0)
Por
«miamizarse» puede entenderse un momento, situado en los comienzos
de los años 90, en que el imaginario asociado a EEUU pegó un vuelco,
alcanzando una novedosa legitimación. No se trató, simplemente, de
la «americanización» de la sociedad, con el el pop corn y
la coca cola irrumpiendo en las salas de cine y los
MacDonalds sustituyendo
los cafetines de barrio. Se trató de la desacomplejada asunción de
un norte en que el sur relumbraba exitoso, como lo mostraban su
perenne bronceado, su casi infinita capacidad de consumo y la muy
chévere banda sonora que acompañaba el vivir. Esa miamización poco
tenía que ver con el recibimiento que 100 años atrás los
trabajadores tabacaleros y los
cubanos de Tampa o de Cayo Hueso había dispensado a
José Martí, poeta y exiliado, letrado y conspirador perpetuo,
maestro de poetas. Sí tenía que ver con un mundo en que letras y
política habían cedido el lugar a la adaptación a un rango de
consumo, que incluía tiempo entretenido, producido por las llamadas
industrias culturales. Un mundo sin historia, entusiasta de la
univocidad, reacio a la interpretación, a la escritura y al libro,
siempre bajo sospecha de constituir cualquiera de estas actividades
irremediables pérdidas de tiempo.
Manifiestamente, este vuelco coincidiό con la caída del Muro de
Berlín y adhirió a la convicciόn de que en lo sucesivo el mundo
tendría un solo lado, un solo polo, una sola vereda, una sola
ribera, una sola cara, un solo presente y un solo futuro.
En Uruguay, coincidiό con la salida de la dictadura
cívico-militar; esto dio lugar a otra infeliz coincidencia, en el
plano de las ideas y de sus emociones. Porque, simultáneamente, como
maneras de superar esa cursilería sangrienta que habían sido los
militares, desembarcaron en Uruguay dos discursos de orígenes, de
edades y de trayectorias disímiles, pero que quedaron si no
confundidos, por lo menos confundiendo. Por un lado llegó un
pensamiento elaborado en Francia, en el correr de los años 60 y 70,
forjado en polémica apretada con cierto saber instituido (encarnado
en nombres como Sartre, Malraux, Camus, Aragon) cuyos límites y
comodidades eran enjuiciados y subvertidos. Por otro lado, llegaron
la visiόn y la preceptiva
sociológica,
originada y sustentada por organismos internacionales, y que venían
a acomodar la enseñanza
-las famosas « reformas » que hasta hoy nos asedian- a los nuevos
tiempos, tiempos empresariales, patronales, pragmáticos, econόmicos.
La
recepciόn diferida de Foucault, Barthes, Lacan, Derrida o inclusive
de Bourdieu, hizo que estos llegaran ya recortados del diálogo que
los había hecho nacer, del pensamiento contra el cual habían venido
a ser, y que había quedado del otro lado de la dictadura. Con esa
llegada a contratiempo que los separó de sus antagonistas, su
mordiente y su fuerza subversiva se apagaban o, mucho peor, se
entendían en la clave profundamente reaccionaria del pensamiento
sociológico y tecnocrático, abocado a «modernizar» las estructuras
«obsoletas» de la enseñanza. Acusada de anacronismo (enseñanza
libresca, enciclopédica, «bancaria»,
despegada de «la realidad», es decir, del mercado laboral) o
de elitista (enseñanza de lo que reproduce la injusticia social) la
enseñanza quedó pedaleando en el vacío, aunque provista de una
prόtesis que simulaba su movimiento. (Las políticas culturales.)
1)
«La
teoría volverá, como todas las cosas, y sus problemas serán de nuevo
descubiertos el día en que la ignorancia haya ido tan lejos que solo
arrojará aburrimiento. Ese momento tal vez esté cerca. ¿Otro poco
más de ignorancia? ¿Por qué no?». Con este amargor consideraba
Philippe Sollers lo acaecido en Francia entre la primera ediciόn de
Théorie d’ensemble y su
reediciόn 12 años después, es decir, lo sucedido entre 1968 y 1980.
Si Sollers erraba al atisbar entonces la inminencia de un nuevo
viraje que nos devolverίa al bien, acertaba en la caracterizaciόn de
los 80 como una época reacia a la teoría y entregada a la ignorancia
y, en consecuencia, al aburrimiento.
Esos
80, que pronto verán morir a Roland Barthes (1980), Jacques Lacan
(1981) y Michel Foucault (1984), Sollers puede contrastarlos con el
aire revolucionario que se respiraba en Francia en los 60, en
particular, con la atmósfera en que se nutría el grupo Tel Quel que,
justamente en 1968, habίa recogido en el volumen
Théorie d’ensemble
artίculos de Derrida, Foucault, Barthes, Kristeva e integrantes del
propio grupo (Sollers, Ricardou, Pleynet, Thibaudet, Baudry, etc.).
En una entrevista
realizada en 1963 bajo el título «El porvenir les pertenece», el
entrevistador iniciaba el diálogo con los miembros de Tel Quel con
una pregunta, hoy difícilmente imaginable, que inquiría sobre a
quiénes odiaba este grupo. Aunque el entrevistador rápidamente
procurase reemplazar «odiar» por «detestar», y aunque los
jóvenes
entrevistados en su respuesta trocasen el «a quiénes odian» por un
«qué detestan», desde el arranque del diálogo saltaba a la vista que
se trataba de un grupo de combate, constituido de amores y de odios
finamente meditados. Entre estos últimos figuraban el periodismo
disfrazado de literatura y el afán divulgador, pero también el
discurso especializado, el discurso de los «especialistas». Por eso,
los jóvenes entrevistados reivindicarán la novela (si
nouveau
roman, mejor), la poesía y el ensayo, como géneros de combate,
capaces de erguirse contra las falsas apariencias, contra las
«fronteras», las «instituciones», las «especialidades». Contra las
obviedades del sentido y contra el catálogo de lo posible, la
oposiciόn consistίa en escurrirse del reticulado dominante, en ser
llevados por la escritura y su fuerza reveladora.
Sollers, en ese mismo prόlogo a la reediciόn de los 80 de
Théorie d’ensemble,
sintetiza inmejorablemente el espíritu que rondaba: «Lo esencial de
este libro atañe a un sueño: unificar la reflexiόn y desencadenar a
partir de ella una subversiόn generalizada.
Esa 'unificaciόn' venίa de una conciencia aguda de los poderes
posibles de la literatura que una represiόn [refoulement] habitual
se dedica a minimizar, a frenar, a subordinar». Como se ha observado
y a menudo criticado (por ejemplo, por Alain Badiou, constantemente
crítico hacia el pensamiento que reduce el mundo a lenguaje y
cuerpos),
en las obras de estos años, la escritura literaria, es decir, la
escritura atenta al lenguaje en tanto que materialidad provista de
un orden propio, se practicaba no solo en los géneros estrictamente
literarios, sino también en las obras de filosofίa, de crítica
literaria y de historia, desdibujando sus fronteras, atravesables en
andas de metáforas y de homonimias, que de paso desdibujaban las
maneras rutinarias de entender el mundo. El género «ensayo» fue
entonces un género de combate intelectual, es decir, político.
A
modo de síntoma ilustrativo del cambio de época que observaba
Sollers en 1980, hoy podemos identificar
El demonio de la teoría,
libro publicado por Antoine Compagnon en 1998, ensayo brulotístico
cuyo subtítulo anticipa el nombre de la fuerza que vuelve por sus
fueros: «literatura y sentido común». Haciendo honor al retorno de
esta vieja virtud, Compagnon da su versión de lo acontecido: los
franceses nunca habrían tenido cabeza para la teoría, al menos hasta
la «flambée» de los años 60 y 70, en que «con la fe del prosélito»,
habrían decidido recuperar en un relámpago el siglo de atraso
producido por no haber tenido hasta entonces nada parecido ni al
formalismo ruso, ni al Círculo de Praga, ni al New Criticism
anglo-estadounidense, ni a la estilística de Leo Spitzer, ni a la
topología de Curtius, ni al antipositivismo de Benedetto Croce, ni a
la crítica de las variantes de Gianfranco Contini, ni a la escuela
de Ginebra y la crítica de la conciencia. Los «miríficos años 60»
habrían «reinventado la pólvora», produciendo, con su inocencia y su
entusiasmo, la ilusión de un avance hacia lo que Lenin pedía con
firmeza («Desarrollar la teoría para no quedar rezagados con
respecto a la vida») y que Althusser convocaba bautizando «Teoría»
la colecciόn que dirigía en la editorial Maspero. Sin embargo,
agrega Compagnon, la teoría literaria no habrίa logrado deshacerse
del lenguaje común y corriente sobre la literatura, no se habría
desprendido del lenguaje de los lectores y de los aficionados, a
saber: «literatura», «autor», «intenciόn», «sentido»,
«interpretaciόn», «representaciόn», «contenido», «fondo», «valor»,
«historia», «influencia», «período», «estilo», «originalidad»,
«historia», etc..
Más
allá de la frágil premisa («los franceses no tienen cabeza para la
teoría»), la consiguiente ejemplificaciόn, contra cualquier
tradiciόn, excluye a Saussure o a Bally y olvida la reflexiόn que
siempre acompañό en lengua francesa (independientemente del lugar de
nacimiento) el ejercicio de las letras, a veces haciendo de la
propia escritura poética el lugar de la reflexiόn y a veces
reservando a su teorizaciόn un lugar aparte.
(Téngase en cuenta, por ejemplo, desde la
Défense et Illustration de la Langue française, suerte de
manifiesto del siglo XVI compuesto por el poeta Joachim du Bellay,
hasta los manifiestos surrealistas del siglo XX, pasando por el
Arte Poética de Boileau y
las Querellas de los antiguos
y los modernos en los siglos XVII y XVIII y por las reflexiones que
en el XIX llevan adelante Victor Hugo, Théophile Gautier, Honoré de
Balzac, Charles Baudelaire, Émile Zola, Isidore Ducasse, Mallarmé,
Marcel Proust y otros numerosos creadores que meditan sobre las
artes y el ejercicio de las letras, adoptando posturas teόricas.) Y,
hace más de 60 años, en página de homenaje a Jules Supervielle,
Jorge Luis Borges al afirmar que «no hay literatura más
selfconscious que la de
Francia»,
estaba señalando esa incesante labor teórica que acompaña el
ejercicio de las letras francesas. Contrariamente a lo que sostiene
Compagnon, podrίa pensarse que «la teorίa» de los años 60 fue menos
un intento fallido de ir contra una naturaleza nacional poco
propicia para la reflexiόn teόrica que un exacerbamiento de un
pensamiento activo durante siglos, presente en poéticas, manifiestos
y ensayos.
En
cuanto al destino que ese pensamiento recibiό y que Compagnon
muestra como una prueba en contra -convertirse en materia didáctica,
en metodologίa mecánica de análisis-, sin duda el crítico tiene gran
parte de razόn, aunque difícilmente ese destino gris sea revelador
de las fallas del entusiasmo teόrico de los años 60. (Por cierto,
este es el destino propio de mucha teoría, sea de la disciplina que
sea, atrapada en el discurso escolar, con sus simplificaciones
extremas y sus exigencias de claridad comunicable.)
De
hecho, puede pensarse, la conversiόn de una reflexiόn teόrica que,
con entusiasmo, ponía en tela de juicio categorίas que cierto siglo
XIX habίa entronizado en su evidencia («autor», «intenciόn»,
«influencias», «originalidad», etc.) en un método que permitiera
analizar textos y de paso atravesar con éxito la instituciόn
escolar, revela mucho más sobre la fuerza arrolladora que se instalό
luego de los 60 que sobre las debilidades intelectuales de las
teorías metodologizadas a prepo. Teorías que eran ilustraciones del
deseo de saber, y del deseo de subvertir el saber, pasaron a ser
recetas, en el mejor de los casos.
Porque, precisamente, en los años posteriores a los 60-70, va
tomando fuerza un discurso que, en nombre de una serie de palabras
fetichizadas (eficiencia, eficacia, éxito, crecimiento, consenso,
gestiόn, empresa, competitividad, relatividad, flexibilidad,
desregulaciόn, riesgo, ganancia, Bolsa, desafío, etc.), abomina de
la ideología, de la política, de la teoría y de todo aquello en que
un pensamiento se hace presente de forma crítica, no inmediatamente
recuperable por un mecanismo de contabilidad. Lo concreto, lo obvio,
lo instrumental y lo cuantificable son reclamados y celebrados,
mientras se vitupera lo abstracto y lo universal, asociados a una
modernidad pretendidamente perimida e incluso fracasada.
En
Francia, los años 80 y 90, conducidos por los gobiernos de François
Mitterrand, con la fuerza moral de resultar de «uniones de la
izquierda» (PS y PC, por lo pronto en la primera etapa) impulsaron
un aggiornamento que ya tenίa incluido el entierro de la
muy moribunda Uniόn Soviética y de los países socialistas y, junto
con esto, el alegre funeral de la política (exceptuado el juego
electoral, para aquellos que, realmente, no pudieran prescindir).
Muertos, o por morir, los países llamados «socialistas», el universo
de algύn modo asociado a ellos también fue alcanzado por esa forma
de derrota; de cierta manera, sindicatos, partidos de izquierda,
proclamas, huelgas y manifestaciones quedaron rociados por la
sospecha suprema: ¿para qué? Para qué el conflicto y el
enfrentamiento si, estaba visto, solo había un lado posible, si el
mundo había demostrado su inconmovible unilateralidad. Para qué la
teorίa y el lenguaje, si, estaba visto, no había nada más que pensar
ni nada más que criticar, puesto que el mundo ya era un hecho
consumado, al que solo cabía adaptarse. La polίtica se redujo al
cálculo de lo posible, la teoría se volviό una metodologίa y el
lenguaje se propagandeό como instrumento de comunicaciόn.
Literatura, reflexiόn, subversiόn: si en los 60 los enlazamientos
entre las tres prácticas eran lo suficientemente intensos como para
que encarnaran el sueño del grupo Tel Quel, en los 80, la evidencia
del sueño se habίa desdibujado. Claro que, puede pensarse en el
Montevideo de 2016, no tanto sin embargo como para que se volviera
superflua la reediciόn (12 años después) de un libro salido de ese
deseo. Porque, si luego vino la ignorancia y el aburrimiento, las
obras del sueño permanecieron, como lo muestran diversas formas de
continuidad de la resistencia.
2)
Este
no fue el caso en Uruguay: la ignorancia y el aburrimiento se
instalaron sin que hubiera
sospecha, salvo excepciones, de que lo eran y aunque esa
instalaciόn demorara hasta los 90, por la fuerza conservadora de la
dictadura cívico-militar.
En
el plano intelectual, la notable excepciόn fue
La República de Platόn
[1993-1995], suplemento
dirigido por Sandino Núñez en
el que escribieron regularmente
Ruben Tani, Amir Hamed,
Ricardo Viscardi,
Gustavo Espinosa, Mario
Maciel y otros. Con conocimiento de causa, es decir, con conciencia
de lo que había sido puesto en juego -en movimiento y en crisis- por
el pensamiento francés de los 60, los autores de
La República de Platόn
calibraban sin indulgencia lo que se estaba instalando en el Uruguay
de los 90, arremetiendo con un espíritu
irreverente y cáustico que actualizaba la revuelta. Cerrado
el ciclo del suplemento, Sandino Núñez, Gustavo Espinosa, Ricardo
Viscardi y Amir Hamed proseguirán con una excepcional obra
ensayística y de ficciόn, caracterizada por la intransigencia ante
las redundancias del pensamiento y las conveniencias personales.
De
manera predominante, la inercia conservadora de la dictadura,
especialmente en los planes y programas de enseñanza en Primaria y
Secundaria, en cierta forma preservό, a pesar de la destituciόn
masiva de docentes comprometidos con un ideal de emancipaciόn,
contenidos curriculares que a través de la lectura y de la escritura
ofrecían conocimientos generales sobre historia, geografίa,
literatura, filosofía, idioma español, ciencias naturales, física,
química, matemάtica. Predominaba un sentido común que admitίa sin
mucho cuestionamiento las ventajas del saber y los beneficios del
poseer conocimientos, resumidos en un «saber es poder» modesto e
imperioso. La dictadura cívico-militar no interrumpiό esta
convicciόn ni mucho menos la interrogό o la criticό, sino que,
excepto alguna estridencia estimada subversiva, mantuvo lo que venía
de épocas anteriores.
De
hecho, la suspensiόn, o no renovaciόn, del vínculo con los contextos
teόricos críticos franceses se había producido antes, durante los
años 60 y 70 previos a la dictadura. En efecto, la consulta del
archivo en línea de las bibliotecas de la Universidad de la
República muestra contrastes interesantes, si se comparan las fechas
de ediciόn del acervo bibliográfico correspondiente a dos autores
contemporáneos, como son Jacques Lacan (1901-1981) y Jean-Paul
Sartre (1905-1980), que en el catálogo general de la Universidad
ostentan respectivamente uno 52 registros y el otro 88. Sin embargo,
de los 88 registros bibliográficos correspondientes a Jean-Paul
Sartre, 77 remiten a ediciones anteriores a 1973; en cambio, con
Jacques Lacan sucede lo inverso, puesto que en los 52 registros
bibliográficos hay solo 8 que son anteriores a 1973. En cuanto a
Michel Foucault (1926-1984), este autor cuenta con 133 registros, de
los cuales solo 11 corresponden a ediciones fechadas en 1973; de los
61 registros correspondientes a Jacques Derrida (1930-2004), solo 5
están fechados en 1973 o antes.
Estos datos permiten interpretar que aunque los autores franceses de
los años 60 no eran totalmente desconocidos antes de la dictadura,
su entrada más notoria se produjo en la postdictadura aunque de
manera muy paulatina e, inclusive, secreta o discreta.
(En el caso de Foucault, 111 registros sobre 133 están fechados a
partir de 1986; Lacan tiene 33 registros sobre 52, a partir de
1986.) El caso de Sartre, intelectual si bien muy activo en el plano
polίtico hasta entrados los años 70, inclusive en la coincidencia
con sus detractores de los 60, es lo opuesto, por su abundante
presencia bibliográfica antes de la dictadura.
Aquí
conviene detenerse. En su libro de memorias, Philippe Sollers
identifica el escenario principal -el año 68 y la universidad- y el
poder intelectual desafiado por la revuelta de entonces. En aquellos
años, rememora Sollers, era impensable que la prestigiosa colecciόn
de la Pléiade editara a Sade, lejos estaban Foucault y Barthes del
Collège de France, las carreras internacionales de Derrida y
Kristeva eran inexistentes, Lacan era apenas conocido, Breton era
ocultado y Céline era maldito. Quienes así disponían este estado de
cosas -el poder- eran Sartre, Camus, Malraux, Aron, Aragon, Mauriac,
afirma Sollers.
Autores, puede decirse, en general poco predispuestos a otorgar una
particular atenciόn al lenguaje. El pensamiento de los años 60, en
Francia, será un desafío a este orden instituido, al que le
imprimirá un formidable giro. Y de este enfrentamiento intelectual,
estético y literario, que tiene en su centro una particular relaciόn
con el lenguaje y con la política, llegarán escasísimos ecos a una
Montevideo predictadura, que estrena con alborozo tercermundismo y
latinoamericanismo.
Al
iniciarse la posdictadura, cuando empiecen a circular con mayor
insistencia, aunque no sin reticencias, los nombres de los autores
franceses de los 60, los términos de la contienda que los hizo nacer
estarán apagados, y Sartre, Camus, Malraux o Aron habrán pasado a un
segundo plano y sus obras muy poco dirán a los nuevos lectores.
Si
antes de la dictadura estos eran los autores que prevalecían en
Uruguay, luego de la dictadura el elenco se renovará, pero esta
sustituciόn no alcanzará a dar cuenta -salvo como dije para un
escaso número de escritores congregados en
La República de Platόn-
del conflicto estético y político que 20 años antes había reunido a
unos y a otros: la sustitución no alcanzará a explicar los términos
que habían anudado aquella discusiόn, ni alcanzará a calibrar la
subversiόn ocurrida. El hiato de casi 20 años disociό los términos
del conflicto, llegados hasta Uruguay cada uno por su lado, en cada
extremo del hiato y sin vínculo comprensible entre sí. Peor aún,
otra muy diferente será la corriente de ideas que se hará presente
junto con la retardada llegada de los subversivos 60, condicionando,
en cierto modo, su recepciόn: el pensamiento de los 60, como dije,
no es recibido en Uruguay a través de su diálogo virulento con «el
poder» (Sartre, Camus, Malraux, Aragon, Aron, Mauriac), sino que se
lo recibe junto -casi confundido- con otra corriente que viene
ganando terreno.
En
efecto, al iniciarse la posdictadura desembarcan en nuestro ámbito,
casi simultáneamente y con cierta indistinciόn, dos pensamientos
que, en otras partes, ni habίan sido estrictamente contemporáneos ni
se habían llevado bien entre sί. Uno estaba compuesto por una serie
de autores de lectura difícil, empecinados en inquietar, con sus
oscuridades literarias espléndidas y sus cuestionamientos
inconducentes e indispensables. Otro lo integraban quienes avisaban
que lo obvio era lo que había y que ya no había lugar para más que
lo que había, que era esto, id est, lo obvio. Con melancolía, con
impotencia o con cinismo, solo quedaba adaptarse y festejar que
cualquier forma de heroicidad hubiera bajado de cartel, abucheada
por la alegría de vivir que venía a instalarse, a recuperar los años
alejados del mundo que Uruguay había soportado.
Juntos llegan, entonces, dos pensamientos de signo opuesto: uno
nacido en los años 60 y 70 franceses como desafίo a lo instituido,
en tiempos de grandes subversiones; otro nacido con voluntad de
adaptaciόn, en tiempos de restauraciόn, cuando se declaran
fracasadas las revueltas y las revoluciones. Su desembarco
contemporáneo en un Montevideo ávido de adoptar novedades y de
desprenderse de la cursilería sangrienta de los militares tendiό a
ocultar el conflicto que los constituía: la diferencia que oponίa
una perspectiva que criticaba el orden, de otra que como máximo
pedía la inclusiόn de nuevos «derechos» asociados a «identidades» e
identificados con esa contemporaneidad que había transcurrido en el
mundo mientras Uruguay estaba secuestrado por la retrogradez
cívico-militar.
(Porque una de las grandes novedades que trajo la posdictadura fue
enterarnos de que teníamos «identidad», más allá de la
digital-policial, y que era de buen gusto buscarla y exhibirla (y
tratar de no perderla), por lo que habίa que defenderla como a una
patentizaciόn de la naciόn, o del continente, o de la regiόn, o de
un color de piel o de una orientaciόn sexual. Lo insostenible del
asunto trajo su corrimiento, por lo que «la identidad» ya no fue
algo que se tenía, sino que se construía; el asunto siguiό siendo
insostenible hasta que, ahora, parece encontrarse en retroceso
académico, o tal vez solo luzca muy deseable que así fuese. Por
cierto, el protagonismo posdictadura del tema «identidad» se vincula
con el nuevo culto a lo concreto, a lo mostrable, a lo obvio: «ser
uruguayo», «ser latinoamericano», «ser mujer», «ser indio», «ser
homosexual», «ser negro». Si se consulta el corpus de la lengua
española recogido por la R.A.E.,
se encuentra que desde los inicios del idioma español hasta 1974
este corpus registra en total 2 ocurrencias de «identidad nacional»;
en cambio, desde 1974 hasta la actualidad, el corpus registra 352
casos, así como 85 registros de «identidad sexual», 20 registros de
«identidad regional» y 13 registros de «identidad latinoamericana».
De ninguno de estos tres últimos sintagmas hay registro desde los
inicios del español hasta 1974. Directamente importado de las
universidades estadounidenses, o de su réplica en las españolas, el
tema de «la identidad» en su obviedad ruidosa hacía las veces de
nuevo pensamiento «de izquierda», y naturalmente se vinculaba con la
política en términos de «derechos», en relaciόn biunívoca entre
ambos conjuntos, puesto que a cada «identidad» le correspondía su
«derecho».)
A
modo de peculiar ejemplo que rezuma este espíritu, pueden recordarse
las sentencias que componen
«Los derechos del lector», tal como en los inicios de los
años 90 los imagina el novelista francés Daniel Pennac y tal como
luego los recoge la librerίa Mosca, tapizando con esas frases parte
del local de su sucursal en el Shopping de Punta Carretas.
Previsiblemente, en ese mundo que se está instalando, el primer
derecho del lector es no leer, amén de saltear páginas, dejar sin
terminar un libro, leer lo que se quiera y otros «derechos» de
parecida índole, que Pennac estipula.
¿Cuál es el sentido de repertoriar, en clave jurídica garantista,
muchas de las prácticas habituales de cualquier lector? Salta a la
vista que con esta codificaciόn redundante se está lejos de los
efectos humorísticos absurdos logrados por un Julio Cortázar, cuando
nos instruye sobre cómo subir una escalera o sobre cómo llorar. Sin
humor y sin mordiente, el decálogo de «los derechos del lector»
rezuma su época, y no solo por la democrática simetrίa entre
«derechos de autor» y «derechos de lector» (tanto más democráticos
cuanto concedidos por un «autor»), ni por el declarado derecho al
simulacro, que permite ser lector sin leer. Más radicalmente, el
decálogo garantista es su
época por el corrimiento que realiza, desde la obra (lugar en que el
escritor plasma, en beneficio de todos, los compartidos derechos a
la libre expresiόn) hacia el lector. Con el decálogo de Daniel
Pennac, ya no se trata de centrarse en la obra, en el texto, en la
escritura, sino que se trata de garantizar los derechos del lector.
Ahora bien ¿qué o quiénes amenazaban al lector, al grado de que éste
necesitara un paladín defensor de sus derechos?
Cabe
conjeturar, por fuera de cualquier buena o mala intenciόn de Daniel
Pennac, autor por otra parte de novelas livianas y entretenidas,
expurgadas de cualquier inconveniencia estridente, que en los 80-90
el «nuevo» lector es puesto en jaque por unos años 60 que, con
rupturismo de vanguardia, pertenecen a la más sόlida tradiciόn
letrada, libresca, precisamente hecha de deseo sostenido en el poder
de la escritura y del conocimiento hecho escritura. Piénsese que uno
de los herederos más notorios de aquellos años 60 fue la Universidad
de Vincennes, casa de estudios inaugurada en 1969, en donde
enseñaron Jacques Lacan, Michel Foucault, Alain Badiou, Giorgio
Agamben, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, junto con
matemáticos como Claude Chevalley (del Grupo Bourbaki) y Denis Guedj.
Cuando diez años más tarde esta universidad empieza a ser hostigada
hasta su expulsiόn a un suburbio norte de Parίs, sus defensores
publican una suerte de libro de oro, de compendio reivindicador, que
llevará por tίtulo «Vincennes ou le désir d’apprendre», con el doble
o triple sentido que tiene este verbo en francés («aprender»,
«enterarse», «enseñar»).
Atrás habίa una tradiciόn sόlida, hecha de rupturas que reforzaban
la tensiόn entre el deseo de saber y el saber del deseo, tradiciόn
deudora de la letra escrita y del libro. Notablemente, esta
tradiciόn impregnaba la sociedad, atravesándola de lado a lado, como
lo ilustran los archivos obreros decimonónicos estudiados por
Jacques Rancière, como las escuelas y bibliotecas sindicales también
dejaron testimonio, como lo dejό la índole letrada de los
revolucionarios destacados (desde Marx y Blanqui hasta Ho Chi Minh,
Ernesto Guevara, Fidel Castro o Salvador Allende) y como igualmente
lo hizo la masa de los poetas anónimos que con fervor ennegrecieron
cuartillas cantando a la lucha, a la libertad, al amor.
Profundamente letrados fueron los partidos comunistas y las
agrupaciones anarquistas, como letrados fueron los movimientos
insurgentes, tal vez por el espacio de reflexiόn y de crίtica que la
escritura habilita,
y sin que esto suponga una infalible vacuna inhibidora de fascismos
o nazismos.
Tal
vez sea esta tradiciόn de esfuerzo letrado sostenido (en los bancos
de la enseñanza formal o en las horas nocturnas robadas al descanso)
la que, desde su rigurosa subversiόn, enjuiciaba una nueva
subjetividad, ni letrada ni rigurosa ni subversiva, sino blanda y
dócil, que iba implementándose y adaptándose a un mundo unifacial y
pragmático.
Precisamente, fue en el terreno de las políticas educativas, con su
contraparte en la cultura, que esta subjetividad se esparciό.
3)
Desde los años 80, los patrones europeos, reunidos en la llamada
European Round Table of Industrialists, afirman que la enseñanza se
encuentra en un marasmo, mayoritariamente por responsabilidad de los
docentes que no entienden el mundo de la empresa y que persisten en
enseñar de forma inadecuada contenidos inservibles.
La prédica sobre la incapacidad de los docentes prosigue a la par
que se recetan reformas, rápidamente sostenidas por instancias
internacionales que hacen de estas reformas las condiciones de los
préstamos que otorgan. A las ya añosas acusaciones sobre la
obsolecencia de los docentes, ignorantes del «mundo real»
(entiéndase, del mundo del trabajo empresarial) suceden entonces las
reformas: enseñanza inclusiva a cualquier precio (los docentes son
firmemente invitados a la promociόn irrestricta, a no enseñar
contenidos, a dispensar enseñanza personalizada, a desterrar la
exigencia, a ser entretenidos y contenedores) e imperativo de
incorporaciόn de la tecnologίa en la clase, con la consiguiente
censura que a veces acompaña su denuncia.
La
inclusiόn a cualquier costo y la tecnologizaciόn a cualquier precio
tienen por horizonte la obligaciόn de ilimitaciόn que nos gobierna
bajo la mortífera consigna «siempre más». Esta obligaciόn a lo
ilimitado nos fuerza a anhelar, gracias a la inclusiόn a cualquier
costo y la hipertecnologizaciόn del aula, la disoluciόn lisa y llana
de la escuela, su sustituciόn por un mundo tan conectado que cada
una de sus parcelas sea un aula y cada uno de sus individuos sea
alguien que enseña y que aprende. En este ideal de ilimitaciόn, la
tecnología invita a que todo (es decir, a que nada) sea escuela,
convidando asί a disolver la especificidad de la escuela, su
carácter de contratiempo deseable, organizado e institucionalizado,
dominio en donde rige otro tiempo.
Tecnologizaciόn (especialmente enseñanza a distancia), carreras
cortas vinculadas al mercado de trabajo, diplomas con contenidos
livianos y flexibles, monetizables, es decir, transportables de un
ámbito a otro (semestralizaciόn, creditizaciόn), aprendizaje
(palabra clave, que desplaza a «estudio», demasiado impregnada de
espíritu libresco) a lo largo de toda la vida (lo que equivale a
carreras con fecha de vencimiento, perecederas como lo son los
conocimientos estrictamente tecnológicos), promoción de la
centralidad del alumno (en paralelo con la pretendida centralidad
del cliente, característica de otros mercados de servicios),
esloganización de la pedagogίa («aprender a aprender», «el alumno al
centro»), vituperaciόn de la memoria como soporte despreciable del
conocimiento: he aquί algunas de las fórnulas que reinciden, ya sea
en boca de tecnócratas internacionales o de funcionarios locales con
marcada inclinaciόn adaptativa.
En
Europa, decía antes, por lo menos desde la fundaciόn de la European
Round Table of Industrialists a comienzos de los 80, asedia la
exigencia, por parte de los industriales, de que la enseñanza se
acompase a sus necesidades y estas fórmulas supuestamente facilitan
ese acompasamiento.
En
Uruguay, el asunto aparecía aludido en documentos de corte
sociológico desde los años anteriores a la dictadura,
pero se instala con toda su pompa en la llamada reforma Rama, en
1996.
Ya entonces circulan sin mayor temblor de bocas autonombradas de
«izquierda» algunos de los lugares comunes de la derecha (es verdad
que ya entonces empezaba a descubrirse con cierto alborozo y
bastante alivio que «izquierda» y «derecha» también eran categorίas
perecederas, relativas y hasta no excluyentes). Por ejemplo, esas
bocas de izquierda empiezan a repetir que el problema de Uruguay es
que hay demasiada gente instruida, demasiada gente con estudios, y
que eso necesariamente provoca frustraciόn, por lo que más vale que
no tantos estudien tanto, para reducir la frustraciόn social.
También en aquellos años, bocas de izquierda empiezan a cuestionar
lo atinado de enseñar ciertas materias en ciertos lugares: con tono
compasivo, hay quienes rechazan enseñar Filosofίa a liceales de
barrios periféricos, como no queriendo agregar a la desgracia de la
pobreza, la exigencia de la abstracciόn. De igual modo, comienzan a
promoverse las «culturas populares» no solo como objeto de estudio
sino sobre todo como objeto de enseñanza, moralizador sustituto de
las «culturas burguesas, elitistas, dominantes, explotadoras». De
esta manera no solo se alimenta el mito de que habrίa «culturas»
estratificadas a la manera de las capas sociales, simplemente
superpuestas («alta» y «baja») y tan ajenas entre sí como pisos de
una torta, sino que se infunde otro mito mayor, a saber, que la
diferencia entre una sinfonίa y una cumbia es de orden
exclusivamente moral, puesto que en la segunda se deposita, por su
índole «popular», una superioridad de la que carece la otra,
perteneciente a la «alta» cultura. (Porque una vez planteada la
distancia entre «alta» y «baja», solo queda hacer, según el entonado
precepto, que la tortilla se vuelva, y atribuir superioridad a la
«baja» y bajeza a la «alta». De allí a la reivindicaciόn de la
fuerza moral de la oralidad y de la ignorancia, solo hay un paso que
suele franquearse, al asociarse ilustraciόn (o humanidades) con
capitalismo, imperialismo, colonialismo, esclavismo, etc..)
Por
esos carriles, llega el pensamiento sociológico de la reforma de
Rama, esencialmente dirigido contra el conocimiento que la palabra
produce al organizarse y regularse como escritura en cuerpos
disciplinares llamados Filosofίa, Historia, Literatura. Contra eso,
fundamentalmente, arremetiό la reforma de Rama: contra las
disciplinas en que los sentidos políticos se transmiten y se
discuten, desde la Antigüedad hasta el presente. La reforma de Rama
fue contra la palabra y su potencial subversivo, materializado en la
escritura. La arremetida se hizo en nombre del «mundo real», del
mundo del trabajo y de la técnica, en nombre de la contemporaneidad
cuyo tren Uruguay estaba perdiendo, por seguir atado a un pasado
sesentero que solo habίa traído dictadura y desgracia. Para qué la
Filosofίa, para qué la Historia, para qué la Literatura, cuando la
tecnología era el futuro que al país estaba escapándosele.
La
fe anti disciplinas de la reforma Rama -y su versiculado en áreas,
pluri, inter y transdisciplinariedad- caía bien. ¿Acaso los años 60
-los muchachos de Théorie
d’ensemble y muchos otros más de similar temple- no habían
enseñado lo artificioso de las fronteras disciplinares y los méritos
de su transgresiόn? ¿Por qué, dado que Uruguay había perdido tantos
años al margen del mundo, no saltearse el momento del conocimiento
disciplinario, de sus regulaciones y de sus fronteras? ¿Por qué,
dado el atraso, no pasar directamente al pluri, al inter y al trans,
omitiendo lo disciplinar?
Entonces y también hoy, caía bien la desorejada promesa de que la
enseñanza, una vez expurgada de sus contenidos inútiles (librescos)
dejarίa el camino expedito para el mundo del trabajo. Por otra
parte, ¿acaso no sucedía que sociόlogos de variada creencia
denunciaban cόmo la enseñanza no hacίa más que mantener y reproducir
el orden injusto del mundo? Si así era ¿para qué estudiar lo que
solo podía reproducir y consolidar las injusticias?
En
este marco, en que los contenidos disciplinares soportaban la doble
acusaciόn de desviar a la juventud del deseado mundo del trabajo
asalariado y, simultánea y opuestamente, de reproducir el detestado
orden imperante, alejando de los claros intereses populares
(subalternos, dominados, diversos), en ese marco instrumentalizador
y acusatorio de la avería del instrumento, cobra autonomía y
protagonismo lo
metodológico: lo
procedimental es concebido como tabla de salvaciόn.
Lo
procedimental y lo metodológico invaden el ámbito de la propia
clase, paralizada por las acusaciones de inutilidad&cretinidad: la
escuela ni permite esclavizarse (encontrar trabajo), ni permite
emanciparse (encontrar el socialismo). Esta invasiόn procedimental
se da en nombre de la didáctica, de sus preceptos (planificar,
evaluar) y de sus recetarios, al punto que asuntos como la
disposiciόn de las sillas en el aula se convierten en un dogma
revelador del cariz democrático o despόtico del docente. Si ya no
hay nada que enseñar, dediquémonos entonces a cómo enseñamos. En
Formaciόn Docente, en particular, la didáctica de las especialidades
(Literatura, Filosofίa, Matemática, Idioma Español, Geografίa,
Historia, etc.) gana espacio en detrimento de los propios contenidos
curriculares, como si el escaso conocimiento de la materia que debe
enseñarse debiera y pudiera suplirse por el conocimiento de cómo
enseñarla. El razonamiento es descabellado, sin embargo, es el que
predomina y se incrementa en Formaciόn Docente, desde hace varios
gobiernos y con miras de acrecentarse, desde la difamaciόn que los
años 90 hicieron de las disciplinas.
Lo
procedimental y lo
metodológico
invaden también el plano de la propia didáctica, al promoverse
(desde la reforma de Rama (1996) hasta el texto de
Filgueira y otros, 2014),
las llamadas «competencias», noción viscosa que lleva a creer en las
posibilidades y las ventajas de prescindir de las disciplinas, en
aras de apropiarse de una serie de procedimientos para hacer.
También, lo procedimental y lo
metodológico
invaden y someten las teorías, haciendo de éstas métodos para
analizar, por ejemplo, un texto, al tiempo que hacen de éste una
simple ilustraciόn de la teorίa, llevada a método de análisis. En el
campo de las humanidades, es particularmente infausta la promociόn
de la metodologίa, en tanto que grilla de lectura que se aplica a un
texto que, obedientemente, mostrará lo que la grilla hace ver. El
asunto es infausto en sus dos extremos. Cuando convierte en método
-en procedimiento regulado en vistas a un resultado, en mecanismo de
eficiencia- una teorίa, es decir, una manera de ver, una perspectiva
que encierra en su seno su contradicciόn, su negaciόn, su límite.
Pero también, cuando convierte en ilustraciόn unívoca un texto, es
decir, una obra cuya riqueza está hecha de equivocidad y
malentendido.
Sin
embargo, y volvemos a la discrepancia con Antoine Compagnon, el
destino procedimental de las rozagantes teorίas de los 60 no
corresponde achacárselo a ellas, sino a una época que espera que la
prόtesis metodolόgica suplirá tanto la falta de conocimientos
disciplinares (leer es haber leído, decίa Leo Spitzer, significando
que no hay método que pueda suplir la comprensiόn de un texto que
brindan las lecturas anteriores, puesto que un texto se conoce por
los otros textos)
como suplirá la falta de audacia interpretativa, la audacia a la que
autorizan las grandes teorías. Sin teorίas audaces (subversivas) y
sin conocimientos disciplinares (sin haber leído), para poder
cumplir con los requisitos escolares (parciales, monografías,
tesinas, tesis, artίculos), solo queda lo
metodológico
y lo
procedimental, con su extendida garantía de éxito.
Entonces, la responsabilidad no es de la teoría, sino de la época
que busca éxito, es decir, eficiencia y que, sobre todo, desconfía
de la incierta virtud reveladora de las palabras y apuesta a la
certidumbre
metodológica. En
Uruguay, cabe tomar nota de la inflación infecciosa de lo
metodológico (hecho artículo «científico» o receta didáctica) y del
claro retroceso de lo ensayístico, resabio subversivo de los 60.
4)
En
correspondencia con este estado de cosas que se fue instalando en
los 90 en la educaciόn, el plano de la cultura queda sometido al
avance del par ignorancia&aburrimiento. La inclusiόn -la obligaciόn
de ilimitaciόn- también fue un principio rector: cultura hacemos
todos, cultura es todo. De este modo, se instalό la idea de que era
posible hacer cine sin haber visto pelίculas, o escribir novelas sin
haber leído unas cuantas, o hacer teatro sin conocer parte del
repertorio universal.
O,
tal vez peor, prevaleció la voluntad de rehuir la dificultad y de
abrazarse al entretenimiento y a todo aquello que adulara al lector,
proponiéndole productos aproblemáticos, de consumo inmediato y
efecto gratificante. Prevalecen entonces los productos más
mercantiles de las industrias culturales, tal como surge de la
investigaciόn sobre el tipo de libros que sobrevive hoy en las
librerίas montevideanas, o el tipo de librería que sobrevive y
prospera: aunque la lectura de libros de calidad esté en crisis, no
lo está la industria del libro, cuya venta florece en los shoppings,
en las cadenas de librerías especializadas en best-sellers
salidos de los grandes sellos de las multinacionales, que copan las
vidrieras y el espacio, conforme un proceso iniciado en 1994.
De esta pujanza comercial no se desprende, contrariamente a la idea
común admitida, una pujanza intelectual, o un acrecentamiento de la
comprensión lectora -indagadora e inquisidora- de la población, sino
otra manera de sometimiento a patrones de consumo.
O, tal vez ya en grado pésimo, prevaleció la
transformaciόn de obras inscriptas en el repertorio universal
(όperas, ballets) en simples productos de la «industria cultural»,
para el cual se forjό un mercado que las consume con entusiasmo,
prohijado por los llamados «gestores culturales». Véase, por
ejemplo, el siguiente balance que realiza
María José Santacreu,
perfectamente complementario del que puede realizarse con respecto a
la enseñanza, también dominada por el tan piadoso como mentiroso
criterio de «inclusión»: «Hubo
un tiempo que, para el pensamiento de izquierda, unir la cultura con
el consumo era considerado una herejía. Hoy, sin embargo, es la
tendencia dominante y “medir” en términos económicos, de competencia
en el mercado, de éxito de taquilla, o de “impacto” –vaya a saber
uno de qué índole– es la norma. El quiebre se produjo en la
posdictadura y fue la izquierda, desde los gobiernos municipales y
nacionales, la que abrazó con entusiasmo la profesionalización, la
gestión, el reinado de los técnicos y el emprendedurismo como modelo
a aplicar a la cultura. El resultado es un Estado reticente a juzgar
en términos de valores que no sean los de los números».
A
partir de los 90, carcomida la fuerza conservadora de la dictadura,
se impuso en la enseñanza la convicción sociológica, ya sea en su
versión adaptativa y mercadocrática (atender los contextos y las
«necesidades» de los alumnos) ya sea en su versión contestataria y
anti-intelectual (denunciar la escuela como lugar de reproducción de
la injusticia y de dominación de los «subalternos»). Esto implicó
desdeñar un pasado ni inmediatamente mercadocrático (el imperativo
de ilimitación -siempre más- no regía omnicomprensivamente) ni
exclusivamente instrumental (saber era poder, con todo el poder de
la abstracción y de la indeterminación de ese «poder»). Este pasado
había permitido cierta fluidez entre «enseñanza» y «cultura»,
permitiendo que fueran lectores finos y espectadores entusiastas
quienes a menudo ni siquiera habían terminado la escuela primaria,
poderosa en su labor educativa en cada uno de sus tramos, porque
convencida de su deber de enseñar.
Con el consiguiente dinamitado de la figura del maestro y del
profesor, ya no más depositarios de la obligación de transmitir
conocimientos valiosos por ser, precisamente, conocimientos, con la
convicción de que la escuela no es más que el peaje por el que se
llega al puesto de trabajo que, a su vez, es el peaje que da paso al
mundo del consumo, incluido el cultural, la catástrofe no anda
lejos. Resta la legiόn de
promotores/gestores que intentan remediarla, aunque claro
está con la misma perspectiva y con las mismas recetas que la
produjeron. De ahί que los números den tan bien, pero el resto no
acompañe.
Notas:
[1]
A la luz de lo luego acaecido, esa pintada concentra una
época. Si insisto en
llamarla «pintada» es por cierta testarudez, ya que pocos
dudarían en bautizarla «graffiti», con la consabida
diferencia entre el programa político escrito en una pared y
la ocurrente (y surgente) expresión de una subjetividad que
se reivindica desligada (sin correligionario alguno), a
cualquier precio y pese a quien pese. Si persisto, no
obstante, en llamarla «pintada» se debe a su postrera
capacidad programadora de una época en la que se declaró que
las pasadas denuncias del imperialismo yanqui solo podían
ser evocadas como broma, como resabio obsoleto necesitado de
una actualización que asordinara los crímenes y reconociera
los méritos imperiales antes ocultados por el dogmatismo «sesentista».
En los 90, para muchos, ser joven consistirá sobre todo en
alardear de una desinhibición que obliga a loar y a consumir
sin moderación lo producido tanto por la industria como por
las universidades estadounidenses. La pintada, en sus varios
niveles de literalidad y de ironía, declara quiénes son, en
lo sucesivo, los únicos amos a quienes rogarles su amor.
[3]
Alain Badiou afirma que las tres orientaciones filosóficas
hoy predominantes -la hermenéutica de Heidegger y Gadamer,
la escuela analítica de Wittgenstein y Carnap y la corriente
posmoderna de Derrida- opuestas entre sí en más de un punto,
coinciden en la centralidad que otorgan a la cuestión del
lenguaje, jerarquía que Badiou no admite. (Métaphysique
du bonheur réel, París: Presses Universitaires de
France, 2015, p.20.) En Uruguay, solamente la corriente
analítica del lenguaje, con fuerte implantación en el ámbito
anglosajón, tuvo un desarrollo considerable, sin proporción
con los otros dos.
Antoine Compagnon,
Le démon de la théorie.
Littérature et sens commun. París: Seuil, 1998.
[6]
«Jules Supervielle»,
Sur, No. 266, p. 2, Buenos Aires,
setiembre y octubre
de 1960.
[7]
En otro plano, hay que señalar las resistencias que luego
opusieron, y hasta hoy se mantienen aunque menguadas, los
sindicatos docentes y gremios estudiantiles.
Cf. por ejemplo, cómo José Pedro
Barrán en una de sus últimas entrevistas (2007) dice que «al
final de [su] formación intelectual» (luego de haber
frecuentado autores como Marc Bloch, Lucien Febvre, Fernand
Braudel, Georges Duby y Pierre Chaunu) se encuentra «por
supuesto» Michel Foucault. Por su parte, los entrevistadores
-Vania Markarian y Jaime Yaffé- preguntan a Barrán por su
silencio, por la poca explicitación que realiza, de la
historiografía adoptada para sus análisis.
Contemporánea Historia y problemas del siglo XX | Volumen 1, Año 1,
2010; consultada en :
http://www.geipar.udelar.edu.uy/wp-content/uploads/2012/05/11_Entrevista.pdf.
Una nítida excepción a esta ajenidad es Ida Vitale que, por
ejemplo en 1974, en su artículo sobre Felisberto Hernández,
cita con absoluta propiedad a Barthes y a Foucault.
Publicado inicialmente en la revista
Crisis de Buenos Aires, el texto fue reeditado e incluido en la
Revista de la
Biblioteca Nacional, Montevideo, diciembre de 2015.
[9]
Catálogo consultado el 05/07/2016; se contabilizan solo
obras o capítulos de los autores y no sobre los autores.
[10]
Philippe Sollers,
Un vrai roman.
Mémoires. Parίs: Plon, 2007.
[12]
Daniel Pennac, «Les droits du lecteur» in
Comme un roman,
Gallimard, 1992.
[13]
Sigo aquί los planteos de, entre otros, Walter Ong y Jack
Goody.
[16]
Este ideal que busca convertir a todas las personas en
individuos que pasan su vida aprendiendo y enseñando y que,
en consecuencia, desdibuja la especificidad de las
instituciones exclusivamente dedicadas a la enseñanza es
notorio en el documento de Fernando Filgueira, Martίn
Pasturino, Renato Opertti y Ricardo Vilarό, titulado «La
educacion [sic] prioridad de pais [sic]: aportes a la
construcciόn de una educacion [sic] genuinamente inclusiva».
Montevideo, Fundaciόn 2030, 2014, disponible en
www .espectador.com/documentos/Educacion.pdf
[17]
Cf. por ejemplo, la Comisiόn interministerial de desarrollo
econόmico (CIDE), cuya finalidad a comienzos de los años 60
era crear un Plan Nacional de Desarrollo Econόmico y Social
(1965-1974) que incluía un Plan de Desarrollo Educativo,
sostiene: « la vinculaciόn cada vez más estrecha entre la
educaciόn y la economίa aconseja tener presente al programar
a la educaciόn, las características de la evoluciόn
econόmica del paίs, sus metas de crecimiento, las
posibilidades ocupacionales y los requisitos planteados a la
educaciόn para influir sobre los propuestos aumentos de
productividad. » Citado por Walter Fernández Val, Boletίn de
la Federaciόn Nacional de Profesores (FENAPES), enero de
2015.
[18]
Cf., a este respecto, el excelente artίculo «Episodios
recientes de la analfabetizaciόn del Uruguay» de Gustavo
Espinosa (Prohibido Pensar -
Revista de ensayos no. 7 «Educaciόn», setiembre/octubre de 2015), en
que el autor considera el presente de la reforma Rama, en
agudo análisis.
[20]
Para un estudio detallado y agudo de este comodίn que ronda
el discurso didáctico-pedagógico desde hace mάs tres
decenios, cf. el excelente artίculo «Las competencias del
neoliberalismo en la Escuela» de Jean-Claude Bourdin
(Prohibido Pensar -
Revista de ensayos no. 7 «Educaciόn» setiembre/octubre de 2015).
Cf. Leo Spitzer «Lingüística e historia
literaria » in Lingüística e historia literaria [1948], Madrid : Gredos, 1961.
[22]
Cf. Estoy siguiendo aquί a Ana Inés Larre Borges, «Librerίas
de autor (pocos y buenos)»,
Brecha, 6/XI/2015.
[23]
Cf. Marίa José Santacreu, « M’hijo el gestor »,
Brecha, 29/X/2015.
[24]
A propόsito de la capacidad de enseñar que tuvo Primaria, y
sobre la pérdida de la capacidad lectora en Uruguay, cf.
Alma Bolόn «Tres logros del iletrismo» en
Luego existen. Trece
intelectuales uruguayos de hoy, comp. Óscar Larroca,
Montevideo: Organización Cultural Cisplatina, mayo de 2013;
y también “El cuidado de las letras” in
Revista de ensayos No. 4, dedicada a “Cuidar/Curar” (Prohibido
Pensar/Hum, setiembre/octubre de 2014).
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