Este texto es la secuela de otro que escribí una vez
para un coloquio sobre exilio y literatura argentina. No crean que
intenté sacar ventaja. Pensando en el famoso lema de Joyce, “exilio,
silencio, astucia”, por un momento se me ocurrió que un buen título
para esta crónica sería
Del exilio del
traductor como arduo pasaje a la soltura.
Sólo que entonces me acordé de Cabrera Infante, un tristísimo caso
de privación forzosa de la lengua y el lugar amados, y decidí ser
más prudente. Si trabajé sobre ideas anteriores es porque escribo y
traduzco y porque a veces pienso que, quizá más aún que escribir,
traducir provoca en uno dulces o ácidas y siempre interesantes
perplejidades sobre el lenguaje, el entendimiento y la política, el
exilio como condición existencial generalizada y las verdades y
falacias de la identidad. Pero nunca he conseguido abstraer por un
lapso muy largo, y menos teorizar. Creo que la única forma de ir al
grano es atacar la enésima variación de algunos episodios.
Llegué a España en diciembre de 1975. No me había ido
de Argentina por miedo ni en un peligro mayor que el de cualquier
militante político de superficie. Tenía una sensación de asfixia,
proveniente de algo más que el ascenso de López Rega y las tres A,
aunque no me lo confesara, y quería viajar durante uno o dos años.
Estaba lleno de Hemingway y de Blaise Cendrars. Tres meses después,
en marzo de 1976, fue el golpe de estado militar encabezado por
Videla. Viví en Barcelona hasta enero de 1996. Desde luego, es una
patraña que veinte años no son nada. En esos veinte años me enamoré
e hice parejas que después se rompieron,
aprendí tres idiomas que no conocía, gané
amigos y a veces los perdí, viví en ocho barrios diferentes, leí a
la mayoría de los escritores que hoy cito más a menudo y vi las
peliculas y escuché la música que hoy prefiero; tuve empleos y
subsidios de desempleo; jugué campeonatos barriales de fútbol,
escribí en la prensa y participé de un ateneo de pensamiento libre;
traduje más de sesenta
libros, la mitad muy buenos, y escribí doce;
esas dos décadas hicieron del joven maximalista argentino de clase
media judía un impreciso precipitado de nutrientes de otras
personas, libros y
acontecimientos surtidos. Llegué el 12 de
diciembre de 1975. Tres semanas antes, el 20 de noviembre, había
muerto Francisco Franco. No voy a exprimir la memoria para componer
un extracto de todo lo que vi surgir a chorros después de que
saltara el tapón de la dictadura. Hoy casi todo ese frenesí de vida
cuajó en la estasis de una sociedad de satisfacciones súbitas y
malestares digeribles, como cualquier sociedad de módica abundancia.
Pero me acuerdo que en el comienzo, una tarde, vi desde una ochava
que una manifestación por la autonomía de Cataluña confluía con otra
por la libertad de los pájaros que se vendían en las Ramblas y otra
más de Comisiones Obreras, y de que esa misma noche, en las Ramblas,
me arrastró un tropel de travestis que desfilaba entre dílers,
solapados carteles de las Brigadas Rojas e impunes puestos
callejeros de siete y medio. Me acuerdo que una revista cultural en
donde yo escribía. “El viejo topo”, cambió de orientación cuatro
veces en medio año, de la autonomía obrera a la afirmación de
géneros, del anarquismo surrealista a la ética foucaultiana. Me
acuerdo que cada semana se publicaban traducciones recientes de
libros relegados durante años, de Dylan Thomas a Alfred Döblin y de
Gérard de Nerval a Guy Debord. Me acuerdo del erotismo que
embriagaba cualquier emprendimiento editorial, cotidiano,
periodístico, político o recreativo, como ir a un concierto de rock.
La exaltación que me causaba este carnaval se multiplicaba por el
hecho de que, por la doctrina consuetudinaria del
transterrado, yo imaginaba que sólo me
comprometía en porción mínima. El involuntario subterfugio consistía
en creer que mis compromisos verdaderos estaban en otra parte, allá,
en mi país, y en lo que el horror de mi país despachaba hacia
España. Una noche me llamó por teléfono un amigo de infancia que no
veía desde hacía lo menos diez años. Estaba con la mujer en el
aeropuerto; dos días antes habían matado a su hermana, militante
como él de la JP,
y no sabía adónde ir y no tenía la menor idea de qué era Cataluña.
Me acuerdo de que se pasaron una semana sin salir del cuarto que les
conseguí. Llegaba gente que se había sumergido en la clandestinidad
y el matrimonio casi desde la adolescencia, antes de haber conocido
bien la calle, y recordaba con lágrimas una Rosario o una Buenos
Aires que desconocía. Aparte de la rabia y el desconsuelo de la
derrota había desesperación, dolor, añoranza de amparo familiar y
hasta de una forma familiar de desamparo. Pero todo esto la España
de la transición lo absorbía en su caldo efervescente, tendía a
disolverlo, lo perfumaba, lo metamorfoseaba.
Era una situación de
una ambigüedad irritante, y a veces ridícula. No duró mucho más de
dos años; tres, quizás, hasta que la democracia logró
institucionalizarse, España acató su papel geopolítico y empezó el
lento rumbo al liberalismo concentracionario. También ese proceso lo
seguí con algún desapego; pero no demasiado, porque entretanto
muchos habíamos reaccionado a la derrota argentina con un
contraaprendizaje acelerado. El clima libertario de la España
de fines de los 70 lo había favorecido: una casi inmediata crítica
de la ideología, que en mi caso comprendía no sólo el leninismo,
todos los socialismos reales y la filosofía de la toma del poder,
sino los apéndices locales de porteñismo integrista, machismo
familiero, verticalismo militarista, violencia sexual,
sentimentalismo, culto de la pasión impúdica, represión
pequeñoburguesa generalizada. Todo esto iba a decantar en un
programa de ampliación de la conciencia, de intento de destrucción
de los paradigmas, que estuviera a la altura de un urgente deseo de
independencia. El programa iba cuajando en eslóganes fragmentarios.
En la idea, por ejemplo, de que no se trataba de cambiar la realidad
para poder seguir siendo como éramos, sino de cambiar nosotros para
hacer posible otra realidad. O más adelante aún: en la certidumbre
de que ese cambio conllevaba reconocer que uno no se pertenece, que
cada vida o biografía es una forma pasajera y mudable de algo que la
antecede, la posibilita y la disipa al cabo, que salimos de una
corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas deberían
ser objeto de trato cuidadoso. Lo que yo no había asimilado todavía,
es que esta condición nos pone más cara a cara con la
responsabilidad. Por cierto, irresponsablemente, después de hacer
diversos trabajos más o menos típicos de exiliado joven, acepté la
traducción de un libro que me ofrecieron por intermedio de un amigo.
Traducir me parecía digno, entrañaba aceptarme como hombre de letras
más que como narrador aventurero y en general me parecía una prueba
mental absorbente. En revistas literarias argentinas creía haberme
fogueado traduciendo poetas beat y cuentos de ciencia ficción y
sabía suficiente latín para posar de una necia suficiencia. Me di un
golpe. El libro que me encargaron era una biografía de Indira Gandhi
y cuando salió criticado el reseñador opinó que estaba traducido en
un “español descuidado a más no poder”. Me chocó que la acusación
solapada de barbarie descansara en un giro, “a más no poder”, que
usaba mi madre y yo creía argentinísimo, y más me chocó tener que
plantearme en el futuro, si quería sobrevivir, qué era un descuido
del español y qué no. Comprendí rápida, casi atolondradamente, que
nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje
puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de
pensarla. Y empecé a entender por qué algunos visionarios, como
William Burroughs aseguraban que el lenguaje es el instrumento más
eficiente de control de las conductas y la sociedad; pero un control
que se ejerce no sólo desde afuera, por medio de los eslóganes
políticos, publicitarios, informativos, educativos, sino desde uno
mismo; desde las ilusiones constrictivas, el proyecto que somos
desde que nacemos y el miedo a no cumplirlos, las redes neurales de
la ideología. Por desgracia, mi primera reacción fue parapetarme en
la devoción por mi lengua uterina. Pero dentro del brete de ganarme
la vida como traductor profesional en España.
Mientras, apenas terminado el período de crítica del
izquierdismo irredento, y como para rematarlo, un día, en el bar de
la esquina de mi casa, iba a ponerme a conversar con un argentino
que resultó ser el Osvaldo Lamborghini. Quiero hacer un homenaje a
este escritor tremebundo. Por entonces leí
La causa justa,
donde, como se sabe, un japonés que vive en Argentina termina
haciéndose el harakiri porque no puede sufrir que en vez de palabra
de honor los argentinos tengan una chistografía, y me di cuenta de
que la literatura aberrante de Lamborghini –como sólo quizá la de
Puig— era la iluminación del carácter pornográfico de la política
argentina, que a su vez era la manifestación de la mente argentina.
Él era un hombre irascible y muy
incorrecto. Una mañana de 1983 subió a mi casa, tocó el timbre,
entró y sin pedir permiso pispeó mi máquina de escribir, donde
mediaba una traducción del
Fausto
de Christopher Marlowe. “No lo vas a traducir al gallego, ¿no?”, me
dijo, y discutió cómo podíamos colarle a la floreciente y
jactanciosa industria editorial española las esquirlas subversivas
de una literatura periférica. Me exigió que leyera
Kafka, por una
literatura menor, el libro de Deleuze, y
que releyera con más cuidado algunos ensayos de Borges, sobre todo
Los
traductores de las 1001 noches. De esa
manera psicopática pero efectiva, situó las tensiones de nuestro
exilio en su meollo, la lengua, de donde para mí ya no iba a
moverse, con lo que otras cuestiones se resolvieron casi de un
plumazo. Incluso me beneficiaría a la larga de otro modo, creo que
contra su voluntad. Porque ya entonces, aunque el temor reverencial
me impidiera razonarlo a fondo, me pareció que entre la condena de
Borges al prestigio de la identidad, a lo que él llama “la nadería
de la personalidad”, y su afirmación férrea de las variantes
locales, de las traducciones irreverentes ante los mandatos verbales
del Occidente central, había una contradicción. Las políticas
localistas del verbo quizá contribuyan a la independencia de las
naciones periféricas; pero, como se vería a la larga, el hincapié en
la singularidad nacional, religiosa o lingüística es catastrófico.
Sólo que Borges, era de tontos no advertirlo, no patrocinaba una
emisión anticolonial sino la recreación continua de la literatura,
para sortear la trampa de este mundo ilusorio, mediante la
transformación local de los giros heredados.
En cuanto a mí, en realidad tenía unas ganas muy
insistentes de estallar, quizá para estar a tono con la inusitada
libertad contra la cual me estaba estrellando. Habían desaparecido
los más firmes dispositivos de encauzamiento: no tenía familia, no
tenía partido, no tenía carrera universitaria en marcha, ni trabajo
ni pareja estables, sólo tenía amigos, afinidades electivas, y no
ningún proyecto fuera de la literatura. Como exiliado de escasos
medios, aún indocumentado y libertario incipiente, coqueteaba con
una módica amoralidad. La fantasía de estallar culminaba en una
miríada de esquirlas heterónimas que resolverían el engorro de la
personalidad en una pérdida de mí, una diáspora que saltaría los
límites de la percepción, de la posesión, del simulacro, luego del
temor del paso del tiempo. Por desgracia, los dispositivos de
encauzamiento, atrincherados en el superyó, se habían concentrado en
una insidiosa defensa de la identidad argentina, y a la menor
provocación me habrían acribillado con culpas. De modo que en el
fondo me sometía. El sometimiento consistía en una negativa
maniática a españolizarme. Tenía mucho de campaña de salubridad. Yo
quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz. Se sabe que
la Voz, con
mayúscula, es el absoluto metafísico, la inabordable, inexpresable
realidad de que el lenguaje tenga lugar. Pero la voz que yo quería
conservar no era ese puro querer-decir que separa la cultura de la
naturaleza, sino esa voz segunda, específica y ya afinada, que si
nos une a la fuente del ser es solamente, suponía yo entonces, por
la vía del origen biográfico; una especie una huella digital
comunitaria. De ahí al culto a las raíces, tan perjudicial para
quien quiere despersonalizarse, no había más que un paso; pero yo no
lo sabía. Lo único que sabía era que mi voz pugnaba contra la
gravosa atmósfera del español peninsular.
Yo era un extranjero en una lengua madre que
no era mi lengua materna. Desde el punto de vista de la lengua
madre, con su larga prosapia de integrismo, su centralidad imperial
y teológica restituida por el franquismo, su estolidez pulida por
la Academia y
su agonía en la tecnocracia, eran los latinoamericanos los que
“decían mal”; los argentinos, en especial, voseábamos y, como ya
dije,
rezumábamos unos argentinismos que en la
industria editorial estaban malditos. Editores y correctores nos
trataban con afable socarronería. En mi predominaba el escozor de un
permanente malentendido, de vivir en una lengua que no había
desarrollado una cultura de la sospecha, que no interpretaba; que,
como decíamos, “no tenía inconsciente”. Los españoles practicaban el
refrán como si sólo pudiera significar una cosa, ésa que el refrán
decía, pero que implantaban a un sinfín de casos. Confundían el
presente perfecto con el pretérito indefinido –decían “El año pasado
he estado en Londres”—y no distinguían el objeto directo del
indirecto; se creían llanos pero pensaban sin precisión.
Crucificaban lo que habrían podido ser delicadas gamas de
sentimientos en sentencias garbosas pero pétreas. Los españoles y yo
decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras. En vez
de examinar estos malentendidos por las dos puntas (sopesando, por
ejemplo, el abuso jactancioso y cursi del eufemismo con que los
argentinos creen emular a grandes poetas que no leen), yo canalizaba
cada malentendido en recelo, y al cabo en desdén. Una vez le llevé
fotocopiada a una editora el artículo del María Moliner donde se
dice que el pronombre “lo” es el correcto para reemplazar al objeto
directo y el “le” la excepción tolerada. Olímpica y justamente, ella
me explicó la noción de uso y no me llamó más. Estas y otras
embestidas eran lo que me aconsejaba el superyó de exiliado, que por
entonces había impuesto una idea del exilio a cualquier posibilidad
de abrirme a la vivencia, o mejor a la sensación. Ya se sabe que las
ideas funcionan como cercos. La más extendida de las ideas de Exilio
se nutre y es origen de la obsesión de volver al país, con la
condición nacional lo más intacta posible, como fin rector de todo
movimiento (en este sentido suplanta muy bien a la de Revolución), y
método para recuperarse a uno mismo. Como relato personal dominante,
que prescribe desarrollos y finales pertinentes, la tensión de este
propósito fomentar un extrañamiento de lo real que en nada nos
beneficia el entendimiento; un extrañamiento espúreo, esclavo de la
comparación constante.
Había, desde luego, una carga de rebeldía
política en mi exasperación. El español ambiental me alejaba de mi
cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible
emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como
vehículo de una particularidad. Como se ve, yo estaba inmerso en una
lucha por la propiedad de la lengua, y en los dos sentidos de la
palabra propiedad. No sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía
esa lengua sino quién la usaba mejor. Inevitablemente estaba
repitiendo el rencor de Sarmiento (“los españoles traducen poco, mal
y no saben elegir”) y los sarcasmos de Borges para con el doctor
Américo Castro. La disputa era acre, diaria, avinagrante, más
trabajosa que el deber de cultivar la memoria de un ambiente patrio,
y las insignias de un pasado, para que el relato que dictaba la idea
del exilio no se rompiera en simples episodios sin ilación. Yo me
sentía en poder, no de un imperio, sino de los detritos pasados por
el periodismo, los doblajes de películas, los anacolutos de los
políticos, los eslóganes publicitarios y la creciente, deprimente,
tendencia de las grandes casas editoriales a aplanar las
traducciones – atenuando relieves estilísticos, reduciendo y
segmentando las frases con más de una
subordinada— para facilitar el acceso de los consumidores al libro.
(Les pido un momento, por favor, para revisar este proceso. La
costumbre española de doblar todas las películas extranjeras en vez
de subtitularlas había acuñado formas básicas de la lengua
“traducida” que el público reconocía cómodamente aunque nadie
hablara así. En los años ochenta muchos traductores adoptaron esas
fórmulas, que ofrecían soluciones rápidas y reconocibles, y al cabo
algunas editoriales decidieron exigirlas. La serie de maniobras de
arrasamiento de las particularidades estilísticas se llamaba
“planchado” del original. La consecuencia no infrecuente era que en
la prosa de gran parte de las traducciones españolas de los ochenta,
en especial las pagadas por los consorcios editoriales, la prosa de
Michael Ondaatje manifiesta una ominosa semejanza de familia con
la Stephen King.
Los más surtidos personajes de los dos eran capaces, por ejemplo, de
decir Da
una de cal y otra de arena,
Mira que eres
cateto o
¿Qué es lo que
te está ocurriendo?” Y en esta mezcla de
coloquialismo impostado y estilismo cursi empezaron a escribir, esto
era lo bárbaro, varios novelistas incipientes que leían abundante
literatura traducida y poca tradición de su lengua.)
Tantos motivos de querella me provocaron una erupción de
fundamentalismo rioplatense. La tensión entre los deberes del
exiliado para con su verbo raigal y la obligación de traducir para
el idioma de la península habría podido ser muy provechosa, como
terminó siendo al cabo, si yo no me lo hubiese tomado como una
situación de guerra fría. A los enojosos plurales de segunda persona
y los diferentes nombres de las mismas cosas no me costaba
adecuarme, porque en el trato cotidiano ya era de hecho, no
exactamente medio español, sino medio español catalanizado. Pero
estaban, sobre todo, las maneras peninsulares de ordenar la oración,
la cadencia del interrogativo y varios elementos más que señalaban
una diferencia capital, angustiosa, en la dicción, la entonación y
la prosodia, es decir en el temperamento de esa lengua con la mía.
En esa diferencia me solazaba. Era una diferencia abstracta,
peligrosa, sublimada, pero basada en la constatación justa de que
las diferencias importantes entre entre el dialecto español central
y los dialectos sudacas no eran las léxicas, sino las relativas al
orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la
entonación, al escandido, a la preferencia por ciertos tiempos
verbales y las respectivas obediencias o desacatos a las normas y
las tradiciones, por ejemplo la del uso o no de la preposición en
“debe de haberlo hecho él”. El taimado Ezra Pound recordó que no
existe ninguna lengua que contenga la suma de la sabiduría humana;
ninguna capaz de expresar todas las formas y grados de comprensión.
En vez de reflexionar sobre este adagio, yo sometía cada término con
pinta de posible argentinismo a un control de calidad que ceñía cada
jornada de traducción en un mareo de ebriedad delirante. A
escondidas incluso de mi superyó, entretanto, disfrutaba de la
sutileza de grandes traducciones españolas del momento, como las de
Miguel Sáenz o Javier Marías, y les envidiaba una riqueza que, lo
sabía, sólo podía provenir de un trato más íntimo con la parte menos
reciente de la tradición central. Mi tradición debía incluir a
Quevedo, pero también a la gauchesca argentina y las traducciones
latinoamericanas de literatura norteamericana.
Dado que así vivía la traducción, como un lugar
asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros,
intenté paliar la molestia ejerciendo el contrabando y la
insurgencia lingüística menuda. Pensaba que si practicaba injertos,
desvíos, erupciones en el lenguaje que se me imponía, quizá
produjera islotes de realidad anómala, moradas frágiles cuyos
usuarios evitaran la condición ya fatal de consumidores, que era el
nuevo estatuto general de los oprimidos y del cual latinoamérica aún
podía librarse. Insistía en el pretérito indefinido, evitaba
rigurosamente el leísmo, los personajes de mis traducciones
exclamaban ¡Flor de mentira!, como mi
abuela, acaso ¡Pedazo de mentira!
y
no
¡Menudo embuste!, como mi tabaquera
española, y en vez de
Vale ponía
De acuerdo.
Paraba obsesivamente la oreja en busca de la expresión coloquial más
rara y más cercana a las “nuestras” que las editoriales pudieran
tolerar –camelo, por ejemplo, o
bochinche—y
atesoraba términos del siglo de oro cuya existencia el barnizado
español actual ignoraba pero habían sobrevivido en la ductilidad de
nuestro sudaca --irse
al mazo,
sacar el pellejo-- o palabras
milagrosamente compartidas por el cheli madrileño y el lunfardo
porteño, como
guita. ¿Hay que decir que
me prohibía el verbo
coger? Mi meta, cuando el
original lo posibilitaba, era una emisión elegante, a la vez
cosmopolita, zumbona y hogareña, sobre todo consciente de que la
lengua es un problema, más aún, de que el lenguaje es un
desgarramiento, la incesante, fatal pérdida del hecho que pretende
capturar, la eliminación de lo que nombra, y que en la traducción el
problema se duplica. Este mejunje, que daba a mis trabajos una
textura levemente caprichosa, no produjo grandes reacciones. Algunas
editoriales seguían llamándome, otras me echaron flit discretamente
y terminé trabajando más que nada para dos empresas dirigidas por
argentinos, Minotauro y Muchnik, o para editoriales independientes
como Anagrama, Icaria, la Lumen
de entonces. Para entonces ya tenía el privilegio de traducir a
Martin Amis, o a Clarice Lispector, incluso a William Burroughs, a
Henry James nada menos, y en la medida en que decrecía la
autocompasión aumentaba la responsabilidad. Mi siguiente subterfugio
consistió en desplazar la inquina hacia el español literario
estándar de ese momento que, en pos de una narrativa de pura
historia, y del supuesto equilibrio de la forma, las reseñas
periodísticas del momento encomiaban como “lenguaje fluído”. ¡El
equilibrio de la forma! Esa gente no había leído a Gombrowicz. El
elogio del lenguaje fluido era la bestia negra de mi ser de
escritor, y la campaña por la higiene de mi lengua íntima irrumpió
en una rabieta pública contra la lengua contaminante: un larguísimo
artículo en dos partes bajo el título de
Algunas
cuestiones sobre la propiedad del idioma,
que se publicó –y esto habría debido hacerme pensar— nada menos que
en “La Vanguardia”.
La primera parte se llamaba
Del escritor
como ablandador de zapatos,
en
homenaje de pícara melancolía a un oficio, ablandar zapatos nuevos
de gente rica, que algunos pobres extravagantes habían ejercido en
la Buenos Aires
de los años 50.
Muy en breve, decía que al nacer caemos en
un idioma como en un par de zapatos que nos adjudica el azar; que
las primeras molestias irritantes aparecen cuando queremos decir
una cosa y nos entienden otra; que sin embargo no es fácil resignar
un signo esencial de pertenencia; y que al fin uno se olvida que los
zapatos le duelen y termina aceptando el lugar común, porque permite
tender lazos fáciles. Después acusaba a los escritores españoles de
haber claudicado ante el uso de un repertorio de invariables útiles
para protegerse de la intemperie o de andar descalzo, o sea
defenderse de la vida como la aborda la literatura. Los españoles
usaban los zapatos heredados como si se sintieran cómodos; se
entregaban a la palabra instrumental, confiados en ilusión de su
transparencia. Lo que distinguía a la
literatura latinoamericana, en cambio, era la conciencia de una
incomodidad irremediable, la constante duda sobre el uso correcto,
el trabajo de insolentarse, la sospecha de la palabra y de su
emisor, la sensación de impertinencia, el reconocimiento de que toda
voz sale por una máscara, de la dificultad y la impureza; porque la
literatura nacía de una insatisfacción y la única palabra justa era
la que atacaba el equívoco de la familiaridad. El inocultable
rencor,
producto de la idea no del todo falsa de ser
un proletario cultural a sueldo de la industria lingüística de su
madre, destilaba más claramente en un pasaje dedicado a la difusa
pero sostenida
campaña que por entonces, época de
establecimiento y afirmación de la narrativa y la industria
editorial españolas, se había desatado contra las traducciones
sudamericanas de los 1940, 1950 y 1960, que habían alimentado a los
lectores durante la penuria franquista y ahora eran calificadas de
burdas e insostenibles. No quiero entrar en esas minucias
recurrentes en las jornadas de traductores. Todos sabemos que cuando
un argentino dice “Voy a lo de Juan” debería decir, correctamente,
“Voy a casa de Juan”; pero pocas veces discutimos cuán sagaz es que
esté asimilando el “Vado
da
Giovanni” del italiano, e incluso el francés
chez Jean
o el catalán
can Joan. Tampoco importa
mucho discutirlo; es un hecho. Lo que importaba para mí entonces era
que los escritores españoles no sólo denigraban las traducciones
sudacas llenas de expresiones como
cuadra
(por calle)
o
durazno;
también se negaban a pensar que millones de lectores
latinoamericanos no sabían qué era un melocotón o un chaval.
Y así. Si ocultamente esperaba alguna réplica, lo
cierto es que no pasó nada. Tampoco obtuve rédito, salvo una mórbida
hinchazón del amor propio. A las semanas el bulto era un hematoma,
un derrame, y me sentía bastante idiota. Unos años después, los
fastos del Quinto Centenario del Descubrimiento de América,
expresados en el español ecuménico del iberoamericanismo oficial, un
idioma que no habla nadie, iban a probar que la democracia de la
simulación tiene muchas cirugías para reparar las huellas que dejan
en la lengua las literaturas y usos populares y locales. Traducir
era la vía idónea para disgregar ese simulacro de unidad en un
multiverso de voces simuladas pero particulares. El caso es que
después de mi manifiesto sentí por fin un lento estallido. No era el
que yo había deseado. Era una disgregación del romance con las leyes
del desasosiego que me organizaban la conducta. Comprendí que mi
sentimiento del exilio era un aparato superpuesto, implantado sobre
una experiencia real de atención, curiosidad y transformación
cotidiana, fabricado por aprioris sobre la cultura y la biografía.
Ese aparato u objeto replicaba una larga serie de exilios
documentados, acumulando sobre sí la tradición y la historia, y
trabajaba todos los días en reproducirse a sí mismo. Muchas teorías,
tradicionales y contemporáneas, afirmaban la superioridad moral del
ser individuado que puede reconocerse en un relato coherente de sí
mismo. Por mi parte, no sólo las sensaciones sino también la memoria
tendían a la discontinuidad; a veces extrañaba mi país y en general,
si quería ser sincero, no extrañaba tanto. El presente no me daba
tiempo para extrañar, y en vez de
extrañar me inducía a
echar de menos.
La comida, los acentos de los amigos y los amores, la lectura del
diario, las letras de las canciones que cantaba, los olores que me
salían al paso o entraban por la ventana a cualquier hora del día,
emociones adosadas a una hora, un estado del tiempo y un rincón
preciso de la ciudad: de todo eso era tan actor como de mis
recuerdos de adolescencia porteña. Yo era una asamblea de delegados
de tendencias surtidas que contaban anécdotas de tiempos y
escenarios disímiles, presentaban mociones contradictorias y
discutían respuestas a acontecimientos asincrónicos; y lo peor era
que a veces una facción entera abandonaba la asamblea. El silencio
estupefacto que se hacía entonces en mi interior delataba una falta
de mando, de buró director, un vacío central de poder. Sobre un
fondo vaporoso aparecían elementos heterorgéneos: la máquina de
escribir y la computadora, el voluminoso croissant español y la
pequeña medialuna porteña, miembro del rubro pastelero llamado
“factura”, el hule grasoso y tajeado del asiento de un colectivo 60
y el camarote acolchado de un tren de alta velocidad, el
mediterráneo y el río Luján, la planta llamada Santa Rita y la misma
planta llama buganvilia, las patillas de Menem y las canas de los
dirigentes socialdemócratas. En mi relato más íntimo del exilio, si
hubiera habido algo así al alcance,
el
movimiento de regreso había perdido momento de inercia. Para hacerse
clara, la atención al presente me suplicaba una lengua a la altura
de su multiplicidad, del milhojas temporal y espacial que era cada
momento. Beckett se proponía hacer agujeros en el lenguaje para que
a lo mejor, al fin, con paciencia, segregase alguna verdad. Según
Deleuze, escribir era inventar una lengua extranjera que al entrar
como viento en la lengua del escritor la sacudía y a la vez
desquiciaba todo el lenguaje. Y para Walter Benjamin, después de
Babel, de la dispersión, cada lengua vivía dramáticamente su defecto
de fondo, su carácter incompleto. Con esta batería de argumentos,
por entonces procedí a hacer mi trabajo cotidiano a la vez como
ejercicio de anulación de mí y como demolición de las
constricciones.
¡A disgregar! ¡A disgregar!,
era la consigna, así, dicha dos veces. Exaltación. Entrega, quimera
de la pérdida de sí en la fusión pasajera con la palabra del otro,
etcétera. Estaba totalmente convencido de este programa. Sobre todo
cuando traducía autores muy contemporáneos. Tal era el gusto diario
de ofrendar mi lengua a la presión diversificadora de Alisdair Gray,
de Kathy Acker, de quien fuera, que llegué a la teoría de que la
fidelidad de la traducción consistía en idear una manera de traducir
para cada libro. Fue una época rara en la que sólo me importaban las
frases, luego los párrafos, y trataba de informarlos con furibundos
zafaris al diccionario de autoridades, excursiones por Quevedo,
Larra, Sarmiento, Mansilla, Lezama Lima, la lírica del tango, las
coplas madrileñas, Onetti, Juan Benet, Arguedas, las traducciones de
Lino Novás Calvo y las de Consuelo Bergés, gran atención a las voces
de los otros y una revisión de la gramática que me acercara lo más
posible a la parataxis. Pero no estaba preparado. Y, como para
corroborarlo, justo entonces salió en un diario argentino una reseña
de La
vida de Jesus, una novela de Toby Olson
que para la periodista estaba muy bien traducida, decía ella, “por
un españolísimo Marcelo Cohen”. Todos los aspectos de la cosa me
satisficieron enormemente, desde el elogio hasta el sarcasmo,
pasando por la ingenuidad argentina de la reseñadora, que tomaba por
españolísmo lo que era una mezcla personal. Más o menos por entonces
me tocó también traducir las memorias de Mezz Mezzrow, ese judío que
aprendió el saxo en el reformatorio, tocó con Armstrong y terminó
vendiendo marihuana en Harlem, y nada podría haberme complacido más
que el comentario de que el conglomerado de argots que había
fraguado se dejaba entender poco pero al fin tenía un sonido
inconfundible. Lo que quiero decir es esto: el
self, eso que se supone que uno
es medularmente, signo de identidad irreductible y término que
algunos se ven obligados a traducir como
yo,
es verdaderamente recalcitrante en su apego a sí mismo y a la
congruencia de los relatos sobre sí mismo o sobre cualquier cosa en
que se refleje, incluso si apela a voces de otros. Su astucia más
irreprimible, su codicia más sutil, es por supuesto el estilo. Y yo
quería un estilo de escritor y de traductor, y era muy pretencioso:
quería una argentinidad de incógnito y, digamos, una hibridez
distinguida.
Ahí estaba entonces, de nuevo agarrado infraganti.
Los españoles decían
pillado, no
agarrado.
El malestar y la revuelta con el español contemporáneo, la lengua
del amo de casa, la herramienta de castración del entendimiento,
habían tenido un impulso de liberación política. Pero con toda mi
genealogía rioplatense y mi voluntad joyceana de anarquía sexual de
las palabras, había ido a dar en el deseo de distinción, una de las
lacras que pueden entregar al exiliado típico, como un corderito, a
un fascismo reflejo al del fascismo del que lo segrega. Si el estilo
es una avidez del self, y el arte de objetos como símiles del
conocimiento una estratagema de dominación, el self es el objeto
burgués por excelencia. El self es una falacia a posteriori;
exactamente como el fetiche. “El self es la pensión y los ahorros
del rentista estático. ” Esto lo dijo Carl Einstein. Y por eso
Einstein pensaba que la “destrucción del objeto” practicada por los
pintores cubistas y por Malevitch no era una cuestión meramente
formal sino la destrucción de un orden social y epistémico, un orden
burgués fundado en la posesión, el individualismo y la ficción de
cosas y sujetos constantes. No era mi caso. En vez de dejar que por
la heridad del exilio fluyera una comunicación, yo estaba
construyéndome un lenguaje bien sólido. Como si la herida del exilio
pudiera cicatrizar alguna vez y blindarse, como si pudiera
capitalizar mis largas rencillas con el país de adopción y con el de
origen, como si el exilio no fuera para siempre. Nada bueno para la
traducción, como se comprende.
No había nada que conducir, nada más que un producto
de cadenas de causas que hacían un presente. El bochorno de entender
penosamente algo de esto, bien que a medias, se resolvió en un paso
hacia la apertura, un atisbo de soltura. Sólo un atisbo.
Pero uno es incorregible. Cuando volví a vivir a
Argentina, mi soltura interior se complacía en comprar tanto
zapallitos como calabacines, según decidiera el motor lingüístico
encendido en el instante, y en injurias excéntricas, como el
anticuado porteño
Hacete hervir o el
encantador andaluz
Que te folle un pez. En las
traducciones me iba a hacer falta un esfuerzo de discernimiento,
pero concibiéndolas como espacios transitorios podía hospedar gran
cantidad de matices y acentos. Por supuesto, en seguida me di cuenta
de que el deleite de usar localismos argentinos, lunfardo,
eventualmente el voseo, se enturbiaba porque muchas veces la mejor
solución, e incluso la más placentera, era un españolismo; pero esta
esquizofrenia dialectal sólo desbarataba más cualquier ilusión de
pertenencia plena. Ahora bien: si el regreso no existía, tampoco es
que la abundancia fuera una solución. La gama de posibilidades
expresivas que había acumulado sólo servía para jactarme de un
desajuste, ahora con mi país. De muchos desajustes. Porque no tardé
nada en enredarme en
malentendidos nuevos. Huelga explicar que la
lengua de
la Argentina
de hoy no es la de Mansilla,
ni siquiera la de Walsh. Es un repertorio de
sampleados del periodismo, la publicidad, el show político, la
cultura psi y los desechos de un argot de calle planchados por la
clase media, donde no juegan exiguo papel las traducciones españolas
y los subtitulados y doblajes centroamericanos de series de
televisión. Hoy los argentinos tienen piscinas en vez de piletas,
los camareros desean buen apetito en vez de buen provecho, las
recepcionistas y conserjes dicen “aguarde” en vez de “espere”
(porque les parece más refinado), pero el léxico general es
angustiosamente corto. Son comparativamente pocos los que manejan
las subordinadas. Profesionales liberales y bastantes escritores
ignoran algunas reglas de consecución temporal, como la del
pretérito indefinido con el pluscuamperfecto, de lo que se desprende
un acalambramiento de la memoria y el presente. Y aunque uno intente
abrevar en la idiosincracia de esos usos, asimilarlos con un respeto
algo comedido, estoy seguro de que mis traducciones no suenan menos
raras de lo que sonaban en España. Lo hago adrede, claro. No es una
veleidad. Es otra vez el intento de que el cuerpo de las
traducciones de una período sea un lugar, un espacio sintético de
disipación de uno mismo en una cierta multitud de posibilidades, de
comprensión de la identidad como agregación. Pero no un lugar
enajenado, ni protector, ni preservado; porque si algo concluí de
tantas escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si
no se ofrece como ámbito de reunión, de comunidad, de ágape; si no
intenta crear tejido fresco en el gran síntoma del cuerpo extenso
que somos. Creo que lugares así, traducciones o ficciones digamos
peculiares, son también encuentros de voces, de multitud de voces, y
centros desechables, locales pero siempre provisionales, de
agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más
internacional, en pro de una expresión polimorfa.
No deja de sorprender cómo nos hemos habituado a
conceder que odio y violencia contribuyen más que el amor y la paz a
estructurar las relaciones sociales.
Pero más sorprendente aún es la difundida
resistencia a pensar que el clima de tensión, terror y amenaza que
envuelve al mundo pueda relacionarse directamente con la defensa
cerrada de la identidad, la de cada uno o cada grupo, y el
desmesurado culto de la memoria. Identidad, quiero, decir,
ilusoriamente considerada como un componente basal único y no
elegido, en cuya persistencia va el sentido de la vida del sujeto y
cuya defensa requiere mantener a distancia y a raya todo aquel que
puede erosionarla, entorpecerla, importunarla o modificarla, y si
es preciso comérselo y evacuarlo, o suprimirlo sin más. Identidad
como etnia, tradición, nacionalidad, religión o filiación política
excluyente, para empezar. Como por ahora no se ve que ni grupos
importantes ni demasiados humanos en particular vayan a aceptar que
en el fondo, como dicen ante los muertos, no son nada, algunas de
las voces astutas que el planeta escucha, como la del premio Nobel
Amartya Sen, sugieren atender a que la identidad de un humano o un
grupo, lejos de ser una esencia fatal, es siempre un agregado
–algunos dirían un constructo—, y que muchos de sus componentes
provienen de elecciones o adherencias azarosas. Una identidad puede
cambiar con el tiempo, aun contra la voluntad del sujeto, e incluso
sin que el sujeto lo advierta, y más cambia a causa de decisiones
razonadas; el compuesto se diversifica. En el mero plano social, por
ejemplo, nos movemos con un portafolio de identidades a las que nos
referimos según el contexto (género, clase, oficio, trabajo, raza,
opiniones políticas entre otras), y la relevancia que damos a una u
otra modifica la conducta.
Sen sostiene que la negativa a aceptar la
diversidad interna de las identidades es un error que une a los
publicistas del choque de civilizaciones, los comunitaristas, los
fundamentalistas religiosos y hasta los teóricos de la cultura, y
que la ilusión y la imposición de un sello identitario único, que
crea sensación de destino, fatalidad e impotencia, es lo que en el
fondo alimenta una ira y una violencia que se descargan en el otro.
No cito a Sen porque quiera meterme en un asunto que
hoy profundizan muchos artistas y estudiosos, a saber que la
traducción permite cotejar y renovar las ideas propias con el
lenguaje del otro, sino porque la observación de que Yo y el Otro
somos cada uno una pequeña multitud toca las fibras nerviosas del
arte de traducir, del oficio del traductor, y me parece que, al
tiempo que intensifica los dilemas, la responsabilidad, las
perplejidades, abre una rendija de libertad.
Tomemos la visitadísima disyuntiva entre la
traducción hipotéticamente neutra y la traducción localista,
idiosincrática o por así decir soberana. Las periódicas muestras de
fastidio crítico de lectores argentinos más o menos expertos contra
las traducciones españolas, la acusación indignada de ineptitud o
colonialismo por el uso terco y, se dice, malintencionado de
palabras como gilipollas,
majareta,
o expresiones como
a mí me la trae floja o
acabó como el rosario de la aurora, que
les impedirían gozar del texto, no sólo son reflejas de la
intolerancia ignorante de los expertos españoles de hace años a
aceptar la diversidad interna de su lengua; no sólo pasan por alto
que la invasión a nuestras librerías por sobras de la profusa
industria española es un asunto de acumulación capitalista y suerte
geopolítica, y de una decadencia de nuestras editoriales en la cual
alguna culpa, además de la dictadura y el capital, han tenido sus
propietarios. Además de todo esto, esas quejas eluden un nudo
acuciante de lo que, si valiera la pena elaborarla, podría ser una
estética política de la traducción para estos tiempos.
Dentro de la despótica prosa mundial de Estado en que
se expresa el continuo de eslóganes publicitarios y políticos,
relatos míticos de la industria del entretenimiento y ficciones
informativas que nos condicionan, la sociedad del espectáculo ha
incorporado, por afán totalizador y para que se ocupe de temas
humanos como la angustia, la belleza, la muerte, etcétera, lo que la
crítica llama “literatura internacional”; la condición básica de las
obras de literatura internacional es que son eminentemente
traducibles. Creo que como réplica a esta trampa, en su cíclica
revuelta contra los sometimientos y condiciones, hoy el espíritu
negativo de los escritores se empeña en asimilar la literatura
independiente, es decir la literatura a secas, con una resistencia
del texto a ser traducido. Aceptar el juego que proponen las
poéticas de lo intraducible lleva a conceder que los giros y jergas
muy locales, los estilos muy personalizados, piden equivalencias
localizadas.
Para
no enredarme, voy a exponer el problema de dos maneras.
Primera. Supongamos que un grupo de vecinos de mi
barrio, enfermos de racismo atávico, se enfurece contra una familia
de inmigrantes nigerianos, los Ababó, porque cultiva en su terrenito
unos arbustos de fruto alimenticio pero pestilente. La familia es de
una etnia de su país que vive históricamente del cultivo de esa
planta y fue maltratada por una mafia lumpen del lugar, etc. Digamos
que yo conozco una conmovedora novela nigeriana que cuenta una
historia como la de los Ababó y permite entenderlos. Creo que a mis
vecinos les va a cambiar un poco la cabeza. Pero la traducción de la
novela es española y el traductor eligió como correlato del argot de
los Ababó y los mafiosos nigerianos el lenguaje madrileño de
Lavapiés. ¿Qué puedo hacer? ¿Probar si mis vecinos atraviesan el
velo de un dialecto ajeno de su idioma? ¿Arriesgarme a que su
demonio social interior aproveche la confusión para acusar a los
Ababó de gallegos de mierda? ¿Proponer que alguna de nuestras
humildes pero valerosas editoriales independientes pueda comprar los
derechos y traducir el libro al argentino porteño con una subvención
de la UNESCO?
Otra manera de abordar estas encrucijadas:
Hace dos años el poeta argentino Leónidas Lamborghini
publicó el poema narrativo
Mirad hacia Domsaar. Un viejo
que fue lujurioso y tal vez poderoso llamado Pigj agoniza sobre una
camilla rodante en una llanura calcinada donde nada crece, y ni
siquiera hay barro para que la esquina sea fiel a un famoso mito del
tango. Lo acompañan dos mujeres y alguno más, y el poema narra la
trabajosa partida de la camilla, sobre unas prácticas rueditas, a
veces derecho, a veces en zigzag, rumbo a no se sabe dónde: como
nuestro país, como el progreso de la civilización. Entierro de la
lírica pampeana y desecho sarcástico de la retórica central de la
lengua, oficio beckettiano de tinieblas y sainete sacramental
peronista, mamarracho, vodevil procaz y oratorio de altura, relato
en verso, también drama grave sobre la muerte escrito para narrador
y comparsa triste, este poema superlativo no debe haber entrañado
para Lamborghini ningún riesgo que él no hubiera asumido desde sus
comienzos, cuando necesitó hacerse con un tono peculiar para
expresar su visión. A Lamborghini no debía de guiarlo ningún
proyecto que no fuera soltar la voz, digamos liberar la visión, y
modelar. Depuesta la búsqueda de resultados y seguridades en la mera
necesidad de escribir bien lo que se escribe, todo riesgo se
difumina y sólo queda el beneficio del poema; para nosotros, una
especie de dolor que alivia, es decir: estética. No se sabe qué
alcance tendrá. Lamborghini no debe haber pensado en la difusión
extranjera. Traducir ese texto es un asunto bien peliagudo, tanto
rebosa de localidad. Y si lo elijo es porque me parece indicativo,
pero bien habría podido hablar de de Russell Hoban, un
norteamericano afincado en Inglaterra, cuya obra maestra
Riddley Walker, una novela de
iniciación en un mundo posnuclear, escrita en un delicioso inglés
neoprimitivo, no se vende para traducción a otras lenguas (como si
Hoban temiese que la desnaturalizasen). Fiel a su ímpetu extremista,
recalcitrante en el mundo de la circulación reductiva, la literatura
se adhiere a la localidad y la enriquece; vuelve a empezar desde la
diáspora de las lenguas, deroga el mundo de prosa sintética donde
vivimos separados por aquello que supuestamente nos comunica. No
pocos pensamos que si la literatura tiene un futuro, será gracias a
un abultado depósito de libros intraducibles, o por supuesto para
nosotros los traductores,
aparentemente
intraducibles.
Aún en casos menos radicales que estos, cuesta pensar
que un lenguaje neutral como el del antiguo sueño de la revista “Life”
en español eleve el sentimiento del traductor por el sentido de su
oficio. Pero la igualdad de oportunidades entre diversos grupos
lectores es una quimera, porque hay escasísimas obras que la
industria editorial vaya a traducir para cada país, y porque lo
identitario único tiene una loca potencia de reducción: del estado-
nación a la
región, la comarca, la provincia, la etnia, el
clan, la ciudad, el barrio, la familia, el yo. Aparte de que la mera
y presunta lengua “argentina” ya está incrustada de modos de decir
de todo el mundo hispanoparlante, y de otros mundos, inevitable
secuela ésta del espectáculo global. Adoptar los españolismos porro,
cachondo, piscina o un uso erróneo y oprobioso del vosotros, el
mexicanismo “lucir” y hasta el “todo bien” brasileño, y moverse con
desenvoltura entre pinches bueyes, quiubos, pantaletas y cabrones,
todos términos que habrían hecho rebuznar a sus inflexibles padres
lunfardos, no les ha mermado el señero acervo de hallazgos
vernáculos, como che, viste, mina o lo que sea. Es sólo un ejemplo.
Lo mismo está sucediendo con la lengua nacional chilena, peruana,
colombiana, venezolana, con todas, y, con el aval de
la Academia,
empieza a pasar con las españolas.
En este clima, la duradera contienda entre la
traducción de una obra a una lengua verosímil para el lector
particular y la tendencia a causarle extrañeza podría resolverse en
una alternativa nueva. Sería una salida provisoria, y anunciaría que
en adelante todas las salidas van a ser provisorias. En realidad, mi
ilusión es que anuncie que en el futuro cada libro exigirá del
traductor, como exige la escritura, no sólo una solución parcial,
sino una teoría ad hoc, como si la traducción se convirtiera en una
rama de la patafísica, esa ciencia de las soluciones particulares.
El traductor, cuando no está en la coyunda de las páginas
cotidianas, sueña con este océano, con el plancton de las
identidades desintegradas. No olvidemos que un océano es un medio.
Ante la posibilidad de hacer veinte versiones de un original, cada
traducción se servirá de todos los componentes de los dialectos y
jergas de su idioma, tomando, para empezar, los que más le sirvan
para la imitación o ejecución interpretativa de una
superficie. Será un uso rebelde: el máximo de
rareza obtenido a partir del artificio de la familiaridad global. No
me pregunto si no es una ilusión desorientadora
y hasta perniciosa.
En el siglo XVII la versión de
El Quijote
en
inglés provocó un sismo literario del cual surgirían
montañas como el
Tristram Shandy. Las
novelas de Onetti no existirían sin las versiones de Faulkner hechas
en los 1940 en
La Habana y
Buenos Aires. Alguien diría que el comercio vivifica las lenguas, y
que cada momento de una literatura decide, si quiere más aliento,
cuál rama de su tradición le sirve y qué le conviene injertar. Claro
que si la decisión la toma la industria --que reverencia al público,
al cual le encanta que lo engañen--, nada se regenera salvo el
circuito financiero de la palabra que aplasta el mundo, muchas veces
bajo el adulado ropaje de la belleza. Pero de eso debería tratarse
justamente cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: no de la
belleza de un atavío, sino de formas que abran la conciencia a los
vaivenes del viento.
* Publicado
originalmente en la revista digital argentina,
Otra
Parte.
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