Algunos recordarán la
escena de la película Aprile de Nanni Moretti, en la que el
propio director interpreta a un tipo que contempla azorado un debate
televisado entre el inefable Berlusconi y el líder de la izquierda
italiana Massimo D’Alema. Tras algunos intercambios triviales entre
ambos y los consabidos vituperios de Berlusconi, el personaje
empieza a descontrolarse y a gritar a la pantalla al borde del
llanto: “D’Alema dì una cosa di sinistra, D’Alema dì una cosa anche
non di sinistra”. Y ya resignado: “D’Alema, dì una cosa, qualcosa!!”.
La insípida campaña electoral a la que asistimos va camino de
provocar(me) la misma desesperación que al personaje de Moretti,
además de contribuir a que abandonemos definitivamente la vieja
convicción de que las campañas existen para someter las ideas y
propuestas de los diferentes partidos políticos al escrutinio y la
valoración de los ciudadanos. A juzgar por sus raquíticos
pronunciamientos, diríase que nuestros líderes políticos están
convencidos de que el mayor desatino que podría cometer un partido
de izquierda sería proponer “algo” de izquierda y el de uno de
derecha, “algo” de derecha, o sea que un partido actuara como un
partido y defendiera sin ruborizarse su propia identidad política.
Uno de los presupuestos de nuestra democracia liberal es que las
preferencias de los ciudadanos son prepolíticas y no susceptibles de
modificarse a la luz de razones de justicia. Estamos convencidos de
que las motivaciones del ciudadano son muy parecidas a las del
consumidor, puramente egoístas e interesadas. Nadie cree que el
ciudadano esté dotado de alguna virtud cívica, dispuesto a
participar en la cosa pública y a sopesar argumentos y razones. Tal
vez por eso nos hemos resignado a ejercer una ciudadanía de baja
intensidad, limitada a elegir al elenco gobernante. La democracia
electoral-representativa asume así una forma muy parecida a la de un
mercado político en el que, como en el mercado a secas, no cabe
discutir o problematizar las preferencias del soberano, sino
intentar convencerlo de que la oferta propia es la que mejor las
satisface, al margen de lo caprichosas o irrealizables que sean. Se
sugiere que esta democracia poco exigente es la única a la que
sensatamente se puede aspirar con ciudadanos atentos exclusivamente
a sus intereses, preocupados por sus asuntos privados e indispuestos
a asumir las molestias de participar en la vida política. Pero
también cabe preguntarse si el propio diseño institucional de
nuestras democracias no está alimentando esa ausencia de
disposiciones cívicas.
Lo característico del mercado (y el político no es una excepción) es
que a nadie le preocupa la calidad de las preferencias, sino
la cantidad, pues el vencedor de la competencia no será quien
mejor justifique sus postulados, sino la oferta que reciba el mayor
número de adhesiones. Ofertas y adhesiones que, a falta de
deliberación pública, nadie está obligado a justificar. Las
preferencias políticas terminan siendo, pues, un asunto de interés o
de gustos, como en Facebook.
De modo que se entiende perfectamente que los políticos estén
inclinados a decir lo que los ciudadanos quieren oír. El problema
con esta tentación reside en que en una sociedad irrevocablemente
pluralista es imposible deleitar los oídos de todos con un único
mensaje y, como en política la oferta personalizada no funciona, al
final lo más recomendable es no disgustar a nadie. Y para ello, se
sabe, no hay mejor fórmula que decir lo menos y callar lo más. Las
definiciones fuertes, no susceptibles de ser interpretadas de
numerosas maneras son las menos recomendables: se puede conseguir un
voto al riesgo de perder miles. De modo que hay que pasar de
puntillas por cualquier asunto polémico. Hay un comentario muy al
uso de los analistas en estos tiempos de campaña: “El candidato X
cometió un error”. Cometió un error quiere decir que dijo algo que
efectivamente piensa pero que terminó volviéndose en su contra,
porque eso que dijo achicó el lago en el que pretende pescar votos.
Así, la izquierda gobernante decidió aparcar hasta nuevo aviso
(léase hasta después de las elecciones) no ya cualquier rastro de un
ideario propio, si es que tiene uno, sino cualquier asunto
controvertido capaz de espantar votantes –desde la aprobación de la
ley de medios hasta la implementación de la
venta de marihuana, pasando por la llegada de prisioneros de
Guantánamo–, mientras que la derecha hace lo propio con su
tradicional oposición a las “dañinas” intervenciones del Estado que,
a su juicio, limitarían “la
libertad” de los individuos o los convertirían en irresponsables
y/o parásitos.
Uno de los muchos inconvenientes de este juego de las escondidas
consiste en que nunca terminamos de saber qué es lo propio de cada
partido y qué es lo que dicen (o callan) simplemente para ganar las
elecciones. Aunque a la larga, y de tanto jugar a ese juego, tenemos
derecho a sospechar que los partidos y candidatos terminan asumiendo
como propios los discursos que supuestamente emplean “solo” para
conseguir votos. En oposición a quienes piensan que los políticos
son unos farsantes con doble discurso, soy de la idea de que es casi
imposible no terminar asumiendo aquello que, una y otra vez, se
proclama que se es, incluso en la eventualidad de que eso que se
proclama sea la nada.
En un
partido no hay lugar para todos
Todo esto tiene ya su larga historia y no es un
mal que afecte exclusivamente a la democracia uruguaya. A lo que voy
es a otra cosa: a que la idea (y el funcionamiento) de un mercado
político y la inevitable sensación de que en una campaña electoral
todos los gatos son pardos y que cualquier partido puede ofrecer lo
propio y lo ajeno, termina por pervertir y deslegitimar a los
propios partidos políticos, por convertirlos en una gran tienda de
campaña en la que al parecer hay lugar para todos. Esa pretensión
llegó al paroxismo con la creación del llamado Espacio Celeste: “Sumate
a… No importa tu color político”, pero también en la consigna “Por
la positiva” o “Por el país que queremos” o “Porque quedan sueños
por realizar”. Desde un anarquista a un neofascista, pasando por un
liberal y un socialista, pueden cobijarse debajo del paraguas de
esos lemas. No faltarán quienes aleguen que no es para tanto, que
apenas se trata de grandes y simples titulares, pero no nos explican
por qué las consignas y los lemas tendrían vedado transmitir algún
ideal, una idea al menos.
Definitivamente en un
partido no cabemos todos, porque los partidos no son, o no deberían
ser, resumideros de la sensibilidad popular. En un partido no caben
todos (su etimología remite justamente a parte en
oposición al
todo), porque no son una feria en la que se exponen todas las
voces de la sociedad, sino que dotan, o se supone que dotan, de
coherencia a los diferentes puntos
de vista que existen en la sociedad. Pero al parecer, ahora los
partidos no tienen identidad propia, sino una móvil, equidistante de
los extremos, y por lo tanto definida de alguna manera por los otros
partidos (¿alguien podría explicar qué significa un Partido
Independiente?).
Los miembros de un partido pueden no compartir
una rigurosa concepción del mundo, pero al menos se supone que
comparten un ideario y unas propuestas políticas e institucionales.
Casi nadie cree que esos idearios y propuestas puedan salir indemnes
del paso del tiempo, pero si los partidos terminan en una piñata
donde hay recuerdos para todos, tenemos asegurada su inoperancia y
esterilidad.
Que la política no pueda
suministrar una solución irrevocable y definitiva a todos los
problemas, que sufra un asedio de otras lógicas –como la económica,
la tecnológica o la comunicacional– que permanentemente le exigen
que se someta a ellas y que limitan su campo de acción; que no esté
en condiciones de invocar un saber asegurado y contrastado; que en
el actual contexto de incertidumbre resulte cada vez más
problemática su aspiración a configurar la sociedad, que se supone
que es la razón de ser de una política que no sea mera
administración de lo dado, que esas sean las nuevas condiciones en
las que tenemos que hacer política, digo, no significa que todas las
opiniones valgan lo mismo, que no haya “soluciones” más valiosas que
otras, o decisiones más justas que otras o que sea posible hacer
política sin valorar, sin tomar
partido. Toma de partido, vale aclararlo, que no debería
confundirse con las estocadas, inteligentes o vulgares da igual, que
en estos días se propinan mutuamente los candidatos. Lo digo porque
da la sensación de que la vehemencia de los ataques mutuos –que
remiten más a procedimientos que a metas y programas o están
destinadas a descalificar
moralmente al adversario– están inflando artificiosamente unas
diferencias que no parecen tan irreconciliables. Los candidatos, por
cierto, pretenden persuadirnos de que en esas escaramuzas hallaremos
los de otro modo inhallables motivos para optar por ellos y no por
sus rivales. No estoy seguro de contar con razones de peso para
contradecirlos.
Los partidos se enfrentan a un dilema entre
identidad y eficacia electoral. Cuando la política es esencialmente
selección del elenco gobernante en una competencia electoral,
las ofertas demasiado específicas, con programas con fuertes rasgos
ideológicos –no hace falta ser una estrella de la demoscopia para
saberlo– se achica el potencial electorado. Dicho en español básico:
no se ganan elecciones. Y cuando la política se organiza en torno al
horizonte de ganar elecciones, el imperativo de la eficacia suele
ganarle la pulseada al otro polo del dilema, la identidad de un
partido. No es un problema causado por supuestos traidores
inclinados a olvidar sus esencias ideológicas o venderse al mejor
postor. Es un problema de diseño institucional de nuestras
democracias, que promueve este tipo de comportamientos
descarnadamente calculadores. Tampoco se ganan elecciones exponiendo
dificultades o recordando que los problemas que aguardan solución
son complejos y no tienen una solución a corto plazo, sino con
promesas simples, aunque sean impracticables o inconsistentes con
otras propuestas del mismo partido (por mencionar la más burda:
bajaremos los impuestos pero gastaremos más en esto y aquello) y,
sobre todo, recurriendo al “ustedes son peores”.
Se ha firmado el acta de defunción de las
ideologías y se asegura que los partidos ya no se organizan en torno
a ellas. ¿En torno a qué entonces? ¿Son una comisión de apoyo a la
figura del líder máximo? Dado que el concepto de ideología tiene no
infinitas pero sí numerosas acepciones, prefiero referirme a
idearios o ideales, sustantivos menos ambiguos y escurridizos…
siempre y cuando se los identifique con nombre y apellido, y no se
los emplee como sinónimos de altruismo y desinterés.
Por ejemplo, la izquierda,
o para hablar con más rigor, la izquierda inspirada en las
tradiciones socialistas, herederas del republicanismo, fue defensora
de los ideales de igualdad (no
de igualdad en el sentido de lo idéntico, sino igualdad de medios y
capacidades para elegir la propia vida, lo que excluiría cualquier
desigualdad en el acceso a la riqueza social que no resultara de las
acciones voluntarias y responsables de los involucrados); de autonomíao libertad,
entendidas de un modo más exigente que como simple no-interferencia
de los demás en mis propias elecciones, que es como la piensan los
liberales, sino como poder o capacidad efectiva de ejercer el máximo
control sobre la propia vida, lo que excluye la dominación de unos
por otros e incluye alguna
forma de
participación en las decisiones a las que luego todos estaremos
sometidos; de fraternidad,
en el sentido de que el principio mercantil (te doy si y solo si me
das algo a cambio) no puede regir la entera vida social, que debe
contemplar, dar algo a alguien simplemente porque lo necesita; de autorrealización de
las personas, que abarca aquellas actividades que, en oposición al
mero consumo, son fines en sí mismas, que no se conciben como medios
(el trabajo, por ejemplo) para conseguir otros fines (dinero, fama,
poder, etc.), enfocadas al desarrollo de las potencialidades
creativas de todos y cada uno, por decirlo a la antigua. No sabemos
si la izquierda de este país los arrojó por la borda en silencio
durante una noche sin luna y sin que nos enteráramos o los mantiene
pero “sin hacer ostentaciones” para no enajenarse la posible
adhesión de quienes no los comparten, lo que para el caso es lo
mismo, porque la política pertenece al ámbito de lo público, no de
lo íntimo. Estos ideales se pueden discutir, se les puede dar
diferentes contenidos; se puede tener otros, como tienen los
liberales, que no creen que la igualdad (salvo la de derechos) sea
un ideal particularmente valioso. Lo que no se puede es a) alegar
que están superados porque el socialismo
real los
invocó para erigir regímenes totalitarios ni b) creer que para hacer
política basta con tener unos buenos ideales.
Pero si un partido no tiene
ideales, fines, si nada le parece más valioso que su contrario, sus
acciones encallarán en el pragmatismo, porque el resultado de la
ausencia de idearios en los partidos políticos no es una democracia
de mejor calidad, supuestamente liberada de ataduras dogmáticas,
sino el cualquiercosismo y
la gestión burocrática, la adaptación a las exigencias del mundo no
político. Quien no se ocupa del futuro –y para pensarlo es necesario
tener alguna idea de aquello a lo que se aspira–, queda enredado en
las urgencias del presente, a cuyos pies terminan rindiéndose todas
las aspiraciones normativas. Porque, además –y esto conviene
subrayarlo especialmente–, los ideales y fines permiten aquilatar,
sopesar y orientar las acciones puntuales, porque no
hay políticas y decisiones buenas o malas con independencia de a
dónde se quiere ir. Si las iniciativas políticas no guardan
ninguna relación con los fines últimos, no tenemos forma de
juzgarlas. Nada de esto excluye la posibilidad de rectificar, de
negociar con los que no comparten nuestros ideales e incluso aceptar
la imposibilidad de realizarlos aquí y ahora, porque no se puede
hacer política únicamente con principios innegociables. Pero sólo
quien tiene algún ideal, sólo quien cree que algún principio es más
valioso que otro, puede reconocerse a sí mismo que está negociando o
postergándolo. Los partidos políticos pueden, y deben, someter todo
a discusión y crítica, interrogarse sobre esto y aquello, menos
sobre una cosa: ¿qué quieren? Se supone que el qué quieren precede a
la formación de los partidos políticos. No puede haber mayor
despropósito, nada más ilógico, que haber creado una organización
política (o cualquier otra organización) y luego preguntarse qué
podrían compartir sus miembros.
Para ser justos, hay que reconocer que en lo que
atañe a los proyectos, a la realización de determinado ideario, la
izquierda enfrenta dificultades que la derecha ni siquiera se
plantea. Porque desafiar siempre es más problemático que adaptarse a
lo que hay. Y la preocupación de la derecha consiste en gestionar lo
que hay, ya sea porque para ella lo existente es justo o porque, aun
reconociendo que no lo es, considera que desafiar el curso actual
conduciría necesariamente a algo peor.
Los proyectos políticos no pueden resumirse en
una buena gestión, son de una entidad diferente: su esencia es
accionar, y no solo reaccionar ante las demandas del
ciudadano-consumidor, darle sentido a las iniciativas, lo que, de
nuevo, exige tener alguna idea, todo lo revisable y provisoria que
se quiera, de a dónde se pretende llegar. Nada de esto está
disponible en el momento supuestamente más trascendente de nuestras
democracias electorales: se nos invita a elegir por unos u otros de
acuerdo con criterios nada evidentes.
Uno que sobrevuela casi todas las campañas es
algo tan evanescente como la confianza. El expresidente Lacalle
llegó a afirmar en su momento –sin que nadie lo contradijera– que a
la hora de votar políticos y ciudadanos establecen algo muy parecido
a un contrato tácito entre una empresa y los consumidores. Si la
primera no cumple con la oferta prometida y traiciona la confianza
que depositaron en ella los electores, éstos no vuelven a votarla.
Pero la idea del contrato
tácitamente suscrito entre partes enteramente libres, como si fuera
la mayor garantía democrática, tiene varios problemas. El primero es
que los términos del “contrato” son imprecisos, constan por lo
general de unas promesas vagas cuyo incumplimiento es casi imposible
denunciar; el segundo es que el programa electoral de los partidos
viene a ser un paquete cerrado, se lo compra completo o se lo
rechaza in
totum, es imposible saber si un votante dio su consentimiento a
todo el paquete; en tercer lugar, el reclamo sólo puede ejercerse a
posteriori, después de verificar el eventual incumplimiento. ¿Y
antes? Antes de ejercer el voto, la comparación de promesas y
realizaciones solo puede hacerse con el gobierno saliente, es decir
el último. No podemos hacer lo mismo con quienes nunca ejercieron el
poder ni con quienes lo ejercieron hace mucho tiempo. El cuarto
inconveniente reside en que no existen garantías de que quien alguna
vez cumplió el contrato lo volverá a cumplir en el futuro o que
quien lo incumplió en el pasado está condenado a seguir
incumpliendo, de modo que solo nos queda la bendita confianza. El
quinto, y más importante, es que, el cumplimiento del contrato nada
nos dice acerca del valor de los términos del contrato, de las
ofertas de los políticos y las preferencias de los votantes, que
serían sagradas e indiscutibles (se sabe que el cliente siempre
tiene razón). Pero a la hora de votar uno espera oír algo más que el
eco de sus propias preferencias cocinadas en la intimidad o
determinadas por el desnudo interés; espera que se las sopese,
interrogue, discuta y contradiga incluso, que expongan algún ideario
y más densidad argumental; que los candidatos no se limiten a
intentar persuadirnos de que somos sus mandantes y ellos nuestros
sumisos servidores.
*Publicado
originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2014/10/08/la-insoportable-levedad-del-voto/
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