Cuando escribo sólo existe lo que escribo.
Aquello que he sentido como diferente, que no he podido decir
y que se me ha escapado, son ideas o un verbo robado,
y que destruiré para reemplazarlo por otra cosa.
Rodez, abril 1946
Sea cual sea el sentido hacia el que te vuelvas,
todavía no has comenzado a pensar.
El arte y la muerte (1929),
Antonin Artaud
.
Discurso ingenuo el que iniciamos en este
momento, al hablar en dirección a Antonin Artaud. Para reducir esa
ingenuidad hubiese hecho falta esperar mucho tiempo: que se hubiese
abierto verdaderamente un diálogo entre -por decirlo rápidamente- el
discurso crítico y el discurso clínico. Y
que llevase más allá de sus dos trayectos, hacia lo común de su
origen y de su horizonte. Este horizonte y este origen se dejan ver
mejor hoy en día, para fortuna nuestra. Cerca nuestro, M. Blanchot,
M. Foucault, J. Laplanche se han interrogado acerca de la unidad
problemática de estos dos discursos, han intentado reconocer el
pasaje de una palabra que, sin desdoblarse, incluso sin
distribuirse, de un único y simple trazo, hablaría de la locura y de
la obra, penetrando en primer lugar en su enigmática conjunción.
Por mil razones que no son
simplemente materiales, no podemos desplegar aquí, por más que les
reconozcamos una prioridad de derecho, las cuestiones que a nuestro
juicio dejan sin resolver esos ensayos. Advertimos realmente que si
bien, en el mejor de los casos, su lugar común ha sido señalado de
lejos, de hecho los dos comentarios -el
médico y el otro- no se han confundido nunca en ningún texto. (¿Será
porque se trata ante todo de comentarios?, y ¿qué es un comentario?
Lanzamos estas preguntas al aire, para ver más adelante dónde las
tiene que hacer recaer necesariamente Artaud.)
Decimos de hecho. Al
describir las «oscilaciones extraordinariamente rápidas» que, en Hölderlin
y la cuestión del padre, producen la ilusión de
unidad, «que permite, en los dos sentidos, el traslado imperceptible
de figuras analógicas», y el recorrido del «dominio comprendido
entre las formas poéticas y las estructuras psicológicas»,[i] M.
Foucault concluye en una imposibilidad esencial y de derecho. Lejos
de excluirla, esta imposibilidad procedería de una especie de
proximidad infinita: «Esos dos discursos, pese a la identidad de un
contenido reversible siempre del uno al otro, y demostrativo para
cada uno de ellos, están afectados indudablemente por una profunda
incompatibilidad. El desciframiento conjunto de las estructuras
poéticas y de las estructuras psicológicas no reducirá nunca esa
distancia. Y sin embargo están infinitamente próximos uno del otro,
como está próximo de lo posible la posibilidad que la funda; es que
la continuidad de sentido entre la obra
y la locura sólo es posible a partir del enigma de lo mismo que
deja aparecer lo absoluto de la ruptura». Pero
M. Foucault añade un poco más adelante: «Y esa no es en absoluto una
figura abstracta, sino una relación histórica en la que nuestra
cultura histórica tiene que interrogarse». El campo plenamente
histórico de esta interrogación, en el que el recubrimiento ha de
ser quizás constituido tanto como restaurado, ¿no podría enseñarnos
cómo una imposibilidad de hecho ha podido ofrecerse como una
imposibilidad de derecho? Incluso haría falta aquí pensar en un
sentido insólito la historicidad y la diferencia entre las dos
imposibilidades, y esta primera tarea no es la más fácil. Esta
historicidad, desde hace tiempo sustraída al pensamiento, no puede
estar más sustraída que en el momento en que el comentario, es
decir, precisamente el «desciframiento de estructuras», ha comenzado
su reinado y ha determinado la posición de la cuestión. Ese momento
está tanto más ausente de nuestra memoria cuanto que no está en la
historia.
Ahora bien, nos damos
cuenta de que, de hecho, si bien el comentario clínico y el
comentario crítico reivindican en cualquier caso su autonomía,
pretenden hacerse reconocer y respetar el uno por el otro, no por
eso son menos cómplices -mediante una unidad que remite a
través de mediaciones impensadas a la que buscábamos hace un
momento- en la misma abstracción, el mismo desconocimiento y la
misma violencia. La crítica (estética, literaria, filosófica, etc.),
justo en el momento en que pretende proteger el sentido de un
pensamiento o el valor de una obra contra las reducciones
psico-médicas, llega al mismo resultado por una vía opuesta: la
convierte en un ejemplo. Es decir, en un caso. La
obra o la aventura del pensamiento vienen a dar testimonio, como
ejemplo, como mártir, de una estructura, ante la cual la primera
preocupación es descifrar su permanencia esencial. Para la crítica,
tomar en serio o hacer caso del sentido o del
valor es leer la esencia en el ejemplo que cae en los paréntesis
fenomenológicos. Y esto de acuerdo con el más irreprimible gesto del
comentario más respetuoso de la singularidad salvaje de su tema.
Aunque se oponen radicalmente, y, como se sabe, con fundamento,
aquí, ante el problema de la obra y la locura, la reducción
psicológica y la reducción eidética funcionan
de la misma manera, buscan el mismo fin sin saberlo. El dominio que
la psicopatología, cualquiera que sea su estilo, puede conseguir del
caso Artaud, y suponiendo que alcanzase en su lectura la segura
profundidad de M. Blanchot, en el fondo llegaría a la misma neutralización de
«ese pobre Antonio Artaud». Cuya aventura total se hace ejemplar en El
libro que vendrá. Se trata de una lectura -por lo
demás admirable- del «impoder» (Artaud hablando de Artaud) «esencial
al pensamiento» (M. Blanchot). «Es como si hubiera tocado, a pesar
suyo, y por un error patético de donde proceden sus gritos, el punto
en que pensar es ya desde siempre no poder seguir pensando: impoder, según
su expresión, que es como esencial al pensamiento...» (p.
48). El error patético es la parte del ejemplo
que corresponde a Artaud; no será retenido a la hora de descifrar la
verdad esencial. El error es la historia de Artaud, su huella
borrada en el camino de la verdad. Concepto pre-hegeliano de las
relaciones entre la verdad, el error y la historia. «El que la
poesía esté ligada a esa imposibilidad de pensar que es el
pensamiento, eso es la verdad que no puede descubrirse, pues ésta se
aparta siempre, y le obliga a sentirla por debajo del punto en que
la sentiría verdaderamente» (ibíd.). El error patético
de Artaud: espesor de ejemplo y de existencia que lo mantiene a
distancia de la verdad que desesperadamente indica: la nada en el
corazón de la palabra, la «falta de ser», el «escándalo de un
pensamiento separado de la vida», etc. Lo que pertenece sin
discusión a Artaud, su experiencia misma, eso el crítico podrá
abandonarlo, sin ocasionar daño, a los psicólogos o a los médicos.
Pero «a nuestro juicio, no hay que cometer el error de leer como
análisis de un estado psicológico las descripciones precisas, y
seguras y minuciosas, que nos propone de aquella experiencia» (p.
51). Lo que ya no pertenece a Artaud, desde el momento en que lo
podemos leer a través suyo, decirlo, repetirlo y tomarlo a nuestra
cuenta, aquello de lo que Artaud es sólo un testigo, es una esencia
universal del pensamiento. La aventura total de Artaud sólo sería el
índice de una estructura trascendental: «Pues nunca aceptará Artaud
el escándalo de un pensamiento separado de la vida, incluso cuando
está entregado a la experiencia más directa y más salvaje que nunca
se haya hecho de la esencia del pensamiento entendido como
separación, de esa imposibilidad que afirma el pensamiento contra sí
mismo como el límite de su potencia infinita» (ibíd.). El
pensamiento separado de la vida; tal es, se sabe, una de esas
figuras mayores del espíritu de la que ya Hegel daba algunos
ejemplos. Artaud, pues, proporcionaría otro.
Y la meditación de
Blanchot se detiene ahí; sin que lo que pertenece irreductiblemente
a Artaud, sin que la afirmación[ii] propia
que sostiene la no aceptación de ese escándalo, sin que el
«salvajismo» de esa experiencia, lleguen a ser interrogados por sí
mismos. La meditación se detiene ahí, o casi: el tiempo preciso para
evocar una tentación que habría que evitar pero
que de hecho no se ha evitado jamás: «Sería tentador comparar lo que
nos dice Artaud con lo que nos dicen Hölderlin, Mallarmé: que la
inspiración es ante todo ese punto puro donde ella falta. Pero hay
que resistirse a esa tentación de afirmaciones demasiado generales.
Cada poeta dice lo mismo, sin embargo no es lo mismo, es lo único,
eso sentimos. Artaud tiene su parte propia. Lo que dice es de una
intensidad que no deberíamos soportar» (p. 52). Y en las últimas
líneas que siguen, no se dice nada de lo único. Se vuelve a la
esencialidad: «Cuando leemos estas páginas, nos enteramos de lo que
no llegamos a saber: que el hecho de pensar no puede dejar de ser
trastornador; que lo que hay que pensar es, en el pensamiento, lo
que se aparta de éste y se agota inagotablemente en éste; que sufrir
y pensar están ligados secretamente» (ibíd.). ¿Por qué
esta vuelta a la esencialidad? ¿Por qué, por definición no hay nada
que decir de lo único? Esa es una evidencia demasiado firme, hacia
la que no vamos a precipitarnos aquí.
Para Blanchot era tanto
más tentador comparar Artaud con Hölderlin, porque el texto que le
dedica a éste, La locura por excelencia
[iii] se desplaza según el mismo esquema. Aun
afirmando la necesidad de escapar a la alternativa de los dos
discursos («pues el misterio consiste también en esa doble lectura
simultánea de un acontecimiento que sin embargo no se sitúa ni en
una ni en otra de las dos versiones» y en primer lugar porque ese
acontecimiento es el de lo demoníaco que «se mantiene fuera de la
oposición enfermedad-salud»), Blanchot restringe el campo del saber
médico, que deja perder la singularidad del acontecimiento y domina
por anticipado toda sorpresa. «Para el saber médico, ese
acontecimiento está “en regla”, por lo menos no es sorprendente,
corresponde a lo que se sabe de esos enfermos a quienes la pesadilla
les presta una pluma» (p. 15). Esta reducción de la reducción
clínica es una reducción esencialista. Aun protestando, también
aquí, contra las «fórmulas... demasiado generales...», M. Blanchot
escribe: «No cabe contentarse con ver en el destino de Hölderlin el
de una individualidad, admirable o sublime, que, habiendo querido
con demasiada fuerza algo grande, tuvo que llegar hasta un punto en
que aquélla se rompió. Su suerte sólo le pertenece a él, pero él
mismo pertenece a lo que él expresó y descubrió, no como algo
propio, sino como la verdad y la afirmación de la esencia poética...
No es su destino lo que él decide, sino que es el destino poético,
es el sentido de la verdad lo que se da como tarea por realizar... y
ese movimiento no es el suyo propio, es la realización misma de lo
verdadero, que, en un cierto punto, y a pesar de él; exige de su
razón personal que se convierta en pura transparencia impersonal, de
donde ya no hay regreso» (p. 26). Así, aunque se lo saluda, lo único
es realmente lo que desaparece en ese comentario. No es un azar. La
desaparición de la unicidad se presenta incluso como el sentido de
la verdad hölderliana: «...La palabra auténtica, la que es mediadora
porque en ella desaparece el mediador, pone fin a su particularidad,
retorna al elemento del que aquél procede» (p. 30). Y lo que permite
así decir siempre «el poeta» en lugar de Hölderlin, lo que hace
posible esta disolución de lo único, es que la unidad o la unicidad
de lo único -aquí la unidad de la locura y la obra- se la piensa
como una coyuntura, una composición, una «combinación»: «Una
combinación como esa no se ha encontrado dos veces» (p. 20).
J. Laplanche reprocha a M.
Blanchot una «interpretación idealista», «resueltamente
anti-“científica” y anti-“psicológica”» (p. 11), y propone sustituir
con otro tipo de teoría unitaria la de Hellingrath, hacia la que, a
pesar de su diferencia específica, se inclinaría también M.
Blanchot. No queriendo renunciar al unitarismo, J. Laplanche quiere
«comprender en un solo movimiento su obra y su evolución [los de
Hölderlin] hacia y en la locura, aunque ese movimiento esté
escandido como una dialéctica y sea multilineal como un
contrapunto» (p. 13). De hecho, y de esto se da uno cuenta
enseguida, esta escansión «dialéctica» y esta multilinealidad no
hacen más que complicar una dualidad que nunca queda reducida, no
hacen nunca más que, como dice con razón M. Foucault, aumentar la
rapidez de las oscilaciones, hasta hacerlas difícilmente
perceptibles. Al final del libro, de nuevo se pierde el aliento ante
lo único que, por sí mismo, en tanto que tal, se ha sustraído al
discurso y se sustraerá siempre a éste: «la proximidad que
establecemos entre la evolución de la esquizofrenia y la de la obra
lleva a conclusiones que no pueden en absoluto ser generalizadas: se
trata de la relación, en un caso particular, quizás único, de la
poesía con la enfermedad mental» (p. 132). De nuevo, unicidad
de conjunción y encuentro. Pues una vez que se la ha anunciado de
lejos como tal, se vuelve al ejemplarismo que se criticaba
expresamente[iv] en
M. Blanchot. El estilo psicologista y, por el lado opuesto, el
estilo estructuralista han desaparecido casi totalmente, cierto, y
el gesto filosófico nos seduce: no se trata ya de comprender al
poeta Hölderlin a partir de una estructura esquizofrénica o de una
estructura trascendental cuyo sentido nos resultara conocido y no
nos reservara ninguna sorpresa. Por el contrario, hay que leer y ver
dibujarse en Hölderlin un acceso, quizás e1 mejor, un acceso
ejemplar a la esencia de la esquizofrenia en general. Ésta no es un
hecho psicológico ni siquiera antropológico, disponible para las
ciencias determinadas que se llaman psicología o antropología:
«...es él [Hölderlin] quien replantea la cuestión de la
esquizofrenia como problema universal» (p. 133). Universal y
no sólo humana, no en primer lugar humana, puesto que es a partir de
la posibilidad de la esquizofrenia como se constituiría una
verdadera antropología. Esto no quiere decir que la posibilidad de
la esquizofrenia pueda reencontrarse de hecho en
otros seres distintos del hombre: sólo que aquélla no es el
atributo, entre otros, de una esencia del hombre previamente
constituida y reconocida. Del mismo modo que «en ciertas sociedades,
el acceso a la Ley, a lo Simbólico, se reserva a otras instituciones
distintas de la del padre» (p. 133) -que aquélla permite así
pre-comprender, de la misma manera, analógicamente, que la
esquizofrenia no es una entre otras de las dimensiones o
posibilidades del existente llamado hombre, sino realmente la
estructura que nos abre la verdad del hombre. Esta abertura se
produce de manera ejemplar en el caso de Hölderlin. Se podría pensar
que, por definición, lo único no puede ser el ejemplo o el caso de
una figura universal. Pero sí. La ejemplaridad sólo aparentemente
contradice la unicidad. La equivocidad que se aloja en la noción de
ejemplo es bien conocida: es la fuente de complicidad entre el
discurso clínico y el discurso crítico, entre el que reduce el
sentido o el valor y el que querría restaurarlos. Es eso lo que
permite así a M. Foucault concluir por su cuenta: «...Hölderlin
ocupa un lugar único y ejemplar» (p. 209).
Tal es el caso que se ha
podido hacer de Hölderlin y de Artaud. Ante todo, nuestra intención
no es refutar o criticar el principio de esas lecturas. Que son
legítimas, fecundas, verdaderas; y aquí, además, conducidas
admirablemente, e instruidas por una vigilancia crítica que nos
permiten hacer progresos inmensos. Por otra parte, si parecemos
inquietos por el tratamiento reservado a lo único, no es por pensar,
créasenos, que sea necesario, por precaución moral o estética,
proteger la existencia subjetiva, la originalidad de la obra o la
singularidad de lo bello contra las violencias del concepto. Ni,
inversamente, cuando parecemos lamentar el silencio o el fracaso
ante lo único, es que creamos en la necesidad de reducir lo único,
de analizarlo, de descomponerlo rompiéndolo aún más. Mejor dicho:
creemos que ningún comentario puede escapar a esos defectos, a no
ser destruyéndose a sí mismo como comentario al exhumar la unidad en
la que se enraízan las diferencias (de la locura y de la obra, de la
psique y del texto, del ejemplo y de la esencia, etc.) que sostienen
implícitamente la crítica y la clínica. Este suelo, al que nos
aproximamos aquí sólo por vía negativa, es histórico en
un sentido que, nos parece, no ha llegado nunca a adquirir valor
temático en los comentarios de los que acabamos de hablar y que, a
decir verdad, se deja tolerar mal por el concepto metafísico de
historia. La presencia tumultuosa de ese suelo arcaico imantará así
el discurso que los gritos de Artaud van a traer aquí a su
resonancia propia. De lejos, una vez más, pues nuestra primera
cláusula de ingenuidad no era una cláusula de estilo.
Y si decimos, para
empezar, que Artaud nos enseña esa unidad anterior a la disociación,
no es para constituir a Artaud en ejemplo de lo que nos enseña. Si
lo entendemos, no tenemos que esperar de él una lección. Además, las
consideraciones anteriores no son en absoluto prolegómenos
metodológicos o generalidades que anuncian un nuevo tratamiento del
caso Artaud. Más bien señalan la cuestión misma que Artaud pretende
destruir en su raíz, aquello cuya derivación, si no imposibilidad,
denuncia incansablemente, aquello sobre lo que sus gritos no han
dejado de abatirse rabiosamente. Pues lo que nos prometen sus
aullidos, articulándose bajo los nombres de existencia, de carne, de vida, de teatro, de crueldad, es,
antes de la locura y la obra, el sentido de un arte que no da lugar
a obras, la existencia de un artista que no es ya la vía o la
experiencia que dan acceso a otra cosa que ellas mismas, la
existencia de una palabra que es cuerpo, de un cuerpo que es un
teatro, de un teatro que es un texto puesto que no está ya al
servicio de una escritura más antigua que él, a algún archi-texto o
archi-palabra. Si Artaud resiste absolutamente -y, creemos, como
hasta ahora no se había hecho nunca- a las exégesis clínicas o
críticas, es por lo que en su aventura (y con esta palabra
designamos una totalidad anterior a la separación de la vida y la
obra) hay de protesta como tal contra
la ejemplificación como tal.
El crítico y el médico
carecerían aquí de recursos ante una existencia que se rehúsa a
significar, ante un arte que se ha pretendido sin obra, ante un
lenguaje que se ha pretendido sin huella. Es decir, sin diferencia.
Al perseguir una manifestación que no fuese una expresión sino una
creación pura de la vida, que no cayese nunca lejos del cuerpo hasta
perderse en signo o en obra, en objeto, Artaud ha querido destruir
una historia, la de la metafísica dualista que inspiraba más o menos
subterráneamente los ensayos evocados más arriba: dualidad del alma
y el cuerpo que sostiene, secretamente, sin duda, la de la palabra y
la existencia, del texto y el cuerpo, etc. Metafísica del comentario
que autorizaba los «comentarios» porque regía ya las
obras comentadas. Obras no teatrales, en el sentido en que lo
entiende Artaud, y que son ya comentarios desviados. Azotando su
carne para despertarla hasta la vigilia de esa desviación, Artaud ha
querido prohibir que su palabra lejos de su cuerpo le fuese soplada.
Soplada, esto es, sustraída por
un comentador posible que la reconocería para colocarla en un orden,
orden de la verdad esencial o de una estructura real, psicológica o
de otro tipo. El primer comentador es aquí el oyente o el lector, el
receptor que no debería ser el «público» en el teatro de la
crueldad.[v] Artaud
sabía que toda palabra caída del cuerpo, que se ofrece para ser oída
o recibida, que se ofrece como espectáculo, se vuelve enseguida
palabra robada. Significación de la que soy desposeído porque es
significación. El robo es siempre el robo de una palabra o de un
texto, de una huella. El robo de un bien no llega a ser lo que es
más que si la cosa es un bien, si, en consecuencia, ha adquirido
sentido y valor por el hecho de haber sido investida por al menos el
deseo de un discurso. Idea que sería una tontería interpretar como
que manda a paseo cualquier otra teoría del robo, en el orden de la
moral, la economía, la política o el derecho. Idea anterior a
discursos de ese tipo, puesto que hace comunicar, explícitamente y
dentro de una misma cuestión, la esencia del robo y el origen del
discurso en general. Pero todos los discursos sobre el robo, cada
vez que quedan determinados por tal o cual circunscripción, han
resuelto ya oscuramente, o han reprimido, esa cuestión, se han
reafirmado ya en la familiaridad de un saber primero: todo el mundo
sabe qué quiere decir robar. Pero el robo de la palabra no es un
robo entre otros, se confunde con la posibilidad misma del robo y
define su estructura fundamental. Y si Artaud nos permite pensarlo,
no es ya como el ejemplo de una estructura, puesto que se trata de
aquello mismo -el robo- que constituye la estructura de ejemplo como
tal.
Soplada, esto es,
entendamos al mismo tiempo inspirada a partir
de otra voz, que lee ella misma un texto
más antiguo que el poema de mi cuerpo, que el teatro de mi gesto. La
inspiración es, con diversos personajes, el drama del robo, la
estructura del teatro clásico en que la invisibilidad del apuntador
o «soplador» asegura la diferancia y el relevo indispensables entre
un texto escrito ya por otra mano y un intérprete desposeído ya de
aquello mismo que recibe. Artaud ha querido la conflagración de una
escena en la que era posible el apuntador y el cuerpo estaba a las
órdenes de un texto extraño. Artaud ha querido que fuese soplada la
maquinaria del apuntador. Hacer volar en pedazos la estructura del
robo. Para eso hacía falta, en un único y mismo gesto, destruir la
inspiración poética y la economía del arte clásico, singularmente
del teatro. Destruir del mismo golpe la metafísica, la religión, la
estética, etc., que soportaban a aquéllas y abrir así al Peligro un
mundo en el que la estructura de la sustracción no ofrece ya ningún
abrigo. Restaurar el Peligro despertando la Escena de la Crueldad:
esta era, al menos, la intención declarada de
Antonin Artaud. Es esa intención la que vamos a seguir aquí con
apenas la diferencia de un deslizamiento calculado.
El impoder, tema
que aparece en las cartas a J. Rivière,[vi] no
es, como se sabe, la simple impotencia, la esterilidad del «nada que
decir» o la falta de inspiración. Por el contrario, es la
inspiración misma: fuerza de un vacío, torbellino del aliento de
alguien que sopla y aspira hacia sí, y que me sustrae aquello mismo
que deja llegar a mí y que yo creo poder decir en mi nombre. La
generosidad de la inspiración, la irrupción positiva de una palabra
de la que no sé de dónde viene, de la que sé, si soy Antonin Artaud,
que no sé de dónde viene y quién la habla, esta fecundidad del otro aliento
es el impoder: no la ausencia sino la irresponsabilidad radical de
la palabra, la irresponsabilidad como potencia y origen de la
palabra. Me relaciono conmigo mismo en el éter de una palabra que
siempre me es soplada y que me sustrae aquello mismo con lo que me
pone en relación. La consciencia de la palabra, es decir, la
consciencia sin más, es lo no-sabido del que habla en el momento y
en el lugar en que profiero la palabra. Esta consciencia es, pues,
también una inconsciencia («En mi inconsciente es a los otros a
quienes oigo», 1946), contra la que habrá que reconstituir otra
consciencia que, esta vez, estará cruelmente presente a sí misma y
que se oirá hablar. Esta irresponsabilidad no le corresponde
definirla ni a la moral, ni a la lógica ni a la estética: es una
pérdida total y originaria de la existencia misma. Según Artaud, se
produce también, y en primer término, en mi Cuerpo, en mi Vida,
expresiones cuyo sentido hay que entenderlo más allá de las
determinaciones metafísicas y de las «limitaciones del ser» que
separan el alma del cuerpo, la palabra del gesto, etc. La pérdida es
precisamente esa determinación metafísica en la que tendré que
deslizar mi obra si quiero hacerla entender en un mundo y una
literatura regidas sin saberlo por esa metafísica, y de la que J.
Rivière era el representante. «De nuevo aquí temo el equívoco. Me
gustaría que comprendiese bien que no se trata de esa mayor o menor
existencia que resulta de lo que se ha convenido en llamar la
inspiración, sino de una ausencia total, de una verdadera pérdida»
(I, p. 20). Artaud lo repetía sin cesar: el origen y la urgencia de
la palabra, lo que le empujaba a expresarse se confundía con la
propia ausencia de la palabra en él, con el «no tener nada que
decir» en su propio nombre. «Esta dispersión de mis poemas, estos
vicios de forma, este doblegamiento constante de mi pensamiento, hay
que atribuirlo no a una falta de ejercicio, de posesión del
instrumento que yo manejaba, de desarrollo intelectual; sino
a un hundimiento central del alma, a una especie de erosión, a la
vez esencial y fugaz, del pensamiento, a la no-posesión pasajera de
los beneficios .materiales de mi desarrollo, a la separación anormal
de los elementos del pensamiento... Hay pues algo que destruye mi
pensamiento; algo que no me impide ser lo que podría ser, pero que
me deja, si puedo decirlo así, en suspenso. Algo furtivo que me
arrebata las palabras que he encontrado» (1, p. 25
y 26, el subrayado es de Artaud).
Sería tentador, fácil, y
hasta cierto punto legítimo, subrayar la ejemplaridad de esta
descripción. La erosión «esencial» y «fugaz», «a la vez esencial y
fugaz», se produce por «algo furtivo que me arrebata las palabras que
he encontrado». Lo furtivo es fugaz pero es más que
lo fugaz. Lo furtivo es -en latín- el estilo del ladrón, que tiene
que actuar muy deprisa para sustraerme las palabras que yo he
encontrado. Muy deprisa porque tiene que deslizarse invisiblemente
en la nada que me separa de mis palabras, y hurtármelas antes
incluso de que yo las haya encontrado, para que, una vez que las
haya encontrado, tenga yo la certeza de haber sido despojado de
ellas ya desde siempre. Lo furtivo sería, así, la virtud de
desposeer que sigue hundiendo la palabra en el sustraerse de sí. El
lenguaje corriente ha borrado de la palabra «furtivo» la referencia
al robo, al sutil subterfugio cuya significación se hace deslizar
-es el robo del robo, lo furtivo que se sustrae a sí mismo en un
gesto necesario- hacia el invisible y silencioso roce de lo
fugitivo, lo fugaz y lo huidizo. Artaud ni ignora ni subraya el
sentido propio de la palabra, se mantiene en el movimiento de
borrarlo: en El pesa-nervios (p. 89), a
propósito de «pérdida», «disminución», «desposesión», «artimañas en
el pensamiento», habla, en lo que no es una simple redundancia, de
esos «raptos furtivos».
Desde que hablo, las
palabras que he encontrado, desde el momento en que son palabras, ya
no me pertenecen, son originariamente repetidas (Artaud
quiere un teatro donde sea imposible la repetición. Cf. El
teatro y su doble, IV, p. 91). Ante todo tengo
que oírme. Tanto en el soliloquio como en el diálogo, hablar es
oírse. Desde que soy oído, desde que me oigo, el yo que se oye,
que me oye, se vuelve el yo que habla y que
toma la palabra, sin cortársela jamás, a aquel
que cree hablar y ser oído en su nombre. Al introducirse en el
nombre de aquel que habla, esta diferencia no es nada, es lo
furtivo: la estructura de la instantánea y originaria sustracción
sin la que ninguna palabra encontraría su aliento. La sustracción se
produce como el enigma originario, es decir,
como una palabra o una historia (ainos) que oculta su
origen y su sentido, que no dice jamás de dónde viene ni adónde va,
ante todo porque no lo sabe, y porque esa ignorancia, a saber, la
ausencia de su propio sujeto, no le sobreviene
sino que la constituye. La sustracción es la unidad primera de lo
que después se difracta como robo y como disimulación. Entender la
sustracción exclusiva o fundamentalmente como robo o violación es lo
propio de una psicología, de una antropología o de una metafísica de
la subjetividad (consciencia, inconsciente o cuerpo propio). No cabe
ninguna duda de que esa metafísica, por otra parte, interviene
poderosamente en el pensamiento de Artaud.
Desde ese momento, lo que
se llama el sujeto hablante no es ya aquel mismo o sólo aquel que
habla. Se descubre en una irreductible secundariedad, origen ya
desde siempre sustraído a partir de un campo organizado del habla en
el que aquel busca en vano un lugar que siempre falta. Este campo
organizado no es sólo aquel que podrían describir ciertas teorías de
la psique o del hecho lingüístico. Es en primer lugar -pero sin que
eso quiera decir otra cosa- el campo cultural del que tengo que
extraer mis palabras y mi sintaxis, campo histórico en el que tengo
que leer al escribir. La estructura de robo (se) aloja ya (en) la
relación del habla con la lengua. El habla es robada; robada a la
lengua, robada, pues, al mismo tiempo, a ella misma, es decir, al
ladrón que ha perdido ya desde siempre su propiedad y su iniciativa.
Como no se puede prevenir su atención, el acto de la lectura
agujerea el acto de habla o de escritura. A través de ese agujero me
escapo de mí mismo. La forma del agujero -que moviliza los discursos
de un cierto existencialismo y de un cierto psicoanálisis a los que
«ese Pobre Antonin Artaud» proporcionaría efectivamente ejemplos- se
comunica en él con una temática escato-teológica que interrogaremos
más adelante. El que la palabra y la escritura estén siempre
inconfesablemente sacadas de una lectura, ese es el robo originario,
la sustracción más arcaica que a la vez me oculta y me sutiliza mi
potencia inaugurante. El espíritu sutiliza. La
palabra proferida o inscrita, la letra o la
carta, es siempre robada. Siempre robada porque siempre abierta. Nunca
es propia de su autor o de su destinatario, y forma parte de su
naturaleza que no siga jamás el trayecto que lleva de un sujeto
propio a un sujeto propio. Lo cual equivale a reconocer como su
historicidad la autonomía del significante que antes de mí dice por
sí solo más de lo que creo querer decir, y en relación con el cual
mi querer decir, sufriendo en lugar de actuar, se encuentra en
falta, se inscribe, diríamos, en pasivo. Incluso
si la reflexión de este defecto determina como un exceso la urgencia
de la expresión. Autonomía como estratificación y potencialización
histórica del sentido, sistema histórico, es decir, abierto por
alguna parte. La sobre-significatividad que sobrecarga la palabra
«soplar», por ejemplo, no ha terminado de ilustrarla. No
prolonguemos la descripción banal de esta estructura. Artaud no la
ejemplifica. Quiere hacerla saltar. A esta inspiración de pérdida y
desposesión opone una buena inspiración, aquella misma que falta a
la inspiración como falta. La buena inspiración es el soplo de la
vida que no se deja dictar nada porque no lee y porque precede a
todo texto. Aliento que tomaría posesión de sí en un lugar donde la
propiedad no sería todavía el robo. Inspiración que me restablecería
en una verdadera comunicación conmigo mismo y que me devolvería la
palabra: «Lo difícil es encontrar bien uno su lugar y volver a
encontrar la comunicación consigo. Todo consiste en una cierta
floculación de las cosas, en la conjunción de toda esa pedrería
mental alrededor de un punto que justamente está por encontrar. / Y
he aquí lo que yo pienso del pensamiento: / CIERTAMENTE LA
INSPIRACIÓN EXISTE» (El pesa-nervios, I, p. 90. El
subrayado es de Artaud). La expresión «por encontrar» marcará más
tarde otra página. Será entonces el momento de preguntarse si Artaud
no designa de esa manera, cada vez, lo inencontrable mismo.
La vida, fuente de la
buena inspiración, debe ser entendida, si se quiere acceder a esta
metafísica de la vida, antes de aquella de la que hablan las
ciencias biológicas: «Asimismo, cuando pronunciamos la palabra vida,
hay que entender que no se trata de la vida tal como se la reconoce
a través de la exterioridad de los hechos, sino de esa especie de
frágil e inquieto foco al que no afectan las formas. Y si
hay todavía algo infernal y verdaderamente maldito en este tiempo es
el demorarse artísticamente en las formas, en lugar de ser como unos
condenados al suplicio de ser quemados que lanzan señales desde sus
hogueras» (El teatro y la cultura; V, p. 18. El
subrayado es nuestro). La vida «tal como se la reconoce a través de
la exterioridad de los hechos» es, pues, la vida de las formas. En Posición
de la carne, Artaud la contrapondrá a la «fuerza de
la vida»; (1, p. 235).[VII] El
teatro de la crueldad tendrá que reducir esa diferencia entre la
fuerza y la forma.
Lo que llamamos
sustracción no es para Artaud una abstracción. La categoría de lo
furtivo no vale sólo para la voz o la escritura desencarnadas. Si la
diferencia, en su fenómeno, se hace signo robado o soplo hurtado, es
que en primer término, si no en sí, es desposesión total que me
constituye como la privación de mí mismo, sustracción de mi
existencia, así pues, a la vez de mi cuerpo y de mi espíritu; de mi
carne. Si mi palabra no es mi aliento, si mi letra no es mi palabra,
es que ya mi aliento no era mi cuerpo, que mi cuerpo no era ya mi
gesto, que mi gesto no era ya mi vida. Hay que restaurar en el
teatro la integridad de la carne desgarrada por todas esas
diferencias. Una metafísica de la carne, que determina el ser como
vida, el espíritu como cuerpo propio, pensamiento no separado,
espíritu «oscuro» (pues «El Espíritu claro pertenece a la materia»,
1, p. 236): ese es el rasgo continuo y siempre desapercibido que
enlaza El teatro y su doble con las primeras
obras y con el tema del impoder. Esta metafísica de la carne está
además guiada por la angustia de la desposesión, la experiencia de
la vida perdida, del pensamiento separado, del cuerpo exilado lejos
del espíritu. Ese es el primer grito. «Pienso en la vida. Todos los
sistemas que podría edificar no igualarán jamás mis gritos de hombre
ocupado en rehacer su vida... Esas fuerzas no formuladas que me
asedian, un día tendrá que acogerlas mi razón, tendrán que
instalarse en el lugar del más alto pensamiento, esas fuerzas que
desde fuera tienen la forma de un grito. Hay gritos intelectuales,
gritos que provienen de la delicadeza de las
entrañas. Es a eso a lo que yo llamo la Carne. No separo mi
pensamiento de mi vida. Rehago en cada una de las vibraciones de mi
lengua todos los caminos del pensamiento en mi carne... Pero, ¿qué
soy yo en medio de esta teoría de la Carne o, por decirlo mejor, de
la Existencia? Soy un hombre que ha perdido su vida y que trata por
todos los medios de hacer que recupere su lugar... Pero es necesario
que examine ese sentido de la carne que debe ofrecerme una
metafísica del Ser, y el conocimiento definitivo de la Vida» (Posición
de la carne, I, pp. 235 y 236).
No vamos a detenernos aquí
en esto que puede asemejarse a la esencia de lo mítico mismo: el
sueño de una vida sin diferencia. Preguntémonos más bien qué puede
significar para Artaud la diferencia en la carne. El robo de mi
cuerpo ha sido con fractura. El Otro, el ladrón, el gran Furtivo
tiene un nombre propio: es Dios. Su historia ha tenido lugar. Ha
tenido un lugar. El lugar de la fractura sólo ha podido ser la
abertura de un orificio. Orificio del nacimiento, orificio de la
defecación a los que remiten, como a su origen, todas las demás
hendiduras. «Eso se llena, / eso no se llena, / hay un vacío, / una
falta, / un fallo de / lo que siempre se toma por un parásito al
vuelo» (abril, 1947). Al vuelo (au vol): el
juego de palabras es indudable.*
Desde que tengo relación
con mi cuerpo, así pues, desde mi nacimiento, yo ya no soy mi
cuerpo. Desde que tengo un cuerpo, no lo soy, así pues no lo tengo.
Esta privación instituye e instruye mi relación con mi vida. Mi
cuerpo me ha sido robado, pues, desde siempre. ¿Quién ha podido
robarlo sino Otro, y cómo ha podido éste apoderarse de ese cuerpo
desde el origen si no se ha introducido en mi lugar en el vientre de
mi madre, si no ha nacido en mi lugar, si yo no he sido robado
en mi nacimiento, si mi nacimiento no me ha sido
hurtado, «como si el nacer apestase desde hace mucho tiempo a
muerte» (84, p. 11)? La muerte se deja pensar bajo la
categoría del robo. No es lo que creemos poder anticipar como el
término de un proceso o de una aventura que llamamos -confiadamente-
la vida. La muerte es una forma articulada de nuestra relación con
el otro. Yo no muero sino del otro: por él, para
él, en él. Mi muerte es representada, hágase variar
esta palabra como se quiera. Y si muero por representación en el «momento
extremo de la muerte», esta sustracción representativa no ha
trabajado menos la entera estructura de mi existencia desde el
origen. Por eso, en el límite, «uno no se suicida solo. / Nadie ha
estado nunca solo para nacer. / Nadie está tampoco solo para morir
[...] / [...] Y creo que en el momento extremo de la muerte
hay siempre algún otro para despojarnos de nuestra propia
vida» (Van Gogh, el suicidado de la sociedad, p. 67).
El tema de la muerte como robo está en el centro de La muerte
y el hombre (Sobre un dibujo de Rodez, en 84,
n.° 13).
¿Y quién puede ser el
ladrón sino ese gran Otro invisible, perseguidor furtivo que en
todas partes me dobla, es decir, me repite y me
sobrepasa, llegando siempre antes que yo allí donde he elegido ir,
como «ese cuerpo que me perseguía» (iba tras de mí) «y no que
seguía» (me precedía), quién puede ser sino Dios? «¿Y QUÉ HAS HECHO
DE MI CUERPO, DIOS?» (84, p. 108). Y he aquí la
respuesta: desde el agujero negro de mi existencia, Dios me ha «chapuceado vivo /
durante toda mi existencia / y esto / sólo a causa del hecho / de
que soy yo / quien era Dios, / verdaderamente Dios, / Yo, un hombre
/ y no el que a sí se llama espíritu / que no era más que la
proyección en las nubes / del cuerpo de un hombre distinto a mí, /
el cual / se denominaba el / Demiurgo / Pero la horrorosa historia
del Demiurgo / es bien conocida / Es la de ese cuerpo / que perseguía (y no
que seguía) al mío / y que para pasar primero y nacer / se proyectó
a través de mi cuerpo / y / nació / por un reventar de mi cuerpo /
del que guardó sobre sí un pedazo / a fin / de hacerse pasar / por
mí mismo. / Pero no había nadie más que yo y él, / él / un cuerpo
abyecto / al que no querían los espacios, / yo / un cuerpo en trance
de hacerse / por consiguiente sin haber llegado todavía al estado de
acabamiento / pero que evolucionaba / hacia la pureza integral /
como el del que se llama a sí Demiurgo, / el cual, sabiéndose
inaceptable / y queriendo aun así vivir a cualquier precio / no
encontró nada mejor / para ser / que nacer al
precio de / mi asesinato. / Mi cuerpo se ha rehecho a pesar de todo
/ contra / y a través de mil asaltos del mar / y del odio / que cada
vez lo deterioraban / y me dejaban muerto. / Y es así como a fuerza
de morir / he acabado ganando una inmortalidad real. / Y / esta es
la historia verdadera / tal como ha pasado realmente / y / no / como
si fuera vista en la atmósfera legendaria de los mitos / que
escamotean la realidad» (84, pp. 108-110).
Dios es, pues, el nombre
propio de lo que nos priva de nuestra propia naturaleza, de nuestro
propio nacimiento y que, luego, a escondidas, habrá hablado siempre
antes que nosotros. Es la diferencia que se insinúa como mi muerte
entre yo y yo. Por eso -y este es el concepto del verdadero
suicidio según Artaud- tengo que morir a mi muerte para renacer
«inmortal» en la víspera de mi nacimiento. Dios no echa mano sólo de
tal o cual atributo nuestro innato, sino que se apodera de nuestra
innatidad misma, de la propia innatidad de nuestro ser en sí mismo:
«Hay imbéciles que se creen seres, seres innatamente. / En cuanto a
mí, soy aquel que para ser tiene que azotar su innatidad. / Aquel
que innatamente es aquel que tiene que ser un ser, es decir, azotar
continuamente esa especie de puerco negativo, ¡oh perros de lo
imposible!» (I, p. 9).
¿Por qué viene a ser
pensada esta alienación originaria como mancha, obscenidad,
«porquería», etc.? ¿Por qué, cuando grita tras la pérdida de su
cuerpo, añora Artaud una pureza tanto como un bien, una limpieza
tanto como una propiedad? «He estado sometido a suplicio
demasiado... / ... / He trabajado demasiado para ser puro y fuerte /
... / He intentado demasiado tener un cuerpo propio-y-limpio» (84,
p. 135).
Por definición, lo que me
ha sido robado es mi bien, mi precio, mi valor. Lo que valgo, mi
verdad, me ha sido hurtada por Alguien que ha ocupado mi sitio, en
la salida del Orificio, en el nacimiento, Dios. Dios es el falso
valor así como el primer precio de lo que nace. Y este falso valor
se convierte en el Valor porque ya desde siempre ha doblado el verdadero
valor que no ha existido jamás, o lo que es igual, no ha existido
nunca sino antes de su propio nacimiento. Desde ese momento, el
valor originario, el archi-valor que yo habría tenido que retener en
mí, o más bien retener como yo mismo, como mi valor y mi ser mismo,
aquello que me ha sido robado cada vez que una parte de mí cae lejos
de mi cuerpo, es la obra, es el excremento, la escoria, valor
anulado por no haber sido retenido y que puede convertirse, como se
sabe, en un arma perseguidora, eventualmente contra mí mismo. La
defecación -«separación cotidiana de las materias fecales, partes
preciosas del cuerpo» (Freud)- es, como un nacimiento, como mi
nacimiento, el primer robo que a la vez me deprecia[viii] y
me mancha. Por eso la historia de Dios como genealogía del valor se
relata como la historia de la defecación. «Conocéis algo más
ultrajantemente fecal / que la historia de Dios...» (El teatro
de la crueldad, en 84, p. 121).
Es quizás en razón de su
complicidad con el origen de la obra por lo que Artaud llama a Dios
también el Demiurgo. Se trata de una metonimia del nombre de Dios,
nombre propio del ladrón y nombre metafórico de mí mismo: la
metáfora de mí mismo es mi desposesión en el lenguaje. En cualquier
caso Dios-Demiurgo no crea, no es la vida, es
el sujeto de las obras y las maniobras, el ladrón, el engañador, el
falsario, el pseudónimo, el usurpador, lo contrario del artista
creador, el ser-artesano, el ser del artificio: Satán. Yo soy Dios y
Dios es Satán; y así como Satán es la criatura de Dios (...«la
historia de Dios / y de su ser: SATÁN...» en 84,
p. 121) Dios es mi criatura, mi doble que se ha introducido en la
diferencia que me separa de mi origen, es decir, en la nada que abre
mi historia. Lo que se llama la presencia de Dios no es sino el
olvido de esa nada, la sustracción de la sustracción, que no es un
accidente sino el movimiento mismo de la sustracción: «¿... Satán, /
que con sus ubres babosas / nunca nos ha disimulado otra cosa / sino
la Nada?» (ibíd.).
Así pues, la historia de
Dios es la historia de la Obra como excremento. La escato-logía
misma. La obra, como el excremento, supone la separación y se
produce en ella. Procede, pues, del espíritu separado del cuerpo
puro. Es una cosa del espíritu, y volver a encontrar un cuerpo sin
mancha es rehacerse un cuerpo sin obra. «Pues hay que ser un
espíritu para / cagar, / un cuerpo puro no
puede / cagar. / Lo que éste caga es la cola de los espíritus /
encarnizados en robarle algo / pues sin cuerpo no se puede existir»
(84, p. 113). Ya podía leerse en El pesa-nervios: «Lo
que usted ha tomado por mis obras no eran más que los desechos de mí
mismo» (I, p. 91).
Así pues, mi obra, mi
huella, el excremento que me roba de mi
bien después de haber sido yo robado a mi
nacimiento, tiene que ser rehusado. Pero rehusarlo no es en este
caso rechazarlo, sino que es retenerlo. Para guardarme, para guardar
mi cuerpo y mi palabra, me hace falta retener en mí la obra,[ix] confundirme
con ésta para que entre ésta y yo el Ladrón no tenga ninguna
oportunidad, tengo que impedirle que se eche a perder lejos de mí
como escritura. Pues «la escritura es enteramente una porquería» (El
pesa-nervios, I, p. 95). Así, lo que me desposee y me aleja
de mí, lo que rompe mi proximidad conmigo mismo, me ensucia: con lo
cual me aparto de mi propio ser. Propio es el nombre del sujeto
próximo a sí -que es lo que es-, abyecto, el nombre del objeto, de
la obra a la deriva. Tengo un nombre propio cuando soy limpio,
propio. El niño sólo entra bajo su nombre en la sociedad occidental
-en primer lugar en la escuela-, sólo llega a estar verdaderamente
bien nombrado cuando es propio, limpio. Oculta bajo su dispersión
aparente la unidad de estas significaciones, la unidad de lo
propio-limpio como sin-mancha del sujeto absolutamente próximo a sí
no se produce antes de la época latina de la filosofía (proprius se
vincula a prope) y, por la misma razón,
la determinación metafísica de la locura como mal de alienación no
podía empezar a madurar. (No hacemos del fenómeno lingüístico, desde
luego, ni una causa ni un síntoma: sencillamente, el concepto de
locura no llega a establecerse más que en la época de una metafísica
de la subjetividad propia-limpia). Artaud solicita esa
metafísica, la sacudecuando ésta se miente y pone como
condición para el fenómeno de lo propio el que uno se aparte
limpiamente, propiamente de su propio ser (es la alienación de la
alienación); la requiere de nuevo, sigue
alimentándose de su fondo de valores, pretende ser así más fiel a
éstos que ella misma restaurando absolutamente lo propio en vísperas
de cualquier escisión.
Como el excremento, como
el bastón fecal, metáfora, se sabe también, del pene.[x] La
obra tendría que mantenerse de pie. Pero la
obra, en tanto excremento, es sólo materia: sin vida, sin fuerza ni
forma. Siempre cae y se hunde enseguida fuera de mí. Por esa razón
la obra -poética o de otro tipo- no me pondrá nunca de pie. Nunca
será en ella donde me eregiré. La salvación, el status, el
estar en pie, sólo serán posibles, pues, en un arte sin obra. Como
la obra es siempre obra de muerte, el arte sin obra, el baile o el
teatro de la crueldad, será el arte de la vida misma. «He dicho
crueldad como podía haber dicho vida» (IV, p. 137).
Levantado contra Dios,
crispado contra la obra, Artaud no renuncia a la salvación. Todo lo
contrario. La soteriología será la escatología del cuerpo propio.
«Es el estado de mi / cuerpo el que hará / el
Juicio Final» (en 84, p. 131).
Cuerpo-propio-de-pie-sin-desecho. El mal, la mancha, es locrítico o
lo clínico: convertirse, dentro de su palabra y de su
cuerpo, en una obra, objeto entregado, puesto que tendido, a la
furtiva diligencia del comentario. Pues lo único que por definición
no se presta al comentario es la vida del cuerpo, la carne viva que
el teatro mantiene en su integridad contra el mal y la muerte. La
enfermedad es la imposibilidad de estar de pie en el baile y en el
teatro. «Existen la peste, / el cólera, / la viruela negra / sólo
porque el baile / y por consiguiente el teatro / no han empezado
todavía a existir» (en 84, p. 127).
¿Tradición de poetas
locos? Hölderlin: «Pero a nosotros, poetas, corresponde / estar de
pie con la cabeza desnuda bajo las tormentas / de Dios, y aferrar
con nuestras manos / el rayo eterno, y brindar al pueblo / con
nuestro Canto el don celestial» (Como en un día de fiesta). Nietzsche:
«... ¿Hace falta que diga que es necesario también saber hacerlo
[bailar] con la pluma?» (Crepúsculo de los ídolos).[xi] O también:
«Sólo los pensamientos que se os ocurran caminando valen la pena» (ibíd.). Cabría,
pues verse tentado, en este punto como en otros muchos, por envolver
a estos tres poetas locos, en compañía de algunos otros, en el
impulso de un mismo comentario y la continuidad de una única
genealogía.[xii] Otros
mil textos sobre el estar de pie y el baile podrían, en efecto,
alentar una idea como ésa. Pero, ¿no le faltaría entonces a ésta la
decisión esencial de Artaud? El estar de pie y el baile, de
Hölderlin a Nietzsche, siguen siendo quizás metafóricos. En
cualquier caso la erección no debe desviarse a la obra, delegarse al
poema, expatriarse a la soberanía de la palabra o de la escritura,
al estar-de-pie en el pie de la letra o en el extremo de la pluma.
El estar-de-pie de la obra es, más precisamente todavía, el imperio
de la letra sobre el aliento. Ciertamente Nietzsche había denunciado
la estructura gramatical en la base de una metafísica por demoler,
pero ¿se había preguntado alguna vez por el origen de la relación
entre la seguridad gramatical, que él reconoció, y el estar-de-pie
de la letra? Heidegger la indica en una breve sugerencia de la Introducción
a la metafísica: «Los griegos consideraban el
lenguaje, en cierto amplio sentido, ópticamente, es decir, a partir
de lo escrito. En la escritura lo dicho alcanza a tener posición
fija. El lenguaje es; o sea, se mantiene de pie en la imagen escrita
de la palabra, en los signos de la escritura, en las letras, grámmata. Por
eso la gramática presenta el lenguaje que es. En cambio éste se
pierde en lo insustancial por el flujo del habla. De tal modo, la
teoría del lenguaje ha sido interpretada hasta nuestros días
gramaticalmente» (trad. esp. -modificada- E. Estiú, p. 101). Esto no
contradice sino que paradójicamente confirma el menosprecio de la
letra que, en el Fedro por ejemplo, salva la
escritura metafórica como inscripción primera de la verdad en el
alma; la salva y en primer lugar se refiere a ella como a la más
firme seguridad, y en el sentido propio de la escritura (276 a).
Esa es la metáfora que
pretende destruir Artaud. Es con el estar-de-pie como erección
metafórica en la obra escrita con lo que quiere acabar.[xiii] Esta
alienación en la metáfora de la obra escrita es el fenómeno de la
superstición. Y «hay que acabar con esa superstición de los textos y
de la poesía escrita» (El teatro y su doble, V,
pp. 93 y 94). La superstición es, pues, la esencia de nuestra
relación con Dios, de nuestra persecución por el gran furtivo.
También la soteriología pasa por la destrucción de la obra y de
Dios. La muerte de Dios[xiv] asegurará
nuestra salvación porque sólo ella puede despertar lo Divino. El
nombre del hombre -ser escato-teológico, ser capaz de dejarse
manchar por la obra y de dejarse constituir por su relación con el
Dios ladrón- designa la corrupción histórica de lo Divino
innombrable. «Y esta facultad es humana exclusivamente. Diría
incluso que es esta infección de lo humano lo que nos estropea ideas
que habrían debido mantenerse divinas; pues lejos de creer que lo
sobrenatural, lo divino, han sido inventados por el hombre, pienso
que es la intervención milenaria del hombre lo que ha acabado por
corrompernos lo divino» (ibíd., p. 13). Dios es pues,
un pecado contra lo divino. La esencia de la culpabilidad es
escato-teológica. El pensamiento al que la esencia escato-teológica
del hombre se le muestra como tal no puede ser simplemente una
antropología ni un humanismo metafísicos. Este pensamiento apunta
más allá del hombre, más allá de la metafísica del teatro occidental
cuyas «preocupaciones [...] apestan a hombre increíblemente, a
hombre provisional y material, diría incluso ahombre-carroña» (IV,
p. 51. Cf. también III, p. 129, donde una carta llena
de injurias a la Comedia Francesa denuncia en términos expresos la
vocación escatológica de su concepto y sus operaciones).
En virtud de este rechazo
de la estancia metafórica en la obra y a pesar de parecidos
sorprendentes (aquí a pesar de ese pasar más allá del hombre y de
Dios), Artaud no es hijo de Nietzsche. Todavía menos de Hölderlin.
Al matar la metáfora (estar-de-pie-fuera-de-sí-en-la-obra-robada),
el teatro de la crueldad nos lanzará hacia «una nueva idea del Peligro» (carta
a Marcel Dalio, V, p. 95). La aventura del Poema es la última
angustia a vencer antes de la aventura del teatro.[xv] Antes
de serlo en su propia posición.
¿Cómo me salvará el teatro
de la crueldad, cómo me devolverá la institución de mi carne misma?
¿Cómo le impedirá a mi vida caer fuera de mí? ¿Cómo me evitará «el
haber vivido / como el “Demiurgo” / con / un cuerpo robado con
fractura» (en 84, p. 113)?
Ante todo resumiendo el
órgano. La destrucción del teatro clásico -y de la metafísica que
pone en escena- tiene como primer gesto la reducción del órgano. La
escena occidental clásica define un teatro del órgano, teatro de
palabras, en consecuencia de interpretación, de registro y de
traducción, de derivación a partir de un texto preestablecido, de
una tabla escrita por un Dios-Autor y único detentador de la primera
palabra. De un señor que guarda la palabra robada y que se la presta
sólo a sus esclavos, a sus directores escénicos y a sus actores.
«Así, si el autor es el que dispone del lenguaje de la palabra, y si
el director es su esclavo, entonces lo que hay aquí es sólo un
problema verbal. Hay una confusión en los términos, que procede de
que, para nosotros, y según el sentido que se le atribuye
generalmente a este término de director, éste es sólo un artesano,
un adaptador, una especie de traductor dedicado eternamente a hacer
pasar una obra dramática de un lenguaje a otro; y esa confusión sólo
será posible, y el director sólo se verá obligado a eclipsarse ante
el autor, en la medida en que se siga considerando que el lenguaje
de palabras es superior a los demás lenguajes, y que el teatro no
admite ningún otro diferente de aquél» (El teatro y su doble, IV,
p. 143).[xvi] Las
diferencias de las que vive la metafísica del teatro occidental
(autor-texto/director-actores), su diferenciación y sus relevos
transforman a los «esclavos» en comentadores, es decir, en órganos.
En este caso órganos de registro. Pero «Hay que creer en un sentido
de la vida renovado por el teatro, y en el que el hombre se hace
impávidamente el amo de lo que todavía no existe [el
subrayado es nuestro], y lo hace nacer. Y todo lo que no ha nacido
puede nacer todavía con tal que no nos contentemos con seguir siendo
simples órganos de registro» (El teatro y la cultura, IV,
p. 18).
Pero antes de corromper la
metafísica del teatro, lo que llamaremos la diferenciación orgánica
había hecho furor en el cuerpo. La organizaciones la
articulación, el ensamblaje de las funciones o de los miembros (arthron, artus), el
trabajo y el juego de su diferenciación. Ésta constituye a la vez el
membrado y el desmembramiento de mi (cuerpo) propio. Artaud teme el
cuerpo articulado como teme el lenguaje articulado, el miembro tanto
como la palabra, en un único y mismo trazo, por una única y misma
razón. Pues la articulación es la estructura de mi cuerpo y la
estructura es siempre estructura de expropiación. La división del
cuerpo en órganos, la diferencia interior de la carne da lugar a la
falta por la que el cuerpo se ausenta de sí mismo, haciéndose pasar
así, tomándose por el espíritu. Pero «no hay espíritu, nada más que
diferenciaciones de cuerpos» (3-1947). El cuerpo que «siempre busca
concentrarse»,[xvii] se
escapa de sí mismo a través de lo que le permite funcionar y
expresarse, escuchándose, como se dice de los enfermos, y así
desviándose de sí mismo. «El cuerpo es el cuerpo, / se mantiene solo
/ y no necesita órganos, / el cuerpo no es jamás un organismo, / los
organismos son los enemigos del cuerpo, / las cosas que se le hacen
ocurren por sí solas sin el concurso de ningún órgano, / todo órgano
es un parásito, / cubre una función parasitaria / destinada a hacer
vivir a un ser que no debería existir» (84, p. 101). El órgano
acoge, pues, la diferencia de lo extraño en mi cuerpo, es siempre el
órgano de mi pérdida y esto es una verdad tan originaria que ni el
corazón, órgano central de la vida, ni el sexo, órgano primero de la
vida, podrían escapar a ello: «De tal manera que no hay de hecho
nada más innoblemente inútil y superfluo como el órgano llamado
corazón / que es el medio más sucio que hayan podido inventar los
seres para bombear la vida en mí. / Los movimientos del corazón no
son otra cosa que una maniobra a la que sin cesar se entrega el ser
sobre mí para arrebatarme lo que sin cesar yo le niego...» (en 84,
p. 103). Más adelante: «Un hombre verdadero no tiene sexo» (p. 112).[xviii] El
hombre verdadero no tiene sexo pues debe ser su sexo. Desde el
momento en que el sexo se hace órgano, se me hace extraño, me
abandona en cuanto que adquiere así la autonomía arrogante de un
objeto hinchado y lleno de sí. Esta hinchazón del sexo convertido en
objeto separado es una especie de castración. «Dice que me ve muy
preocupado por el sexo. Pero es por el sexo tenso e inflado como un
objeto» (El arte y la muerte, I, p. 145).
El órgano, lugar de la
pérdida porque su centro tiene siempre forma de orificio. El órgano
funciona siempre como desembocadura. La reconstitución y la
re-institución de mi carne se atendrán, pues, al cierre del cuerpo
sobre sí y a la reducción de la estructura orgánica; «Yo estaba vivo
/ y estaba allí desde siempre. /
¿Comía? / No, / pero cuando tenía hambre retrocedía con mi
cuerpo y no me comía a mí mismo / pero todo eso se ha descompuesto,
/ tenía lugar una extraña operación... / ¿Dormía? / No, yo no
dormía, / hay que ser casto para saber no comer. / Abrir la boca es
entregarse a las miasmas. / ¡De manera que nada de boca! / nada de
boca, / ni de lengua, / ni de dientes, / ni de laringe, / ni de
esófago, / ni de vientre, / ni de ano. / Yo reconstruiré al hombre
que soy» (nov. 47, en 84, p. 102). Más adelante: «(No
se trata especialmente del sexo o del ano / que por otra parte deben
ser cortados y liquidados,...)» (84, p. 125). La
reconstitución del cuerpo debe ser autárquica, no debe hacerse
ayudar; y el cuerpo debe ser rehecho de una sola pieza. « Soy / yo /
quien / me / habré / rehecho / a mí mismo / enteramente / ... por mí
/ que soy un cuerpo / y que no tengo en mí regiones» (3-1947).
La danza de la crueldad
ritma esa reconstrucción y una vez más se trata del lugar por
encontrar: «La realidad no está construida todavía
porque los órganos verdaderos del cuerpo humano no están todavía
compuestos y situados. / El teatro de la crueldad se ha creado para
acabar ese emplazamiento y para acometer por medio de una nueva
danza del cuerpo del hombre una desbandada de ese mundo de microbios
que no es sino una nada coagulada. / El teatro de la crueldad quiere
hacer bailar párpados en pareja con codos, rótulas, fémures, y dedos
del pie, y hacer que se vea» (84, p. 101).
Así pues, el teatro no
podía ser un género entre otros para Artaud, actor antes de ser
escritor, poeta o incluso hombre de teatro; actor al menos tanto
como autor, y no sólo porque ha realizado muchas representaciones,
no habiendo escrito más que una sola obra y habiéndose manifestado
por un «teatro abortado»; sino porque la teatralidad requiere la
totalidad de la existencia y no tolera ya la instancia
interpretativa ni la distinción entre autor y actor. La primera
urgencia de un teatro in-orgánico es la emancipación con respecto al
texto. La protesta contra la letra había sido desde siempre la
primera preocupación de Artaud, aunque su sistematización rigurosa
sólo se encuentra en El teatro y su doble. Protesta
contra la letra muerta que se ausenta lejos del aliento y de la
carne. Al principio Artaud había soñado con una grafía que no
partiese en absoluto a la deriva, en una inscripción no separada:
encarnación de la letra y tatuaje sangrante. «Tras esa carta [de
Jean Paulhan, 1923] estuve trabajando todavía durante un mes en
escribir un poema verbalmente, y no gramaticalmente, logrado.
Después renuncié a ello. Para mí el asunto no era saber qué llegaría
a insinuarse en el marco del lenguaje escrito, / sino en la trama de
mi alma en vida. / Mediante algunas palabras metidas a cuchillo en
la encarnación que perdura, / en una encarnación que muera realmente
bajo la bovedilla del islote de llama de una linterna de cadalso...»
(I, p. 9).[xix]
Pero el tatuaje paraliza
el gesto y mata la voz que pertenece también a la carne. Reprime el
grito y la posibilidad de una voz todavía no-organizada. Y más
tarde, cuando proyecta sustraer el teatro al texto, al apuntador y a
la omnipotencia del logos primero, Artaud no entregará sencillamente
la escena al mutismo. Sólo querrá volver a situar en ella,
subordinar a ella una palabra que, hasta este momento, enorme,
invasora, omnipresente y llena de sí, palabra soplada, había pesado
desmesuradamente en la escena teatral. Ahora será necesario que, sin
que desaparezca, se mantenga en su sitio, y para eso será necesario
que se modifique en su función misma; que no sea ya un lenguaje de
palabras, de términos «en un sentido definido» (El teatro y su
doble, I, p. 142 y passim), de
conceptos que determinen el pensamiento y la vida. Es en el silencio
de las palabras-definiciones como «mejor podríamos escuchar la
vida» (ibíd.). Habrá que despertar, pues, la
onomatopeya, el gesto que duerme en toda palabra clásica; la
sonoridad, la entonación, la intensidad. Y la sintaxis que regula el
encadenamiento de las palabras-gestos no será ya una gramática de la
predicación, una lógica del «espíritu claro» o de la consciencia
cognoscitiva. «Cuando digo que no representaré piezas escritas,
quiero decir que no representaré piezas basadas en la escritura y la
palabra... y que incluso la parte hablada y escrita lo será en un
sentido nuevo» (p. 133). «No se trata de suprimir la palabra
articulada, sino de darle a las palabras aproximadamente la
importancia que tienen en los sueños» (p. 112).[xx]
Extraño a la danza,
inmóvil y monumental como una definición, materializado, es decir,
perteneciente al «espíritu claro», el tatuaje es, pues, todavía
demasiado silencioso. Silencio de una letra liberada, que habla por
sí sola, y que adquiere más importancia que la que tiene la palabra
en el sueño. El tatuaje es un depósito, una obra, y es la obra lo
que hay que destruir, ahora lo sabemos. Y a fortiori la obra
maestra: hay que «acabar con las obras maestras» (título de uno de
los textos más importantes de El teatro y su doble, I,
p. 89). De nuevo aquí, invertir el poder de la obra literal
no es borrar la letra, sino subordinarla simplemente a la instancia
de lo ilegible o al menos de lo analfabético. «Es para analfabetos
para quien escribo.»[xxi]Se
puede ver en ciertas civilizaciones no occidentales, aquellas que
fascinaban a Artaud precisamente: el analfabetismo puede acomodarse
muy bien con la cultura más profunda y más viva. Así pues, las
huellas inscritas en el cuerpo no serán incisiones gráficas sino las
heridas recibidas en la destrucción de Occidente, de su metafísica y
de su teatro, los estigmas de esta implacable guerra. Pues el teatro
de la crueldad no es un nuevo teatro destinado a acompañar a alguna
nueva novela que simplemente modifique desde dentro una tradición a
la que no se conmueve. Artaud no emprende ni una renovación, ni una
crítica, ni una puesta en cuestión del teatro clásico: pretende
destruir efectivamente, activamente y no teóricamente, la
civilización occidental, sus religiones, el conjunto de la filosofía
que proporciona sus bases y su decorado al teatro tradicional bajo
sus formas aparentemente más renovadoras.
El estigma y no el
tatuaje: así, en la exposición de lo que habría tenido que ser el
primer espectáculo del teatro de la crueldad (La conquista de
México, que encarna la «cuestión de la colonización», y que
habría «hecho revivir de manera brutal, implacable, sangrante, la
siempre vivaz fatuidad de Europa» (El teatro y su doble, IV,
p. 152), el estigma sustituye al texto: «De este choque del desorden
moral y de la anarquía católica con el orden pagano, se pueden hacer
surgir inauditas conflagraciones de fuerzas y de imágenes, sembradas
aquí y allá de diálogos brutales. Y esto a través de luchas de
hombre a hombre que llevan consigo, como estigmas, las ideas más
opuestas» (ibíd.).
El trabajo de subversión
al que de esta manera había sometido Artaud desde siempre al
imperialismo de la letra tenía el sentido negativo de una revuelta en
la medida en que se producía en el ámbito de la literatura como tal.
Eso eran las primeras obras, que giraban en torno a las cartas a J.
Rivière. La afirmación revolucionaria,[xxii] que alcanzará
una notable expresión teórica en El teatro y su doble, había
asomado sin embargo en el Teatro Alfred Jarry (1926-1930). Se
prescribía ya ahí un descenso hasta una profundidad de la
manifestación de las fuerzas donde la distinción de los órganos del
teatro (autor-texto/director-actor-público) no fuese posible
todavía. Pero ese sistema de relevos orgánicos, esa diferancia, no
ha sido posible nunca a no ser distribuyéndose alrededor de un
objeto, libro o libreto. La profundidad que se busca es, pues, la de
lo ilegible: «Todo lo que forma parte de la ilegibilidad...
queremos... verlo triunfar en una escena... » (II, p. 23). En
la ilegibilidad teatral, en la noche que precede al libro, el signo
no está separado todavía de la fuerza.[xxiii] Este
no es todavía completamente un signo, en el sentido en que lo
entendemos nosotros, pero no es ya una cosa, eso
que sólo pensamos en su oposición al signo. Éste no tiene ninguna
posibilidad de convertirse, en tanto tal, en texto escrito o palabra
articulada; ninguna posibilidad de elevarse y de inflarse por encima
de la enérgeia para revestir, de acuerdo con la
distinción humboldtiana, la impasibilidad triste y objetiva del ergon. Pero
Europa vive sobre el ideal de esta separación entre la fuerza y el
sentido como texto, en el momento mismo en que, como sugeríamos más
arriba, creyendo elevar el espíritu por encima de la letra, sigue
prefiriendo la escritura metafórica. Esta derivación de la fuerza en
el signo divide el acto teatral, desvía al actor lejos de la
responsabilidad del sentido, hace de él un intérprete que se deja
insuflar su vida y soplar sus palabras, recibiendo su papel como una
orden, sometiéndose como una bestia al placer de la docilidad. No es
entonces más que, como el público en sus butacas, un consumidor, un
esteta, un «disfrutador» (cf. IV, p. 15). La escena entonces
ya no es cruel, ya no es la escena, sino algo así como un adorno, la
ilustración lujosa del libro. En el mejor de los casos, otro género
literario. «El diálogo -cosa escrita y hablada- no pertenece
específicamente a la escena, pertenece al libro; y la prueba está en
que en los manuales de historia literaria se le reserva un lugar al
teatro considerado como una rama accesoria de la historia del
lenguaje articulado» (p. 45. Cf. también pp. 89, 93, 94, 106,
117, 315, etc.).
Dejarse de esta manera
soplar la palabra es, como el escribir mismo, el archi-fenómeno de
la reserva: abandono de sí a lo furtivo,
discreción, separación, y al mismo tiempo acumulación,
capitalización, un poner a resguardo también en la decisión delegada
o diferida. Dejar la palabra a lo furtivo es afirmarse en la
diferancia, es decir, en la economía. El teatro del apuntador
construye, pues, el sistema del miedo y mantiene a éste a distancia
mediante la sabia maquinaria de sus mediaciones sustancializadas.
Ahora bien, es sabido, igual que Nietzsche, pero a través del
teatro, Artaud quiere devolvernos al Peligro como al Devenir. «El
teatro está en decadencia porque ha roto... con el peligro» (IV, p.
51), con «el Devenir» (p. 84)... «En una palabra, parece que la más
alta idea de teatro que hay es la que nos reconcilia filosóficamente
con el Devenir» (p. 130).
Rehusarse a la obra, y
dejarse robar su palabra, su cuerpo y su nacimiento por el dios
furtivo, es pues realmente resguardarse frente al teatro del miedo
que multiplica las diferencias entre yo y yo. Restaurada en su
absoluta y terrible proximidad, la escena de la crueldad me
devolvería así a la inmediata autarquía de mi nacimiento, de mi
cuerpo y de mi palabra. ¿Dónde ha definido Artaud la escena de la
crueldad mejor que en Aquí-Yace, al margen de
toda referencia aparente al teatro: «Yo, Antonin Artaud, soy mi
hijo, / mi padre, mi madre, / y yo» ...?
Pero el teatro,
descolonizado de esa manera, ¿no sucumbirá bajo su propia crueldad?
¿Podrá resistir a su propio peligro? Liberado de la dicción,
sustraído a la dictadura del texto, ¿no quedaría el ateísmo teatral
entregado a la anarquía improvisadora y a la inspiración caprichosa
del actor? ¿No se está preparando así otro sometimiento? ¿Otra
sustracción del lenguaje hacia lo arbitrario y la irresponsabilidad?
Para precaverse de este peligro que amenaza intestinamente al
peligro mismo Artaud, en un extraño movimiento, da forma al lenguaje
de la crueldad en una nueva escritura: la más rigurosa, la más
imperiosa, la más regulada, la más matemática, la más formal.
Aparente incoherencia que sugiere una objeción apresurada. En
realidad, la voluntad de resguardar la palabra resguardándose en
ella rige con su lógica todopoderosa e infalible una inversión que
vamos a tener que seguir aquí.
A J. Paulhan: «No creo
que, una vez que haya leído mi Manifiesto, pueda usted perseverar en
su objeción, o entonces es que usted no lo habrá leído o lo habrá
leído mal. Mis espectáculos no tendrán nada que ver con las
improvisaciones de Copeau. Por fuertemente que se sumerjan en lo
concreto, en lo exterior, y tomen tierra en la naturaleza abierta y
no en las cámaras cerradas del cerebro, no por eso quedan entregados
al capricho de la inspiración inculta e irreflexiva del actor; sobre
todo del actor moderno que, una vez que se sale del texto, se hunde
y ya no sabe nada. Me guardaré de entregar a ese azar la suerte de
mis espectáculos y del teatro. Desde luego». «Me entrego a la fiebre
de los sueños, pero es para sacar de ellos nuevas leyes. Estoy a la
búsqueda de la multiplicación, la finura, la visión intelectual en
el delirio, no el vaticinio azaroso» (Manifiesto en lenguaje
claro).
Así, si hay que renunciar
«a la superstición teatral del texto y a la dictadura del escritor»
(p. 148), es porque éstas sólo han podido imponerse gracias a un
cierto modelo de palabra y de escritura: palabra representativa de
un pensamiento claro y dispuesto, escritura (alfabética o en todo
caso fonética) representativa de una palabra representativa. El
teatro clásico, teatro de espectáculo, era la representación de
todas esas representaciones. Pero esta diferencia, estas demoras,
estos relevos representativos distienden y liberan el juego del
significante, multiplicando así los lugares y los momentos de la
sustracción. Para que el teatro no quede ni sometido a esta
estructura de lenguaje ni abandonado a la espontaneidad de la
inspiración furtiva, habrá que regularlo de acuerdo con la necesidad
de otro lenguaje y de otra escritura. Fuera de Europa, en el teatro
balinés, en las viejas cosmogonías mexicana, hindú, iraní, egipcia,
etc., podrán buscarse indudablemente motivos también, a veces,
modelos de escritura. Esta vez, no sólo la escritura no será ya
transcripción de la palabra, no sólo será la escritura del cuerpo
mismo, sino que se ejercerá, en los movimientos del teatro, de
acuerdo con las reglas del jeroglífico, de un sistema de signos no
dirigido ya por la institución de la voz. «El encabalgamiento de las
imágenes y de los movimientos culminará, mediante colisiones de
objetos, silencios, gritos y ritmos, en la creación de un verdadero
lenguaje físico a base de signos y no ya de palabras» (IV, p. 149).
Las palabras mismas, una vez convertidas de nuevo en signos físicos
no transgredidos hacia el concepto sino «tomadas en un sentido de
encantamiento, verdaderamente mágico - por su forma, sus emanaciones
sensibles» (ibíd.) dejarán de aplastar el espacio
teatral, de tenderlo horizontalmente como hacía la palabra lógica;
restituirán su «volumen» y lo utilizarán «en sus fosos» (ibíd.). No
es casual, así, que Artaud diga «jeroglífico» más bien que
ideograma: «El espíritu de los más antiguos jeroglíficos presidirá
la creación de este lenguaje teatral puro» (ibíd., cf.
también en especial, pp. 73, 107 sq). (Al decir jeroglífico, Artaud
únicamente piensa en el principio de las
escrituras llamadas jeroglíficas que, como se sabe, de hecho no
ignoran el fonetismo.)
No sólo la voz no dará ya
órdenes, sino que tendrá que dejarse ritmar por una ley de esa
escritura teatral. La única manera de acabar con la libertad de
inspiración y con la palabra soplada es crear un dominio absoluto
del aliento en un sistema de escritura no fonética. De ahí Un
atletismo afectivo, ese extraño texto donde Artaud
busca las leyes del aliento en la Kábala o en el Yin y Yang, quiere
«con el jeroglífico de un aliento reencontrar una idea del teatro
sagrado» (IV, p. 163). Habiendo preferido siempre el grito al
escrito, Artaud quiere ahora elaborar una rigurosa escritura del
grito, y un sistema codificado de las onomatopeyas, de las
expresiones y de los gestos, una verdadera pasigrafía teatral que
lleve más allá de las lenguas empíricas,[xxiv] una
gramática universal de la crueldad: «Las diez mil y una expresiones
del rostro tomadas en el estado de máscaras podrán ser etiquetadas y
catalogadas, con vistas a participar directa y simbólicamente en ese
lenguaje concreto» (p. 112). Artaud quiere incluso
reencontrar bajo su contingencia aparente la necesidad de las
producciones del inconsciente (cf. p. 96) calcando en cierto modo la
escritura teatral sobre la escritura original del inconsciente,
aquella, quizás, de la que habla Freud en la Notiz über den «Wunderblock» como
de una escritura que por sí misma se borra y se mantiene, después,
sin embargo, de habernos prevenido en la Traumdeutung contra
la metáfora del inconsciente, texto original subsistente al lado
del Umschrift, y después de haber comparado, en
un breve texto de 1913, el sueño, «más bien que con un
lenguaje», con «un sistema de escritura» e incluso de escritura
«jeroglífica».
A pesar de las
apariencias, es decir, a pesar de la metafísica occidental en su
conjunto, esta formalización matemática liberaría la fiesta y la
genialidad reprimidas. «Es posible que eso choque con nuestro
sentido europeo de la libertad escénica y la inspiración espontánea,
pero que no se diga que esta matemática produce sequedad y
uniformidad. La maravilla está en que de este espectáculo dispuesto
con una minucia y una consciencia enloquecedoras se desprende una
sensación de riqueza, de fantasía, de generosa prodigalidad» (p. 67,
cf. también p. 72). «Los actores con sus vestimentas componen
verdaderos jeroglíficos que viven y se mueven. Y en estos
jeroglíficos de tres dimensiones se bordan a su vez un cierto número
de gestos, de signos misteriosos que corresponden a no se sabe qué
realidad fabulosa y oscura que nosotros, gentes de Occidente, hemos
reprimido definitivamente» (pp. 73 y 74).
¿Cómo son posibles esa
liberación y esa elevación de lo reprimido?, ¿y no en contra de sino
gracias a esa codificación totalitaria y esa retórica de las
fuerzas? ¿Gracias a la crueldad que significa
primeramente «rigor» y «sumisión a la necesidad» (p. 121)? Es
que, al prohibir el azar, al reprimir el juego de la máquina, esta
nueva conformación teatral sutura todas las fallas, todas las
aberturas, todas las diferencias. Su origen y su movimiento activo,
el diferir, la diferancia, quedan cerrados. Entonces,
definitivamente, se nos devuelve la palabra robada. Entonces la
crueldad quizás se calme en su absoluta proximidad reencontrada, en
otra reasunción del devenir, en la perfección y la economía de
su nueva puesta en escena. «Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, / mi
padre, mi madre, / y yo.» Esta es, según el deseo declarado de
Artaud, la ley de la casa, la primera
organización de un espacio de habitación, la archi-escena. Ésta está entonces presente, concentrada en su
presencia, vista, dominada, terrible y
apaciguadora.
No es gracias a la
escritura sino entre dos escrituras como había podido insinuarse la
diferancia furtiva, poniendo mi vida al margen y convirtiendo su
origen, mi carne, en el exergo y el yacente sofocado de mi discurso.
Era necesario, por medio de la escritura hecha carne, por medio del
jeroglífico teatral, destruir el doble, borrar la escritura apó-crifa que,
al sustraerme el ser como vida, me mantenía a distancia de la fuerza
oculta. Ahora el discurso puede alcanzar su nacimiento en una
perfecta y permanente presencia a sí. «Sucede que ese manierismo,
ese hieratismo excesivo, con su alfabeto rodante, con sus gritos de
piedras que se parten, con sus ruidos de ramas, sus ruidos de talas
y arrastre de leña, compone en el aire, en el espacio, tanto visual
como sonoro, una especie de susurros materiales y animados. Y al
cabo de un instante se produce la identificación mágica: SABEMOS QUE
SOMOS NOSOTROS QUIENES HABLÁBAMOS» (p. 80. El subrayado es de
Artaud). Saber presente del pasado-propio de
nuestra palabra.
Identificación mágica,
desde luego. Bastaría para testimoniarlo la diferencia de los
tiempos. Llamarla mágica es decir poco. Se podría mostrar que es la
esencia misma de la magia. Mágica y por añadidura inencontrable.
Inencontrable, «la gramática de este nuevo lenguaje» que, concede
Artaud, «está todavía por encontrar» (p. 132). Artaud de
hecho ha tenido que reintroducir, contra todas sus
intenciones, lo previo del texto escrito, en «espectáculos [...]
rigurosamente compuestos y fijados una vez por todas
antes de ser representados» (V, p. 41). «...Todos estos tanteos,
búsquedas, choques, acabarán igualmente en una obra, en una
composición inscrita [subrayado por Artaud], fijada en
sus menores detalles, y anotada con nuevos medios de anotación. La
composición, la creación, en lugar de hacerse en el cerebro de un
autor, se harán en la naturaleza misma, en el espacio real, y el
resultado definitivo seguirá siendo tan riguroso y tan determinado
como el de no importa qué obra escrita, con una inmensa riqueza
objetiva además» (pp. 133 y 134. Cf. también p. 118 y p.
153). Incluso si Artaud no hubiese debido, como lo ha
hecho,[xxv] devolver
sus derechos a la obra y a la obra escrita, su proyecto mismo (la
reducción de la obra y de la diferencia, de la historicidad, pues),
¿no indica acaso la esencia misma de la locura? Pero esta locura,
como metafísica de la vida inalienable y de la indiferencia
histórica, del «Yo hablo / por encima / del tiempo» (Aquí-Yace),no
menos legítimamente denunciaba, en un gesto que no ofrece ningún
apoyo a otra metafísica, la otra locura como
metafísica que vive en la diferencia, en la
metáfora y en la obra, así pues, en la alienación, sin pensar éstas como
tales, más allá de la metafísica. La locura es tanto
la alienación como la inalienación. La obra o la ausencia de obra.
Estas dos determinaciones se enfrentan indefinidamente en el campo
cerrado de la metafísica, del mismo modo que se enfrentan en la
historia aquellos a los que llama Artaud los «alienados evidentes» o
«auténticos» y los otros. Se enfrentan, se articulan y se
intercambian dentro de las categorías, reconocidas o no, pero
siempre reconocibles, de un único discurso histórico-metafísico. Los
conceptos de locura, de alienación o de inalienación pertenecen
irreductiblemente a la historia de la metafísica. Más estrictamente:
a esa época de la metafísica que determina el ser como vida de una
subjetividad propia. Pero la diferencia -o la diferancia, con todas
las modificaciones que se han puesto al desnudo en Artaud- sólo
puede pensarse como tal más allá de la metafísica, en dirección a la
Diferencia ‑o la Duplicidad- de la que habla Heidegger. Se podría
pensar que ésta, en tanto que abre y a la vez recubre la verdad, que
de hecho no distingue nada, cómplice invisible de toda palabra, es
el poder furtivo mismo, si con ello no se confundiera la categoría
metafísica y metafórica de lo furtivo con aquello que la hace
posible. Si la «destrucción»[xxvi] de
la historia de la metafísica no es, en el sentido riguroso en que la
entiende Heidegger, una simple superación, cabría entonces,
demorándose en un lugar que no está ni dentro ni fuera de esta
historia, preguntarse por aquello que liga el concepto de la locura
al concepto de la metafísica en general: aquella que destruye Artaud
y aquella que se afana de nuevo en construir o en conservar en el
mismo movimiento. Artaud se sitúa en el límite, y es en ese límite
como hemos intentado leerlo. Por toda una cara de su discurso,
destruye una tradición que vive en la
diferencia, la alienación, lo negativo, sin llegar a ver el origen y
la necesidad de éstos. Para despertar esa tradición, Artaud la
convoca en suma a sus propios motivos: la presencia a sí, la unidad,
la identidad consigo, lo propio, etc. En ese sentido, la
«metafísica» de Artaud, en sus momentos más críticos, culmina la
metafísica occidental, su intención más profunda y más permanente.
Pero por otra vertiente de su texto, la más difícil, Artaud afirma
la ley cruel (es decir, en el sentido en que él
entiende esta palabra, necesaria) de la diferencia; ley llevada esta
vez a la consciencia y no ya simplemente vivida en la ingenuidad
metafísica. Esta duplicidad del texto de Artaud, a la vez más y
menos que una estratagema, nos ha obligado sin cesar a pasar al otro
lado del límite, a mostrar así la clausura de la presencia en la que
aquél tenía que encerrarse para denunciar la implicación ingenua en
la diferencia. Entonces, al estar pasando los diferentes sin cesar y
muy rápidamente el uno en el otro, y como la experiencia crítica
de la diferencia se asemeja a la implicación ingenua
y metafísica en la diferencia, le puede parecer
a una mirada poco acostumbrada que se está criticando la metafísica
de Artaud a partir de la metafísica cuando lo que se hace es
advertir una complicidad fatal. A través de la cual se enuncia la
pertenencia necesaria de todos los discursos destructores, que
tienen que habitar las estructuras que abaten y abrigar en ellas un
deseo indestructible de presencia plena, de no-diferencia; a la vez,
vida y muerte. Esta es la cuestión que hemos querido poner, en
el sentido en que se pone una red, rodeando un límite con toda una
retícula textual, obligando a sustituir la puntualidad de la
posición por el discurso, por el desvío
obligado a través de lugares. Sin la duración y las huellas
necesarias de este texto, cada posición se convierte inmediatamente
en su contrario. También esto obedece a una ley. La transgresión de
la metafísica por ese «pensar» que, nos dice Artaud, todavía no ha
comenzado, corre el riesgo siempre de volver a la metafísica. Esta
es la cuestión en la que estamos puestos. Cuestión
de nuevo, y siempre, implicada cada vez que una palabra, protegida
por los límites de un campo, se deje provocar de lejos por el enigma
de carne que quiso llamarse propiamente Antonin Artaud.[xxvii]
Notas:
[î] «Le
“non” du père», Critique, marzo 1962, pp. 207 y
208.
[ii] Esta
afirmación, cuyo nombre es «el teatro de la crueldad», es
pronunciada después de las Cartas a J. Rivière y de las primeras
obras, pero éstas estaban orientadas ya por aquella afirmación. «El
teatro de la crueldad / no es el símbolo de un vacío ausente, / de
una terrible incapacidad para realizarse en su vida / de hombre, /
es la afirmación / de una terrible / y por otra parte ineluctable
necesidad.» «Le Théâtre de la Cruauté », en 84, n.°
5-6, 1948, p. 124. Indicaremos el tomo y la página, sin otro título,
siempre que remitamos a la preciosa y rigurosa edición de las Oeuvres
completes(Gallimard). Una simple fecha, entre paréntesis,
señalará textos inéditos.
[iii] Prefacio
a K. Jaspers, Strindberg et Van Gogh, Hölderlin
et Swedenborg, ed. de Minuit. El
mismo esquema esencialista, esta vez todavía más despojado, aparece
en otro texto de M. Blanchot: «La cruel razón poética», en Artaud
y el teatro de nuestro tiempo, p. 66.
[iv] «La
existencia de Hölderlin sería así particularmente ejemplar del
destino poético, que Blanchot liga a la esencia misma de la palabra
como “relación con la ausencia”» (p. 10).
[v] El
público no debería existir fuera de la escena de la crueldad, antes
o después de ella, no debería ni esperarla, ni contemplarla, ni
sobrevivirle, no debería ni siquiera existir como público. De ahí
esta enigmática y lapidaria fórmula, en El teatro y su doble, en
medio de las abundantes, las inagotables definiciones de la «puesta
en escena», del «lenguaje de la escena», de los «instrumentos
musicales», de la «luz», del «vestido», etc. El problema del público
queda agotado así: «El público: en primer lugar hace
falta que exista el teatro» (t. IV, p. 118).
[vi] La
palabra aparecía en El pesa-nervios (1, p. 90).
[vii] Con
las debidas precauciones, cabria hablar de la vena bergsoniana de
Artaud. El pasaje continuo de su metafísica de la vida a su teoría
del lenguaje y a su crítica de la palabra le dicta un gran número de
metáforas energéticas y fórmulas teóricas rigurosamente
bergsonianas. Cf. en particular el t. V, pp. 15, 18, 56, 132, 141,
etc.
* Vol significa
vuelo y robo. (N. del T.)
[viii] Cada
vez que se efectúa en el esquema que intentamos restituir aquí, el
lenguaje de Artaud se asemeja con mucha precisión, en su sintaxis y
en su léxico, al del joven Marx. En el primero de los Manuscritos
del 44, el trabajo que produce la obra, que
revaloriza (Verwertung), aumenta en razón directa con
la depreciación (Entwertung) de su autor. «La
realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del
trabajo aparece en un estado de economía política como irrealidad del
trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y
esclavitud bajo él, la apropiación como enajenación
como extrañación.» (Trad. J.M. Ripalda). Esta
comparación no pertenece al orden del bricolage y las curiosidades
históricas. Su necesidad aparecerá más adelante, cuando se plantee
la cuestión de la pertenencia a la que llamamos la metafísica de lo
propio (o de la alienación).
[ix] Es
obvio que nos hemos abstenido deliberadamente de todo lo que se
suele llamar «referencia biográfica». Si en este momento preciso
recordamos que Artaud murió de un cáncer de recto no es para que la
excepción que se hace subraye la calidad de la regla, sino porque
pensamos que el status (por encontrar) de esta
observación y de otras parecidas, no debe ser el de la llamada
«referencia biográfica». El nuevo status -por
encontrar- es el de las relaciones entre la existencia y e1 texto,
entre esas dos formas de textualidad y la escritura general en cuyo
juego se articulan aquéllas.
[x] Artaud
escribe en el Préambule a las Oeuvres
complétes: «El bastón de las “Nuevas Revelaciones del
Ser” ha caído en el bolsillo negro, y también la pequeña espada.
Está preparado otro bastón que deberá acompañar mis obras completas,
en una batalla cuerpo a cuerpo no con mis ideas sino con los monos
que no dejan de enhorquillarlas de arriba abajo de mi consciencia,
de mi organismo cariado por ellos... Mi bastón será ese libro
exagerado invocado por antiguas razas hoy en día muertas y
tachonadas en mis fibras, como hijas excoriadas» (pp. 12 y 13).
[xi] ...«Captar
el rayo paterno, él mismo, en mis propias manos...» «Saber bailar
con la pluma»... «El bastón... la pequeña espada... otro bastón...
Mi bastón será ese libro exagerado...» Y en Las Nuevas
Revelaciones del Ser: «Porque el 3 de junio de 1937
aparecieron las cinco serpientes que estaban ya en la espada, cuya
fuerza de decisión está representada por un bastón. ¿Qué quiere
decir esto? Esto quiere decir que yo que hablo tengo una Espada y un
Bastón» (p. 18). Incluyamos aquí este texto de Genet: «Todos los
rateros comprenderán la dignidad con que fui adornado cuando tuve en
la mano la ganzúa, la “pluma”. De su peso, de su materia, de su
calibre, en fin, de su función emanaba una autoridad que me hizo
hombre. Desde siempre, tenía necesidad de esta verga de acero para
liberarme completamente de mis fangosas disposiciones, de mis
humildes actitudes y para alcanzar la clara simplicidad de la
virilidad» (Miracle de la rose, Oeuvres complètes, II,
p. 205).
[xii] Reconozcámoslo:
Artaud es el primero en querer reunir en un árbol martirológico la
vasta familia de los locos geniales. Así lo ha hecho en Van
Gogh, el suicidado de la sociedad (1947), uno
de los escasos textos en que se nombra a Nietzsche, junto a otros
«suicidados» (Baudelaire, Poe, Nerval, Nietzsche, Kierkegaard,
Hölderlin, Coleridge, cf. p. 15). Artaud escribe más adelante
(p. 65): «No, Sócrates no tenía esa mirada, quizás solamente
el desgraciado Nietzsche tuvo antes que él (Van Gogh) esa mirada
para desnudar el alma, para librar el cuerpo del alma, para poner al
desnudo el cuerpo del hombre, al margen de los subterfugios del
espíritu».
[xiii] «Y
ya os lo he dicho: nada de obras, ni de lengua, ni de habla, ni de
espíritu, nada. / nada sino un hermoso Pesa-Nervios. / Una especie
de estar incomprensible y completamente erguido en medio de todo en
el espíritu» (El pesa-nervios, I, p. 96).
[xiv] «Pues
incluso el infinito ha muerto, / infinito es el nombre de un muerto»
(84, p. 118). Lo cual quiere decir que Dios no ha
muerto en un momento dado de la historia sino que Dios está Muerto
porque es el nombre de la Muerte misma, el nombre de la muerte en mi
y de lo que, al robarme en mi nacimiento, ha encentado mi vida. Como
Dios-Muerte es la diferencia en la vida, jamás ha acabado de morir,
es decir, de vivir. «Pues incluso el infinito es muerte / infinito
es el nombre de un muerto / que no está muerto» (ibíd.). Sólo
la vida sin diferencia, la vida sin muerte podrá más que la muerte y
que Dios. Pero eso será en tanto se niegue como vida en la muerte, y
en tanto se convierte en Dios mismo. Así pues, Dios es la Muerte: la
Vida infinita, sin diferencia, tal como se le ha atribuido a Dios
por la ontología o la metafísica clásica (con la excepción ambigua y
notable de Hegel) a la que sigue perteneciendo Artaud. Pero como la
muerte es el nombre de la diferencia en la vida, de la finitud como
esencia de la vida, la infinitud de Dios, como Vida y Presencia, es
el otro nombre de la finitud. Pero el otro nombre de la misma cosa no
quiere decir la misma cosa que el primer nombre, no es sinónimo suyo,
y en eso está toda la historia.
[xv] Por
eso la poesía en tanto tal sigue siendo a los ojos de Artaud un arte
abstracto, ya se trate de palabra o de escritura poéticas.
Únicamente el teatro es arte total en el que se produce, además de
la poesía, la música y el baile, la resurrección del cuerpo mismo.
De manera que es el pensamiento en su nervio central lo que se nos
escapa cuando vemos en él en primer lugar un
poeta. Salvo, evidentemente, que se haga de la poesía un género
ilimitado, es decir, el teatro con su espacio real. ¿Hasta dónde se
puede seguir a M. Blanchot cuando escribe: «Artaud nos ha dejado un
documento mayor, que no es otra cosa que un Arte poético. Reconozco
que habla ahí del teatro, pero lo que está en cuestión es una
exigencia de la poesía tal que no puede cumplirse sino rechazando
los géneros limitados y afirmando un lenguaje más original... no se
trata ya entonces del espacio real que nos presenta la escena; sino
de otro espacio...»? ¿Hasta qué punto se tiene
derecho a añadir entre corchetes «de la poesía» cuando se cita una
frase de Artaud que define «la más alta idea del teatro»? (cf. La
cruel razón poética. p. 69).
[xvi] Extraña
semejanza de nuevo entre Artaud y Nietzsche. El elogio de los
misterios de Eleusis (IV, p. 63) y un cierto menosprecio de lo
latino (p. 49) volverán a confirmarlo. Sin embargo, en esa semejanza
se oculta una diferencia, decíamos más arriba lapidariamente, y es
este el momento de precisarlo. En el Nacimiento
de la tragedia, en el momento en que (par.
19) designa la «cultura socrática» en su «contenido más
interno» y bajo su nombre más «agudo» como «la cultura de la ópera»,
se interroga Nietzsche por el nacimiento del recitativo y del stilo
rappresentativo. Ese nacimiento sólo puede remitirnos a
instintos contranatura y extraños a toda estética, apolínea o
dionisíaca. El recitativo, el sometimiento de la música al libreto,
responde finalmente al miedo y a la necesidad de seguridad, a la
«nostalgia de la vida idílica», a «la creencia en la existencia
prehistórica del hombre artista y bueno». «El recitativo pasaba por
ser el lenguaje reencontrado de ese hombre de los orígenes»... La
ópera era un «medio de consolación contra el pesimismo» en una
situación de «inseguridad siniestra». Helo aquí, como en El
teatro y su doble, el lugar del texto reconocido como el del
dominio usurpado y como la propia -no metafórica- práctica de la
esclavitud. La disposición del texto es el dominio. «La ópera es el
producto del hombre teórico, del crítico novicio, no del artista:
uno de los hechos más extraños en la historia de todas las artes.
Era una exigencia de oyentes completamente ajenos a la música la de
comprender ante todo la Palabra; de tal modo que un renacimiento del
arte musical habría dependido solamente del descubrimiento de algún
tipo de canto en el que el Texto habría dominado al Contrapunto como
el Señor al Esclavo.» Y en otros lugares, a propósito de la
costumbre «de disfrutar separadamente del texto -en la lectura» (El
drama musical griego, en El
nacimiento de la tragedia), a propósito de las
relaciones entre el grito y el concepto (La
concepción dionisíaca del mundo, ibíd.) a
propósito de las relaciones entre «el simbolismo del gesto» y el
«tono del sujeto hablante», a propósito de la relación «jeroglífica»
entre el texto de un poema y la música, a propósito de la
ilustración musical del poema y del proyecto de «prestar un lenguaje
inteligible a la música» («Es el mundo puesto al revés. Es como si
el hijo quisiese engendrar al padre», fragmento sobre la
música y el lenguaje, ibíd.), numerosas
fórmulas anuncian a Artaud. Pero aquí, como en otros lugares la
danza, es la música lo que Nietzsche quiere liberar del texto y de
la recitación. Liberación sin duda abstracta a los ojos de Artaud.
Únicamente el teatro, arte total que abarca y utiliza la música y la
danza entre otras formas de lenguaje, puede llevar a cabo esa
realización. Si, igual que Nietzsche, con frecuencia prescribe la
danza, hay que notar que Artaud no la abstrae jamás del teatro.
Incluso si se la tomase al pie de la letra, y no, como decíamos más
arriba, en un sentido analógico, la danza no constituiría todo el
teatro. Artaud no diría quizás como Nietzsche: «Sólo puedo creer en
un Dios que supiera bailar». No sólo porque, como sabía Nietzsche,
Dios no sabría bailar, sino porque la simple danza es un teatro
empobrecido. Esta precisión era tanto más necesaria porque
Zaratustra condena también a los poetas y la obra poética como
alienación del cuerpo en la metáfora. De
los poetas empieza así: «-Desde que
conozco mejor el cuerpo -dijo Zaratustra a uno de sus discípulos- el
espíritu no es ya para mí más que un modo de expresarse; y todo lo
“imperecedero” es también sólo un símbolo. -Esto ya te lo he oído
decir otra vez -respondió el discípulo-; y entonces añadiste: “mas
los poetas mienten demasiado” ¿Por qué dijiste que los poetas
mienten demasiado? [...] -con gusto representan el papel de
conciliadores: ¡mas para mí no pasan de ser mediadores y
enredadores, y mitad de esto, mitad de aquello, y gente sucia! Ay,
yo lancé ciertamente mi red en sus mares y quise pescar buenos
peces; pero siempre saqué la cabeza de un buen dios» (trad. A.
Sánchez Pascual). Nietzsche despreciaba también el espectáculo («El
espíritu del poeta tiene necesidad de espectadores, aunque sean
búfalos») y se sabe que para Artaud la visibilidad del teatro tenía
que dejar de ser un objeto de espectáculo. No se trata, en esta
confrontación, de preguntarse quién, si Nietzsche o Artaud, ha ido
más lejos en la destrucción. A esta cuestión, que es una cuestión
necia, damos la impresión, quizás, de contestar que Artaud. En otra
perspectiva, podríamos, con la misma legitimidad, sostener lo
contrario.
[xvii] En Centre-Noeuds, Rodez,
abril 1946. Publicado en Juin, n.° 18.
[xviii] Veintidós
años antes, en El ombligo de los limbos: «No sufro
porque el Espíritu no esté en la vida ni porque la vida no esté en
el Espíritu, por lo que sufro es por el Espíritu-órgano, por el
“Espíritu-traducción”, o por el Espíritu-intimidación-de-las-cosas
para hacerlas entrar en el Espíritu» (1, p. 48).
[xix] Zaratustra: Del
leer y el escribir: «De todo lo escrito yo amo sólo aquello
que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás
cuenta de que la sangre es espíritu. / No es cosa fácil el
comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen. / Quien
conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un siglo de lectores
todavía - y hasta el espíritu olerá mal».
[xx] ¿Por
qué no jugar al juego serio de las citas próximas? Posteriormente se
ha escrito: «No cambia nada las cosas el que el sueño disponga de la
palabra, a la vista de que ésta no es más que un elemento de la
puesta en escena, igual que los otros». J. Lacan, L’instance
de la lettre dans l’inconscient ou la raison depuis Freud, en Écrits, p.
511.
[xxi] «Por
debajo de la gramática está el pensamiento, que es un oprobio mucho
más difícil de vencer, una virgen mucho más áspera, mucho más dura
de sobrepasar cuando se la toma por un hecho innato. / Pues el
pensamiento es una matrona que no siempre ha existido. / Pero ¡que
las palabras infladas de mi vida se inflen después ellas solas en el
b a ba de lo escrito! Es para los analfabetos para quienes escribo»
(I, pp. 10 y 11).
[xxii] Revolucionario
en el sentido pleno, y en particular en el sentido político. Todo El
teatro y su doble podría leerse -no podemos hacerlo
aquí- como un manifiesto político, por lo demás muy ambiguo. Al
renunciar a la acción política inmediata, a la guerrilla, a lo que
habría sido un despilfarro de fuerzas en la economía de su intención
política, lo que pretendía Artaud era preparar un teatro
irrealizable sin la ruina de las estructuras políticas de nuestra
sociedad. «Querido amigo, no he dicho que quisiera actuar
directamente sobre la época; he dicho que el teatro que quería hacer
suponía, para que fuera posible, para que fuera admitido por la
época, otra forma de civilización» (mayo 33, IV, p. 140). La
revolución política tiene primero que arrancarle el poder a la letra
y al mundo de las letras (cf. por ejemplo el Post-scriptum al Manifiesto
para un teatro abortado: en nombre de la revolución
teatral contra las letras, Artaud, enfocando en
este caso a los Surrealistas, «revolucionarios en el papel de
estiércol», «de rodillas ante el Comunismo», expresa su desprecio
por la «revolución de los perezosos», por la revolución como «simple
transmisión de poderes». «Hay que colocar bombas en algún sitio, sí,
pero en la base de la mayor parte de los hábitos del pensamiento
actual, europeo o no. Los Señores Surrealistas están afectados por
esos hábitos mucho más que yo.» «La Revolución más urgente» sería
«una especie de regresión en el tiempo»... hacia «la mentalidad o
incluso simplemente los hábitos de vida de la Edad Media» (II, p.
25).
[xxiii] «La
verdadera cultura actúa mediante su exaltación y su fuerza, y el
ideal europeo del arte pretende arrojar al espíritu a una actitud
separada de la fuerza y que asiste a su exaltación» (IV, p. 15).
[xxiv] La
preocupación por la escritura universal trasparece también en las Lettres
de Rodez. Artaud pretendía ahí haber escrito en «una
lengua que no era el Francés, sino que todo el mundo pudiera leer,
cualquiera que fuese su nacionalidad» (a H. Parisot).
[xxv] Artaud
no sólo ha reintroducido la obra escrita en su teoría del teatro,
sino que es, al fin y al cabo, autor de una obra. Y lo sabe. En una
carta de 1946 (citada por M. Blanchot en L’Arche, 27-28, 1948,
p. 133), habla de esos «esos dos breves libros» (L’Ombilic y Le
Pese-Nerfs) que «ruedan sobre esa ausencia profunda,
inveterada, endémica de toda idea». «En el momento me parecieron
llenos de grietas, de fallas, de banalidades y como rellenos de
abortos espontáneos... Pero una vez pasados veinte años se me
aparecen sorprendentes, no por su logro en relación conmigo, sino en
relación con lo inexpresable. Es así como entran en años las obras,
y como, mintiendo todas en relación con el
escritor, constituyen por sí mismas una verdad extraña... Algo
inexpresable expresado mediante obras que no son más que catástrofes
actuales...» Entonces, pensando en el rechazo crispado de la obra,
¿no cabe decir con la misma entonación lo contrario de lo que dice
M. Blanchot en El libro que vendrá? No «naturalmente
no es una obra» (p. 49) sino «no es todavía más que una obra». En
esa medida, tal obra autoriza la fractura del comentario y la
violencia de la ejemplificación, aquella misma que no hemos podido
evitar en el momento en que intentábamos defendernos de ella. Pero
quizás comprendemos mejor ahora la necesidad de esta incoherencia.
[xxvi] Y
la locura se deja «destruir» hoy en día por la misma destrucción que
la metafísica onto-teológica, la obra y el libro. No decimos el
texto.
[xxvii] Mucho
después de haber escrito este texto, leo en una carta de Artaud a P.
Loeb (cf. Lettres Nouvelles, n.° 59, abril
1958): «este agujero en hueco entre dos fuelles / de fuerza / que no
existían...» (septiembre 1969).
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