremecedora seriedad, la torpe insistencia con que hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran medios inhábiles e ineptos para conquistar los favores precisamente de una hembra? Lo cierto es que la verdad no se ha dejado conquistar: - y hoy toda especie de dogmática está ahí en pie, con una actitud de aflicción y desánimo. ¡Si es que en absoluto permanece en pie! Pues burlones hay que afirman que ha caído, que toda dogmática yace por el suelo, incluso que toda dogmática se encuentra en las últimas. Hablando en serio, hay buenas razones que abonan la esperanza de que todo dogmatizar en filosofía, aunque se haya presentado como algo muy solemne, muy definitivo y válido, acaso no haya sido más que una noble puerilidad y cosa de principiantes; y tal vez esté muy cercano el tiempo en que se comprenderá cada vez más qué es lo que propia- mente ha bastado para poner la primera piedra de esos sublimes e incondicionales edificios de filósofos que los dogmáticos han venido levantando hasta ahora, -una superstición popular cualquiera procedente de una época inmemorial (como la superstición del alma, la cual, en cuanto superstición del sujeto y superstición del yo, aún hoy no ha dejado de causar daño), acaso un juego cualquiera de palabras, una seducción de par- te de la gramática o una temeraria generalización de hechos muy reducidos, muy personales, muy humanos, demasiado humanos. La filosofía de los dogmáticos ha sido, esperémoslo, tan sólo un hacer promesas durante milenios: como lo fue, en una época aún más antigua, la astrología, en cuyo servicio es posible que se hayan invertido más trabajo, dinero, perspicacia, paciencia que los invertidos hasta ahora en favor de cual- quiera de las verdaderas ciencias: - a la astrología y a sus pretensiones «sobreterrenales» se debe en Asia y en Egipto el estilo grandioso de la arquitectura. Parece que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón de la humanidad con sus exigencias eternas, tienen que vagar antes sobre la tierra cual monstruosas y tremebundas figuras grotescas: una de esas figuras grotescas fue la filosofía dogmática, por ejemplo la doctrina del Vedanta en Asia y en Europa el platonismo. No seamos ingratos con ellas, aunque también tengamos que admitir que el peor, el más duradero y peligroso de todos los errores ha sido hasta ahora un error de dogmáticos, a saber, la invención por Platón del espíritu puro y del bien en sí. Sin embargo, ahora que ese error ha sido superado, ahora que Europa respira aliviada de su pesadilla y que al menos le es lícito disfrutar de un mejor - sueño, somos nosotros, cuya tarea es el estar despiertos, los herederos de toda la fuerza que la lucha contra ese error ha desarrollado y hecho crecer. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría poner la verdad cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida; incluso, en cuanto médicos, nos es lícito preguntar: «¿De dónde procede esa enfermedad que aparece en la más bella planta de la Antigüedad, en Platón?, ¿es que la corrompió el malvado Sócrates?, ¿habría sido Sócrates, por lo tanto, el corruptor de la juventud?, ¿y habría merecido su cicuta?». Pero la lucha contra Platón o, para decirlo de una manera más inteligible para el «pueblo», la lucha contra la opresión cristiano-eclesiástica durante siglos -pues el cristianismo es platonismo para el «pueblo»- ha creado en Europa una magnífica tensión del espíritu, cual no la había habido antes en la tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como blanco las metas más lejanas. Es cierto que el hombre europeo siente esa tensión como una tortura; y ya por dos veces se ha hecho, con gran estilo, el intento de aflojar el arco, la primera, por el jesuitismo, y la segunda, por la ilustración democrática: - ¡a la cual le fue dado de hecho conseguir, con ayuda de la libertad de prensa y de la lectura de periódicos que el espíritu no se sintiese ya tan fácilmente a sí mismo como «tortura»! (Los alemanes inventaron la pólvora -¡todos mis respetos por ello!, pero volvieron a repararlo-, inventaron la prensa.) Mas nosotros, que no somos ni jesuitas, ni demócratas, y ni siquiera suficientemente alemanes; nosotros los buenos europeos y espíritus libres, muy libres - ¡nosotros la tenemos todavía, tenemos la tortura toda del espíritu y la entera tensión de su arco! Y acaso también la flecha, la tarea y, ¿quién sabe?, incluso el blanco...

Sils-Maria, Alta Engadina,
en junio de 1885


Sección primera. De los prejuicios de los filósofos



1


La voluntad de verdad, que todavía nos seducirá a correr más de un riesgo, esa famosa veracidad de la que todos los filósofos han hablado hasta ahora con veneración: ¡qué preguntas nos ha propuesto ya esa voluntad de verdad! ¡Qué extrañas, perversas, problemáticas preguntas! Es una historia ya larga, - ¿y no parece, sin embargo, que apenas acaba de empezar? ¿Puede extrañar el que nosotros acabemos haciéndonos des- confiados, perdiendo la paciencia y dándonos la vuelta impacientes? ¿El que también nosotros, por nuestra parte, aprendamos de esa esfinge a preguntar? ¿Quién es propiamente el que aquí nos hace preguntas? ¿Qué cosa existente en nosotros es lo que aspira propiamente a la «verdad»? - De hecho hemos estado de- tenidos durante largo tiempo ante la pregunta que interroga por la causa de ese querer, - hasta que hemos acabado deteniéndonos del todo ante una pregunta aún más radical. Hemos preguntado por el valor de esa voluntad. Suponiendo que nosotros queramos la verdad: ¿porqué no, más bien, la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y aun la ignorancia? - El problema del valor de la verdad se plantó delante de nosotros, - ¿o fuimos nosotros quienes nos plantamos delante del problema? ¿Quién de nosotros es aquí Edipo? ¿Quién Esfinge? Es éste, a lo que parece, un lugar donde se dan cita preguntas y signos de interrogación. - ¿Y se cree- ría que a nosotros quiere parecernos, en última instancia, que el problema no ha sido planteado nunca hasta ahora, - que ha sido visto, afrontado, osado por vez primera por nosotros? Pues en él hay un riesgo, y acaso no exista ninguno mayor.


2


«¿Cómo podría una cosa surgir de su antítesis? ¿Por ejemplo, la verdad, del error? ¿O la voluntad de ver- dad, de la voluntad de engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y solar contemplación del sabio, de la concupiscencia?. Semejante génesis es imposible; quien con ello sueña, un necio, incluso algo peor; las cosas de valor sumo es preciso que tengan otro origen, un origen propio, - ¡no son derivables de este mundo pasajero, seductor, engañador, mezquino, de esta confusión de delirio y deseo! Antes bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto, en la "cosa en sí" - ¡ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en ninguna otra parte!» - Este modo de juzgar constituye el prejuicio típico por el cual resultan reconocibles los metafísicos de todos los tiempos; esta especie de valoraciones se encuentra en el tras- fondo de todos sus procedimientos lógicos; partiendo de este «creer» suyo se esfuerzan por obtener su «saber», algo que al final es bautizado solemnemente con el nombre de «la verdad». La creencia básica de los metafísicos es la creencia en las antítesis de los valores. Ni siquiera a los más previsores entre ellos se les ocurrió dudar ya aquí en el umbral, donde más necesario era hacerlo, sin embargo: aun cuando se habían jurado de omnibus dubitandum [dudar de todas las cosas]. Pues, en efecto, es lícito poner en duda, en primer término, que existan en absoluto antítesis, y, en segundo término, que esas populares valoraciones y antítesis de valores sobre las cuales han impreso los metafísicos su sello sean algo más que estimaciones superficiales, sean algo más que perspectivas provisionales y, además, acaso, perspectivas tomadas desde un ángulo, de abajo arriba, perspectivas de rana, por así decirlo, para tomar prestada una expresión corriente entre los pintores. Pese a todo el valor que acaso corresponda a lo verdadero, a lo veraz, a lo desinteresado: sería posible que a la apariencia, a la voluntad de engaño, al egoísmo y a la concupiscencia hubiera que atribuirles un valor más elevado o más fundamental para toda vida. Sería incluso posible que lo que constituye el valor de aquellas cosas buenas y veneradas consistiese precisamente en el hecho de hallarse emparentadas, vinculadas, entreveradas de manera capciosa con estas cosas malas, aparentemente antitéticas, y quizá en ser idénticas esencialmente a ellas. ¡Quizá! - ¡Mas quién quiere preocuparse de tales peligrosos «quizás»!. Hay que aguardar para ello a la llegada de un nuevo género de filósofos, de filósofos que tengan gustos e inclinaciones diferentes y opuestos a los tenidos hasta ahora, - filósofos del peligroso «quizá», en todos los sentidos de esta palabra. - Y hablando con toda seriedad: yo veo surgir en el horizonte a esos nuevos filósofos.


3


Tras haber dedicado suficiente tiempo a leer a los filósofos entre líneas y a mirarles las manos, yo me digo: tenemos que contar entre las actividades instintivas la parte más grande del pensar consciente, y ello incluso en el caso del pensar filosófico; tenemos que cambiar aquí de ideas, lo mismo que hemos cambiado de ideas en lo referente a la herencia y a lo «innato». Así como el acto del nacimiento no entra en consideración para nada en el curso anterior y ulterior de la herencia: así tampoco es la «consciencia», en ningún sentido decisivo, antitética de lo instintivo, - la mayor parte del pensar consciente de un filósofo está guiada de modo secreto por sus instintos y es forzada por éstos a discurrir por determinados carriles. También detrás de toda lógica y de su aparente soberanía de movimientos se encuentran valoraciones o, hablando con mayor claridad, exigencias fisiológicas orientadas a conservar una determinada especie de vida. Por ejemplo, que lo determinado es más valioso que lo indeterminado, la apariencia, menos valiosa que la «verdad»: a pesar de toda su importancia regulativa para nosotros, semejantes estimaciones podrían ser, sin embargo, nada más que estimaciones superficiales, una determinada especie de niaiserie [bobería], quizá necesaria precisamente para conservar seres tales como nosotros. Suponiendo, en efecto, que no sea precisamente el hombre la «medida de las cosas»...


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La falsedad de un juicio no es para nosotros ya una objeción contra él; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece la vida, conserva la vida, conserva la especie, quizá incluso selecciona la especie; y nosotros estarnos inclinados por principio a afirmar que los juicios más falsos (de ellos forman parte los juicios sintéticos a priori) son los más imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no admitiese las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con el metro del mundo puramente inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí-mismo, si no falsease permanentemente el mundo mediante el número, que renunciar a los juicios falsos sería renunciar a la vida, negar la vida. Admitir que la no-verdad es condición de la vida: esto significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimientos de valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá del bien y del mal.


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Lo que nos incita a mirar a todos los filósofos con una mirada a medias desconfiada y a medias sarcástica no es el hecho de darnos cuenta una y otra vez de que son muy inocentes -de que se equivocan y se extravían con mucha frecuencia y con gran facilidad, en suma, su infantilismo y su puerilidad, sino el hecho de que no se comporten con suficiente honestidad: siendo así que todos ellos levantan un ruido grande y virtuoso tan pronto como se toca, aunque sólo sea de lejos, el problema de la veracidad. Todos ellos simulan haber descubierto y alcanzado sus opiniones propias mediante el autodesarrollo de una dialéctica fría, pura, divinamente despreocupada (a diferencia de los místicos de todo grado, que son más honestos que ellos y más torpes - los místicos hablan de «inspiración»): siendo así que, en el fondo, es una tesis adoptada de antemano, una ocurrencia, una «inspiración», casi siempre un deseo íntimo vuelto abstracto y pasado por la criba lo que ellos defienden con razones buscadas posteriormente: - todos ellos son abogados que no quieren llamarse así, y en la mayoría de los casos son incluso pícaros abogados de sus prejuicios, a los que bautizan con el nombre de «verdades», - y están muy lejos de la valentía de la conciencia que a sí misma se confiesa esto, precisamente esto, muy lejos del buen gusto de la valentía que da también a entender esto, bien para poner en guardia a un enemigo o amigo, bien por petulancia y por burlarse de sí misma. La tan tiesa como morigerada tartufería del viejo Kant, con la cual nos atrae hacia los tortuosos caminos de la dialéctica, los cuales encaminan o, más exactamente, descaminan hacia su «imperativo categórico» - esa comedia nos hace sonreír a nosotros, hombres malacostumbrados que encontramos no parca diversión en indagar las sutiles malicias de los viejos moralistas y predicadores de moral. Y no digamos aquel hocuspocus [fórmula mágica] de forma matemática con el que Spinoza puso una como coraza de bronce a su filosofía y la enmascaró -en definitiva, «el amor a su sabiduría», interpretando esta palabra en su sentido correcto y justo-, a fin de intimidar así de antemano el valor del atacante que osase lanzar una mirada sobre esa invencible virgen y Palas Atenea: - ¡cuánta timidez y vulnerabilidad propias delata esa mascarada de un enfermo eremítico!


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Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una especie de memoires [memorias] no queridas y no advertidas; asimismo, que las intenciones morales (o inmorales) han constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él -) llegar? Yo no creo, por lo tanto, que un «instinto de conocimiento» sea el padre de la filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto diferente se ha servido del conocimiento (¡y del desconocimiento!) nada más que como de un instrumento. Pero quien examine los instintos fundamentales del hombre con el propósito de saber hasta qué punto precisamente ellos pueden haber actuado aquí como genios (o demonios o duendes -) inspiradores encontrará que todos ellos han hecho ya alguna vez filosofía, - y que a cada uno de ellos le gustaría mucho presentarse justo a sí mismo como finalidad última de la existencia y como legítimo señor de todos los demás instintos. Pues todo instinto ambiciona dominar: y en cuanto tal intenta filosofar. - Desde luego: entre los doctos, entre los hombres auténticamente científicos acaso las cosas ocurran de otro modo -«mejor», si se quiere-, acaso haya allí realmente algo así como un instinto cognoscitivo, un pequeño reloj independiente que, una vez que se le ha dado bien la cuerda, se pone a trabajar de firme, sin que ninguno de los demás instintos del hombre docto participe esencialmente en ello. Por esto los auténticos «intereses» del docto se encuentran de ordinario en otros lugares completamente distintos, por ejemplo en la familia, o en el salario, o en la política; y hasta casi resulta indiferente el que su pequeña máquina se aplique a este o a aquel sector de la ciencia, y el que el joven y «esperanzador» trabajador haga de sí mismo un buen filólogo, o un experto en hongos, o un químico: - lo que lo caracteriza no es que él llegue a ser esto o aquello. En el filósofo, por el contrario, nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él - es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente situados los instintos más íntimos de su naturaleza.


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¡Qué malignos pueden ser los filósofos! Yo no conozco nada más venenoso que el chiste que Epicuro se permitió contra Platón y los platónicos: los llamó dionysiokolakes. Esta palabra, según su sentido literal, y en primer término, significa «aduladores de Dionisio», es decir, agentes del tirano y gentes serviles; pero, además, quiere decir «todos ellos son comediantes, en ellos no hay nada auténtico» (pues dionysokolax era una designación popular del comediante). Y en esto último consiste propiamente la malicia que Epicuro lanzó contra Platón: a Epicuro le molestaban los modales grandiosos, el ponerse uno a sí mismo en escena, cosa de que tanto entendían Platón y todos sus discípulos, - ¡y de la que no entendía Epicuro!, él, el viejo maestro de escuela de Samos que permaneció escondido en su jardincillo de Atenas y escribió trescientos libros, ¿quién sabe?, ¿acaso por rabia y por ambición contra Platón? - Fueron necesarios cien años para que Grecia se diese cuenta de quién había sido aquel dios del jardín, Epicuro. - ¿Se dio cuenta? -


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En toda filosofía hay un punto en el que entra en escena la «convicción» del filósofo: o, para decirlo en el lenguaje de un antiguo mysterium: adventavit asínus pulcher et fortissimus [ha llegado un asno hermoso y muy fuerte].


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¿Queréis vivir «según la naturaleza»?. ¡Oh nobles estoicos, qué embuste de palabras! Imaginaos un ser como la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y justicia, que es feraz y estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder - ¿cómo podríais vivir vosotros según esa indiferencia? Vivir - ¿no es cabalmente un querer-ser-distinto de esa naturaleza? ¿Vivir no es evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado, querer-ser- diferente? Y suponiendo que vuestro imperativo «vivir según la naturaleza» signifique en el fondo lo mismo que «vivir según la vida» - ¿cómo podríais no vivir así? ¿Para qué convertir en un principio aquello que vosotros mismos sois y tenéis que ser? - En verdad, las cosas son completamente distintas: ¡mientras simuláis leer embelesados el canon de vuestra ley en la naturaleza, lo que queréis es algo opuesto, vosotros extraños comediantes y engañadores de vosotros mismos! Vuestro orgullo quiere prescribir e incorporar a la naturaleza, incluso a la naturaleza, vuestra moral, vuestro ideal, vosotros exigís que ella sea naturaleza «según la Estoa» y quisierais hacer que toda existencia existiese tan sólo a imagen vuestra - ¡cual una gigantesca y eterna glorificación y generalización del estoicismo! Pese a todo vuestro amor a la verdad, os coaccionáis a vosotros mismos, sin embargo, durante tanto tiempo, tan obstinadamente, con tal fijeza hipnótica, a ver la naturaleza de un modo falso, es decir, de un modo estoico, que ya no sois capaces de verla de otro modo, - y cierta soberbia abismal acaba infundiéndoos incluso la insensata esperanza de que, porque vosotros sepáis tiranizaros a vosotros mismos - estoicismo es tiranía de sí mismo -, también la naturaleza se deja tiranizar; ¿no es, en efecto, el estoico un fragmento de la naturaleza?... Pero ésta es una historia vieja, eterna: lo que en aquel tiempo ocurrió con los estoicos sigue ocurriendo hoy tan pronto como una filosofía comienza a creer en sí misma. Siempre crea el mundo a su imagen, no puede actuar de otro modo; la filosofía es ese instinto tiránico mismo, la más espiritual voluntad de poder, de «crear el mundo», de ser causa prima [causa primera].


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El afán y la sutileza, yo diría incluso la astucia, con que hoy se afronta por todas partes en Europa el problema «del mundo real y del mundo aparente», es algo que da que pensar y que incita a escuchar; y quien aquí no oiga en el trasfondo más que una «voluntad de verdad», y ninguna otra cosa, ése no goza cierta- mente de oídos muy agudos. Tal vez en casos singulares y raros intervengan realmente aquí esa voluntad de verdad, cierto valor desenfrenado y aventurero, una ambición metafísica de conservar el puesto perdido, ambición que en definitiva continúa prefiriendo siempre un puñado de «certeza» a toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan incluso fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir sobre una nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es nihilismo e indicio de un alma des- esperada, mortalmente cansada: y ello aunque los gestos de tal virtud puedan parecer muy valientes. En los pensadores más fuertes, más llenos de vida, todavía sedientos de vida, las cosas parecen ocurrir, sin embargo, de otro modo: al tomar partido contra la apariencia y pronunciar ya con soberbia la palabra «perspectivista», al conceder ala credibilidad de su propio cuerpo tan poco aprecio como a la credibilidad de la apariencia visible, la cual dice que «la tierra está quieta», y al dejar escaparse así de las manos, con buen humor al parecer, la posesión más segura (pues ¿en qué se cree ahora con más seguridad que en el cuerpo propio?), ¿quién sabe si en el fondo no quieren reconquistar algo que en otro tiempo fue poseído con una seguridad mayor, algo perteneciente al viejo patrimonio de la fe de otro tiempo, acaso «el alma inmortal», acaso «el viejo dios», en suma, ideas sobre las cuales se podía vivir mejor, es decir, de un modo más vigoroso y jovial que sobre las «ideas modernas»? Hay en esto desconfianza frente a estas ideas modernas, hay falta de fe en todo lo que ha sido construido ayer y hoy; hay quizá, mezclado con lo anterior, un ligero disgusto y sarcasmo, que ya no soporta el bric-a-bric [baratillo] de conceptos de la más diversa procedencia, que es la figura con que hoy se presenta a sí mismo en el mercado el denominado positivismo, hay una náusea propia del gusto más exigente frente a la policromía de feria y el aspecto harapiento de todos estos filosofastros de la realidad, en los cuales no hay nada nuevo y auténtico, excepto esa policromía. En esto se debe dar razón, a mi parecer, a esos actuales escépticos anti-realistas y microscopistas del conocimiento: su instinto, que los lleva a alejarse de la realidad moderna, no está refutado, - ¡qué nos importan a nosotros sus retrógrados caminos tortuosos! Lo esencial en ellos no es que quieran volver «atrás»: sino que quieran - alejarse. Un poco más de fuerza, de vuelo, de valor, de sentido artístico: y querrían ir más allá, - ¡y no hacia atrás! -


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Me parece que la gente se esfuerza ahora en todas partes por apartar la mirada del auténtico influjo que Kant ha ejercido sobre la filosofía alemana y, en particular, por resbalar prudentemente sobre el valor que él se atribuyó a sí mismo. Kant estaba orgulloso, ante todo y en primer lugar, de su tabla de las categorías; con ella en las manos dijo: «Esto es lo más difícil que jamás pudo ser emprendido con vistas a la metafísica». - ¡Entiéndase bien, sin embargo, ese «pudo ser»!, él estaba orgulloso de haber descubierto en el hombre una facultad nueva, la facultad de los juicios sintéticos a priori. Aun suponiendo que en esto se haya engañado a sí mismo: sin embargo, el desarrollo y el rápido florecimiento de la filosofía alemana dependen de ese orgullo y de la emulación surgida entre todos los más jóvenes por descubrir en lo posible algo más orgulloso todavía -- ¡y, en todo caso, «nuevas facultades»! - Pero reflexionemos: ya es hora. ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?, se preguntó Kant, - ¿y qué respondió propiamente? Por la facultad de una facultad: mas por desgracia él no lo dijo con esas seis palabras, sino de un modo tan detallado, tan venerable, y con tal derroche de profundidad y floritura alemanas que la gente pasó por alto la divertida niaiserie allemande [bobería alemana] que en tal respuesta se esconde. La gente estaba incluso fuera de sí a causa de esa nueva facultad, y el júbilo llegó a su cumbre cuando Kant descubrió también, además, una facultad moral en el hombre: - pues entonces los alemanes eran todavía morales, y no, en absoluto, «políticos realistas». Llegó la luna de miel de la filosofía alemana; todos los jóvenes teólogos del Seminario (Stift) de Tubinga salieron enseguida a registrar la maleza - todos buscaban «facultades». ¡Y qué cosas se encontraron - en aquella época inocente, rica, todavía juvenil del espíritu alemán, en la cual el romanticismo, hada maligna, tocaba su música, entonaba sus cantos, en aquella época en la que aún no se sabía mantener separados el «encontrar» y el «inventar»! Sobre todo, una facultad para lo «suprasensible»: Schelling la bautizó con el nombre de intuición intelectual y con ello satisfizo los deseos más íntimos de sus alemanes, llenos en el fondo de anhelos piadosos. A todo este petulante y entusiasta movimiento, que era juventud, por muy audazmente que se disfrazase con conceptos grisáceos y seniles, la mayor injusticia que se le puede hacer es tomarlo en serio, y, no digamos, el tratarlo acaso con indignación moral; en suma, la gente se hizo más vieja, - el sueño se disipó. Vino una época en que todo el mundo se restregaba la frente: todavía hoy continúa haciéndolo. Se había soñado: ante todo y en primer lugar - el viejo Kant. «Por la facultad de una facultad» - había dicho o al menos querido decir él. Pero ¿es esto - una respuesta? ¿Una aclaración? ¿O no es más bien tan sólo una repetición de la pregunta? ¿Cómo hace dormir el opio? «Por la facultad de una facultad», a saber, por su virtus dormitiva [fuerza dormitiva] - responde aquel médico en Moliere, quia est in eo virtus dormitiva cujus est natura sensus assoupire [porque hay en ello una fuerza dormitiva cuya naturaleza consiste en adormecer los sentidos].

Pero tales respuestas tienen su lugar en la comedia, y por fin ya es hora de sustituir la pregunta kantiana «cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» por una pregunta distinta: «¿por qué es necesaria la creencia en tales juicios?» - es decir, ya es hora de comprender que, para la finalidad de conservar seres de nuestra especie, hay que creer que tales juicios son verdaderos; ¡por lo cual, naturalmente, podrían ser incluso juicios falsos! O, dicho de modo más claro, y más rudo, y más radical: los juicios sintéticos a priori no deberían «ser posibles» en absoluto: nosotros no tenemos ningún derecho a ellos, en nuestra boca son nada más que juicios falsos. Sólo que, de todos modos, la creencia en su verdad es necesaria, como una creencia superficial y una apariencia visible pertenecientes a la óptica perspectivista de la vida. - Para volver a referirnos por última vez a la gigantesca influencia que «la filosofía alemana» -¿se comprende, como espero, su derecho a las comillas? - ha tenido en toda Europa, no se dude de que ha intervenido aquí una cierta virtus dormitiva [fuerza dormitiva]: los ociosos nobles, los virtuosos, los místicos, los artistas, los cristianos en sus tres cuartas partes y los oscurantistas políticos de todas las naciones estaban encantados de poseer, gracias a la filosofía alemana, un antídoto contra el todavía prepotente sensualismo que desde el siglo pasado se desbordaba sobre éste, en suma - sensus assoupire [adormecerlos sentidos]...


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En lo que se refiere al atomismo materialista: es una de las cosas mejor refutadas que existen; y acaso no haya ya hoy en Europa entre los doctos nadie tan indocto que continúe atribuyéndole una significación seria, excepto para el uso manual y doméstico (es decir, como una abreviación de los medios expresivos) - gracias sobre todo a aquel polaco Boscovich, que, junto con el polaco Copérnico, ha sido hasta hoy el adversario más grande y victorioso de la apariencia visible. Pues mientras que Copérnico nos ha persuadido a creer, contra todos los sentidos, que la tierra no está fija, Boscovich nos enseñó a abjurar de la creencia en la última cosa de la tierra que «estaba fija», la creencia en lo «corporal», en la «materia», en el átomo, ese último residuo y partícula terrestre: fue éste el triunfo más grande sobre los sentidos alcanzado hasta ahora en la tierra. - Pero hay que ir más allá todavía, - y declarar la guerra, una despiadada guerra a cuchillo, también a la «necesidad atomista», la cual continúa sobreviviendo de manera peligrosa en terrenos donde nadie la barrunta, análogamente a como sobrevive aquella «necesidad metafísica», aún más famosa: - en primer término hay que acabar también con aquel otro y más funesto atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha enseñado el cristianismo, el atomismo psíquico. Permítaseme designar con esta expresión aquella creencia que concibe el alma corno algo indestructible, eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo: lesa creencia debemos expulsarla de la ciencia! Dicho entre nosotros, no es necesario en modo alguno desembarazarse por esto de «el alma» misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y venerables: cosa que suele ocurrirle a la inhabilidad de los naturalistas, los cuales, apenas tocan «el alma», la pierden. Pero está abierto el camino que lleva a nuevas formulaciones y refinamientos de la hipótesis del alma: y conceptos tales como «alma mortal» y «alma como pluralidad del sujeto» y «alma como estructura social (Gesellschaftsbau) de los instintos y afectos» desean tener, de ahora en adelante, derecho de ciudadanía en la ciencia. El nuevo psicólogo, al poner fin a la superstición que hasta ahora proliferaba con una frondosidad casi tropical en torno a la noción de alma, se ha desterrado a sí mismo, desde luego, por así decirlo, a un nuevo desierto y a una nueva desconfianza - es posible que los psicólogos antiguos viviesen de modo más cómodo y divertido -: pero en definitiva aquél se sabe condenado, cabalmente por esto, también a inventar -y, ¿quién sabe?, acaso a encontrar.


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Los fisiólogos deberían pensárselo bien antes de afirmar que el instinto de autoconservación es el instinto cardinal de un ser orgánico. Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza - la vida misma es voluntad de poder -: la autoconservación es tan sólo una de las consecuencias indirectas y más frecuentes de esto. En suma, aquí, como en todas partes, ¡cuidado con los principios teleológicos superfluos! -como ese del instinto de autoconservación (lo debemos a la inconsecuencia de Spinoza). Así lo ordena, en efecto, el método, el cual tiene que ser esencialmente economía de principios.


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Acaso sean cinco o seis las cabezas en las cuales va abriéndose paso ahora la idea de que también la física no es más que una interpretación y un amaño del mundo (¡según nosotros!, dicho sea con permiso), y no una explicación del mundo: pero en la medida en que la física se apoya sobre la fe en los sentidos se la considera como algo más, y durante largo tiempo todavía tendrá que ser considerada como algo más, a saber, como explicación. Tiene a su favor los ojos y los dedos, tiene a su favor la apariencia visible y la palpable: esto ejerce un influjo fascinante, persuasivo, convincente sobre una época cuyo gusto básico es plebeyo, - semejante época se guía instintivamente, en efecto, por el canon de verdad del sensualismo eternamente popular. ¿Qué es claro, qué está «aclarado»? Sólo aquello que se deja ver y tocar, - hasta ese punto hay que llevar cualquier problema. A la inversa: justo en su oposición a la evidencia de los sentidos residía el en- canto del modo platónico de pensar, que era un modo aristocrático de pensar, - acaso entre hombres que disfrutaban incluso de sentidos más fuertes y más exigentes que los que poseen nuestros contemporáneos, pero que sabían encontrar un triunfo más alto en permanecer dueños de esos sentidos: y esto, por medio de pálidas, frías, grises redes conceptuales que ellos lanzaban sobre el multicolor torbellino de los sentidos - la plebe de los sentidos, como decía Platón-. En esta victoria sobre el mundo y en esta interpretación del mundo a la manera de Platón había una especie de goce distinto del que nos ofrecen los físicos de hoy, y asimismo los darwinistas y antiteleólogos entre los trabajadores de la fisiología, con su principio de la
«fuerza mínima» y de la estupidez máxima. «Allí donde el hombre no tiene ya nada que ver y agarrar, tampoco tiene nada que buscar» - éste es, desde luego, un imperativo distinto del platónico, un imperativo que,
sin embargo, acaso sea cabalmente el apropiado para una estirpe ruda y trabajadora de maquinistas y de constructores de puentes del futuro, los cuales no tienen que realizar más que trabajos groseros.


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Para cultivar la fisiología con buena conciencia hay que sostener que los órganos de los sentidos no son fenómenos en el sentido de la filosofía idealista: ¡en cuanto tales no podrían ser, en efecto, causas! Por lo tanto, hay que aceptar el sensualismo, al menos como hipótesis regulativa, por no decir como principio heurístico. - ¿Cómo?, ¿y otros llegan a decir que el mundo exterior sería obra de nuestros órganos? ¡Pero entonces nuestro cuerpo, puesto que es un fragmento de ese mundo exterior, sería obra de nuestros órganos! ¡Pero entonces nuestros órganos mismos serían - obra de nuestros órganos! Ésta es, a mi parecer, una reductio ad absurdum [reducción al absurdo] radical: suponiendo que el concepto de causa su¡ [causa de sí mismo] sea algo radicalmente absurdo. ¿En consecuencia el mundo externo no es obra de nuestros órganos?


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Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que existen «certezas inmediatas», por ejemplo «yo pienso», o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer, «yo quiero»: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto «cosa en sí», y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que «certeza inmediata» y también «conocimiento absoluto» y «cosa en sí» encierran una contradictio in adjecto [contradicción en el adjetivo], eso yo lo repetiré cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras! Aunque el pueblo crea que conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse: «cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición `yo pienso' obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, - por ejemplo, que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto causado por un ser que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar, - que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez `querer' o `sentir'? En suma, ese `yo pienso' presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que ya conozco en mí, para de ese modo establecer lo que tal estado es: en razón de ese recurso a un `saber' diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una `certeza' inmediata.» - En lugar de aquella «certeza inmediata» en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: «¿De dónde saco yo el concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a hablar de un yo, e incluso de un yo como causa, y, en fin, incluso de un yo causa de pensamientos?» El que, invocando una especie de intuición del conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: «yo pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real, cierto» - ése encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos de interrogación. «Señor mío», le dará tal vez a entender el filósofo,
«es inverosímil que usted no se equivoque: mas ¿por qué también la verdad a toda costa?» -


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En lo que respecta a la superstición de los lógicos: yo no me cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan de mala gana, - a saber: que un pensamiento viene cuando «él» quiere, y no cuando «yo» quiero; de modo que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto «yo» es la condición del predicado «pienso». Ello piensa: pero que ese «ello» sea precisamente aquel antiguo y famoso «yo», eso es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una «certeza inmediata». En definitiva, decir «ello piensa» es ya decir demasiado: ya ese «ello» contiene una interpretación del proceso y no forma parte de él. Se razona aquí según el hábito gramatical que dice «pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe, en consecuencia». Más o menos de acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo atomismo, además de la «fuerza» que actúa, aquel pedacito de materia en que la fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas acabaron aprendiendo a pasarse sin ese «residuo terrestre», y acaso algún día se habituará la gente, también los lógicos, a pasarse sin aquel pequeño «ello» (a que ha quedado reducido, al volatilizarse, el honesto y viejo yo).


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No es ciertamente el atractivo menor de una teoría el que resulte refutable: justo por ello atrae a las cabezas más sutiles. Parece que la cien veces refutada teoría de la «voluntad libre» debe su perduración tan sólo a ese atractivo -: una y otra vez llega alguien y se siente lo bastante fuerte para refutarla.


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Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta fuera la cosa más conocida del mundo; y Schopenhauer dio a entender que la voluntad era la única cosa que nos era propiamente conocida, conocida del todo y por entero, conocida sin sustracción ni añadidura. Pero a mí continúa pareciéndome que, también en este caso, Schopenhauer no hizo más que lo que suelen hacer justo los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. A mí la volición me parece ante todo algo complicado, algo que sólo como palabra forma una unidad, - y justo en la unidad verbal se esconde el prejuicio popular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos. Seamos, pues, más cautos, seamos «afilosóficos»-, digamos: en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de que nos alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos, el sentimiento de esos mismos «alejarse» y «tender», y, además, un sentimiento muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto como «realizamos una volición», aunque no pongamos en movimiento «brazos y piernas». Y así como hemos de admitir que el sentir, y desde luego un sentir múltiple, es un ingrediente de la voluntad, así debemos admitir también, en segundo término, el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; - ¡y no se crea que es posible separar ese pensamiento de la «volición», como si entonces ya sólo quedase voluntad! En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además, un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando. Lo que se llama «libertad de la voluntad» es esencial- mente el afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obedecer: «yo soy libre, ‘él’ tiene que obedecer» - en toda voluntad se esconde esa consciencia, y asimismo aquella tensión de la atención, aquella mirada derecha que se fija exclusivamente en una sola cosa, aquella valoración incondicional «ahora se necesita esto y no otra cosa», aquella interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo demás que forma parte del estado propio del que manda. Un hombre que realiza una volición - es alguien que da una orden a algo que hay en él, lo cual obedece, o él cree que obedece. Pero obsérvese ahora lo más asombroso en la voluntad, - esa cosa tan compleja para designar la cual no tiene el pueblo más que una sola palabra: en la medida en que, en un caso dado, nosotros somos a la vez los que mandan y los que obedecen, y, además, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que, por otro lado, nosotros tenemos el hábito de pasar por alto, de olvidar engañosamente esa dualidad, gracias al concepto sintético «yo», ocurre que de la volición se ha enganchado, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por lo tanto, de valoraciones falsas de la voluntad misma, - de modo que el volente cree de buena fe que la volición basta para la acción. Dado que en la mayoría de los casos hemos realizado una volición únicamente cuando resultaba lícito aguardar también el efecto del mandato, es decir, la obediencia, es decir, la acción, ocurre que la apariencia se ha traducido en el sentimiento de que existe una necesidad del efecto; en suma, el volente cree, con un elevado grado de seguridad, que voluntad y acción son de algún modo una sola cosa -, atribuye el buen resultado, la ejecución de la volición, a la voluntad misma, y con ello disfruta de un aumento de aquel sentimiento de poder que todo buen resultado lleva consigo. «Libertad de la voluntad» - ésta es la expresión para designar aquel complejo estado placentero del volente, el cual manda y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor, - y disfruta también en cuanto tal el triunfo sobre las resistencias, pero dentro de sí mismo juzga que es su voluntad la que propiamente vence las resistencias. A su sentimiento placentero de ser el que manda añade así el volente los sentimientos placenteros de los instrumentos que ejecutan, que tienen éxito, de las serviciales «subvoluntades» o subalmas - nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas -. L'effet c'est moi [el efecto soy yo): ocurre aquí lo que ocurre en toda colectividad bien estructurada y feliz, a saber: que la clase gobernante se identifica con los éxitos de la colectividad. Toda volición consiste sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social de muchas «almas»: por ello un filósofo debería arrogarse el derecho de considerar la volición en sí desde el ángulo de la moral: entendida la moral, desde luego, como doctrina de las relaciones de dominio en que surge el fenómeno «vida».


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Que los diversos conceptos filosóficos no son algo arbitrario, algo que se desarrolle de por sí, sino que crecen en relación y parentesco mutuos, que, aunque en apariencia se presenten de manera súbita y caprichosa en la historia del pensar, forman parte, sin embargo, de un sistema, como lo forman todos los miembros de la fauna de una parte de la tierra: esto es algo que, en definitiva, se delata en la seguridad con que los filósofos más distintos rellenan una y otra vez cierto esquema básico de filosofías posibles. Sometidos a un hechizo invisible, vuelven a recorrer una vez más la misma órbita: por muy independientes que se sientan los unos de los otros con su voluntad crítica o sistemática: algo existente en ellos los guía, algo los empuja a sucederse en determinado orden, precisamente aquel innato sistematismo y parentesco de los conceptos. El pensar de los filósofos no es, de hecho, tanto un descubrir cuanto un reconocer, un recordar de nuevo, un volver atrás y un repatriarse a aquella lejana, antiquísima economía global del alma de la cual habían brota- do en otro tiempo aquellos conceptos: - filosofar es, en este aspecto, una especie de atavismo del más alto rango. El asombroso parecido de familia de todo filosofar indio, griego, alemán, se explica con bastante sencillez. Justo allí donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absoluto evitar que, en virtud de la común filosofía de la gramática - quiero decir, en virtud del dominio y la dirección inconscientes ejercidos por funciones gramaticales idénticas -, todo se halle predispuesto de antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas filosóficos: lo mismo que parece estar cerrado el camino para cier- tas posibilidades distintas de interpretación del mundo. Los filósofos del área lingüística uralo-altaica (en la cual el concepto de sujeto es el peor desarrollado) mirarán con gran probabilidadd «el mundo» de manera diferente que los indogermanos o musulmanes, y los encontraremos en sendas distintas a las de éstos: el hechizo de determinadas funciones gramaticales es, en definitiva, el hechizo de juicios de valor fisiológicos y de condiciones raciales. - Todo esto, para refutar la superficialidad de Locke en lo referente a la procedencia de las ideas.


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La causa sui [causa de sí mismo] es la mejor autocontradicción excogitada hasta ahora, una especie de violación y acto contra natura lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le ha llevado a enredarse de manera profunda y horrible justo en ese sinsentido. La aspiración a la «libertad de la voluntad», entendida en aquel sentido metafísico y superlativo que por desgracia continúa dominando en las cabezas de los semi-instruidos, la aspiración a cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus acciones, y a des- cargar de ella a Dios, al mundo, a los antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos que a ser precisamente aquella causa su¡ [causa de sí mismo] y a sacarse a sí mismo de la ciénaga de la nada y a salir a la existencia a base de tirarse de los cabellos, con una temeridad aún mayor que la de Münchhausen. Suponiendo que alguien llegue así a darse cuenta de la rústica simpleza de ese famoso concepto de la «voluntad libre» y se lo borre de la cabeza, yo le ruego entonces que dé un paso más en su «ilustración» y se borre también de la cabeza lo contrario de aquel monstruoso concepto de la «voluntad libre»: me refiero a la «voluntad no libre», que aboca a un uso erróneo de causa y efecto. No debemos
cosificar equivocadamente «causa» y «efecto», como hacen los investigadores de la naturaleza (y quien, como ellos, naturaliza hoy en el pensar -) en conformidad con el dominante cretinismo mecanicista, el cual deja que la causa presione y empuje hasta que «produce el efecto»; debemos servirnos precisamente de la «causa», del «efecto» nada más que como de conceptos puros, es decir, ficciones convencionales, con fines de designación, de entendimiento, pero no de explicación. En lo «en-sí» no hay «lazos causales», ni «necesidad», ni «no-libertad psicológica», allí no sigue «el efecto a la causa», allí no gobierna «ley» ninguna.


Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley, la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, como si fuera un «en sí», en las cosas, continuamos actuando de igual manera que hemos actuado siempre, a saber, de manera mitológica. La «voluntad no libre» es mitología: en la vida real no hay más que voluntad fuerte y voluntad débil. - Constituye casi siempre ya un síntoma de lo que a un pensador le falta el hecho de que, en toda «conexión causal» y en toda «necesidad psicológica», tenga el sentimiento de algo de coacción, de necesidad, de sucesión obligada, de presión, de falta de libertad: el tener precisamente ese sentimiento resulta delator, - la persona se delata a sí misma. Y en general, si mis observaciones son correctas, la «no libertad de la voluntad» se concibe como problema desde dos lados completamente opuestos, pero siempre de una manera hondamente personal: los unos no quieren renunciar a ningún precio a su «responsabilidad», a la fe en sí mismos, al derecho personal a su mérito (las razas vanidosas se encuentran en este lado -); los otros, a la inversa, no quieren salir responsables de nada, tener culpa de nada, y aspiran, desde un autodesprecio íntimo, a poder echar su carga sobre cualquier cosa. Estos últimos, cuando escriben libros, suelen asumir hoy la defensa de los criminales; una especie de compasión socialista es su disfraz más agradable. Y de hecho el fatalismo de los débiles de voluntad se embellece de modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo como la religión de la souf-france humaine [la religión del sufrimiento humano]: ése es su «buen gusto».


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Perdóneseme el que yo, como viejo filólogo que no puede dejar su malicia, señale con el dedo las malas artes de interpretación: pero es que esa «regularidad de la naturaleza» de que vosotros los físicos habláis con tanto orgullo, como si - - no existe más que gracias a vuestra interpretación y a vuestra mala «filología», - ¡ella no es un hecho, no es un «texto», antes bien es tan sólo un amaño y una distorsión ingenuamente humanitarios del sentido, con los que complacéis bastante a los instintos democráticos del alma moderna! «En todas partes, igualdad ante la ley, - la naturaleza no se encuentra en este punto en condiciones distintas ni mejores que nosotros»: graciosa reticencia con la cual se enmascara una vez más la hostilidad de los hombres de la plebe contra todo lo privilegiado y soberano, y asimismo un segundo y más sutil ateísmo. Ni dieu, ni maitre [ni Dios, ni amo] - también vosotros queréis eso: y por ello «¡viva la ley natural! » - ano es verdad? Pero, como hemos dicho, esto es interpretación, no texto; y podría venir alguien que con una intención y un arte interpretativo antitéticos supiese sacar de la lectura de esa misma naturaleza, y en relación a los mismos fenómenos, cabalmente el triunfo tiránico, despiadado e inexorable de pretensiones de poder, - un intérprete que os pusiese de tal modo ante los ojos la universalidad e incondicionalidad vigentes en toda «voluntad de poder», que casi toda palabra, hasta la propia palabra «tiranía», acabase pareciendo inutilizable o una metáfora debilitante y suavizadora - algo demasiado humano -; y que, sin embargo, afirmase acerca de este mundo, en fin de cuentas, lo mismo que vosotros afirmáis, a saber, que tiene un curso «necesario» y «calculable», pero no porque en él dominen leyes, sino porque faltan absolutamente las le- yes, y todo poder saca en cada instante su última consecuencia. Suponiendo que también esto sea nada más que interpretación - ¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa objeción? - bien, tanto mejor. -


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La psicología entera ha estado pendiendo hasta ahora de prejuicios y temores morales: no ha osado descender a la profundidad. Concebirla como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del poder, tal como yo la concibo -eso es algo que nadie ha rozado siquiera en sus pensamientos: en la medida, en efecto, en que está permitido reconocer en lo que hasta ahora se ha escrito un síntoma de lo que hasta ahora se ha callado. La fuerza de los prejuicios morales ha penetrado a fondo en el mundo más espiritual, en un mundo aparentemente más frío y más libre de presupuestos- y, como ya se entiende, ha tenido efectos nocivos, paralizantes, ofuscadores, distorsivos. Una fisio-psicología auténtica se ve obligada a luchar con resistencias inconscientes que habitan en el corazón del investigador, ella tiene contra sí «el corazón»: ya una doctrina que hable del condicionamiento recíproco de los instintos «buenos» y los «malos» causa, cual si fuera una inmoralidad más sutil, pena y disgusto a una conciencia todavía fuerte y animosa, - y más todavía causa pena y disgusto una doctrina que hable de la derivabilidad de todos los instintos buenos de los instintos perversos. Pero suponiendo que alguien considere que incluso los afectos odio, envidia, avaricia, ansia de dominio son afectos condicionantes de la vida, algo que tiene que estar presente, por principio y de un modo fundamental y esencial, en la economía global de la vida, y que en consecuencia tiene que ser acrecentado en el caso de que la vida deba ser acrecentada, -ese alguien padecerá semejante orientación de su juicio como un mareo. Sin embargo, tampoco esta hipótesis es, ni de lejos, la más penosa y extraña que cabe hacer en este reino enorme, casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos: - ¡y de hecho hay cien buenos motivos para que de él permanezca alejado todo el que -pueda! Por otro lado: una vez que nuestro barco ha desviado su rumbo hasta aquí, ¡bien!, ¡adelante!, ¡ahora apretad bien los dientes!, ¡abrid los ojos!, ¡firme la mano en el timón! - estamos dejando atrás, navegando derechamente sobre ella, sobre la moral, con ello tal vez aplastemos, machaquemos nuestro propio residuo de moralidad, mientras hacemos y osamos hacer nuestro viaje hacia allá, - ¡pero qué importamos nosotros! Nunca antes se ha abierto un mundo más profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios: y al psicólogo que de este modo «realiza sacrificios» - no es el sacrifizio delf intelletto [sacrificio del entendimiento], ¡al contrario!, - le será lícito aspirar al menos a que la psicología vuelva a ser reconocida como señora de las ciencias, para cuyo servicio y preparación existen todas las otras ciencias. Pues a partir de ahora vuelve a ser la psicología el camino que conduce a los problemas fundamentales.

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