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FERNÁNDEZ HUIDOBRO,
ELEUTERIO
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El ministro y la lucha de
clases*
Jorge Barreiro
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Solo mediante un pasmoso
reduccionismo o una monumental ignorancia de la historia, puede
pensarse que las controversias entre luteranos e Iglesia Católica en
el siglo XVI –o la actual guerra civil en Siria, o la discriminación
de los homosexuales, o el nacionalismo catalán o la evolución de las
ciencias y las artes…– se explican por, o son un mero subproducto
de, la lucha de clases. |
Los nuevos tiempos escandalizan a muchos viejos
tupamaros. Demasiados cambios para asimilar de un solo golpe a los
setenta y pico. Parecen añorar las certezas de toda la vida, cuando
no había dudas sobre dónde estaban los buenos y los malos y cinco
consignas bastaban para tomar partido ante los problemas del mundo.
Que ahora se aspire a la igualdad entre hombres y mujeres, que se
hable del derecho de los homosexuales a casarse o de legalizar el
consumo de marihuana les provoca un gran dolor de cabeza y, sobre
todo, un gran desconcierto. ¿Cómo hemos llegado a esto? Nuestro
ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, tiene la
explicación de la actual preocupación de la izquierda por la
ampliación de los derechos democráticos: se trata de una agenda
inventada por Estados Unidos y la socialdemocracia europea para
evitar hablar de la lucha de clases. Así de simple.
No deja de resultar raro el énfasis puesto en la lucha de clases por
un ministro que
durante su última entrevista muestra una delirante
obsesión por tener Fuerzas Armadas más poderosas y aviones
ultramodernos para defender a la patria (esa abstracción que no sabe
de diferencias de clase internas) de los ataques de quienes
aparentemente se quieren quedar con “nuestros” recursos y matar a
3.000 millones de personas.
Es verdad que cuando los gays o cualesquiera otros
grupos unidos en
torno a una identidad de sexo, raza o nacionalidad, intervienen en
política únicamente para hacer valer lo propio, desentendiéndose de
una perspectiva de conjunto, ciudadana, se erosiona el espacio
público. Pero no parece que la furia del ministro tenga que ver con
semejantes reflexiones. Da toda la impresión de que su desprecio de
las aspiraciones democráticas mencionadas más arriba es una simple
pataleta de un reaccionario que, amparado en un concepto que aún
goza de cierto prestigio entre sus huestes, prefiere burlarse de los
reclamos de unos movimientos que impugnan sus certezas sobre el
orden del mundo. O bien es el resultado de un enorme equívoco, que
comparte con muchos otros, acerca del estatuto de la lucha de
clases.
A diferencia de las aspiraciones de las mujeres y los homosexuales a
la igualdad, de los ecologistas a evitar el despilfarro de recursos
y a proteger el entorno en el que vivimos y de los asalariados a
mejorar sus condiciones de trabajo, la lucha de clases no es un
programa de acción o algo susceptible de ser promovido o fomentado,
como simplistamente creen algunos izquierdistas y denuncian muchos
conservadores (por ejemplo, los que alegan que tales o cuales
personas u organizaciones “fomentan la lucha de clases”), como si su
ocurrencia obedeciera a la voluntad de alguien. La de la lucha de
clases es más bien una teoría interpretativa, está más cerca de la
filosofía de la historia que, como ha sido dicho, de un programa
para la acción. Para Marx, la lucha de clases permitía comprender la
dinámica de la sociedad. Se puede discutir hasta que ardan las
candelas si esa teoría es apropiada para dar cuenta de lo que ha
acontecido en el pasado y lo que acontece en el presente, pero no
deberíamos oponer la lucha por un derecho a una teoría
interpretativa de la historia. O por decirlo en menos palabras: ¿por
qué habría de optarse entre defender el derecho de los homosexuales
a casarse y la teoría en cuestión? El dilema sólo existe para quien
cree que unos movimientos sociales que luchan por la igualdad de
derechos es de la misma entidad que una teoría, la de la lucha de
clases. O sea, un mamarracho. Es como sostener que necesariamente
deberíamos optar entre defender el sufragio universal o la teoría de
Thomas Carlyle sobre el papel de los grandes hombres en la historia.
Constatado el mamarracho, no resisto la tentación de decir algunas
cosas sobre la vulgarizada teoría de la lucha de clases. Hasta un
inconmovible defensor de la vigencia del pensamiento de Marx, como
Terry Eagleton, sostiene en su Por qué Marx tenía razón que tal vez
no deba tomarse en sentido literal la célebre sentencia del
Manifiesto Comunista de que “la historia hasta nuestros días ha sido
la historia de la lucha de clases”. Después de todo, esa obra era un
texto de propaganda política y estaba llena de recursos retóricos.
Me resulta difícil creer que Marx, cuyo pensamiento era mucho más
sofisticado y complejo que el de los marxistas que repiten esa
frase, la concibiera en sentido literal. Sólo mediante un pasmoso
reduccionismo o una monumental ignorancia de la historia, puede
pensarse que las controversias entre luteranos e Iglesia Católica en
el siglo XVI –o la actual guerra civil en Siria, o la discriminación
de los homosexuales, o el auge del nacionalismo catalán o la
evolución de las ciencias y las artes… o los delirios de grandeza de
Berlusconi– se explican por, o son un mero subproducto de, la lucha
de clases. La historia registra demasiados acontecimientos (me
refiero naturalmente a acontecimientos políticos) que no pueden ser
reducidos a una lucha entre clases. Es más, no pocos episodios del
pasado pueden interpretarse como una lucha entre sectores de una
misma clase. Las últimas guerras mundiales, sin ir más lejos, han
sido guerras entre burguesías de diferentes países. ¿Qué pitos toca
la lucha de clases en la guerra de las Malvinas?, ¿y en la historia
de la ciencia?, ¿y en los conflictos étnicos y religiosos?
Sencillamente, la lucha de clases no puede explicarlo todo.
Tampoco se puede pretender, como de alguna manera sugiere nuestro
ministro de Defensa, que todas las aspiraciones democráticas o las
luchas por la igualdad y en contra de la discriminación y la
opresión (entre ellas nada menos que las de las mujeres, que
constituyen la mitad de la población) se subordinen a una lucha que
alguien ha decretado que es la más importante de todas. Puede
comprenderse que en una sociedad sometida a una dictadura, por
ejemplo, se alegue que conviene aparcar momentáneamente determinados
reclamos para cumplir el propósito de terminar con la tiranía, pero
no puede extrapolarse sin más esa forma de razonar a todos los
conflictos y problemas de sociedades complejas y democráticas como
las actuales. No se ve por ningún lado por qué, pongamos por caso,
aspiraciones que no llevan la marca de una reivindicación de clase,
como son las aspiraciones a la igualdad y la no discriminación de
los gays y las mujeres, o a favor del laicismo en la educación, o de
los habitantes de un barrio a vivir en un ambiente no contaminado,
serían incompatibles con aquellas que sí llevan ese sello.
La política, sobre todo la política contemporánea, no se deja
explicar únicamente por la lucha de clases. Sólo excepcionalmente el
conflicto objetivo de intereses ha asumido la forma de una batalla
política abierta y declarada entre clases. Particularmente en la
actualidad, en la que casi han desaparecido los partidos políticos
de clase y es casi imposible establecer una correspondencia
automática entre la pertenencia a una clase social y las
preferencias políticas.
No obstante, ¿quién se atrevería a negar que la política no se ocupa
únicamente de dirimir conflictos y oposiciones de ideas u opiniones,
sino, y sobre todo, de intereses y aspiraciones? Pero esa
constatación no equivale, en primer lugar, a afirmar que esos
intereses y esas aspiraciones no pueden ser objeto de deliberación
pública para establecer cuáles deben atenderse y cuáles ignorarse
según criterios de justicia. Si así no fuera, no habría política en
sentido estricto, sino una mera lucha de poder, que se dirimirá por
la fuerza de cada cual. En segundo lugar, reconocer que el conflicto
de clases tuvo y tiene una influencia nada desdeñable en la dinámica
de la sociedad tampoco equivale a sostener que la historia es un
mero subproducto de ese conflicto, o que su curso está determinado
por él. Por último, constatar que el conflicto de intereses ocupa un
lugar preminente en la sociedad es una cosa y otra diferente es
sostener que esa disputa lleva siempre la marca de clase; y otra muy
diferente es hacerse la ilusión de que si desapareciesen las clases
sociales, desaparecerá el conflicto y viviremos en eterna armonía.
*Publicado
originalmente en
https://jorgebarreiro.wordpress.com/2013/10/05/el-ministro-y-la-lucha-de-clases/
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