Prólogo
Suponiendo que la verdad sea una mujer, ¿cómo?, ¿no está justificada
la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido
dogmáticos, han entendido poco de mujeres?, ¿de que la estremecedora
seriedad, la torpe insistencia con que hasta ahora han solido
acercarse a la verdad eran medios inhábiles e ineptos para
conquistar los favores precisamente de una hembra? Lo cierto es que
la verdad no se ha dejado conquistar: - y hoy toda especie de
dogmática está ahí en pie, con una actitud de aflicción y desánimo.
¡Si es que en absoluto permanece en pie! Pues burlones hay que
afirman que ha caído, que toda dogmática yace por el suelo, incluso
que toda dogmática se encuentra en las últimas. Hablando en serio,
hay buenas razones que abonan la esperanza de que todo dogmatizar en
filosofía, aunque se haya presentado como algo muy solemne, muy
definitivo y válido, acaso no haya sido más que una noble puerilidad
y cosa de principiantes; y tal vez esté muy cercano el tiempo en que
se comprenderá cada vez más qué es lo que propia- mente ha bastado
para poner la primera piedra de esos sublimes e incondicionales
edificios de filósofos que los dogmáticos han venido levantando
hasta ahora, -una superstición popular cualquiera procedente de una
época inmemorial (como la superstición del alma, la cual, en cuanto
superstición del sujeto y superstición del yo, aún hoy no ha dejado
de causar daño), acaso un juego cualquiera de palabras, una
seducción de par- te de la gramática o una temeraria generalización
de hechos muy reducidos, muy personales, muy humanos, demasiado
humanos. La filosofía de los dogmáticos ha sido, esperémoslo, tan
sólo un hacer promesas durante milenios: como lo fue, en una época
aún más antigua, la astrología, en cuyo servicio es posible que se
hayan invertido más trabajo, dinero, perspicacia, paciencia que los
invertidos hasta ahora en favor de cual- quiera de las verdaderas
ciencias: - a la astrología y a sus pretensiones «sobreterrenales»
se debe en Asia y en Egipto el estilo grandioso de la arquitectura.
Parece que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón
de la humanidad con sus exigencias eternas, tienen que vagar antes
sobre la tierra cual monstruosas y tremebundas figuras grotescas:
una de esas figuras grotescas fue la filosofía dogmática, por
ejemplo la doctrina del Vedanta en Asia y en Europa el platonismo.
No seamos ingratos con ellas, aunque también tengamos que admitir
que el peor, el más duradero y peligroso de todos los errores ha
sido hasta ahora un error de dogmáticos, a saber, la invención por
Platón del espíritu puro y del bien en sí. Sin embargo, ahora que
ese error ha sido superado, ahora que Europa respira aliviada de su
pesadilla y que al menos le es lícito disfrutar de un mejor - sueño,
somos nosotros, cuya tarea es el estar despiertos, los herederos de
toda la fuerza que la lucha contra ese error ha desarrollado y hecho
crecer. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo
Platón significaría poner la verdad cabeza abajo y negar el
perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida;
incluso, en cuanto médicos, nos es lícito preguntar: «¿De dónde
procede esa enfermedad que aparece en la más bella planta de la
Antigüedad, en Platón?, ¿es que la corrompió el malvado Sócrates?,
¿habría sido Sócrates, por lo tanto, el corruptor de la juventud?,
¿y habría merecido su cicuta?». Pero la lucha contra Platón o, para
decirlo de una manera más inteligible para el «pueblo», la lucha
contra la opresión cristiano-eclesiástica durante siglos -pues el
cristianismo es platonismo para el «pueblo»- ha creado en Europa una
magnífica tensión del espíritu, cual no la había habido antes en la
tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como
blanco las metas más lejanas. Es cierto que el hombre europeo siente
esa tensión como una tortura; y ya por dos veces se ha hecho, con
gran estilo, el intento de aflojar el arco, la primera, por el
jesuitismo, y la segunda, por la ilustración democrática: - ¡a la
cual le fue dado de hecho conseguir, con ayuda de la libertad de
prensa y de la lectura de periódicos que el espíritu no se sintiese
ya tan fácilmente a sí mismo como «tortura»! (Los alemanes
inventaron la pólvora -¡todos mis respetos por ello!, pero volvieron
a repararlo-, inventaron la prensa.) Mas nosotros, que no somos ni
jesuitas, ni demócratas, y ni siquiera suficientemente alemanes;
nosotros los buenos europeos y espíritus libres, muy libres -
¡nosotros la tenemos todavía, tenemos la tortura toda del espíritu y
la entera tensión de su arco! Y acaso también la flecha, la tarea y,
¿quién sabe?, incluso el blanco...
Sils-Maria, Alta Engadina,
en junio de 1885
Sección primera.
De los prejuicios de los filósofos
1
La voluntad de verdad, que todavía nos seducirá a correr más de un
riesgo, esa famosa veracidad de la que todos los filósofos han
hablado hasta ahora con veneración: ¡qué preguntas nos ha propuesto
ya esa voluntad de verdad! ¡Qué extrañas, perversas, problemáticas
preguntas! Es una historia ya larga, - ¿y no parece, sin embargo,
que apenas acaba de empezar? ¿Puede extrañar el que nosotros
acabemos haciéndonos des- confiados, perdiendo la paciencia y
dándonos la vuelta impacientes? ¿El que también nosotros, por
nuestra parte, aprendamos de esa esfinge a preguntar? ¿Quién es
propiamente el que aquí nos hace preguntas? ¿Qué cosa existente en
nosotros es lo que aspira propiamente a la «verdad»? - De hecho
hemos estado de- tenidos durante largo tiempo ante la pregunta que
interroga por la causa de ese querer, - hasta que hemos acabado
deteniéndonos del todo ante una pregunta aún más radical. Hemos
preguntado por el valor de esa voluntad. Suponiendo que nosotros
queramos la verdad: ¿porqué no, más bien, la no-verdad? ¿Y la
incertidumbre? ¿Y aun la ignorancia? - El problema del valor de la
verdad se plantó delante de nosotros, - ¿o fuimos nosotros quienes
nos plantamos delante del problema? ¿Quién de nosotros es aquí
Edipo? ¿Quién Esfinge? Es éste, a lo que parece, un lugar donde se
dan cita preguntas y signos de interrogación. - ¿Y se cree- ría que
a nosotros quiere parecernos, en última instancia, que el problema
no ha sido planteado nunca hasta ahora, - que ha sido visto,
afrontado, osado por vez primera por nosotros? Pues en él hay un
riesgo, y acaso no exista ninguno mayor.
2
«¿Cómo podría una cosa surgir de su antítesis? ¿Por ejemplo, la
verdad, del error? ¿O la voluntad de ver- dad, de la voluntad de
engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y solar
contemplación del sabio, de la concupiscencia?. Semejante génesis es
imposible; quien con ello sueña, un necio, incluso algo peor; las
cosas de valor sumo es preciso que tengan otro origen, un origen
propio, - ¡no son derivables de este mundo pasajero, seductor,
engañador, mezquino, de esta confusión de delirio y deseo! Antes
bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto, en
la "cosa en sí" - ¡ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en
ninguna otra parte!» - Este modo de juzgar constituye el prejuicio
típico por el cual resultan reconocibles los metafísicos de todos
los tiempos; esta especie de valoraciones se encuentra en el tras-
fondo de todos sus procedimientos lógicos; partiendo de este «creer»
suyo se esfuerzan por obtener su «saber», algo que al final es
bautizado solemnemente con el nombre de «la verdad». La creencia
básica de los metafísicos es la creencia en las antítesis de los
valores. Ni siquiera a los más previsores entre ellos se les ocurrió
dudar ya aquí en el umbral, donde más necesario era hacerlo, sin
embargo: aun cuando se habían jurado de omnibus dubitandum
[dudar de todas las cosas]. Pues, en efecto, es lícito poner en
duda, en primer término, que existan en absoluto antítesis, y, en
segundo término, que esas populares valoraciones y antítesis de
valores sobre las cuales han impreso los metafísicos su sello sean
algo más que estimaciones superficiales, sean algo más que
perspectivas provisionales y, además, acaso, perspectivas tomadas
desde un ángulo, de abajo arriba, perspectivas de rana, por así
decirlo, para tomar prestada una expresión corriente entre los
pintores. Pese a todo el valor que acaso corresponda a lo verdadero,
a lo veraz, a lo desinteresado: sería posible que a la apariencia, a
la voluntad de engaño, al egoísmo y a la concupiscencia hubiera que
atribuirles un valor más elevado o más fundamental para toda vida.
Sería incluso posible que lo que constituye el valor de aquellas
cosas buenas y veneradas consistiese precisamente en el hecho de
hallarse emparentadas, vinculadas, entreveradas de manera capciosa
con estas cosas malas, aparentemente antitéticas, y quizá en ser
idénticas esencialmente a ellas. ¡Quizá! - ¡Mas quién quiere
preocuparse de tales peligrosos «quizás»!. Hay que aguardar para
ello a la llegada de un nuevo género de filósofos, de filósofos que
tengan gustos e inclinaciones diferentes y opuestos a los tenidos
hasta ahora, - filósofos del peligroso «quizá», en todos los
sentidos de esta palabra. - Y hablando con toda seriedad: yo veo
surgir en el horizonte a esos nuevos filósofos.
3
Tras haber dedicado suficiente tiempo a leer a los filósofos entre
líneas y a mirarles las manos, yo me digo: tenemos que contar entre
las actividades instintivas la parte más grande del pensar
consciente, y ello incluso en el caso del pensar filosófico; tenemos
que cambiar aquí de ideas, lo mismo que hemos cambiado de ideas en
lo referente a la herencia y a lo «innato». Así como el acto del
nacimiento no entra en consideración para nada en el curso anterior
y ulterior de la herencia: así tampoco es la «consciencia», en
ningún sentido decisivo, antitética de lo instintivo, - la mayor
parte del pensar consciente de un filósofo está guiada de modo
secreto por sus instintos y es forzada por éstos a discurrir por
determinados carriles. También detrás de toda lógica y de su
aparente soberanía de movimientos se encuentran valoraciones o,
hablando con mayor claridad, exigencias fisiológicas orientadas a
conservar una determinada especie de vida. Por ejemplo, que lo
determinado es más valioso que lo indeterminado, la apariencia,
menos valiosa que la «verdad»: a pesar de toda su importancia
regulativa para nosotros, semejantes estimaciones podrían ser, sin
embargo, nada más que estimaciones superficiales, una determinada
especie de niaiserie [bobería], quizá necesaria
precisamente para conservar seres tales como nosotros. Suponiendo,
en efecto, que no sea precisamente el hombre la «medida de las
cosas»...
4
La falsedad de un juicio no es para nosotros ya una objeción contra
él; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo
lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio
favorece la vida, conserva la vida, conserva la especie, quizá
incluso selecciona la especie; y nosotros estarnos inclinados por
principio a afirmar que los juicios más falsos (de ellos forman
parte los juicios sintéticos a priori) son los más
imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no
admitiese las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con el
metro del mundo puramente inventado de lo incondicionado,
idéntico-a-sí-mismo, si no falsease permanentemente el mundo
mediante el número, que renunciar a los juicios falsos sería
renunciar a la vida, negar la vida. Admitir que la no-verdad es
condición de la vida: esto significa, desde luego, enfrentarse de
modo peligroso a los sentimientos de valor habituales; y una
filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con ello, más allá
del bien y del mal.
5
Lo que nos incita a mirar a todos los filósofos con una mirada a
medias desconfiada y a medias sarcástica no es el hecho de darnos
cuenta una y otra vez de que son muy inocentes -de que se equivocan
y se extravían con mucha frecuencia y con gran facilidad, en suma,
su infantilismo y su puerilidad, sino el hecho de que no se
comporten con suficiente honestidad: siendo así que todos ellos
levantan un ruido grande y virtuoso tan pronto como se toca, aunque
sólo sea de lejos, el problema de la veracidad. Todos ellos simulan
haber descubierto y alcanzado sus opiniones propias mediante el
autodesarrollo de una dialéctica fría, pura, divinamente
despreocupada (a diferencia de los místicos de todo grado, que son
más honestos que ellos y más torpes - los místicos hablan de
«inspiración»): siendo así que, en el fondo, es una tesis adoptada
de antemano, una ocurrencia, una «inspiración», casi siempre un
deseo íntimo vuelto abstracto y pasado por la criba lo que ellos
defienden con razones buscadas posteriormente: - todos ellos son
abogados que no quieren llamarse así, y en la mayoría de los casos
son incluso pícaros abogados de sus prejuicios, a los que bautizan
con el nombre de «verdades», - y están muy lejos de la valentía de
la conciencia que a sí misma se confiesa esto, precisamente esto,
muy lejos del buen gusto de la valentía que da también a entender
esto, bien para poner en guardia a un enemigo o amigo, bien por
petulancia y por burlarse de sí misma. La tan tiesa como morigerada
tartufería del viejo Kant, con la cual nos atrae hacia los tortuosos
caminos de la dialéctica, los cuales encaminan o, más exactamente,
descaminan hacia su «imperativo categórico» - esa comedia nos hace
sonreír a nosotros, hombres malacostumbrados que encontramos no
parca diversión en indagar las sutiles malicias de los viejos
moralistas y predicadores de moral. Y no digamos aquel
hocuspocus [fórmula mágica] de forma matemática con el que
Spinoza puso una como coraza de bronce a su filosofía y la enmascaró
-en definitiva, «el amor a su sabiduría», interpretando esta palabra
en su sentido correcto y justo-, a fin de intimidar así de antemano
el valor del atacante que osase lanzar una mirada sobre esa
invencible virgen y Palas Atenea: - ¡cuánta timidez y vulnerabilidad
propias delata esa mascarada de un enfermo eremítico!
6
Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido hasta
ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y
una especie de memoires [memorias] no queridas y no
advertidas; asimismo, que las intenciones morales (o inmorales) han
constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha
brotado siempre la planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo
han tenido lugar propiamente las afirmaciones metafísicas más
remotas de un filósofo es bueno (e inteligente) comenzar siempre
preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él -) llegar? Yo no
creo, por lo tanto, que un «instinto de conocimiento» sea el padre
de la filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto
diferente se ha servido del conocimiento (¡y del desconocimiento!)
nada más que como de un instrumento. Pero quien examine los
instintos fundamentales del hombre con el propósito de saber hasta
qué punto precisamente ellos pueden haber actuado aquí como genios
(o demonios o duendes -) inspiradores encontrará que todos ellos han
hecho ya alguna vez filosofía, - y que a cada uno de ellos le
gustaría mucho presentarse justo a sí mismo como finalidad última de
la existencia y como legítimo señor de todos los demás instintos.
Pues todo instinto ambiciona dominar: y en cuanto tal intenta
filosofar. - Desde luego: entre los doctos, entre los hombres
auténticamente científicos acaso las cosas ocurran de otro modo
-«mejor», si se quiere-, acaso haya allí realmente algo así como un
instinto cognoscitivo, un pequeño reloj independiente que, una vez
que se le ha dado bien la cuerda, se pone a trabajar de firme, sin
que ninguno de los demás instintos del hombre docto participe
esencialmente en ello. Por esto los auténticos «intereses» del docto
se encuentran de ordinario en otros lugares completamente distintos,
por ejemplo en la familia, o en el salario, o en la política; y
hasta casi resulta indiferente el que su pequeña máquina se aplique
a este o a aquel sector de la ciencia, y el que el joven y
«esperanzador» trabajador haga de sí mismo un buen filólogo, o un
experto en hongos, o un químico: - lo que lo caracteriza no es que
él llegue a ser esto o aquello. En el filósofo, por el contrario,
nada, absolutamente nada es impersonal; y es especialmente su moral
la que proporciona un decidido y decisivo testimonio de quién es él
- es decir, de en qué orden jerárquico se encuentran recíprocamente
situados los instintos más íntimos de su naturaleza.
7
¡Qué malignos pueden ser los filósofos! Yo no conozco nada más
venenoso que el chiste que Epicuro se permitió contra Platón y los
platónicos: los llamó dionysiokolakes. Esta palabra, según
su sentido literal, y en primer término, significa «aduladores de
Dionisio», es decir, agentes del tirano y gentes serviles; pero,
además, quiere decir «todos ellos son comediantes, en ellos no hay
nada auténtico» (pues dionysokolax era una designación
popular del comediante). Y en esto último consiste propiamente la
malicia que Epicuro lanzó contra Platón: a Epicuro le molestaban los
modales grandiosos, el ponerse uno a sí mismo en escena, cosa de que
tanto entendían Platón y todos sus discípulos, - ¡y de la que no
entendía Epicuro!, él, el viejo maestro de escuela de Samos que
permaneció escondido en su jardincillo de Atenas y escribió
trescientos libros, ¿quién sabe?, ¿acaso por rabia y por ambición
contra Platón? - Fueron necesarios cien años para que Grecia se
diese cuenta de quién había sido aquel dios del jardín, Epicuro. -
¿Se dio cuenta? -
8
En toda filosofía hay un punto en el que entra en escena la
«convicción» del filósofo: o, para decirlo en el lenguaje de un
antiguo mysterium: adventavit asínus pulcher et fortissimus
[ha llegado un asno hermoso y muy fuerte].
9
¿Queréis vivir «según la naturaleza»?. ¡Oh nobles estoicos, qué
embuste de palabras! Imaginaos un ser como la naturaleza, que es
derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de
intenciones y miramientos, de piedad y justicia, que es feraz y
estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma
como poder - ¿cómo podríais vivir vosotros según esa indiferencia?
Vivir - ¿no es cabalmente un querer-ser-distinto de esa naturaleza?
¿Vivir no es evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado,
querer-ser- diferente? Y suponiendo que vuestro imperativo «vivir
según la naturaleza» signifique en el fondo lo mismo que «vivir
según la vida» - ¿cómo podríais no vivir así? ¿Para qué convertir en
un principio aquello que vosotros mismos sois y tenéis que ser? - En
verdad, las cosas son completamente distintas: ¡mientras simuláis
leer embelesados el canon de vuestra ley en la naturaleza, lo que
queréis es algo opuesto, vosotros extraños comediantes y engañadores
de vosotros mismos! Vuestro orgullo quiere prescribir e incorporar a
la naturaleza, incluso a la naturaleza, vuestra moral, vuestro
ideal, vosotros exigís que ella sea naturaleza «según la Estoa» y
quisierais hacer que toda existencia existiese tan sólo a imagen
vuestra - ¡cual una gigantesca y eterna glorificación y
generalización del estoicismo! Pese a todo vuestro amor a la verdad,
os coaccionáis a vosotros mismos, sin embargo, durante tanto tiempo,
tan obstinadamente, con tal fijeza hipnótica, a ver la naturaleza de
un modo falso, es decir, de un modo estoico, que ya no sois capaces
de verla de otro modo, - y cierta soberbia abismal acaba
infundiéndoos incluso la insensata esperanza de que, porque vosotros
sepáis tiranizaros a vosotros mismos - estoicismo es tiranía de sí
mismo -, también la naturaleza se deja tiranizar; ¿no es, en efecto,
el estoico un fragmento de la naturaleza?... Pero ésta es una
historia vieja, eterna: lo que en aquel tiempo ocurrió con los
estoicos sigue ocurriendo hoy tan pronto como una filosofía comienza
a creer en sí misma. Siempre crea el mundo a su imagen, no puede
actuar de otro modo; la filosofía es ese instinto tiránico mismo, la
más espiritual voluntad de poder, de «crear el mundo», de ser causa
prima [causa primera].
10
El afán y la sutileza, yo diría incluso la astucia, con que hoy se
afronta por todas partes en Europa el problema «del mundo real y del
mundo aparente», es algo que da que pensar y que incita a escuchar;
y quien aquí no oiga en el trasfondo más que una «voluntad de
verdad», y ninguna otra cosa, ése no goza cierta- mente de oídos muy
agudos. Tal vez en casos singulares y raros intervengan realmente
aquí esa voluntad de verdad, cierto valor desenfrenado y aventurero,
una ambición metafísica de conservar el puesto perdido, ambición que
en definitiva continúa prefiriendo siempre un puñado de «certeza» a
toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan incluso
fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir
sobre una nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es
nihilismo e indicio de un alma des- esperada, mortalmente cansada: y
ello aunque los gestos de tal virtud puedan parecer muy valientes.
En los pensadores más fuertes, más llenos de vida, todavía sedientos
de vida, las cosas parecen ocurrir, sin embargo, de otro modo: al
tomar partido contra la apariencia y pronunciar ya con soberbia la
palabra «perspectivista», al conceder ala credibilidad de su propio
cuerpo tan poco aprecio como a la credibilidad de la apariencia
visible, la cual dice que «la tierra está quieta», y al dejar
escaparse así de las manos, con buen humor al parecer, la posesión
más segura (pues ¿en qué se cree ahora con más seguridad que en el
cuerpo propio?), ¿quién sabe si en el fondo no quieren reconquistar
algo que en otro tiempo fue poseído con una seguridad mayor, algo
perteneciente al viejo patrimonio de la fe de otro tiempo, acaso «el
alma inmortal», acaso «el viejo dios», en suma, ideas sobre las
cuales se podía vivir mejor, es decir, de un modo más vigoroso y
jovial que sobre las «ideas modernas»? Hay en esto desconfianza
frente a estas ideas modernas, hay falta de fe en todo lo que ha
sido construido ayer y hoy; hay quizá, mezclado con lo anterior, un
ligero disgusto y sarcasmo, que ya no soporta el bric-a-bric
[baratillo] de conceptos de la más diversa procedencia, que es la
figura con que hoy se presenta a sí mismo en el mercado el
denominado positivismo, hay una náusea propia del gusto más exigente
frente a la policromía de feria y el aspecto harapiento de todos
estos filosofastros de la realidad, en los cuales no hay nada nuevo
y auténtico, excepto esa policromía. En esto se debe dar razón, a mi
parecer, a esos actuales escépticos anti-realistas y microscopistas
del conocimiento: su instinto, que los lleva a alejarse de la
realidad moderna, no está refutado, - ¡qué nos importan a nosotros
sus retrógrados caminos tortuosos! Lo esencial en ellos no es que
quieran volver «atrás»: sino que quieran - alejarse. Un poco más de
fuerza, de vuelo, de valor, de sentido artístico: y querrían ir más
allá, - ¡y no hacia atrás! -
11
Me parece que la gente se esfuerza ahora en todas partes por apartar
la mirada del auténtico influjo que Kant ha ejercido sobre la
filosofía alemana y, en particular, por resbalar prudentemente sobre
el valor que él se atribuyó a sí mismo. Kant estaba orgulloso, ante
todo y en primer lugar, de su tabla de las categorías; con ella en
las manos dijo: «Esto es lo más difícil que jamás pudo ser
emprendido con vistas a la metafísica». - ¡Entiéndase bien, sin
embargo, ese «pudo ser»!, él estaba orgulloso de haber descubierto
en el hombre una facultad nueva, la facultad de los juicios
sintéticos a priori. Aun suponiendo que en esto se haya engañado a
sí mismo: sin embargo, el desarrollo y el rápido florecimiento de la
filosofía alemana dependen de ese orgullo y de la emulación surgida
entre todos los más jóvenes por descubrir en lo posible algo más
orgulloso todavía -- ¡y, en todo caso, «nuevas facultades»! - Pero
reflexionemos: ya es hora. ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos
a priori?, se preguntó Kant, - ¿y qué respondió propiamente? Por la
facultad de una facultad: mas por desgracia él no lo dijo con esas
seis palabras, sino de un modo tan detallado, tan venerable, y con
tal derroche de profundidad y floritura alemanas que la gente pasó
por alto la divertida niaiserie allemande [bobería alemana]
que en tal respuesta se esconde. La gente estaba incluso fuera de sí
a causa de esa nueva facultad, y el júbilo llegó a su cumbre cuando
Kant descubrió también, además, una facultad moral en el hombre: -
pues entonces los alemanes eran todavía morales, y no, en absoluto,
«políticos realistas». Llegó la luna de miel de la filosofía
alemana; todos los jóvenes teólogos del Seminario (Stift) de Tubinga
salieron enseguida a registrar la maleza - todos buscaban
«facultades». ¡Y qué cosas se encontraron - en aquella época
inocente, rica, todavía juvenil del espíritu alemán, en la cual el
romanticismo, hada maligna, tocaba su música, entonaba sus cantos,
en aquella época en la que aún no se sabía mantener separados el
«encontrar» y el «inventar»! Sobre todo, una facultad para lo
«suprasensible»: Schelling la bautizó con el nombre de intuición
intelectual y con ello satisfizo los deseos más íntimos de sus
alemanes, llenos en el fondo de anhelos piadosos. A todo este
petulante y entusiasta movimiento, que era juventud, por muy
audazmente que se disfrazase con conceptos grisáceos y seniles, la
mayor injusticia que se le puede hacer es tomarlo en serio, y, no
digamos, el tratarlo acaso con indignación moral; en suma, la gente
se hizo más vieja, - el sueño se disipó. Vino una época en que todo
el mundo se restregaba la frente: todavía hoy continúa haciéndolo.
Se había soñado: ante todo y en primer lugar - el viejo Kant. «Por
la facultad de una facultad» - había dicho o al menos querido decir
él. Pero ¿es esto - una respuesta? ¿Una aclaración? ¿O no es más
bien tan sólo una repetición de la pregunta? ¿Cómo hace dormir el
opio? «Por la facultad de una facultad», a saber, por su virtus
dormitiva [fuerza dormitiva] - responde aquel médico en Moliere,
quia est in eo virtus dormitiva cujus est natura sensus assoupire
[porque hay en ello una fuerza dormitiva cuya naturaleza consiste en
adormecer los sentidos].
Pero tales respuestas tienen su lugar en la comedia, y por fin ya es
hora de sustituir la pregunta kantiana «cómo son posibles los
juicios sintéticos a priori?» por una pregunta distinta: «¿por qué
es necesaria la creencia en tales juicios?» - es decir, ya es hora
de comprender que, para la finalidad de conservar seres de nuestra
especie, hay que creer que tales juicios son verdaderos; ¡por lo
cual, naturalmente, podrían ser incluso juicios falsos! O, dicho de
modo más claro, y más rudo, y más radical: los juicios sintéticos a
priori no deberían «ser posibles» en absoluto: nosotros no tenemos
ningún derecho a ellos, en nuestra boca son nada más que juicios
falsos. Sólo que, de todos modos, la creencia en su verdad es
necesaria, como una creencia superficial y una apariencia visible
pertenecientes a la óptica perspectivista de la vida. - Para volver
a referirnos por última vez a la gigantesca influencia que «la
filosofía alemana» -¿se comprende, como espero, su derecho a las
comillas? - ha tenido en toda Europa, no se dude de que ha
intervenido aquí una cierta virtus dormitiva [fuerza
dormitiva]: los ociosos nobles, los virtuosos, los místicos, los
artistas, los cristianos en sus tres cuartas partes y los
oscurantistas políticos de todas las naciones estaban encantados de
poseer, gracias a la filosofía alemana, un antídoto contra el
todavía prepotente sensualismo que desde el siglo pasado se
desbordaba sobre éste, en suma - sensus assoupire
[adormecerlos sentidos]...
12
En lo que se refiere al atomismo materialista: es una de las cosas
mejor refutadas que existen; y acaso no haya ya hoy en Europa entre
los doctos nadie tan indocto que continúe atribuyéndole una
significación seria, excepto para el uso manual y doméstico (es
decir, como una abreviación de los medios expresivos) - gracias
sobre todo a aquel polaco Boscovich, que, junto con el polaco
Copérnico, ha sido hasta hoy el adversario más grande y victorioso
de la apariencia visible. Pues mientras que Copérnico nos ha
persuadido a creer, contra todos los sentidos, que la tierra no está
fija, Boscovich nos enseñó a abjurar de la creencia en la última
cosa de la tierra que «estaba fija», la creencia en lo «corporal»,
en la «materia», en el átomo, ese último residuo y partícula
terrestre: fue éste el triunfo más grande sobre los sentidos
alcanzado hasta ahora en la tierra. - Pero hay que ir más allá
todavía, - y declarar la guerra, una despiadada guerra a cuchillo,
también a la «necesidad atomista», la cual continúa sobreviviendo de
manera peligrosa en terrenos donde nadie la barrunta, análogamente a
como sobrevive aquella «necesidad metafísica», aún más famosa: - en
primer término hay que acabar también con aquel otro y más funesto
atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha enseñado el
cristianismo, el atomismo psíquico. Permítaseme designar con esta
expresión aquella creencia que concibe el alma corno algo
indestructible, eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo:
lesa creencia debemos expulsarla de la ciencia! Dicho entre
nosotros, no es necesario en modo alguno desembarazarse por esto de
«el alma» misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y
venerables: cosa que suele ocurrirle a la inhabilidad de los
naturalistas, los cuales, apenas tocan «el alma», la pierden. Pero
está abierto el camino que lleva a nuevas formulaciones y
refinamientos de la hipótesis del alma: y conceptos tales como «alma
mortal» y «alma como pluralidad del sujeto» y «alma como estructura
social (Gesellschaftsbau) de los instintos y afectos»
desean tener, de ahora en adelante, derecho de ciudadanía en la
ciencia. El nuevo psicólogo, al poner fin a la superstición que
hasta ahora proliferaba con una frondosidad casi tropical en torno a
la noción de alma, se ha desterrado a sí mismo, desde luego, por así
decirlo, a un nuevo desierto y a una nueva desconfianza - es posible
que los psicólogos antiguos viviesen de modo más cómodo y divertido
-: pero en definitiva aquél se sabe condenado, cabalmente por esto,
también a inventar -y, ¿quién sabe?, acaso a encontrar.
13
Los fisiólogos deberían pensárselo bien antes de afirmar que el
instinto de autoconservación es el instinto cardinal de un ser
orgánico. Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su
fuerza - la vida misma es voluntad de poder -: la autoconservación
es tan sólo una de las consecuencias indirectas y más frecuentes de
esto. En suma, aquí, como en todas partes, ¡cuidado con los
principios teleológicos superfluos! -como ese del instinto de
autoconservación (lo debemos a la inconsecuencia de Spinoza). Así lo
ordena, en efecto, el método, el cual tiene que ser esencialmente
economía de principios.
14
Acaso sean cinco o seis las cabezas en las cuales va abriéndose paso
ahora la idea de que también la física no es más que una
interpretación y un amaño del mundo (¡según nosotros!, dicho sea con
permiso), y no una explicación del mundo: pero en la medida en que
la física se apoya sobre la fe en los sentidos se la considera como
algo más, y durante largo tiempo todavía tendrá que ser considerada
como algo más, a saber, como explicación. Tiene a su favor los ojos
y los dedos, tiene a su favor la apariencia visible y la palpable:
esto ejerce un influjo fascinante, persuasivo, convincente sobre una
época cuyo gusto básico es plebeyo, - semejante época se guía
instintivamente, en efecto, por el canon de verdad del sensualismo
eternamente popular. ¿Qué es claro, qué está «aclarado»? Sólo
aquello que se deja ver y tocar, - hasta ese punto hay que llevar
cualquier problema. A la inversa: justo en su oposición a la
evidencia de los sentidos residía el en- canto del modo platónico de
pensar, que era un modo aristocrático de pensar, - acaso entre
hombres que disfrutaban incluso de sentidos más fuertes y más
exigentes que los que poseen nuestros contemporáneos, pero que
sabían encontrar un triunfo más alto en permanecer dueños de esos
sentidos: y esto, por medio de pálidas, frías, grises redes
conceptuales que ellos lanzaban sobre el multicolor torbellino de
los sentidos - la plebe de los sentidos, como decía Platón-. En esta
victoria sobre el mundo y en esta interpretación del mundo a la
manera de Platón había una especie de goce distinto del que nos
ofrecen los físicos de hoy, y asimismo los darwinistas y
antiteleólogos entre los trabajadores de la fisiología, con su
principio de la
«fuerza mínima» y de la estupidez máxima. «Allí donde el hombre no
tiene ya nada que ver y agarrar, tampoco tiene nada que buscar» -
éste es, desde luego, un imperativo distinto del platónico, un
imperativo que,
sin embargo, acaso sea cabalmente el apropiado para una estirpe ruda
y trabajadora de maquinistas y de constructores de puentes del
futuro, los cuales no tienen que realizar más que trabajos groseros.
15
Para cultivar la fisiología con buena conciencia hay que sostener
que los órganos de los sentidos no son fenómenos en el sentido de la
filosofía idealista: ¡en cuanto tales no podrían ser, en efecto,
causas! Por lo tanto, hay que aceptar el sensualismo, al menos como
hipótesis regulativa, por no decir como principio heurístico. -
¿Cómo?, ¿y otros llegan a decir que el mundo exterior sería obra de
nuestros órganos? ¡Pero entonces nuestro cuerpo, puesto que es un
fragmento de ese mundo exterior, sería obra de nuestros órganos!
¡Pero entonces nuestros órganos mismos serían - obra de nuestros
órganos! Ésta es, a mi parecer, una reductio ad absurdum
[reducción al absurdo] radical: suponiendo que el concepto de causa
su¡ [causa de sí mismo] sea algo radicalmente absurdo. ¿En
consecuencia el mundo externo no es obra de nuestros órganos?
16
Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que
existen «certezas inmediatas», por ejemplo «yo pienso», o, y ésta
fue la superstición de Schopenhauer, «yo quiero»: como si aquí, por
así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y
desnuda, en cuanto «cosa en sí», y ni por parte del sujeto ni por
parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que
«certeza inmediata» y también «conocimiento absoluto» y «cosa en sí»
encierran una contradictio in adjecto [contradicción en el
adjetivo], eso yo lo repetiré cien veces: ¡deberíamos liberarnos por
fin de la seducción de las palabras! Aunque el pueblo crea que
conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse:
«cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición `yo
pienso' obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya
fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, - por ejemplo,
que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que
piensa, que pensar es una actividad y el efecto causado por un ser
que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que
está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra
pensar, - que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera tomado ya
dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría
yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez `querer' o `sentir'? En
suma, ese `yo pienso' presupone que yo compare mi estado actual con
otros estados que ya conozco en mí, para de ese modo establecer lo
que tal estado es: en razón de ese recurso a un `saber' diferente
tal estado no tiene para mí en todo caso una `certeza' inmediata.» -
En lugar de aquella «certeza inmediata» en la que, dado el caso,
puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos una
serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de
conciencia del intelecto, que dicen así: «¿De dónde saco yo el
concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me
da a mí derecho a hablar de un yo, e incluso de un yo como causa, y,
en fin, incluso de un yo causa de pensamientos?» El que, invocando
una especie de intuición del conocimiento, se atreve a responder
enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: «yo
pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real, cierto» - ése
encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos de
interrogación. «Señor mío», le dará tal vez a entender el filósofo,
«es inverosímil que usted no se equivoque: mas ¿por qué también la
verdad a toda costa?» -
17
En lo que respecta a la superstición de los lógicos: yo no me
cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que
esos supersticiosos confiesan de mala gana, - a saber: que un
pensamiento viene cuando «él» quiere, y no cuando «yo» quiero; de
modo que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto «yo» es
la condición del predicado «pienso». Ello piensa: pero que ese
«ello» sea precisamente aquel antiguo y famoso «yo», eso es,
hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración,
y, sobre todo, no es una «certeza inmediata». En definitiva, decir
«ello piensa» es ya decir demasiado: ya ese «ello» contiene una
interpretación del proceso y no forma parte de él. Se razona aquí
según el hábito gramatical que dice «pensar es una actividad, de
toda actividad forma parte alguien que actúe, en consecuencia». Más
o menos de acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo atomismo,
además de la «fuerza» que actúa, aquel pedacito de materia en que la
fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas
acabaron aprendiendo a pasarse sin ese «residuo terrestre», y acaso
algún día se habituará la gente, también los lógicos, a pasarse sin
aquel pequeño «ello» (a que ha quedado reducido, al volatilizarse,
el honesto y viejo yo).
18
No es ciertamente el atractivo menor de una teoría el que resulte
refutable: justo por ello atrae a las cabezas más sutiles. Parece
que la cien veces refutada teoría de la «voluntad libre» debe su
perduración tan sólo a ese atractivo -: una y otra vez llega alguien
y se siente lo bastante fuerte para refutarla.
19
Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta fuera la
cosa más conocida del mundo; y Schopenhauer dio a entender que la
voluntad era la única cosa que nos era propiamente conocida,
conocida del todo y por entero, conocida sin sustracción ni
añadidura. Pero a mí continúa pareciéndome que, también en este
caso, Schopenhauer no hizo más que lo que suelen hacer justo los
filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. A mí la volición
me parece ante todo algo complicado, algo que sólo como palabra
forma una unidad, - y justo en la unidad verbal se esconde el
prejuicio popular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de
los filósofos. Seamos, pues, más cautos, seamos «afilosóficos»-,
digamos: en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de
sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de que nos
alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos, el sentimiento
de esos mismos «alejarse» y «tender», y, además, un sentimiento
muscular concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego
tan pronto como «realizamos una volición», aunque no pongamos en
movimiento «brazos y piernas». Y así como hemos de admitir que el
sentir, y desde luego un sentir múltiple, es un ingrediente de la
voluntad, así debemos admitir también, en segundo término, el
pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; - ¡y
no se crea que es posible separar ese pensamiento de la «volición»,
como si entonces ya sólo quedase voluntad! En tercer término, la
voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo,
además, un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando.
Lo que se llama «libertad de la voluntad» es esencial- mente el
afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obedecer: «yo
soy libre, ‘él’ tiene que obedecer» - en toda voluntad se esconde
esa consciencia, y asimismo aquella tensión de la atención, aquella
mirada derecha que se fija exclusivamente en una sola cosa, aquella
valoración incondicional «ahora se necesita esto y no otra cosa»,
aquella interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo demás
que forma parte del estado propio del que manda. Un hombre que
realiza una volición - es alguien que da una orden a algo que hay en
él, lo cual obedece, o él cree que obedece. Pero obsérvese ahora lo
más asombroso en la voluntad, - esa cosa tan compleja para designar
la cual no tiene el pueblo más que una sola palabra: en la medida en
que, en un caso dado, nosotros somos a la vez los que mandan y los
que obedecen, y, además, conocemos, en cuanto somos los que
obedecen, los sentimientos de coaccionar, urgir, oprimir, resistir,
mover, los cuales suelen comenzar inmediatamente después del acto de
la voluntad; en la medida en que, por otro lado, nosotros tenemos el
hábito de pasar por alto, de olvidar engañosamente esa dualidad,
gracias al concepto sintético «yo», ocurre que de la volición se ha
enganchado, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por
lo tanto, de valoraciones falsas de la voluntad misma, - de modo que
el volente cree de buena fe que la volición basta para la acción.
Dado que en la mayoría de los casos hemos realizado una volición
únicamente cuando resultaba lícito aguardar también el efecto del
mandato, es decir, la obediencia, es decir, la acción, ocurre que la
apariencia se ha traducido en el sentimiento de que existe una
necesidad del efecto; en suma, el volente cree, con un elevado grado
de seguridad, que voluntad y acción son de algún modo una sola cosa
-, atribuye el buen resultado, la ejecución de la volición, a la
voluntad misma, y con ello disfruta de un aumento de aquel
sentimiento de poder que todo buen resultado lleva consigo.
«Libertad de la voluntad» - ésta es la expresión para designar aquel
complejo estado placentero del volente, el cual manda y al mismo
tiempo se identifica con el ejecutor, - y disfruta también en cuanto
tal el triunfo sobre las resistencias, pero dentro de sí mismo juzga
que es su voluntad la que propiamente vence las resistencias. A su
sentimiento placentero de ser el que manda añade así el volente los
sentimientos placenteros de los instrumentos que ejecutan, que
tienen éxito, de las serviciales «subvoluntades» o subalmas -
nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de
muchas almas -. L'effet c'est moi [el efecto soy yo): ocurre
aquí lo que ocurre en toda colectividad bien estructurada y feliz, a
saber: que la clase gobernante se identifica con los éxitos de la
colectividad. Toda volición consiste sencillamente en mandar y
obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social
de muchas «almas»: por ello un filósofo debería arrogarse el derecho
de considerar la volición en sí desde el ángulo de la moral:
entendida la moral, desde luego, como doctrina de las relaciones de
dominio en que surge el fenómeno «vida».
20
Que los diversos conceptos filosóficos no son algo arbitrario, algo
que se desarrolle de por sí, sino que crecen en relación y
parentesco mutuos, que, aunque en apariencia se presenten de manera
súbita y caprichosa en la historia del pensar, forman parte, sin
embargo, de un sistema, como lo forman todos los miembros de la
fauna de una parte de la tierra: esto es algo que, en definitiva, se
delata en la seguridad con que los filósofos más distintos rellenan
una y otra vez cierto esquema básico de filosofías posibles.
Sometidos a un hechizo invisible, vuelven a recorrer una vez más la
misma órbita: por muy independientes que se sientan los unos de los
otros con su voluntad crítica o sistemática: algo existente en ellos
los guía, algo los empuja a sucederse en determinado orden,
precisamente aquel innato sistematismo y parentesco de los
conceptos. El pensar de los filósofos no es, de hecho, tanto un
descubrir cuanto un reconocer, un recordar de nuevo, un volver atrás
y un repatriarse a aquella lejana, antiquísima economía global del
alma de la cual habían brota- do en otro tiempo aquellos conceptos:
- filosofar es, en este aspecto, una especie de atavismo del más
alto rango. El asombroso parecido de familia de todo filosofar
indio, griego, alemán, se explica con bastante sencillez. Justo allí
donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absoluto
evitar que, en virtud de la común filosofía de la gramática - quiero
decir, en virtud del dominio y la dirección inconscientes ejercidos
por funciones gramaticales idénticas -, todo se halle predispuesto
de antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas
filosóficos: lo mismo que parece estar cerrado el camino para cier-
tas posibilidades distintas de interpretación del mundo. Los
filósofos del área lingüística uralo-altaica (en la cual el concepto
de sujeto es el peor desarrollado) mirarán con gran probabilidadd
«el mundo» de manera diferente que los indogermanos o musulmanes, y
los encontraremos en sendas distintas a las de éstos: el hechizo de
determinadas funciones gramaticales es, en definitiva, el hechizo de
juicios de valor fisiológicos y de condiciones raciales. - Todo
esto, para refutar la superficialidad de Locke en lo referente a la
procedencia de las ideas.
21
La causa sui [causa de sí mismo] es la mejor autocontradicción
excogitada hasta ahora, una especie de violación y acto contra
natura lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le ha
llevado a enredarse de manera profunda y horrible justo en ese
sinsentido. La aspiración a la «libertad de la voluntad», entendida
en aquel sentido metafísico y superlativo que por desgracia continúa
dominando en las cabezas de los semi-instruidos, la aspiración a
cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus
acciones, y a des- cargar de ella a Dios, al mundo, a los
antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos
que a ser precisamente aquella causa su¡ [causa de sí mismo] y a
sacarse a sí mismo de la ciénaga de la nada y a salir a la
existencia a base de tirarse de los cabellos, con una temeridad aún
mayor que la de Münchhausen. Suponiendo que alguien llegue así a
darse cuenta de la rústica simpleza de ese famoso concepto de la
«voluntad libre» y se lo borre de la cabeza, yo le ruego entonces
que dé un paso más en su «ilustración» y se borre también de la
cabeza lo contrario de aquel monstruoso concepto de la «voluntad
libre»: me refiero a la «voluntad no libre», que aboca a un uso
erróneo de causa y efecto. No debemos
cosificar equivocadamente «causa» y «efecto», como
hacen los investigadores de la naturaleza (y quien, como ellos,
naturaliza hoy en el pensar -) en conformidad con el dominante
cretinismo mecanicista, el cual deja que la causa presione y empuje
hasta que «produce el efecto»; debemos servirnos precisamente de la
«causa», del «efecto» nada más que como de conceptos puros, es
decir, ficciones convencionales, con fines de designación, de
entendimiento, pero no de explicación. En lo «en-sí» no hay «lazos
causales», ni «necesidad», ni «no-libertad psicológica», allí no
sigue «el efecto a la causa», allí no gobierna «ley» ninguna.
Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la
sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número,
la ley, la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este
mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos,
como si fuera un «en sí», en las cosas, continuamos actuando de
igual manera que hemos actuado siempre, a saber, de manera
mitológica. La «voluntad no libre» es mitología: en la vida real no
hay más que voluntad fuerte y voluntad débil. - Constituye casi
siempre ya un síntoma de lo que a un pensador le falta el hecho de
que, en toda «conexión causal» y en toda «necesidad psicológica»,
tenga el sentimiento de algo de coacción, de necesidad, de sucesión
obligada, de presión, de falta de libertad: el tener precisamente
ese sentimiento resulta delator, - la persona se delata a sí misma.
Y en general, si mis observaciones son correctas, la «no libertad de
la voluntad» se concibe como problema desde dos lados completamente
opuestos, pero siempre de una manera hondamente personal: los unos
no quieren renunciar a ningún precio a su «responsabilidad», a la fe
en sí mismos, al derecho personal a su mérito (las razas vanidosas
se encuentran en este lado -); los otros, a la inversa, no quieren
salir responsables de nada, tener culpa de nada, y aspiran, desde un
autodesprecio íntimo, a poder echar su carga sobre cualquier cosa.
Estos últimos, cuando escriben libros, suelen asumir hoy la defensa
de los criminales; una especie de compasión socialista es su disfraz
más agradable. Y de hecho el fatalismo de los débiles de voluntad se
embellece de modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo
como la religión de la souf-france humaine [la religión del
sufrimiento humano]: ése es su «buen gusto».
22
Perdóneseme el que yo, como viejo filólogo que no puede dejar su
malicia, señale con el dedo las malas artes de interpretación: pero
es que esa «regularidad de la naturaleza» de que vosotros los
físicos habláis con tanto orgullo, como si - - no existe más que
gracias a vuestra interpretación y a vuestra mala «filología», -
¡ella no es un hecho, no es un «texto», antes bien es tan sólo un
amaño y una distorsión ingenuamente humanitarios del sentido, con
los que complacéis bastante a los instintos democráticos del alma
moderna! «En todas partes, igualdad ante la ley, - la naturaleza no
se encuentra en este punto en condiciones distintas ni mejores que
nosotros»: graciosa reticencia con la cual se enmascara una vez más
la hostilidad de los hombres de la plebe contra todo lo privilegiado
y soberano, y asimismo un segundo y más sutil ateísmo. Ni dieu,
ni maitre [ni Dios, ni amo] - también vosotros queréis eso: y
por ello «¡viva la ley natural! » - ano es verdad? Pero, como hemos
dicho, esto es interpretación, no texto; y podría venir alguien que
con una intención y un arte interpretativo antitéticos supiese sacar
de la lectura de esa misma naturaleza, y en relación a los mismos
fenómenos, cabalmente el triunfo tiránico, despiadado e inexorable
de pretensiones de poder, - un intérprete que os pusiese de tal modo
ante los ojos la universalidad e incondicionalidad vigentes en toda
«voluntad de poder», que casi toda palabra, hasta la propia palabra
«tiranía», acabase pareciendo inutilizable o una metáfora
debilitante y suavizadora - algo demasiado humano -; y que, sin
embargo, afirmase acerca de este mundo, en fin de cuentas, lo mismo
que vosotros afirmáis, a saber, que tiene un curso «necesario» y
«calculable», pero no porque en él dominen leyes, sino porque faltan
absolutamente las le- yes, y todo poder saca en cada instante su
última consecuencia. Suponiendo que también esto sea nada más que
interpretación - ¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa
objeción? - bien, tanto mejor. -
23
La psicología entera ha estado pendiendo hasta ahora de prejuicios y
temores morales: no ha osado descender a la profundidad. Concebirla
como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del
poder, tal como yo la concibo -eso es algo que nadie ha rozado
siquiera en sus pensamientos: en la medida, en efecto, en que está
permitido reconocer en lo que hasta ahora se ha escrito un síntoma
de lo que hasta ahora se ha callado. La fuerza de los prejuicios
morales ha penetrado a fondo en el mundo más espiritual, en un mundo
aparentemente más frío y más libre de presupuestos- y, como ya se
entiende, ha tenido efectos nocivos, paralizantes, ofuscadores,
distorsivos. Una fisio-psicología auténtica se ve obligada a luchar
con resistencias inconscientes que habitan en el corazón del
investigador, ella tiene contra sí «el corazón»: ya una doctrina que
hable del condicionamiento recíproco de los instintos «buenos» y los
«malos» causa, cual si fuera una inmoralidad más sutil, pena y
disgusto a una conciencia todavía fuerte y animosa, - y más todavía
causa pena y disgusto una doctrina que hable de la derivabilidad de
todos los instintos buenos de los instintos perversos. Pero
suponiendo que alguien considere que incluso los afectos odio,
envidia, avaricia, ansia de dominio son afectos condicionantes de la
vida, algo que tiene que estar presente, por principio y de un modo
fundamental y esencial, en la economía global de la vida, y que en
consecuencia tiene que ser acrecentado en el caso de que la vida
deba ser acrecentada, -ese alguien padecerá semejante orientación de
su juicio como un mareo. Sin embargo, tampoco esta hipótesis es, ni
de lejos, la más penosa y extraña que cabe hacer en este reino
enorme, casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos: - ¡y de
hecho hay cien buenos motivos para que de él permanezca alejado todo
el que -pueda! Por otro lado: una vez que nuestro barco ha desviado
su rumbo hasta aquí, ¡bien!, ¡adelante!, ¡ahora apretad bien los
dientes!, ¡abrid los ojos!, ¡firme la mano en el timón! - estamos
dejando atrás, navegando derechamente sobre ella, sobre la moral,
con ello tal vez aplastemos, machaquemos nuestro propio residuo de
moralidad, mientras hacemos y osamos hacer nuestro viaje hacia allá,
- ¡pero qué importamos nosotros! Nunca antes se ha abierto un mundo
más profundo de conocimiento a viajeros y aventureros temerarios: y
al psicólogo que de este modo «realiza sacrificios» - no es el
sacrifizio delf intelletto [sacrificio del entendimiento], ¡al
contrario!, - le será lícito aspirar al menos a que la psicología
vuelva a ser reconocida como señora de las ciencias, para cuyo
servicio y preparación existen todas las otras ciencias. Pues a
partir de ahora vuelve a ser la psicología el camino que conduce a
los problemas fundamentales.
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