La idea de que la identidad de las
personas y los grupos tiene un papel relevante en política es
relativamente nueva, pero ya ha transformado radicalmente los modos
de tramitar los asuntos colectivos. Hemos pasado de las clases como
categoría clave del análisis y el quehacer políticos y de la
igualdad como aspiración, a las de identidad, minorías, grupos de
adscripción, con su reivindicación del derecho a la diferencia y el
reconocimiento, típicamente posmodernos. La forma en que el marxismo
hegemónico y el liberalismo entendieron y siguen entendiendo la
política tiene no pocos problemas. No los voy a abordar aquí, no
teman. Apenas pretendo señalar el contraste entre una política
que pretendía ocuparse de todos —incluso el socialismo más
clasista tenía un horizonte universalista, pues con su emancipación,
el proletariado iba a liberar a la humanidad entera— y otra, la
actual, en la que el espacio público está superpoblado por una serie
de grupos y minorías anclados en identidades sexuales, étnicas,
culturales, religiosas, que se ocupan de lo particular, que no
pretenden hablar en nombre de ningún bien común, sino que
reclaman reconocimiento en el espacio público y presencia en
las instituciones políticas por ser quienes son,
desentendiéndose del conjunto.
Actualmente el espacio público es un
espacio fragmentado. En nombre de alguna de las incontables
identidades particulares parece haber desaparecido el horizonte de
lo común. Pululan los colectivos de un solo tema y escasean los que
se ocupan de todos. Cualquiera que lleve adherida la etiqueta de
progresista debe hablar en nombre de algún movimiento con identidad
sexual, racial, religiosa o cultural propia. La última versión de lo
políticamente correcto viene con pueblo originario, cultura
ancestral y perspectiva de género incluidos. Hasta los barrios y
clubes de fútbol se ufanan de su singular e irrepetible identidad.
El fenómeno permitió que la desigualdad
y la discriminación que sufrían esos grupos se expusieran crudamente
a la luz pública. Su voz fue y es necesaria para recordarnos esos
problemas, pues quienes no los padecen no suelen siquiera
percibirlos.
Mi propósito no es, sin embargo,
insistir en sus méritos, pues gracias a la imperativa celebración de
la diversidad que caracteriza a nuestra cultura política, los grupos
identitarios tienen abogados de sobra. Lo que propongo, sepan
disculpar, es hablar de los problemas del irresistible ascenso de la
política identitaria.
***
La política, la política moderna al
menos, aspiró a corregir las desigualdades resultantes de aquello
que no depende de nosotros, como la cuna en la que nacimos, la
raza o el sexo que tenemos, y configurar una sociedad de iguales.
Para eso era imprescindible reducir la influencia de lo que no
depende de nuestras elecciones (el origen social, la tradición, la
cultura en la que se nació, los condicionamientos biológicos), de
modo de equilibrar las posibilidades de todos de elegir y
desarrollar un proyecto propio, es decir, la vida que se quiere
llevar, que después de todo en eso consiste la libertad. Antes de
que la preocupación por la identidad se hiciera omnipresente, la
política —especialmente una política transformadora, de izquierda—
se proponía precisamente “ignorar” esas determinaciones no elegidas,
no en el sentido de negar su existencia, sino en el de
trascenderlas.
La “identidad democrática” (permítanme
la licencia) no está obsesionada con las diferentes identidades
grupales, sino con los derechos comunes de todos los humanos. Acepta
las peculiaridades de cada uno, pero no las adora ni les garantiza
su eterna pervivencia, porque quiere que las personas dejen de
ser prisioneras de un destino determinado por el origen. Ese
vástago del republicanismo que es el socialismo no sacralizaba a la
clase obrera, creía que estaba llamada a desaparecer, pues le
parecía que su condición era terriblemente limitada, como lo es la
de cualquier grupo definido en torno a un único y reductor rasgo.
Los grupos identitarios (cuyas
diferencias no puedo abordar en un espacio limitado como éste)
parecen, en cambio, más preocupados por ufanarse de sus orígenes,
por lo que son, por aquello que es inmodificable de su condición,
como le ocurría al Goofus Bird, el pájaro de El libro de
los seres imaginarios de Borges, que construía su nido al revés
y volaba para atrás porque no le importaba a dónde iba, sino de
dónde venía. De acuerdo, no somos iguales, pero la política
republicana es un proyecto de igualdad, no de celebración de
las diferencias.
***
La política no es posible cuando no hay
espacio público, dice el filósofo Daniel Innerarity, ese lugar donde
se ponen en juego los diferentes intereses y deseos, donde se
consideran las distintas reivindicaciones, y cuyas síntesis y
decisiones pueden implicar postergar algunos de esos intereses
particulares. Sin ese poner en juego los propios intereses y
convicciones no hay política. Y eso es lo que ocurre cuando el
reclamo identitario (y no sólo el identitario) pasa al primer plano
o cuando se incursiona en el espacio público sólo para hacer valer
“lo propio”.
Ahora forma parte de nuestra normalidad
política que grupos religiosos reclamen subsidios para sus escuelas;
que los ortodoxos judíos justifiquen la limitación de los derechos
de “sus” mujeres en nombre de sus particulares creencias; que los
llamados pueblos originarios tengan (como en el Estado plurinacional
de Bolivia) un sistema de justicia propio, diferente al que están
sometidos el resto de los ciudadanos (y que incluye castigos
físicos); que los nacionalistas catalanes no quieran compartir con
el resto de los españoles “sus” impuestos; que en este país los
legisladores evangélicos sostengan que respetarán la constitución
siempre y cuando no vaya contra la ley de dios; que la
discriminación positiva no se asuma como un mal menor, como política
circunstancial y paliativa, sino como un ideal regulativo,
como una conquista. Lo que late detrás de estos ejemplos es la
pretensión de sustraerse a las reglas que nos rigen a todos y que ha
llegado incluso a la desmesura de reclamar el blindaje frente a la
crítica y el sarcasmo, a la exposición de razones (que ahora se
consideran ofensas), como aducen los fundamentalistas islámicos (y
los inciertos descendientes de charrúas) ante la indulgente
“comprensión” de no pocos multiculturalistas e izquierdistas.
Algunos protestarán por haber incluido a
los colectivos citados en la misma bolsa, pero me permito
recordarles que a la hora de invocar la singular identidad de cada
cual, “la nuestra” no tiene estatus de nobleza. A la hora de jugar
al juego de las identidades, los del Ku Klux Klan también tienen
derecho a la suya. Conviene no olvidar que en la llamada sociedad
civil hay de todo, como en botica.
Hay una diferencia sustancial, que en la
fiesta identitaria no siempre se percibe, entre exigir el
cumplimiento del derecho de un negro o un gay a no ser discriminados
por su condición a la hora de ingresar a la universidad (o a un
bar), a que se escuche su voz en política y creer que existen derechos
específicos de negros, gays y mujeres. Lo que hay que corregir
son las desigualdades que les impiden ejercer sus derechos, no crear
derechos especiales para ellos… como creo que ocurre con la figura
del feminicidio de reciente creación (y estoy dispuesto a dejarme
convencer de lo contrario con argumentos, no con consignas). No
discuto que para corregir las desigualdades entre razas, sexos y
culturas haga falta algo más que apelar al respeto de las reglas de
igualdad que rigen para todos en las democracias contemporáneas. Lo
que discuto es la convicción de que el remedio a una universalidad
que no llega a ser tal sea impugnar a la universalidad como tal (por
cierto, no hay que confundir universalidad con homogeneidad). La
falta de igualdad en la sociedad no se corrige adorando y cultivando
la diferencia. La desigual capacidad de influencia política tampoco
se supera repartiendo nichos de influencia. Con la actual deriva, el
peligro es que terminemos identificándonos no con los que
compartimos una aspiración o un proyecto, que remiten al futuro,
sino con aquellos que se nos parecen.
Nada tengo contra la ley de cuotas,
siempre y cuando, claro, se acepte que es una disposición que no
puede durar eternamente, que no es aceptable reservarle una parte de
la representación política a un grupo particular de ciudadanos. Mi
crítica está dirigida a una concepción que parte del supuesto,
ampliamente compartido por el sentido común, de que lo lógico sería
que la composición de las instituciones políticas reflejara más o
menos fielmente la estructura de la sociedad. Se lo reconozca o no,
lo que se viene a decir es que si hay 50% de mujeres en la sociedad,
a la corta o a la larga, tendremos que marchar hacia un Parlamento
con 50% de mujeres, y con un porcentaje de legisladores negros y de
homosexuales equivalente al peso que esas minorías tienen en la
población. Es esta idea la que pretendo impugnar. Porque
presupone que la mejor democracia es aquella en la que hay uno de
cada en las instituciones. Si la representación se llegara a
repartir como una torta entre los diferentes grupos adscriptivos
para que se ocupen de “sus” problemas en el espacio público, se
impone una pregunta: ¿y quién se ocupa de los problemas de todos? ¿O
ya no hay más problemas de todos?
Si la política fuera una traducción
exacta de la sociedad civil, terminaría en una guerra o bien en una
feria a la que se concurre a reclamar lo propio, una conducta que,
paradójicamente, se parece más a la del consumidor que a la del
ciudadano. En el espacio público es donde se ponen en juego esas
aspiraciones, donde se discuten y tramitan, cosa que no puede
ocurrir cuando se entiende a la justicia casi exclusivamente como el
reconocimiento de lo mío congelado en su radical inmediatez. Con la
caída del ideal socialista, dice Zygmunt Bauman, “las
reivindicaciones sociales se encuentran huérfanas. Estallaron en
infinidad de demandas difusas. Guerras por el reconocimiento cuya
primera víctima fue el ideal de una sociedad justa”.
***
Para la justicia lo básico es el respeto
igualitario hacia los individuos, no hacia los grupos. La
igualdad entre grupos no equivale a la igualdad entre personas.
Los grupos de identidad pueden gozar de parejos derechos y
representación y, sin embargo, sus miembros sufrir desigualdad y
opresión. La libertad del individuo frente al grupo es primordial,
tanto en la sociedad en general como en el seno de las comunidades
de identidad. Vale aclararlo porque la exigencia de respetar las
tradiciones y especificidades de determinadas comunidades
culturales, religiosas o étnicas a veces va de la mano del desprecio
de la libertad de los miembros de esa comunidad. ¿Qué
autonomía es más importante en una sociedad democrática, la de una
“cultura” que impone a sus miembros la exigencia de que se casen
entre sí o la de la joven afgana que quiere casarse con un joven
británico? No deja de ser llamativo que quienes reclaman el respeto
al sacrosanto derecho a la diferencia de las comunidades culturales
no digan una palabra del derecho a la diferencia de los
individuos que las integran.
La libertad cultural puede, y debe,
incluir la libertad de cuestionar las tradiciones del grupo de
pertenencia (por ejemplo, la de la joven afgana cuya familia ha
emigrado a Europa). La diversidad no se garantiza sólo ni
principalmente con la conservación de las diferentes “culturas”,
sino también, y acaso principalmente, con el derecho a elegir de
los miembros de esas culturas. La estigmatización de gays y
lesbianas es antes que un ataque a una “identidad” genérica, un
ataque a la libertad de elección de los individuos que tienen esa
inclinación sexual. La libertad también puede tener que ejercerse en
oposición a la diversidad cultural. Nacer en una cultura particular
no es precisamente un ejercicio de libertad cultural. Decirle a un
niño: “como has nacido entre nosotros, esta comunidad (religiosa,
cultural, étnica, nacional) es y será tu identidad” no es fomentar
la libertad que le permitirá elegir. El multiculturalismo goza de
buena prensa. Tal vez porque arraiga en el sentido común (“cada cual
es como es y nadie tiene derecho a impugnar las tradiciones y la
‘cultura’ de otros”). Pero convendría establecer alguna distinción
entre las diversas formas de entenderlo: una celebra la diversidad per
se, la otra pone el énfasis en la libertad de razonar y elegir,
y celebra la diversidad culturalsiempre y cuando sea elegida con
tanta libertad como sea posible por las personas involucradas.
El respeto por la cultura no puede sacralizarse al punto de estar
por encima de los individuos de carne y hueso.
A veces el multiculturalismo hegemónico
se parece a la imagen de dos barcos que se cruzan en el mar por la
noche sin siquiera hacerse señas. ¿Un multiculturalismo deseable es
el de dos tradiciones que coexisten sin que haya diálogo o crítica
posible entre ellas, “toleradas” una y otra? ¿No hay juicio razonado
posible sobre esas tradiciones? ¿Hay que preservarlas a todas, cual
especies en vías de extinción?
***
No quiero terminar sin dedicar unas
líneas al origen de no pocos de los equívocos señalados más arriba,
que no es otro que la propia idea dominante de identidad. La
pertenencia o la identidad no es un destino, no se las carga como se
carga con el propio hígado. Ni está ahí para ser descubierta, se la
puede elegir. No está definida únicamente por nuestra pertenencia a una
comunidad específica, ya sea sexual, nacional, generacional, de
clase, religiosa, ideológica o deportiva. Tenemos varias
identidades, que se superponen, unas permanentes, otras efímeras.
Definirse por una única y exclusiva condición, supondría, como dice
el premio Nobel Amartya Sen, reemplazar “la riqueza de llevar una
vida humana abundante con la estrechez estereotipada de insistir en
que toda persona está ‘situada’ exclusivamente en un grupo
orgánico”. En lo que concierne a la “identidad nacional”, por
ejemplo, a cuya búsqueda tantas energías han dedicado los
intelectuales de este país, sin demasiado éxito a la vista, lleva
implícita la idea de que nuestra identidad está exclusivamente
definida por el lugar en el que nacimos. Y ello, además de ignorar
las numerosas y heterogéneas identidades de grupo de quienes vieron
la luz en determinado territorio (¿habrá acaso muchos uruguayos que
sólo se sientan uruguayos y nada más que uruguayos?), supone un
empobrecimiento, una amputación de nuestra propia condición. Somos
mucho más que nuestra profesión, que el modo de vivir nuestra
sexualidad, que la clase a la que pertenecemos y, ni qué hablar, que
la nacionalidad que indica nuestro pasaporte. Y la forma de
articular todo eso que somos simultáneamente es tarea del
individuo. No existe ninguna inapelable determinación del rebaño que
nos pueda ahorrar la responsabilidad de decidir qué debe estar
primero y qué debe quedar subordinado. No hay “valores colectivos”
que reemplacen la ardua tarea de decidir qué queremos ser. Tal vez
será por eso que quienes no tienen nada de qué envanecerse se
enorgullecen de asuntos sobre los que no tienen arte ni parte, como
el lugar donde nacieron, si son mujeres o descendientes de
africanos. ¿Tenemos una única identidad (nacional, religiosa,
sexual, étnica, cultural)? ¿La identidad es una elección y una
responsabilidad de los individuos o es algo que “les viene dado”?
Hay que andarse con cuidado a la hora de responder a estas
preguntas, porque de las respuestas dependerá que asumamos la
identidad como una cárcel o apenas como una circunstancia más de la
vida que pretendemos llevar.
La confusión acerca de la idea de
identidad convierte a seres multidimensionales en criaturas
unidimensionales. Cuanto más obsesivamente unidimensional es la
identidad, tanto mayor es el riesgo de la violencia, advierte
Amartya Sen. Porque, claro, si considero que un único y exclusivo
rasgo es lo que me define y me constituye como ser humano, es
posible que experimente cualquier crítica o irreverencia hacia ese
rasgo como una ofensa imperdonable. Si sólo puedo tener una
identidad, no es extraño que la elección de mis diversas
adscripciones —nacional, racial, cultural, sexual o política— asuma
la forma de “o lo uno o lo otro”, del “todo o nada”.
Se me ocurre que sólo es posible
sobrellevar esta idea unidimensional de identidad incurriendo en
monumentales contradicciones o en dolorosas amputaciones. Sin una
aceptación razonada de las diversas filiaciones que nos constituyen,
no habría forma de conciliarlas. La vida sería una permanente
renuncia a una parte de nosotros mismos. Sin el recurso a la razón,
una mujer autoidentificada como feminista, y que además se considere
de izquierdas, tendría serias dificultades para armonizarlas y
sucumbiría, por ejemplo, frente al dilema de votar a una mujer de
derechas o a un candidato varón de izquierdas.
Nunca se pondrá suficiente énfasis en el
papel del razonamiento y la elección en el reconocimiento de
nuestras identidades múltiples. Se nos dice que no podemos pensar
fuera de la cultura en que nacimos. Es cierto que pensamos en
determinado contexto espacial y temporal. Esa constatación no
autoriza, sin embargo, a concluir que únicamente podemos sopesar y
juzgar normas y actitudes desde los valores de la propia comunidad
de pertenencia, porque los humanos no somos como los árboles, que
están irrevocablemente condenados a permanecer en el lugar donde
fueron plantados. Dotados de razón -facultad universal si las hay-,
no estamos determinados a permanecer en el mismo lugar físico o
espiritual en el que vinimos al mundo. Podemos comparar y elegir.
Propio de los humanos es no quedarse únicamente con aquello que
heredamos. Entre otras cosas, eso es cultura después de todo. El
enfoque identitario, en cambio, convierte al comportamiento de los
individuos en algo inexorable, que no se lleva nada bien con la idea
de su autodeterminación.
* Publicado originalmente en
http://ladiaria.com.uy/articulo/2015/12/la-obsesion-por-lo-propio/
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