Evasión de sí y transformación fallida en El viaje hacia el mar
de Juan José Morosoli.
Introducción
El viaje hacia el mar es una
de las obras más populares del escritor minuano, Juan José Morosoli.
Es incluso trabajado en programas de ciclo básico en Literatura.
Curiosamente, no son visibles estudios de este texto en particular,
pese a la riqueza que ofrece en cuanto a posibles temas a abordar.
El presente trabajo pretender
ser una crítica del cuento, ofreciendo una mirada tal vez un tanto
diferente a las que se pueden esperar al momento de encarar una
narrativa como esta. De todos modos, el desarrollo no es sino una
base que podría ser retomada en el futuro, extendiendo el campo de
estudio o fortaleciendo los postulados ya ampliados.
Los pilares de este trabajo
están centrados en las cuestiones simbólicas del viaje como la
búsqueda de una transformación, los arquetipos morosolianos (tomando
como referencia otros críticos como Raviolo) y la evasión de uno
mismo a partir de la distensión que genera la movilización. El
desenlace de la obra está solventando a partir de estos tópicos,
certificando las características de los personajes del cuento y
brindando una mirada acerca de las diferencias de cada arquetipo en
relación a las expectativas del viaje y la huida de sí.
Sinopsis de la obra
El viaje hacia el mar es un
cuento publicado por primera vez en el
Almanaque del Banco de Seguros
del Estado, en 1952.
Su título es emblemático, donde
las salvedades radican en las proezas que experimentan un conjunto
de personajes con particulares características en el viaje
suscitado. En un “viejo Ford con bigotes” viajarán Rodríguez
(conductor), el Vasco Arriola, “Siete y tres diez”, “Leche con
fideos”, Rataplán y el desconocido a través de los cerros de Pan de
Azúcar, buscando llegar a su meta y de esa forma dejar atrás por un
momento sus vidas monótonas.
Simbolismo del viaje
Hablar de viaje como símbolo
conlleva a distintas connotaciones. Una de ellas alude a la evasión
de uno mismo sobre sí, un mecanismo para escapar de una realidad
tediosa o que sencillamente ya no sorprende, que no aporta nuevas
experiencias a la percepción del individuo. En la quinta acepción
sobre la figura del viaje, Jean Chevalier en su
Diccionario de símbolos
afirma: “A través de todas las literaturas, el viaje simboliza pues
una aventura y una búsqueda, se trate de un tesoro o de un simple
conocimiento, concreto o espiritual. Pero semejante busca no es en
el fondo más que una demanda y, por lo general, una huida de sí.”
(1067).
Desde este postulado es que se
abordarán cuestiones que vinculan a los personajes en
El viaje hacia el mar, no
sin considerar los arquetipos que el cuento presenta, con sus
correspondientes características.
Arquetipos “morosolianos”
Antes de ingresar en el
abordaje del cuento, es pertinente primero explayarse en cuestiones
que relacionan al autor y su estilo. Juan José Morosoli toma como
fuente de su creación literaria a las comunidades “de los bordes de
su pueblo” (Raviolo 7), donde allí se extraen diferentes modelos que
se pueden definir como los arquetipos que integran la obra del autor
minuano.
Los denominados “pueblos de
ratas” determinaron el surgimiento de individuos con características
en lo que respecta a su rol social. El crítico ya citado, en el
Prólogo de Cuentos escogidos
alude al nombre de uno de los libros de cuentos de Morosoli,
Vivientes:
(…) ser un viviente es ser
socialmente anónimo y a ese anonimato social se llega por un cúmulo
de circunstancias que van encerrando a esos seres en una costra de
silencio y soledad. Vivientes son los sieteoficios, los
agencia-vidas, los montaraces huraños, los carreros sin destino, los
achureros, canteros, curanderos, lavanderas, la infinita serie de
relegados a los estrados más bajos de la sociedad. (8)
Además, Raviolo cita a Arturo
Visca, quien conceptualiza otra división categórica para los
personajes morosolianos, quien los define como nómades o
sedentarios, “sedentarios sin horizontes, de vida vegetal, enraizada
en su pago… o nómades sin reposo, sedientos de horizontes que no
saben precisar…” (8). Este conglomerado de cualidades extraídos de
la realidad circundante al escritor en cuestión, desemboca en un
tópico que se insinúa en los personajes de sus obras, y que el mismo
Morosoli comenta en su obra La
soledad y la creación literaria, citado por Raviolo. Se habla de
“la cansera” del hombre marginado: “La
cansera está formada de sentimientos negativos y se cae en ella
cuando ya no se cree en nada, y vivir es una forma de morir y nada
más.” (9).
Comentario aparte merecen
aquellos personajes que, pudiéndoselos asociar en algunos de estos
términos, se destacan también por un amor especial a la naturaleza
en contraste a otros que permanecen cautelosos ante ella (Raviolo
25-29). Los paisajes son para aquellos una maravilla en la cual
complacer su soledad y sentir regocijo, o un sistema repelente el
cual es imposible de comprender y de obtener reflexión para estos
últimos.
Es inviable desprender todos
estos arquetipos a la temática de la soledad, muy presente en toda
la obra del autor. “Hay tantas soledades como hombres sufren la
soledad. De ahí que, aunque este sea un tema constante de Morosoli,
cada una de sus historias de soledad tendrá un relieve propio”
afirma Raviolo (17). Es este concepto abstracto muchas veces factor
de determinadas conductas en algunos personajes.
De este modo, se solventan los
modelos mencionados presentes en el amplio repertorio de cuentos de
Morosoli, dotando de un realismo fortalecido a su ficción y que son
elementos ineludibles al momento de estudiar a alguno de estos.
Los personajes de
El viaje hacia el mar
Próximos a estos modelos están
los personajes de “El viaje…”. La narración nos presenta a seis
casos: Rodríguez, el Vasco Arriola, “Siete y tres diez” (acompañado
de su perro Aquino), “Leche con fideos”, Rataplán y el desconocido.
A partir de los postulados de
Visca, sedentarios y nómades, se puede encasillar al desconocido
como ejemplo de estos últimos; desde el nombre que el narrador le
adjudica hasta la introducción del cuento así lo certifican: “En el
café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido
para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.” (Morosoli
140) En concordancia con su denominación, no se sabe mucho más sobre
el desconocido. Lo que se puede obtener de él son a partir de sus
intervenciones en el cuento, así sea por los “cuentos de tartamudos”
que hacía para hacer reír a los demás personajes (140), por imitar
un trombón mientras van en la zorra del camión (143) o por reparar
el vehículo cuando este se detiene en medio de la ruta por una falla
en el radiador. Lo que sí se puede adelantar a partir de esto es
que, como hombre que viene de otro lugar, está contaminado de otros
conocimientos, trae consigo una astucia no presente en los demás
personajes que se analizarán a continuación.
Rataplán, me atrevo a decir, es
el ejemplo por antonomasia del sedentarismo, lo contario al
desconocido. El diálogo que tiene con el desconocido cuando lo
conoce sustenta su falta de conocimiento de las afueras de su
pueblo:
- … estamos de viaje a la
playa.
- ¿A qué playa?
– ¿Hay más de una?
– ¡Uf!… muchísimas. ¿No conoce
el mapa?
–No señor, no lo conozco….
(140)
Ese basurero jubilado y con un
par de dedos menos recibe su nombre del entorno, “El apodo le venía
de su costumbre de seguir al batallón en sus desfiles por las calles
del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del entorno” (142);
síntoma tal vez de su arraigo casi por inercia a ese pueblo cuyo
nombre nunca se aclara, y que poco viene al caso. Es un personaje
torpe, tal vez el más torpe del grupo aventurero, si se mide la
estupidez de varios de sus gestos o aportes, como cuando recurre a
pararse sobre un cajón para mirar el valle que descendía del lomo de
la cuchilla (146).
Al decirse que “Siete y tres
diez” es un vendedor de lotería, rengo y siempre con un perro
foxterrier de acompañante (142), se genera en la mente del lector
una imagen fácilmente asociada a la del señor mayor que subsiste
como puede, que compensa la ausencia de otra clase de compañía a
través de un canino y también se adhiere al sedentarismo, por
cuestiones tal vez más justificadas que Rataplán.
A “Leche con fideos” se lo
describe como “un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de
ocho días, peón de un horno de ladrillos” (140), no se sabe mucho
más que eso, aparte de su intervención en el desenlace de la obra,
que merece un comentario aparte. Sí reúne muchas similitudes con los
últimos tres personajes comentados, como determinada pasividad en lo
que respecta a su forma de vivir, estática.
El Vasco Arriola es declarado
nómade desde su “carta de presentación”, cuando el narrador aprecia
que “no se sabía de dónde venía cuando llegó al pueblo” (142). Es
catalogado también como alguien callado, trabajador también en los
hornos de ladrillos y persona próxima a Rodríguez. Cumple la función
de ser una especie de “mano derecha” para él, y también denota
carencias en lo que refiere a inteligencia,
Finalmente, el mismísimo
Rodríguez. Dueño del Ford, es quien invita a los sedentarios
viajeros a una travesía hacia el paisaje de agua salada. Es un
hombre que se acopla al prototipo morosoliano de hombre apasionado
por la naturaleza y que ve en ella a una fiel compañera, fácilmente
comparable a otro personaje de otro cuento del autor, Andrada (del
cuento homónimo). “Andrada y el monte se entendían en silencio” (Morosoli
40) reza el cuento suscitado, comparable a Rodríguez y su “pasión
por el mar”, porque “cualquier pretexto le venía bien para llegar a
él” (141). Es un personaje, que exalta tanto sus emociones que hasta
se lo podría comparar con un hombre romántico entre tantos seres
apáticos.
He aquí una cuestión hasta el
momento ignorada: a excepción de Rodríguez y el desconocido, el
resto de los personajes jamás vio el mar, consecuencia de su rutina
condimentada por el sedentarismo que los aferra al pueblo donde
comienza la historia. Es por esto que la inexperiencia de los
potenciales tripulantes del camión se convierte en un
leimotiv, donde los
personajes en su totalidad ven en la aventura una posibilidad
irremplazable de evadirse de la realidad a partir de los signos e
imágenes que la ruta hacia el tesoro acuoso les ofreciese.
Rutas desviadas: evasión
Ya se estipuló que un viaje es
una cuestión de evadirse, a partir de una inherente transformación
que se construye desde la experiencia que el desplazamiento implica.
Pero El viaje hacia el mar
permite hacer distintas observaciones a partir de este axioma.
En el inicio del cuento ya se
da por sentada, desde la voz de Rataplán, la cuestión del viaje. El
entusiasmo se manifiesta desde antes de subirse al camión,
habiéndose reunido algunos de los personajes en el café se dejan
llevar por el diálogo entre ellos, palpitando las sensaciones que le
podrían generar a cada uno la travesía (140-41). El desconocido, tal
vez el ser más solitario de los del grupo, es quien fomenta ese
ambiente dotado de la calidez del compañerismo que se gesta en esa
situación concreta; resulta inevitable no pensar en la soledad
siempre acechante, dónde momentos de diálogo entre hombres perdidos,
así sean sedentarios o nómades, son irrepetibles.
Emprendido el viaje es donde la
distensión se vuelve más implícita. Rataplán al notar el tedio
latente en la parte trasera del Ford deshecho, toma la iniciativa
para que se cante algo a gusto de quienes están allí sentados. El
desconocimiento de casi todos ellos de canciones referencia, reflejo
de la pasividad extrema de esos hombres aprehendidos a su pueblo y
mecanizados a sus tareas, determina que se seleccione la Marcha Mi
Bandera, canción patria y popular: “Ninguno sabía canción alguna,
con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas
incomprensibles para ellos.” (143) El desconocido, prototipo de
nómade, presenta un campo más amplio de ideas pero, al confrontarlas
con sus compañeros de viaje que poco saben de exteriores, se genera
el desentendimiento. De todos modos, el recurso para escapar de la
soledad del silencio encuentra la variante y hasta que Rodríguez no
para el vehículo, seguirán cantando, tarareando e imitando el
trombón.
Luego de algunos infortunios,
los tripulantes consiguen llegar a la playa, aposentándose en un
monte de eucaliptos y pinos. La euforia previa al divisar la meta
luego de horas de moverse por las carreteras de la región es síntoma
del sentimiento de recompensa tras el padecimiento evidente (calor,
paraje por fallas en el vehículo, etc.):
-¡Allá es! –dijo Rodríguez.
Los de adentro iniciaron
entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones.
(147-48)
Por supuesto que los rituales
de celebración tradicionales no podían faltar al pisar “la tierra
prometida”. Una vez instalados en el monte de eucaliptos y pinos, la
sensación de victoria en la mente de los personajes se manifiesta no
ya en la euforia previa, sino en la serenidad del descanso, del
almuerzo y el beber caña y vino, el de la risa por la gracia del
otro, etc. Atrás quedaban los parajes, los insultos de Rodríguez y
los rayos solares que impactaban directo al rostro de varios de los
tripulantes: “Gozaban de aquella brisa que luego del viaje
accidentado y ardiente resultaba deliciosa.” (149)
Rodríguez, hombre apasionado al
gran ente líquido, luego de celebrar con el resto opta por evadirse
a su forma: “Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a
la costa. […] Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando
en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de
las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.” (150)
Por detalles como este es importante tener en cuenta los arquetipos
que construye el escritor minuano. La diferencia entre el
susceptible Rodríguez, enamorado de las olas y las gaviotas, con los
pacíficos y poco reflexivos Rataplán y compañía es gigantesca.
“El mar al fin”
El mar como símbolo, y sin
alejarse de los tópicos que nos convocan, puede interpretarse como
“símbolo de la dinámica de la vida. Todo sale del mar y todo vuelve
a él: lugar de los nacimientos, de la transformaciones y de los
renacimientos” (Chevalier 689). La cuestión de las transformaciones
conviene acoplarla a la causa, considerando los temas hasta ahora
tratados, como el mismísimo viaje. Pero la obra nos muestra un
resultado, bajo estos parámetros, inesperado.
La forma en la que ven a
Rodríguez solo frente al agua anticipa la carencia de reflexión de
los sedentarios viajeros. Sólo el desconocido, hombre de
experiencia, parecer comprender las sensaciones que debe percibir
aquel en tal estado de liberación, al contestarle a “Siete y tres
diez” que su chófer estaba “mirando el mar y nada más”. (150)
Rodríguez, al percatarse de que aquellos despistados tipos a los que
había invitado no salían del fogón, decide ir a buscarlos. El
discurso para incentivarlos y su consecuencia es un ejemplo por
antonomasia de las cosmovisiones de cada grupo, de cada tipo de
personaje, de cómo conciben los hechos y sus expectativas:
-El mar –decía Rodríguez- es
una cosa soberbia y bárbara… Para mí es un misterio que no me puedo
explicar…
Los otros seguían callados
tratando de saber a qué conclusiones quería llegar Rodríguez. Y
tratando además de explicarse por qué éste les había hecho hacer
aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían
visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
(150)
Los sedentarios no serán tal
vez como otros personajes morosolianos, como Nieves y Silveira en
“Los albañiles de Los Tapes”, que temen ante las inclemencias de la
naturaleza. Rataplán, “Leche con fideos”, “Siete y tres diez” y el
Vasco Arriola son, simplemente, hombres tan arraigados a la
monotonía del pueblo, a la pasividad absoluta que su capacidad de
reflexión no supera la barrera que lo novedoso siempre ayuda a
romper.
Las cualidades de cada
arquetipo morosoliano se fundamentan, de manera definitiva, en la
conclusión de la obra, con Rodríguez pidiendo opiniones a cada uno
de los viajeros (menos al desconocido, que se aleja de la escena
como acompañante “no invitado”). Obtiene respuestas que se alejan de
las esperadas, y que demuestran la incapacidad de los interrogados
de ver más allá de lo connotativo del viaje que les facilitó.
El Vasco lentamente dijo lo
siguiente:
-¿El mar?... Lo más lindo que
tiene es la arena… ¡No parece arena y es arena!
[…]
-¡Qué cantidad de agua! –dijo
“Leche con fideos”-. De lo que no me doy cuenta es pa dónde corre…
[…]
-¿Qué decís, Rataplán –preguntó
Rodríguez-, es grande o no es grande esto?
-Es –respondió y volvió a
repetir-, es. Pero no tiene barcos… Y para mí un bar sin barcos es
como un campo sin árboles…
[…]
-Mirá, los barcos pasan por el
canal. Como a dos leguas de aquí… Ahora mismo estará pasando alguno.
[…]
-Yo no veo nada –dijo.
-No los ves porque la tierra es
redonda…
[…]
-¿Y el agua es redonda también?
Evidentemente, Rodríguez se
fastidia al apreciar que sus compañeros no denotan ningún cambio de
actitud o perspectiva. Tal y como en pasajes de la obra como el
conflicto del radiador, el poder de los sedentarios para
desenvolverse ante un hecho concreto está limitado a la visión de
aquel que “vive por vivir y nada más”, el del individuo del pueblo
marginado que sufre de la cansera de la que habla Morosoli, citado anteriormente.
En conclusión, el viaje que
prometía nuevas experiencias que causaran un cambio en la percepción
de los aburridos e ingenuos hombres, termina en un desentendimiento
con su referente Rodríguez, esperanzado de que el mar fuera el
tesoro que les brindara inspiración, y no fuente de respuestas para
él injuriosas. Su expectativa de hacer que los demás se maravillarán
se desmorona al oír las injurias de los demás.
Se podría afirmar, tomando el
simbolismo del viaje, que la búsqueda era de Rodríguez, pero que el
conocimiento concreto era en realidad pensando en sus amigos
desconocedores de todo lo externo a su día a día. La “huida de sí”
fue posible para él gracias a sus características particulares una
vez absorto frente al paraíso buscado, mientras que los demás,
vividores sin objetivos, encontraron la evasión durante el
desarrollo del viaje en los momentos de distensión, pero sin cambios
notorios en lo cognitivo.
Bibliografía:
Chevalier, Jean. Diccionario de símbolos.
Barcelona: Editorial Herder S.A., 1986.
Morosoli, Juan José. Cuentos escogidos. Montevideo:
Ediciones de la Banda Oriental, 2012.
Raviolo, Héber. “La narrativa de Juan José Morosoli”
en Cuentos escogidos, de Juan José Morosoli.
Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2012
Nota:
Ref.:
Morosoli, Juan José.
Cuentos escogidos. Montevideo:
Ediciones de la Banda Oriental,
2012.
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