Texto publicado en Libération, París,
7 de noviembre de 1995.
Demasiado que decir, y hoy no tengo ánimo para ello.
Demasiado que decir sobre lo que nos acaba de suceder, sobre lo que
me acaba de suceder a mí también, con la muerte de Gilles Deleuze,
con una muerte temida sin duda (sabíamos que estaba muy enfermo),
con esta muerte concreta, esta imagen inimaginable cuyo
acontecimiento seguirá ahondando, todavía más si es posible, el
doloroso infinito de otro acontecimiento. Deleuze el pensador es
ante todo el pensador del acontecimiento, y siempre de este
acontecimiento. Lo fue del principio al fin. Releo lo que decía del
acontecimiento, ya en 1969, en uno de sus mejores libros. Logique du
sens.
Primero cita a Bousquet («A mi gusto por la muerte, dice Bousquet,
que era un fallo de la voluntad, sustituiré un deseo de morir que
sea la apoteosis de la voluntad»), y luego continúa: «De ese gusto a
ese deseo, nada cambia en cierto modo, salvo un cambio de la
voluntad, una especie de salto de todo el cuerpo, sin moverse del
sitio, que troca su voluntad orgánica por una voluntad espiritual,
que desea ahora no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que
sucede, algo por venir que está de acuerdo con lo que sucede, de
acuerdo con las leves de una oscura conformidad humorística: el
Acontecimiento. En este sentido es en el que el amor fati se
identifica con la lucha de los hombres libres». (Habría que citar
interminablemente.)
Demasiado que decir, sí, sobre el tiempo que con tantos otros de mi
«generación» tuve la suerte de compartir con Deleuze, sobre la
suerte de pensar gracias a él, pensando en él. Desde el principio,
todos sus libros (pero sobre todo Nietzsche, Difference et
Répètition, Logique du sens) fueron para mí no sólo fuertes
incitaciones a pensar, por supuesto, sino que en cada ocasión la
experiencia turbadora, tan turbadora, de una proximidad o de una
afinidad casi completa con las «tesis», si puede decirse así, a
través de las diferencias demasiado evidentes en aquello que
llamaré, a falta de palabra mejor, el «gesto», la «estrategia», la
«manera": de escribir, de hablar, de leer quizás. Por lo que
respecta, aunque esta palabra no es apropiada, a las «tesis», y
concretamente a aquella que concierne a una diferencia irreductible
a la oposición dialéctica, una diferencia «más profunda» que una
contradicción (Différence et Répètition), una diferencia en la
afirmación felizmente repetida («sí, sí»), la asunción del
simulacro, Deleuze sigue siendo sin duda, a pesar de tantas
diferencias, aquel de quien me he considerado siempre más cerca de
entre todos los de esta «generación», jamás he sentido la menor
«objeción» insinuarse en mí, ya fuese virtualmente, contra ninguno
de sus discursos, incluso si ha sucedido a veces que haya protestado
contra tal o cual proposición de L'Anti-Œdipe (se lo dije un día
mientras volvíamos juntos en coche de Nanterre, después de haber
asistido a la lectura de una tesis sobre Spinoza) o tal vez contra
la idea de que la filosofía consista en «crear» conceptos. Me
gustaría tratar un día de explicarme a propósito de semejante
acuerdo sobre el contenido filosófico cuando ese mismo acuerdo no
excluye nunca todas esas distancias que no sabría, todavía hoy,
nombrar o situar. (Deleuze había aceptado la idea de publicar un día
una larga entrevista improvisada entre nosotros sobre este tema,
pero tuvimos que esperar, que esperar demasiado.)
Únicamente sé que esas diferencias jamás dieron lugar entre nosotros
a otra cosa que amistad. Jamás una sombra, ningún gesto, que yo
sepa, ha indicado lo contrario. Esto es algo tan raro en nuestro
medio que por eso quiero hacerlo constar aquí en este momento. Esta
amistad no tenía que ver solamente con el hecho, por lo demás
significativo, de que tuviésemos los mismos enemigos. Nos veíamos
poco, es cierto, sobre todo en los últimos años. Pero todavía puedo
oír el sonido de su voz un poco cascada diciéndome tantas cosas que
me gusta recordar literalmente («mi enhorabuena», me susurró con una
amable ironía un verano de 1955 en el patio de la Sorbona cuando yo
estaba a punto de conseguir una agregaduría: o bien, con la misma
amabilidad del veterano: «Es una pena que dediquéis todo ese tiempo
a esta institución [el Colegio Internacional de Filosofía],
preferiría que os dedicaseis a escribir...». Recuerdo también la
memorable década «Nietzsche» en Cerisy, en 1972, y tantos y tantos
otros momentos que me hacen, sin duda como a Jean François Lyotard
(que se encontraba también allí), sentirme hoy muy solo, como un
melancólico superviviente de eso que llamamos, con esa terrible y un
poco falsa palabra, una «generación». Cada muerte es única, sin
duda, y por lo tanto insólita, pero ¿podemos llamarla insólita
cuando, de Barthes a Althusser, de Foucault a Deleuze, se ceba de
ese modo en la misma «generación», como en serie –y Deleuze fue
también el filósofo de la singularidad serial–, podemos llamar
insólitas todas esas muertes fuera de lo común?
Sí, todos amábamos la filosofía, ¿quién puede negarlo? Pero es
verdad, lo dijo él mismo, que Deleuze era de todos, en esta
«generación», el que practicaba la filosofía más alegremente más
inocentemente. Me parece que no le habría gustado la palabra que he
utilizado antes, «pensador». Habría preferido «filósofo». Se
reconocía a este respecto «el más inocente (el más exento de
culpabilidad por “hacer filosofía”» (Pourparlers 1972-1990). Ésta
era sin duda la condición para dejar en la filosofía de este siglo
la profunda, la incomparable huella que ha dejado. La huella de un
gran filósofo y de un gran profesor. El historiador de la filosofía
que procedió a una especie de selección para configurar su propia
genealogía (los estoicos, Lucrecio, Spinoza. Hume, Kant, Nietzsche,
Bergson, etcétera), fue también un inventor de filosofía que no se
encerró jamás en ningún coto filosófico (escribió sobre la pintura,
el cine y la literatura, Bacon, Lewis Carrol, Proust, Kafka,
Melville, etcétera).
Y además quiero decir también aquí que me gustaba y admiraba su
manera –siempre justa– de tratar con la imagen, los periódicos, la
televisión, la escena pública y las transformaciones que ha
experimentado en el curso de los últimos decenios. Economía y
prudente retirada. Me sentía solidario con lo que él hacía y decía a
este respecto, por ejemplo en una entrevista en Libération a raíz de
la publicación de Mille Plateaux (en la línea de su panfleto de
1977). «Habría que saber», decía, «lo que está pasando actualmente
en el terreno de los libros. Vivimos desde hace algunos años un
periodo de reacción en todos los dominios. No hay ninguna razón para
que no afecte también a los libros. Estamos a punto de fabricarnos
un espacio literario, lo mismo que un espacio jurídico, un espacio
económico, político, completamente reaccionarios, prefabricados y
agobiantes. Yo creo que hay ahí una empresa sistemática que
Libération tendría que haber analizado». Esto es «mucho peor que una
censura», añadía, pero «este periodo de esterilidad no durará
eternamente». Tal vez, tal vez. Como Nietzsche y como Artaud, como
Blanchot, otras admiraciones compartidas, Deleuze no perdió nunca de
vista esa alianza de la necesidad con lo aleatorio, con el caos y lo
intempestivo. Cuando escribí sobre Marx hace tres años, en el peor
momento, me tranquilicé un poco al saber que él pensaba hacerlo
también. Y voy a releer esta tarde lo que él decía en 1990 a este
respecto:
Félix Guattari y yo hemos seguido siendo marxistas, de dos maneras
diferentes, tal vez, pero los dos. Porque no creemos en una
filosofía política que no esté centrada en el análisis del
capitalismo y de su evolución. Lo que más nos interesa de Marx es el
análisis del capitalismo como sistema inmanente que no cesa de
rechazar sus propios límites, y que se los vuelve a encontrar
siempre a una escala más grande, porque el límite es el Capital
mismo.
Continuaré o recomenzaré a leer a Gilles Deleuze para aprender, y
tendré que errar solo en esa larga entrevista que debíamos haber
hecho juntos. Mi primera pregunta, creo, habría tratado de Artaud,
de su interpretación del «cuerpo sin órganos», y de esa palabra,
«inmanencia», a la que siempre recurrió, para hacerle decir o para
dejarle decir algo que todavía sigue secreto para nosotros. Y habría
intentado decirle por qué su pensamiento no me ha abandonado nunca
desde hace casi cuarenta años. ¿Cómo podré hacerlo ahora?
Traducción de Manuel Arranz
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Publicado en
http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/deleuze.htm
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