Los políticos y especialmente los expertos en el arte
de navegar en el mercado político —que es a lo que a menudo se
reduce la política en estos tiempos— nos anuncian cada tanto un
nuevo santo al cual encomendarnos, un nuevo fetiche al que adorar,
cuya sola invocación produciría milagros tan grandiosos como
regenerar la política o tan prosaicos como ganar una elección. Aquí
y ahora el nuevo evangelio se llama juventud.
En este país nunca
sabemos de qué se habla cuando se habla de juventud. ¿Incluimos en
categoría tan huidiza a los que ya pasaron la cuarentena?, ¿nos
referimos a los jóvenes que mastican su frustración en el Barrio
Borro, a los que desprecian a los “planchas”, a los que no estudian
ni trabajan, a los indiferentes a la política? El joven al que la
corrección política imperante le atribuye el papel de rescatar a la
política del marasmo en el que supuestamente se halla –y el derecho
a ocupar una parcela de poder político por el mero hecho de serlo–
es un joven sin atributos, una figura neutra, abstracta, inhallable.
Ahora mismo los partidos
que tienen líderes jóvenes exponen sus edades como trofeos, porque
sospechan que la sociedad tiene en gran estima ese rasgo. Por
parecidas razones, los que tienen dirigentes más mayorcitos se
desgañitan por decorar sus hojas de votación con candidatos nacidos
en años más recientes, como quien pretende redimirse de un pecado
inconfesable.
Dejemos de lado el mimo
y la condescendencia que se le dispensa a la juventud en casi todos
los ámbitos de la sociedad, la condición de víctima que le atribuye
la corrección política y ciñámonos al papel purificador de la
política al que estaría abocada. No porque no haya relación, que la
hay, entre los primeros y la inclinación a convertir la mocedad de
un político en mérito o virtud cívicos, sino simplemente para no
perdernos por las ramas del argumento e ir directamente a lo
nuestro.
Desde una perspectiva estrictamente política, ¿por
qué los ciudadanos deberíamos preferir a un candidato joven a uno
maduro o anciano?, ¿existen
virtudes o atributos políticos propiamente juveniles que se puedan
comparar con ventaja con los de los viejos? En lugar de interrogarse
sobre estos asuntos –ineludibles cuando se sostiene que una de las
tareas de la hora es reemplazar al supuestamente vetusto elenco
político actual por otro de menos edad–, quienes peroran sobre el
papel de la juventud en la política se dividen entre los que señalan
el nombramiento de un joven, una mujer o un miembro de cualquier
minoría supuesta o realmente discriminada, en un cargo oficial o su
inclusión en una hoja de votación como ejemplos de lo que se está
haciendo para corregir injusticias, y quienes los denuncian como un
vil engaño a los ciudadanos para que no reparen en todo lo que aún
queda por repararse. Pero ninguno se formula la pregunta de por qué
la política saldría ganando si tenemos más jóvenes en cargos
públicos y partidarios.
La idea de que los
partidos políticos necesitan renovarse, que su anquilosamiento exige
pasar a retiro a unos líderes que se resisten a aceptar su ocaso se
ha instalado en la sociedad y forma parte del sentido común. Ha
estado explícita o implícitamente presente en las trifulcas de todos
los partidos políticos en las recientes elecciones internas, y no
seré yo quien la contradiga. No es un discurso estrictamente nuevo.
Cada vez que los ciudadanos manifiestan alguna forma de decepción
con la política –y tenemos asegurada la decepción cuando el
ciudadano se comporta como un consumidor que concurre al espacio
público únicamente a maximizar sus beneficios–, los partidos no
tienen otra ocurrencia que presentar un nuevo rostro para
seducirlos. Ahora ese nuevo rostro debe tener pocas arrugas y no más
de 50 años. Nada de qué sorprendernos, pues ya estábamos advertidos
de que, a diferencia de la vejez, que siempre está de más, lo
característico de la juventud es que siempre está de moda.
Lo relativamente nuevo
es el sofisma de que la renovación política consiste en un cambio
generacional. No encuentro ningún argumento satisfactorio para
pensar que ese eventual reemplazo traerá las soluciones que
esperamos de la política. Aunque si es cierto lo que afirma André
Malraux de que “la juventud es una religión a la que (tarde o
temprano) uno acaba convirtiéndose”, tal vez no sea exactamente un
argumento lo que el lector esté aguardando.
Hay políticos jóvenes
que expresan lo peor de la vieja política y políticos viejos
suficientemente lúcidos y con el coraje intelectual necesario como
para pensar en alternativas nuevas a problemas inéditos… o a los de
toda la vida. Es una obviedad, claro. Pero dada la generalizada
inclinación por la corrección política (y el elogio de la juventud
es una de sus manifestaciones), a veces es necesario recordar lo
obvio.
Es posible que esta
ilusión de la que hablo sea hija de otras: por ejemplo, de una que,
según la historiadora Ludivine Bantigny, nos viene del siglo XIX y
que consiste en considerar a la juventud el sujeto de la
regeneración de la sociedad, el símbolo de la renovación social, la
categoría social por excelencia capaz de emprender las
transformaciones que andamos necesitando. Pero hay algo que precede
(no cronológica sino lógicamente) a esta retórica celebración de la
juventud como sujeto privilegiado del cambio y que convendría
interrogar. Ese algo que late en la identificación de la juventud
con el cambio es el fetichismo del cambio mismo, de lo nuevo, la muy
moderna convicción de que la subversión de lo dado siempre es
deseable, de que como todo puede ser
profanado, porque nada es sagrado ni está protegido de la crítica,
todo debe ser
cambiado. Sin embargo, entre ese podemos y ese debemos a veces
crecen, como hongos después de la lluvia, la pura novelería y la
confusión de lo estrictamente nuevo con la última versión de lo
mismo, males que afectan a los jóvenes, aunque no solo a ellos por
cierto. Al menos en política (aunque sospecho que en todos los
ámbitos de la vida) convendría no sacralizar el cambio al punto de
perder de vista que hay tradiciones que merecen ser preservadas. Sin
ir más lejos, en medio de tantos populismos, identidades tribales y
fundamentalismos de todas las hechuras, hay aspectos de las
tradiciones republicanas de este país de los que no convendría
renegar frívolamente. No para adorarlos ni rendirles tributo con
discursos altisonantes como hacen los reaccionarios, sino para
cambiar lo que haya que cambiar pero cuidándonos de no arrojar a la
criatura con el agua sucia.
Pienso en cualquiera de
los muchos problemas que hoy erosionan a la política y la despojan
de su potencial emancipador y justiciero y no logro identificar
ninguno cuya solución sea más factible si tenemos jóvenes en lugar
de viejos al frente de los partidos. Por poner un ejemplo: uno de
los problemas de la política contemporánea reside en que se focaliza
exclusivamente en el presente, ha renunciado a pensar el futuro,
porque su empeño consiste más en adaptarse al mundo común que en
darle forma según criterios de justicia. Casi toda la acción
política está hoy organizada en torno al horizonte de ganar
elecciones. Esta tiranía del presente es un enorme problema para la
política, porque las decisiones concernientes a la mayor parte de
los asuntos de nuestro tiempo (y la implementación de cualquier
reforma) no son abordables en los tiempos cortos de los ciclos
electorales ni con la velocidad de las lógicas económica o
tecnológica, que le exigen a la política que se someta a ellas. Los
electores también están imbuidos del mismo vértigo: sólo les
interesa el aquí y el ahora. Pues bien, el sentido común y la
pegajosa retórica de los jóvenes portadores de futuro sugerirían que
nada mejor que ellos para hacerse cargo del futuro. Con toda una
vida por delante –en contraste con quienes ya han agotado buena
parte de las propias–, serían los que estarían en mejores
condiciones para evitar las prisas. Nada menos evidente en una época
en la que la cultura social, en especial la cultura juvenil, está
fascinada por la velocidad y en la que la espera resulta irritante.
Comprendo mejor, en
cambio, la elevada cotización de los títulos juveniles en la
política tal cual es, es decir en una preocupada por las imágenes,
los gestos y los rostros de los candidatos. Es que en la era de la
mediatización de la política, su personificación es una exigencia
casi inevitable, porque para la gramática de los medios, las ideas
son demasiado abstractas y no interesan a nadie (especialmente para
la televisión, que se maneja con imágenes). Lo que necesita la
política mediatizada son historias contantes y sonantes de hombres
de carne y hueso. En este contexto sería lo de menos que “la
juventud [tenga] el temperamento vivo y el juicio débil”, como
sostuvo Homero, o que “[sepa] lo que no quiere antes de saber lo que
quiere”, como escribió Jean Cocteau. Pero si entre las virtudes
cívicas incluimos, entre otras, la prudencia de los antiguos, la
sabiduría, la capacidad argumentativa, la disposición a deliberar y
a regirse por el criterio de justicia, las ventajas de tener más
jóvenes en el elenco político resultan cualquier cosa menos obvias.
Aclaración para mentes
binarias: no estoy sugiriendo, por mera oposición, que tener 70 o
más años baste para encarnar esas virtudes o que –¡dios nos libre!–
Tabaré Vázquez sea su máximo exponente.
Lo que estoy afirmando,
por si no se notó, es que la pretensión de que la juventud está
llamada a renovar y regenerar la política no tiene grandes asideros;
es parte del decálogo de la corrección política contemporánea. Los
jóvenes son, junto a las mujeres, los gays, los negros, los pueblos
originarios y cualquier minoría supuesta o realmente estigmatizada
(con identidad propia, eso sí), los nuevos héroes discretos de una
época posheroica, en cuyo espacio público aumentan los aspirantes a
representar a esos grupos y disminuyen los interesados en ocuparse
de todos.
*Publicado
originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2014/07/21/idolatria-de-la-juventud/#more-2640
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