1) Adiós escolástica.
El
Discurso del método suele ser evocado
como una pieza decisiva en la formación del espíritu moderno y de su recorrido
para distinguir, con certeza, lo verdadero de lo falso. La modernidad
cartesiana, suele decirse, radica en su fuerza para romper con las prácticas
escolásticas, especulativas, contradictorias, asentadas en principios de
autoridad escolar y, en consecuencia, sin asiento propio en quien piensa. De
hecho, el sentido común -el preferido por Descartes ante el artificio del hombre
de letras- hoy hace de “escolástico” un adjetivo casi insultante, sinónimo de
engorro anquilosado, cautivo de la repetición.
Así, la prédica
bíblico-escolar que legitimaba el peso de lo ya dicho, previniendo contra la
aspiración a la novedad subsolar - “habiendo aprendido desde la escuela que no
se podría imaginar nada tan extraño y tan poco creíble que ya no hubiera sido
dicho por alguno de los filósofos” - es evocada por Descartes entre los motivos
que lo hacen emprender la conducción
de sí mismo.
Por eso, en
contraposición con el pensamiento heredado -objeto de artificios que realiza en
su gabinete quien, sin irle ni venirle el asunto, se dedica a lo que no produce
más efecto que acrecentar su vanidad- Descartes propone la verdad que cada uno
encuentra en los asuntos que le importan:
“Porque me parecía que yo podría
encontrar mucho más de verdad en los razonamientos que hace cada uno respecto de
los asuntos que le importan y cuyo acontecer pronto lo castigará
si juzgó mal, que en los que hace un hombre de letras en su gabinete, con
respecto a especulaciones que no producen ningún efecto, y que no le acarrean
ninguna consecuencia, si no es la vanidad que experimentará cuanto más alejadas
estén del sentido común, a raíz del ingenio y del artificio que hubo de emplear
para volverlas verosímiles. Y seguía teniendo yo un extremo deseo de aprender a
distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis acciones, y caminar
con aplomo en esta vida”.
En las páginas que
siguen, no se considerará lo ajustado de la condena cartesiana a la especulación
escolástica: medievalistas como Jacques Le Goff
matizaron el asunto, mostrando lo que se jugaba -de actual y de urgente-
en la disputatio universitaria,
ritualmente organizada como una justa argumentativa, a la que la ciudad era
invitada a asistir. Semejantemente, controversias bizantinas como las del
Concilio de Nicea en 325, en donde se discutió sobre la consubstancialidad -o la
semejanza- del Hijo y del Padre, hoy pueden reformular el problema de la
naturaleza del vínculo entre “sindicato/partido” y “pueblo”[1].
En cambio, sí se considerará el lugar del método, su actual figura expansiva,
invasiva, asfixiante.
Según queda expresamente dicho por el
Discours, el método surge del deseo de remediar estudios “de letras”
inconducentes, que privaban de la posibilidad de “adquirir un conocimiento claro
y seguro de todo lo que es útil a la vida”, dado que una vez esos estudios
concluidos, “las dudas y los errores” habían aumentado, y su único provecho era
haber encontrado su propia ignorancia[2].
Como Descartes
señala, su camino para distinguir verdad y falsedad es económico, al basarse en
solo cuatro preceptos, contrariamente al gran número que empleaban los lógicos.
Estos son: (1) no dar nada por verdadero en tanto no haya sido clara y
distintamente asimilado por la propia mente; (2) dividir cada dificultad para su
mejor examen y resolución; (3) establecer una jerarquía, yendo de lo más simple
a lo más complejo; (4) pasar revista para no omitir nada.
Enjuiciar, analizar, ordenar, ser exhaustivo: estos cuatro pasos constituyen
procederes hoy en día corrientes, tan enraizados como criticados en nombre de
sus opuestos (no hay punto cero que pueda satisfacer -detener- la razón
enjuiciadora; no hay partes sino conjuntos y sistemas; el pormenor puede
encerrar el todo; la totalidad es inaccesible y la exhaustividad es una
pretensión que solo puede ser defraudada).
Preceptiva archipracticada aunque se ignore su autoría, tampoco se considerarán
aquí las ventajas o desventajas de este camino cartesiano “Para conducir bien su
razón y buscar la verdad en las ciencias”. En cambio, sí nos detendremos en
algunos de los efectos que este discurso, no ya el
Discours, produce hoy en la enseñanza
y la investigación (y, por ende, en la escritura).
2) En la enseñanza: del
Discours de la
méthode al discurso metodológico, los conocimientos quedaron por el camino.
Sin duda, entre los efectos más notorios del discurso metodológico debe
nombrarse la fetichización del método, su autonomización y su conversión en una
instancia autosuficiente.
Un método es, por definición, autónomo con respecto a cualquier contexto de
emisión o de recepción. En ese sentido, es asimilable a la escritura, instancia
con la suficiente autonomía con respecto a sus condiciones de producción, como
para existir en el permanente hiato entre quien escribe y quien lee. Este rasgo
permite que puedan producirse excelentes métodos para fabricar pizzas en, por
ejemplo, Kyoto, para gran provecho de toda la humanidad. Lo propio del método es
su autonomía con respecto a sus condiciones de producción, su posibilidad de
existir y de hacerse efectivo en un número imprevisible de contextos.
Naturalmente, el Discours cartesiano
aspira a esa universalidad, aspira a borrar cualquier otra marca de fábrica que
no sea la de “la razón”, de universal recibo.
Entonces, ¿por qué criticar la actual fetichización o autonomización de lo
metodológico? Justamente por lo que Descartes deja ver, en el relato de cómo
llegó a formular su método: como Rabelais y como Montaigne, Descartes critica
con conocimiento de causa. Esto significa que las críticas (serias o paródicas)
que estos autores dirigen a las sumas sapienciales escolásticas, las realizan a
partir de la posesión de esas sapiencias, desde su trato íntimo con los
conocimientos entregados por la tradición. Descartes, para justificar la razón
de su método, relata su experiencia como lector de “letras”, como estudiante de
las mejores escuelas de Europa (cf. nota 2), como docto; estando en posesión de
esos conocimientos, puede proponer los cuatro pasos de su método y puede
conceptualizar un espacio propio autónomo, un “yo” soberano que en su intimidad
piensa y se mira pensar.
Nada de esto es lo que sucede en las políticas que fetichizan lo metodológico al
punto de revertir el sentido y considerar la enseñanza del método como una
instancia previa, como una especie de propedéutica de los estudios que vendrán.
Como si los cuatro pasos cartesianos (o sus variantes o sus opuestos) pudieran
ejercerse sobre una ausencia de conocimientos disciplinares, letrados,
librescos, hechos de y por la escritura. (Claro que estos cuatro pasos no son
los propugnados, como se verá más adelante.)
La fetichización de lo metodológico va más lejos cuando no se contenta con
presentarse como una propedéutica de lo que vendrá, sino como su reemplazo, como
la sustitución económica que permitirá prescindir del resto, tachado de estorbo,
peso muerto, contenidos memorísticos.
En efecto, ¿qué otra cosa que un intento de sustitución de los conocimientos por
el método de aprendizaje de los conocimientos son los eslóganes que, desde hace
varios decenios, asolan la escuela, el liceo y la universidad: “aprender a
aprender”, “construir el conocimiento”, “enseñar a pensar”, etc. Como en un
conjuro mágico, se pretende creer que el “aprender a aprender” permitirá obviar
el simple “aprender”, como si la posesión del método para aprender diera
ventajas sobre la posesión de conocimientos. Como si fuera replicable en el
plano de los conocimientos el viejo refrán que aconseja no dar pescado sino
enseñar a pescar…
Se conocen los resultados que estas políticas pedagógicas han recogido: ahora ni
se conoce lo que antes se conocía, ni se aprendió a conocer lo que no se conoce.
Curiosamente, es en las disciplinas
humanísticas y sociales -en las más reacias al pensamiento preceptuado- en que
aparecen materias como “Metodología de X”. Suele argüirse que estas materias
responden a los pedidos de los estudiantes, que no saben “cómo” hacer y deben
ser guiados. De manera previsible, la “metodología” está destinada a fracasar,
salvo que se trate de una mera técnica instructiva rutinaria (cómo hacer una
pizza o una encuesta de opinión). El método cartesiano y su formidable economía
requieren una masa discursiva sobre la cual actuar (enjuiciar, analizar,
ordenar, inventariar), un archivo discursivo del que suelen estar desprovistos
quienes piden instrucción metodológica. Por otra parte, quienes están provistos
de esos conocimientos, obviamente solo pudieron tomar posesión de estos
enjuiciándolos, analizándolos, ordenándolos, inventariándolos. Por lo tanto, lo
metodológico siempre será insuficiente o superfluo.
(Algunos partidarios del “aprender a aprender” alegan la continua renovación del
conocimiento, que se vuelve obsoleto cada cinco o diez años, o cualquier otra
cifra disparatada que asimila
conocimiento y artefactos tecnológicos.
En otros casos, el sintagma “Metodología de X” tiene por efecto inducir la
existencia de “X”, constituyéndolo como “disciplina”, gracias a la adjunción de
“metodología de”. Por este artilugio, una existencia ilegítima se elude,
trasladando su problemática a lo procedimental. Véase, a este respecto, la
creación de la cátedra “Metodología de la extensión”, en Facultad de Derecho. En
Udelar, el problema que aqueja a “la extensión” es de orden político e
ideológico, como lo ilustran abundantes debates; crear “metodología de la
extensión” es una manera de liquidar el problema político, esperando que las
preceptivas se ocupen del cadáver.
El auge del “aprendizaje por problemas” se corresponde con la fetichización de
lo metodológico, inclusive en las disciplinas menos esperables. Véase la postura
de estudiantes de Derecho (y de docentes que los acompañan) sobre los beneficios
del “aprender a resolver problemas”, en una materia -la judicial- en que el
problema principal consiste en que los asuntos no se resuelven, sino que su
tratamiento, agotadas ciertas instancias, se da por concluido: solo se cierra,
hasta que aparezca una fuerza que vuelva a abrirlo.)
3) Y en la investigación (y en la escritura).
En la investigación y, por ende, en la escritura pública, la sacralización de lo
procedimental involucra, al menos, dos planos. En uno de ellos se preceptúan los
pasos que debe recorrer toda escritura que aspire a ser reconocida como trabajo
de maestría o de doctorado, o que aspire a recibir alguna financiación. Antes de
que el trabajo haya sido realizado, inclusive antes de su iniciación, se exige
que se expliciten cuáles son sus fundamentos, cuáles son sus antecedentes,
cuáles son sus objetivos general y específicos -a largo plazo, a mediano plazo-,
cuáles son sus preguntas, cuál su metodología, cuál es su cronograma, cuáles son
los resultados esperados -a largo plazo, a mediano plazo- cuál será su impacto,
cuál será su contribución.
Ignorando lo que cualquier autor sabe -el prólogo de un libro es lo último que
se escribe- se espera que el trabajo sea antes de existir. La justificación es
de índole metodológica: se supone así que el tesista o investigador, obligado a
cumplir con los pasos del método, permanecerá en el camino recto, avanzando pero
sin irse al garete, caminando pero sin salirse del surco (lo que se dice: sin
“delirar”). El viejo método cartesiano -profundamente intelectual puesto que
opera con los conocimientos que el intelecto posee- deja paso a una metodología
que, a grandes rasgos, consiste en vender un proyecto, mostrando que se
fabricará un producto conforme con la reglamentación vigente. Sin duda, en estos
casos, la fetichización de lo metodológico se corresponde con otros fenómenos,
como son la imposición de titulación universitaria (hay consenso para afirmar
que cuantas más personas tengan más títulos universitarios tanto mejor será,
independientemente de la calidad de los conocimientos certificados por esos
títulos) y el productivismo universitario (para entrar o permanecer en un puesto
universitario, los proyectos de investigación son condición). La existencia de
un protocolo -de una serie de pasos estipulados- empuja a escribir al menos
inspirado, al tiempo que contiene al inspirado en demasía. Claro que nada de
esto obrará por el interés del resultado, aunque sí por el crecimiento
estadístico de esos productos.
La sacralización de lo metodológico se juega también en el plano de la escritura
propiamente dicha: en la conformidad con una preceptiva que indica desde las
modalidades enunciativas hasta el vocabulario admitido, el cual no solo excluye,
previsiblemente, la primera persona y lo grosero, sino también lo excesivamente
metafórico, lo excesivamente expresivo, lo excesivamente oscuro (salvo los
autorizados), lo excesivamente polémico, lo que rechaza concluir, lo
idiosincrático. Como también aquí están en juego los fenómenos de competencia y
de productividad universitaria, la permanencia exitosa en la institución exige
la conformidad con una metodología que preceptúa una escritura normalizada,
aplanada, promedial, sin estridencias.
De este embate “metodológico” surge, sin duda, la falta de interés que padecen,
actualmente y en el campo de las ciencias humanas y sociales, millares de tesis
y de artículos que se escriben e incluso se publican, aunque no encuentren a sus
lectores.
4)
De vuelta a la escolástica.
Puede colegirse que la expansión de lo metodológico condujo a una vuelta a la
escolástica, entendida como un discurso preceptuado en demasía, sometido a la
autoridad de lo ya dicho, proferido por unos pocos para unos pocos, sobre todo
preocupados por alimentar cierta vanidad , ocupados en temas que poco los
conmueven.
En este sentido, no será la menor de las paradojas constatar que al Descartes
que escribe el Discours
de la méthode en francés -y no en
latín, como era lo esperable- buscando así alcanzar el mayor número de lectores
entre sus contemporáneos, hoy responde la imposición de redactar en inglés y de
publicar en revistas internacionales de difusión restringida.
Ni qué decir sobre la
proliferación de “investigaciones” perfectamente inanes, sostenidas por una
“metodología” que no logra ocultar la perogrullada que cree descubrir. Esto es
particularmente notorio en el campo de las “ciencias sociales”, en que se siguen
complejas “metodologías” indagatorias para enunciar pomposamente lo que
cualquiera podría decir. La enunciación de lo trivial, pero sostenido por un
protocolo metodológico que aspira al rigor, es la marca más visible de las
ciencias sociales, tales como se practican en Uruguay[3].
Meses atrás, Fernando García se refería a una caída de la “filosofía académica”
en una “especie de neoescolástica donde el discurso gira en torno al discurso y
donde hay una especie de mecanismo funcional, un tipo de pensamiento y de
escritura, incluso, que proviene de la filosofía estadounidense, de los años 50”
y que “ha forjado una manera de concebir y de escribir la filosofía hacia
adentro de las universidades, las que a su vez funcionan en concomitancia con
una especie de accionar de la lógica capitalista”
[4].
El juicio es enteramente suscribible, con dos agregados. Por una parte, el
discurso sobre el discurso no confina a la repetición obediente. Una de las más
violentas y durables (hasta hoy) torsiones a la
Poética aristotélica -la atribución de la tripartición lírica,
épica, drama- la realizó el abate Batteux en 1746 y bajo el piadoso título de
“Que esta doctrina es conforme con la de Aristóteles”. Casi siete siglos antes,
Abelardo -encarnación de la escolástica de combate- desafiaba a sus rivales a
que le presentaran cualquier texto poco conocido y desprovisto de comentarios,
que él sabría hacer los suyos propios[5]
. Por otra parte, el discurso sobre el discurso permite, en virtud justamente de
la ambigüedad del lenguaje, que las interpretaciones se desplieguen según un
recorrido no previsible de antemano, y sin alcanzar una verdad que congele su
sentido en una certeza.
Es en la escritura donde sucede el despliegue interpretativo -no calculable de
antemano- que descongela lo obvio, interrogándolo con conocimientos previos, con
los archivos discursivos disponibles. Cuando el furor metodológico pretende
reemplazar los conocimientos, la escritura se ausenta, privada de las letras que
la nutren. Queda en su lugar una gesticulación, quizás una jerga sin filo
(un gorjeo académico, hecho de modismos imperiosos y pasajeros,
que ni cortan ni pinchan en el pensamiento),
sin autor y sin lector.
Notas:
[1]
Tomo
este ejemplo de Alain Badiou (Seminario, sesión del 12/II/2014).
[2]
“Me
nutrí de letras desde mi infancia; y como me persuadían de que por su
medio se podía adquirir un conocimiento claro y asegurado de todo lo que
es útil en la vida, yo tenía un gran deseo de aprenderlas. Pero en
cuanto hube terminado esos estudios, cuando se acostumbra ser recibido
entre los doctos, cambié totalmente de opinión. Porque me incomodaban
tantas dudas y errores que me parecía no haber sacado más provecho, al
intentar instruirme, que el descubrir cada vez más mi ignorancia. Y no
obstante yo estaba en una de las escuelas más célebres de Europa, en
donde yo pensaba que debía haber hombres sabios, si los había en algún
lugar de la tierra. Yo había aprendido todo lo que los otros aprendían;
e inclusive, no habiéndome contentado con las ciencias que nos
enseñaban, yo había recorrido todos los libros que tratan de las
ciencias consideradas como las más curiosas y las más raras, que habían
podido venir a mis manos”.
Libro I
[3]
Aunque
para nada tengamos el monopolio: "Ciertos estudios
(ver por ejemplo Perrefort 1997 o Muller 1998), descubren una
correlación fuerte entre la imagen que un educando se forjó de un país y
las representaciones que él construye a propósito de su propio
aprendizaje de la lengua de ese país. Así a una imagen negativa de
Alemania (ejemplo corrientemente observado en Francia o en Suiza
romanche) correspondería la visión de un aprendizaje difícil e
insatisfactorio del alemán.
Agradezco el ejemplo a Mathilde
Roussigne, que coleccionó algunas de estas perogrulladas.
[4]
“La Factoría”, entrevista de Sofi Richero,
Brecha, 11/IV/2014.
[5]
“Yo estaba muy asombrado de que personas instruidas no se contentaran,
para explicar la Biblia, con el texto y con la glosa, y que les fuera
necesario un comentario. […] Acordaron
presentarme una oscura profecía de Ezequiel. Tomé el texto y los
invité a venir, al día siguiente, a oír mi comentario.” (Abelardo, Carta
Primera)
*
Publicado originalmente en
Revista de Ensayos,
no. 3, “Escrituras”; julio/agosto 2015.