Aquel día, el resto de
Israel, los supervivientes de Jacob,
no volverán a apoyarse en su agresor, sino que se apoyarán
sinceramente
en el Señor, el Santo de Israel.
Un resto volverá, un resto
de Jacob, al guerrero divino:
aunque fuera tu pueblo, Israel, como arena del mar,
sólo un resto volverá a él...
I
s. II, 20-22
Pues bien, del mismo modo
también en el tiempo presente subsiste un resto, elegido por gracia
... y así, todo Israel será salvo.
Rm. II, 5-26
I.
EL TESTIGO
1.1.
En un campo, una de las razones que pueden impulsar
a un deportado a sobrevivir es convertirse en un testigo.
Por mi parte, había tomado
la firme decisión de no quitarme la vida pasara lo que pasase.
Quería ver todo, vivirlo todo, experimentar todo, guardar todo
dentro de mí. ¿Para qué, puesto que nunca tendría la posibilidad de
gritar al mundo lo que sabía? Sencillamente porque no quería
desaparecer, no quería suprimir al testigo en que podía convertirme
(Langbein 1, p. 186).
Desde luego no todos los
detenidos, sino sólo una pequeña parte, invocan esta razón. Que bien
puede ser, por lo demás, una simple razón de conveniencia ("quiero
sobrevivir por esta u otra razón, por este o aquel fin, y encuentra
centenares de pretextos. La verdad es que quiere vivir a toda
costa": Lewental, p. 148). O que se trate sencillamente de venganza
("naturalmente podría suicidarme lanzándome contra la alambrada de
espino; esto siempre cabe hacerlo. Pero quiero vivir. Tal vez suceda
un milagro y nos liberen. Y entonces me vengaré, y contaré a todo el
mundo lo que ha pasado aquí dentro": Sofsky, p. 477). Justificar la
propia supervivencia no es fácil, y mucho menos en un campo. Además
algunos de los supervivientes prefieren callar. "Algunos de mis
amigos, amigos muy queridos, no hablan nunca de Auschwitz" (Levi 1a,
p. 172). Pero, para otros, la única razón de vivir es impedir que
muera el testigo. "Otras personas, en cambio, hablan de Auschwitz
incesantemente, y yo soy uno de ellos" (Ibid).
1.2.
Primo Levi es un tipo de testigo perfecto. Cuando
vuelve a casa, entre los hombres, relata sin cesar a todos lo que le
ha tocado vivir. Hace como el Viejo Marinero de la balada de
Coleridge:
Si usted recuerda la escena,
el viejo marinero cierra el paso a los invitados a la boda, que no
le prestan atención -ellos están pensando en la boda- y los obliga a
escuchar su relato. Pues bien, recién regresado del campo de
concentración yo me comportaba exactamente así. ¡Sentía una
necesidad irrefrenable de contar a todo el mundo lo que me había
sucedido!... Cualquier ocasión era buena para contárselo a todos,
tanto al director de la fábrica como al obrero, aunque tuviesen
otras cosas que hacer, exactamente como el viejo marinero. Después
empecé a escribir a máquina por la noche... Escribía todas las
noches, ¡lo cual era considerado algo todavía más insensato! (Ibid,
p. 173).
Pero no se siente escritor,
se hace escritor con el único fin de testimoniar. Y, en cierto
sentido, no llegó nunca a convertirse en un escritor. En 1963,
cuando ya había publicado dos novelas y varios relatos, responde sin
sombra de duda a la pregunta de si se considera
un químico
o un
escritor: "Ah,
un químico,
que quede
bien claro,
no confundamos las cosas" (Ibid, p. 86). El hecho de que con
el tiempo, y a su pesar, acabara por llegar a serlo, escribiendo
libros que nada tienen que ver con su testimonio, le produce un
profundo malestar: "Después he escrito... he adquirido el vicio de
escribir" (Ibid, p. 206). "En este último libro mío, La llave
estrella, me he despojado completamente de mi calidad de testigo...
Con esto no reniego de nada: no he dejado de ser un ex deportado, un
testigo..." (Ibid, p. 119). .
Y con este malestar a sus
espaldas tuve ocasión de encontrarme con él en las reuniones que se
celebraban en la editorial Einaudi. Podía sentirse culpable por
haber sobrevivido, no por haber prestado testimonio. "Estoy en paz
conmigo mismo porque he testimoniado" (Levi 1a, p. 219).
1.3.
En latín hay dos palabras para referirse al testigo. La
primera, testis, de la que deriva nuestro término "testigo",
significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis)
en un proceso o un litigio entre dos contendientes. La segunda,
superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada
realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está,
pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él. Es evidente
que Levi no es un tercero; es, en todos los sentidos, un
superviviente. Pero esto significa asimismo que su testimonio no
tiene nada que ver con el establecimiento de los hechos con vistas a
un proceso (no es lo suficientemente neutral para ello, no es un
terstis). En última instancia, no es el juicio lo que le importa, y
todavía menos el perdón. "Yo no aparezco jamás como juez" (Levi 1a,
p. 65); "yo no poseo la autoridad de conceder el perdón:.. Carezco
de autoridad" (Levi 1, p. 184). Parece incluso que lo único que le
interesa es lo que hace que el juicio sea imposible: la zona gris
donde las víctimas se convierten en verdugos y los verdugos en
víctimas. Es éste el punto en que los que han sobrevivido muestran
un acuerdo mayor. "Ningún grupo era más humano que los otros" (Ibid,
p. 180); "Víctima y verdugo son igualmente innobles, la lección de
los campos es la fraternidad de la abyección" (Rousset, en Levi 1a,
p. 216).
Y no es que no se pueda o no
se deba emitir un juicio. "Si hubiese tenido frente a mí a Eichmann,
le habría condenado a muerte" (Levi 1, p. 114). "Si han cometido un
crimen, entonces tienen que pagar" (Ibid, p. 184). Lo decisivo es
sólo que las dos cosas no se confundan, que el derecho no albergue
la pretensión de agotar el problema. La verdad tiene una
consistencia no jurídica, en virtud de la cual la questio facti no
puede ser confundida con la questio iuris. Esto es, precisamente, lo
que concierne al superviviente: todo aquello que lleva a una acción
humana más allá del derecho, todo aquello que la sustrae
radicalmente al proceso. "Cualquiera de nosotros puede ser
procesado, condenado y ajusticiado sin ni siquiera saber por qué"
(Ibid, p. 64).
1.4.
Uno de los equívocos más comunes -y no sólo en lo que se
refiere a los campos- es la tácita confusión de categorías éticas y
de categorías jurídicas (o, peor aún, de categorías jurídicas y
categorías teológicas: la nueva teodicea). Casi todas las categorías
de que nos servimos en materia de moral o de religión están
contaminadas de una u otra forma por el derecho: culpa,
responsabilidad, inocencia, juicio, absolución... Por eso es difícil
utilizarlas si no es con especial cautela. La realidad es que, como
los juristas saben perfectamente, el derecho no tiende en última
instancia al establecimiento de la justicia. Tampoco al de la
verdad. Tiende exclusivamente a la celebración del juicio, con
independencia de la verdad o de la justicia. Es algo que queda
probado más allá de toda duda por la fuerza de cosa juzgada que se
aplica también a una sentencia injusta. La producción de la res
judicata, merced a la cual lo verdadero y lo justo son sustituidos
por la sentencia, vale como verdad aunque sea a costa de su falsedad
e injusticia, es el fin último del derecho. En esta criatura
híbrida, de la que no es posible decir si es hecho o norma, el
derecho se aquieta: no le es posible ir más allá.
En 1983, el editor Einaudi
solicitó a Primo Levi que tradujera El proceso de Kafka. Sobre esta obra se han
ofrecido infinitas interpretaciones, que acentúan su carácter
profético-político (la burocracia moderna como mal absoluto) o
teológico (el tribunal es el Dios oculto) o biográfico (la condena
es la enfermedad por la que Kafka se sentía afectado). Pocas veces
se ha hecho notar que este libro, en el que la ley se presenta
exclusivamente en la forma del proceso, contiene una intuición
profunda sobre la naturaleza del derecho, que no es aquí tanto norma
-según la opinión común- cuanto juicio y, en consecuencia, proceso.
Pero si la esencia de la ley -de toda ley- es el proceso, si todo el
derecho (y la moral que queda contaminada por él) es sólo derecho (y
moral) procesal, ejecución y transgresión, inocencia y culpabilidad,
obediencia y desobediencia se confunden y pierden importancia. “El
tribunal no quiere nada de ti. Te recibe cuando vienes y te despide
cuando te vas”. El fin último de la norma es la producción del
juicio; pero éste no se propone ni castigar ni premiar, ni hacer
justicia ni descubrir la verdad. El juicio es en sí mismo el fin y
esto -como se ha dicho- constituye su misterio, el misterio del
proceso.
Una de las consecuencias que
cabe extraer de esta naturaleza autorreferencial del juicio -y el
que la ha extraído ha sido un gran jurista italiano- es que la pena
no sigue al juicio, sino que éste es él mismo la pena (nullum
judicium sine poena). "Se podría decir incluso que toda la pena está
en el juicio, que la pena impuesta -la prisión, el verdugo- sólo
interesa en la medida en
que es, por decirlo así, una prolongación del juicio (piénsese en el
término ‘ajusticiar’, giustiziare)" (Satta, p. 26). Pero lo anterior
significa también que "la sentencia de absolución es la confesión de
un error judicial", que "cualquiera es íntimamente inocente", pero
que el único inocente verdadero "no es el que es absuelto, sino el
que pasa por la vida sin juicio" (Ibid, p. 27).
1.5.
Si lo anterior es cierto -y el que ha sobrevivido sabe que es
cierto- es posible que sean precisamente los procesos (los doce
procesos celebrados en Nuremberg, más otros que se desarrollaron
dentro y fuera de las fronteras alemanas, hasta el de 1961 en
Jerusalén, que concluyó con la muerte en la horca de Eichmann y
abrió el camino a una nueva serie de procesos en la República
Federal) los responsables de la confusión intelectual que ha
impedido pensar Auschwitz durante decenios. Por necesarios que
fueran esos procesos y a pesar de su manifiesta insuficiencia
(afectaron en total a unos pocos centenares de personas),
contribuyeron a difundir la idea de que el problema había ya quedado
superado. Las sentencias habían pasado a ser firmes, sin
posibilidad, pues, de impugnación alguna, y las pruebas de la
culpabilidad se habían establecido de manera definitiva. Al margen
de algún espíritu lúcido, casi siempre aislado, ha sido preciso que
transcurriera casi medio siglo para llegar a comprender que el
derecho no había agotado el problema, sino que más bien éste era tan
enorme que ponía en tela de juicio al derecho mismo y le llevaba a
la propia ruina.
La confusión entre derecho y
moral, y entre teología y derecho, ha producido también algunas
víctimas ilustres. Una de ellas es Hans Jonas, el filósofo alumno de
Heidegger, especializado en problemas éticos. En 1984, con ocasión
de la entrega del premio Lucas, se ocupó de Auschwitz. Y lo hizo
apelando a una nueva teodicea, es decir preguntándose cómo es
posible que Dios haya tolerado Auschwitz. La teodicea es un proceso
que no pretende establecer las responsabilidades de los hombres,
sino las de Dios. Y como todas las teodiceas, también ésta acaba con
una absolución. La motivación de la sentencia reza más o menos así:
"Lo infinito (Dios) se ha despojado por completo de su omnipotencia
en lo finito. Al crear el mundo, Dios le ha confiado, por así
decirlo, a su propia suerte, se ha hecho impotente. Y después de
haberse dado totalmente en el mundo, no tiene ya nada que
ofrecernos: es al hombre a quien ahora le toca dar. El hombre puede
hacerlo velando para que no suceda, o no suceda con demasiada
frecuencia, que, a causa de él, Dios tenga que deplorar haber dejado
ser al mundo".
El vicio de conciliación que
entraña toda teodicea es aquí particularmente evidente. No sólo no
nos dice nada de Auschwitz, ni sobre las víctimas ni sobre los
verdugos; sino que ni siquiera consigue evitar el final feliz. Tras
la impotencia de Dios se deja ver la de los hombres, que repiten su
¡plus jamais ça! cuando ya está claro que ça está en todas partes.
1.6.
También el concepto de responsabilidad está irremediablemente
contaminado por el derecho. Es algo que sabe cualquiera que haya
intentado hacer uso de él fuera del ámbito jurídico. Sin embargo, la
ética, la política y la religión sólo han podido definirse por el
terreno que han ido ganando a la responsabilidad jurídica, si bien
no para hacer suyas responsabilidades de otro género, sino para
ampliar las zonas de no responsabilidad. Lo que, por supuesto, no
significa impunidad.
Significa más bien -por lo
menos para la ética- encontrarse con una responsabilidad
infinitamente más grande de la que nunca podremos asumir. Podemos,
como mucho, serle fiel; es decir, reivindicar su condición de
inasumible.
El descubrimiento inaudito
que Levi realizó en Auschwitz se refiere a una materia que resulta
refractaria a cualquier intento de determinar la responsabilidad; ha
conseguido aislar algo que es como un nuevo elemento ético. Levi lo
denomina la "zona gris". En ella se rompe la "larga cadena que une
al verdugo y a la víctima"; donde el oprimido se hace opresor y el
verdugo aparece, a su vez, como víctima. Una gris e incesante
alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los
metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión.
Se trata, pues, de una zona
de irresponsabilidad y de "impotencia judicandi" (Levi 2, p. 53),
que no está situada más allá del bien y del mal, sino que, por así
decirlo, está más acá de ellos. Con un gesto simétricamente opuesto
al de Nietzsche, Levi ha desplazado la ética más acá de donde nos
habíamos habituado a pensarla. Y, sin que logremos decir por qué,
sentimos que este más acá tiene mayor importancia que cualquier más
allá, que el infrahombre debe interesarnos en mayor medida que el
superhombre. Esta infame región de irresponsabilidad es nuestro
primer círculo, del que ninguna confesión de responsabilidad
conseguirá arrancarnos y en el que, minuto a minuto, se desgrana la
lección de la "espantosa, indecible e inimaginable banalidad del
mal" (Arendt, p. 259).
1.7.
El verbo latino spondeo, del que deriva nuestro término "responsabilidad",
significa "salir garante de alguno (o de sí mismo) en relación a
algo y frente a alguien". Así, en la promesa de matrimonio, la
pronunciación de la fórmula spondeo significaba que el padre se
comprometía a entregar a su hija como mujer al pretendiente (que,
por esto, era denominada sponsa) o a garantizar una reparación en el
caso de que tal cosa no se produjera. En el derecho romano arcaico,
el uso era que el hombre libre pudiera constituirse en rehén -es
decir, en situación de cautividad-, y de aquí el
término ob-ligatio -para garantizar la reparación de una
ofensa o el cumplimiento de una obligación. (El término sponsor
designaba al que se ponía en lugar del reus, y prometía proporcionar,
en caso de incumplimiento, la prestación debida.)
El gesto de asumir
responsabilidad es, pues, genuinamente jurídico, no ético. No
expresa nada noble o luminoso, sino simplemente el ob-ligarse, el
constituirse en cautivo para garantizar una deuda, en un escenario
en que el vínculo jurídico estaba todavía íntimamente unido al
cuerpo del responsable. Como tal, está estrechamente enlazado con el
concepto de culpa que, en sentido lato, indica la imputabilidad de
un daño (por eso los romanos excluían que pudiera existir culpa con
relación a uno mismo: quod
quis ex culpa sua damnum sentit, non intelligitur damnum sentire,
el daño que uno se causa a sí mismo por su culpa no es jurídicamente
relevante).
Así pues, responsabilidad y
culpa se limitan a expresar dos aspectos de la imputabilidad
jurídica y sólo en un segundo momento fueron interiorizadas y
transferidas fuera del ámbito del derecho. Aquí tienen su raíz la
insuficiencia y la opacidad de cualquier doctrina ética que pretenda
fundarse sobre estos dos conceptos. (Lo anterior puede aplicarse
tanto a Hans Jonas, que ha pretendido formular un auténtico
"principio de responsabilidad", como, quizás, a Levinas, que, de una
manera mucho más compleja, ha transformado el gesto del sponsor en
el gesto ético por excelencia). Se trata de una insuficiencia y de
una opacidad que salen a la luz con claridad cada vez que se trata
de trazar las fronteras que separan la ética del derecho.
Presentamos dos ejemplos, lejanísimos entre ellos en lo referente a
la gravedad de los hechos en cuestión, pero que coinciden en cuanto
al distinguo que ambos parecen implicar.
Durante el proceso de
Jerusalén, la línea constante de la defensa de Eichmann fue
expresada con toda claridad por su abogado, Robert Servatius, con
estas palabras: "Eichmann se siente culpable ante Dios, no ante la
ley". Y, en efecto, Eichmann (cuya participación en el exterminio de
los judíos estaba ampliamente probada, si bien, probablemente, con
un carácter distinto del sostenido por la acusación) llegó incluso a
declarar que quería "colgarse en público", para "liberar a los
jóvenes alemanes del peso de la culpa". No obstante, se empecinó en
sostener hasta el final que su culpabilidad ante Dios (que para él
era sólo un Höheren Sinnesträger, el más alto portador de sentido)
no era jurídicamente perseguible. El único sentido posible de este
distinguo, tan tenazmente destacado, es que, sin lugar a dudas, el
asumir una culpa moral aparecía como éticamente noble para el
acusado, que no estaba dispuesto, sin embargo, a asumir una culpa
jurídica (culpa que, desde el punto de vista ético, debería ser
menos grave).
Recientemente, un grupo de
personas que años atrás habían pertenecido a una organización
política de extrema izquierda publicaron en un diario italiano un
comunicado en el que reconocían la propia responsabilidad política y
moral en el asesinato de un comisario de policía llevado a cabo
veinte años atrás. "Sin embargo, esa responsabilidad -afirmaba el
comunicado- no puede ser transformada... en una responsabilidad de
carácter penal." Conviene recordar en este punto que la asunción de
una responsabilidad moral tiene algún valor sólo en el caso de que
se esté dispuesto a sufrir las consecuencias jurídicas de ella. Es
algo que los autores del comunicado parecen sospechar de algún modo,
desde el momento en que, en un pasaje significativo, aceptan una
responsabilidad que tiene una inconfundible resonancia jurídica, al
afirmar haber contribuido "a crear un clima que ha conducido al
asesinato" (pero el delito en cuestión, la instigación a cometer un
crimen, ya había prescrito, por supuesto). Siempre se ha considerado
noble el gesto de quien asume una culpa jurídica de la que es
inocente (Salvo D'Acquisto), mientras que la aceptación de una
responsabilidad política o moral sin consecuencias jurídicas ha sido
una característica permanente de la arrogancia de los poderosos
(Mussolini con respecto al delito Matteotti). Pero en la Italia de
hoy estos modelos se han invertido y la contrita aceptación de
responsabilidades morales se invoca en cualquier ocasión para evadir
las jurídicas.
La confusión entre
categorías éticas y categorías jurídicas (con la lógica del
arrepentimiento que implica) es aquí absoluta. Y está en el origen
de los numerosos suicidios llevados a cabo para sustraerse a un
proceso (y no sólo por parte de los criminales nazis) en que la
admisión tácita de una culpa moral pretende redimir de la culpa
jurídica. No es ocioso recordar que la primera responsable de esta
confusión no es la doctrina católica, que reconoce un sacramento
cuya finalidad es la de liberar al pecador de la culpa, sino la
ética laica (en su versión bienpensante y farisaica que es la
dominante). Después de haber erigido las categorías jurídicas en
categorías éticas supremas y de haber así trucado irremediablemente
la baraja, alberga todavía la pretensión de introducir su distinguo.
Mas la ética es la esfera que no conoce culpa ni responsabilidad: es,
como sabía Spinoza, la doctrina de la vida feliz. Asumir una culpa y
una responsabilidad -cosa que en ocasiones puede ser necesario hacer-
significa salir del ámbito de la ética para entrar en el del derecho.
Quien se ha visto obligado a dar este difícil paso no puede
pretender volver a utilizar la puerta que ha dejado a sus espaldas.
1.8.
La figura extrema de la
"zona gris"
es el
Sonderkommando.
Con este eufemismo -Escuadra
especial- las SS se referían al grupo de deportados a los que se
confiaba la gestión de las cámaras de gas y de los crematorios. Eran
los que tenían que
conducir a los prisioneros desnudos a la muerte en las cámaras de
gas y mantener el orden entre ellos; sacar después los cadáveres con
sus manchas rosas y verdes por efecto del ácido cianhídrico, y
lavarlos con chorros de agua; comprobar que no hubiera objetos
preciosos escondidos en los orificios corporales;
arrancar los dientes de oro de las mandíbulas; cortar el pelo
de las mujeres y lavarlo con cloruro de amoníaco; transportar los
cadáveres a los crematorios y asegurarse de su combustión y, por
último, limpiar los hornos de los restos de ceniza.
1.9. Sobre
estas escuadras ya circulaban historias vagas y parciales entre los
que estábamos prisioneros, y fueron confirmadas más tarde por las
otras fuentes antes mencionadas, pero el horror intrínseco de esta
situación humana ha impuesto a todos los testigos una especie de
reserva, por lo cual aun ahora es difícil hacerse una idea de lo que
significaba estar obligado a realizar durante meses tal oficio...
Uno de ellos declaró: "En este trabajo, o uno enloquece durante el
primer día o se acostumbra". Y otro: "es verdad que hubiera podido
matarme o dejarme matar, pero quería sobrevivir, para vengarme y dar
testimonio de todo aquello. No creáis que somos monstruos, somos
como todos vosotros, aunque mucho más desdichados"... De hombres que
han conocido esta privación extrema no podemos esperar una
declaración en el sentido jurídico del término sino otro tipo de
cosa, que está entre el lamento, la blasfemia, la expiación y el
intento de justificación, de recuperación de sí mismos... Haber
concebido y organizado las Escuadras ha sido el delito más demoníaco
del nacionalsocialismo (Levi 2, pp. 46 y ss.).
Levi refiere, con todo, que
un testigo, Miklos Nyiszli, uno de los poquísimos sobrevivientes de
la última Escuadra especial de Auschwitz, contó que había asistido,
durante una pausa del "trabajo", a un partido de fútbol entre las SS
y representantes del Sonderkommando.
Al encuentro asisten otros
soldados de las SS y el resto de la escuadra, muestran sus
preferencias, apuestan, aplauden, animan a los jugadores, como si,
en lugar de a las puertas del infierno, el partido se estuviera
celebrando en el campo de un pueblo (Ibid, p. 40).
A algunos este partido les
podrá parecer quizás una breve pausa de humanidad en medio de un
horror infinito. Pero para mí, como para los testigos, este partido,
este momento de normalidad, es el verdadero horror del campo.
Podemos pensar, tal vez, que las matanzas masivas han terminado,
aunque se repitan aquí y allá, no demasiado lejos de nosotros. Pero
ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin
haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de
la "zona gris", que no entiende de tiempo y está en todas partes. De
allí proceden la angustia y la vergüenza de los supervivientes, "la
angustia inscrita en todos del ‘tóhu vavóhu’, del universo desierto
y vacío, aplastado bajo el espíritu de Dios, pero del que está
ausente el espíritu del hombre: todavía no nacido y ya extinto"
(Levi 2, p. 74). Mas es también nuestra vergüenza, la de quienes no
hemos conocido los campos y que, sin embargo, asistimos, no se sabe
cómo, a aquel partido, que se repite en cada uno de los partidos de
nuestros estadios, en cada transmisión televisiva, en todas las
formas de normalidad cotidiana. Si no llegamos a comprender ese
partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza.
1.9.
Testigo se dice en griego martis, mártir. Los primeros padres
de la Iglesia acuñaron a partir de ahí el término martirium para
indicar la muerte de los cristianos perseguidos que de esa forma
daban testimonio de su fe. Lo sucedido en los campos tiene muy poco
que ver con el martirio. Sobre esto hay unanimidad entre los que
sobrevivieron a ellos. "Llamando mártires a las víctimas del nazismo,
mistificamos su destino" (Bettelheim 1, p. 93). Hay, sin embargo,
dos puntos en que esas dos cosas parecen aproximarse. El primero se
refiere al propio término griego, derivado de un verbo que significa
"recordar". El superviviente tiene la vocación de la memoria, no
puede no recordar.
Los recuerdos de mi
reclusión son mucho más vívidos y detallados respecto de cualquier
otra cosa acaecida antes o después (Levi 1, p. 174).
Conservo una memoria visual
y auditiva de las experiencias de allí que no sé explicar... me han
quedado grabadas en la mente, como en una cinta magnética, algunas
frases en lenguas que no conozco, en polaco o en húngaro; se las he
repetido a polacos y húngaros y me han dicho que estas frases tienen
sentido. Por algún motivo que ignoro me ha pasado algo muy extraño,
diría que
algo semejante
a una
preparación
inconsciente para
testimoniar (Levi 1a, p. 220).
Pero en el segundo punto
aparece una proximidad más íntima e instructiva. La lectura de los
primeros textos cristianos sobre el martirio -por ejemplo, el
Scorpiace de Tertuliano- nos aporta a este respecto enseñanzas
insospechadas. Los Padres tenían que hacer frente a ciertos grupos
heréticos que rechazaban el martirio porque éste constituía para
ellos una muerte insensata (perire sine causa). ¿Qué sentido podía
tener hacer profesión de fe ante unos hombres -los perseguidores y
los verdugos- que no la entenderían en absoluto? Dios no puede
querer lo insensato. "¿Deben sufrir estas cosas los inocentes?... De
una vez para siempre Cristo se ha inmolado por nosotros, de una vez
para siempre se le dio muerte, precisamente para que nosotros no
muriéramos. Si me pide que le imite, ¿será porque también él espera
salvación de mi muerte? ¿O hay quizás que pensar que Dios quiere la
sangre de los hombres cuando desdeña la de los toros y los machos
cabríos? ¿Cómo puede desear la muerte de quien no ha cometido pecado?"
(Tertuliano, pp. 63-65). La doctrina del martirio nace, pues, para
justificar el escándalo de una muerte insensata, de una carnicería
que no podía parecer otra cosa que absurda. Frente al espectáculo de
una muerte aparentemente sine causa, la referencia a Lc. 12, 8-9 y
Mt. 10, 32-33 ("Al que me confiese ante los hombres lo confesaré yo
ante mi Padre del cielo. Del que reniegue de mí ante los hombres,
renegaré yo ante mi Padre del cielo") permitía interpretar el
martirio como un mandamiento divino y encontrar así una razón para
lo irrazonable.
Todo esto tiene mucho que
ver con los campos. Porque en los campos un exterminio del que
quizás sería posible encontrar precedentes se presenta, sin embargo,
en formas que le privan de sentido absolutamente. También sobre esto
los supervivientes se muestran acordes. "A nosotros mismos, lo que
teníamos que decir, empezaba ya a parecernos inimaginable" (Antelme,
p. 5). "Todos los intentos de explicación... han fracasado
radicalmente" (Améry, p. 16). "Me irritan los intentos de algunos
extremistas religiosos de interpretar el exterminio a la manera de
los profetas: un castigo por nuestros pecados. ¡No! Esto no lo
acepto: el hecho de carecer de todo sentido hace que sea más
espantoso" (Levi 1a, p. 219).
El desdichado término
holocausto (a menudo con la H mayúscula) surge de esa exigencia
inconsciente de justificar la muerte sine causa, de restituir un
sentido a lo que no parece poder tener sentido alguno: "...Disculpe,
yo utilizo este término Holocausto de mala gana, porque no me gusta.
Pero lo utilizo para entendernos. Filológicamente es un error..."
(Levi 1, p. 191). "Es un término que me molestó mucho cuando
apareció; después he sabido que era el propio Wiesel quien lo había
acuñado, aunque más tarde se arrepintió de ello y habría querido
retirarlo" (Levi 1a, p. 219).
1.10.
También la historia de un término erróneo puede ser
instructiva. "Holocausto" es la transcripción docta del latín
holocaustum, que, a su vez,
traduce el término griego
holókaustos (que es, empero, un adjetivo, y significa
literalmente "todo quemado"); el sustantivo griego correspondiente
es holokaustoma). La
historia semántica del término es esencialmente cristiana, porque
los Padres de la Iglesia se sirvieron de él para traducir -en verdad
sin excesivo rigor ni coherencia- la compleja doctrina sacrificial
de la Biblia (en particular, de Levítico y Números). El Levítico
reduce todos los sacrificios a cuatro tipos fundamentales:
olah,
hattat,
shelamin, minha.
Los nombres de dos de ellos
son significativos. El hattat era el sacrificio que servía para
expiar el pecado llamado
hattat o batas, del que el Levítico da una definición
excesivamente vaga por desgracia. El
shelamin es un sacrificio
comunitario, de acción de gracias, de alianza y de voto. En cuanto a
los términos olah y
minha, son puramente descriptivos. Cada uno de ellos evoca
operaciones particulares de sacrificio: el segundo, la presentación
de la víctima, en el caso de que sea de naturaleza natural, y el
primero el envío de la oferta a la divinidad (Mauss, p. 44).
La Vulgata traduce en
general olah con
holocaustum (holocausti oblatio),
hattat con oblatio, shelamin
(de shalom, paz) con
hostia pro peccato. De la
Vulgata, el término holocaustum pasa a los Padres latinos, que lo
utilizaron esencialmente para referirse a los sacrificios de los
judíos en los numerosos comentarios del texto sagrado (así en Hil.,
en Psalm. 65, 23: holocausta
sunt integra hostiarum corpora, quia tota ad ignem sacrificii
deferebantur, holocausta sunt nuncupata). En este punto es
importante señalar sobre todo dos hechos. El primero, que el término
es empleado muy tempranamente en sentido propio por los Padres para
condenar la inutilidad de los sacrificios cruentos (valga por todos
Tertuliano, haciendo referencia a Marción: Adv. Marc. 5, 5:
quid stultius... quam sacrificiorum cruentorum et holocaustomatum
nidorosorum a deo exactio? "¿Qué hay de más estúpido que un Dios
que exige sacrificios sangrientos y holocaustos que huelen a grasa
quemada?"; cfr. también Aug., C. Faustum 19, 4). El segundo, que el
término se amplía de forma metafórica a los mártires cristianos para
equiparar su suplicio a un sacrificio (Hil., en Psalm. 65, 23:
martyres in fidei testimonium
corpora sua holocausta voverunt), hasta que el mismo sacrificio
de Cristo en la cruz pasa a ser definido como holocausto (Aug., en
Evang. Joah. 41, 5: se in
holocaustum obtulerit in cruce lesus, Rufin, Orig., en Lev. 1,
4: holocaustum... carnis eius per lignum crucis oblatum).
A partir de aquí el término
holocausto inicia la emigración semántica que le llevará a asumir de
forma cada vez más consistente en las lenguas vulgares el
significado de "sacrificio supremo, en el marco de una entrega total
a causas sagradas y superiores" que registran los léxicos
contemporáneos. Ambos significados, el propio y el metafórico,
aparecen unidos en Bandello (2, 24): "se han suprimido los
sacrificios y holocaustos de los terneros, machos cabríos y otros
animales, en lugar de los cuales se ofrece ahora ese inmaculado y
precioso cordero del cuerpo y la sangre del universal redentor y
salvador Nuestro señor Jesucristo". El significado metafórico está
atestiguado en Dante ("Paraíso". 14, 89: "... Rendí holocausto a
Dios", referido a la plegaria del corazón), en Savonarola, y después
de manera sucesiva hasta Delfico ("muchos ofreciéndose en perfecto
holocausto a la patria") y Pascoli ("en el sacrificio, necesario y
dulce, hasta el holocausto, está para mí la esencia del cristianismo").
Pero también el empleo del
término en sentido polémico contra los judíos había continuado su
historia, si bien se trata de una historia más secreta, no
registrada en los léxicos. En el curso de mis investigaciones sobre
la soberanía me encontré por casualidad con un pasaje de un cronista
medieval, que constituye la primera aparición de la que tengo
noticia del término "holocausto" para hacer referencia a una matanza
de judíos, pero, en este caso, con una coloración violentamente
antisemita. Richard di Duizes testimonia que, en el día de la
coronación de Ricardo I (1189), los londinenses se entregaron a un
pogromo particularmente cruento:
El mismo día de la
coronación del rey, aproximadamente a la hora en que el Hijo había
sido inmolado al Padre, en la ciudad de Londres se empezó a inmolar
a los judíos a su padre el demonio (incoeptum
est in civitate Londoniae immolare judaeos patri suo diabolo); y
tanto duró la celebración de este misterio que el holocausto no se
pudo completar antes del día siguiente. Y las demás ciudades y
países de la región imitaron la fe de los londinenses y, con igual
devoción, expidieron al infierno, en la sangre, a sus sanguijuelas (pari
devotione suas sanguisugas cum sanguine transmiserunt ad inferos)
(Bertelli, p. 131).
La formación de un eufemismo,
en cuanto supone la sustitución de la expresión propia de algo de lo
que no se quiere, en realidad, oír hablar, por una expresión
atenuada o alterada, lleva consigo siempre una cierta ambigüedad.
Pero, en este caso, la ambigüedad va demasiado lejos. Incluso los
judíos se sirven de un eufemismo para indicar el exterminio. Se
trata del término shoá, que significa "devastación, catástrofe" y,
en la Biblia, implica a menudo la idea de un castigo divino (como en
Is. 10, 3). "¿Qué haréis el día del castigo, cuando desde lejos
venga la shoá?" Incluso si es probable que sea éste el término en
que está pensando Levi, cuando habla del intento de interpretar el
exterminio como un castigo por nuestros pecados, el eufemismo no
contiene en este caso irrisión alguna. En el caso del término "holocausto",
por el contrario, establecer una conexión, aunque sea lejana, entre
Auschwitz y el olah bíblico, y entre la muerte en las cámaras de gas
y la "entrega total a motivos sagrados y superiores" no puede dejar
de sonar como una burla. No sólo el término contiene una
equiparación inaceptable entre hornos crematorios y altares, sino
que recoge una herencia semántica que tiene desde el inicio una
coloración antijudía.
En consecuencia, no lo
utilizaremos en ninguna ocasión. Quien continúa aplicándolo da
prueba de ignorancia o de insensibilidad (o de una y otra a la vez).
1.11.
Cuando, hace algunos años, publiqué en un diario francés un
artículo sobre los campos de concentración, alguien escribió al
director del periódico una carta en la que se me acusaba de haber
pretendido con mis análisis ruiner le caractére unique et incidible de Auschwitz. Me he
preguntado a menudo qué podía tener en mientes el autor de la carta.
Es muy probable que Auschwitz haya sido un fenómeno único (por lo
menos con respecto al pasado; en cuanto al futuro no se puede hacer
otra cosa que esperar). "Hasta el momento en que escribo, y no
obstante el horror de Hiroshima y Nagasaki, la vergüenza de los
Gulag, la inútil y sangrienta campaña de Vietnam, el autogenocidio
de Camboya, los desaparecidos en Argentina, y las muchas guerras
atroces y estúpidas a las que hemos venido asistiendo, el sistema de
campos de concentración nazi continúa siendo un unicum, en cuanto a
su magnitud y calidad" (Levi 2, pp. 19-20). Pero ¿por qué indecible?
¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística?
En el año 386 de nuestra
era, Juan Crisóstomo compuso en Antioquía su tratado Sobre la
Incomprensibilidad de Dios. Tenía que hacer frente a unos
adversarios que sostenían que la esencia de Dios podía ser
comprendida, puesto que "todo lo que Él sabe de sí, nosotros lo
encontramos también fácilmente en nosotros". Al afirmar con vigor
contra ellos la absoluta incomprensibilidad de Dios, que es "indecible"
(árrehetos), "inenarrable" (anekdiégetos) e "ininscriptible" (anepigraptos),
Juan sabe bien que ésta es precisamente la forma mejor de
glorificarle (dóxan didónai) y de adorarle (proskyein). Dios es
incomprensible hasta para los ángeles; pero gracias a esto pueden
tributarle gloria y admiración, elevando incesantemente sus místicos
cantos. A estas legiones angélicas, Juan opone a los que tratan en
vano de comprender: "Aquéllos (los ángeles) cantan su gloria, éstos
se esfuerzan por conocer; aquéllos adoran en silencio, éstos se
afanan; aquéllos apartan los ojos, éstos no se avergüenzan de
mantener la mirada fija en la gloria inenarrable" (Crisóstomo, p.
129). El verbo que hemos traducido como "adorar en silencio" es en
el texto griego euphemein. De este término, que significa
originariamente "observar el silencio religioso" deriva la palabra
moderna "eufemismo", que indica los términos que sustituyen a otros
que, por pudor o buenos modales, no se pueden pronunciar. Decir que
Auschwitz es "indecible" o "incomprensible" equivale a euphemein, a
adorarle en silencio, como se hace con un dios; es decir, significa,
a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir a su
gloria. Nosotros, por el contrario, "no nos avergonzamos de mantener
fija la mirada en lo inenarrable". Aun a costa de descubrir que lo
que el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente también en nosotros.
1.12.
El testimonio contiene, no obstante, una laguna. También en
esto los supervivientes se muestran de acuerdo.
Hay también otra laguna, en
todo testimonio: los testigos, por definición, son quienes han
sobrevivido y todos han disfrutado, pues, en alguna medida, de un
privilegio... El destino del prisionero común no lo ha contado nadie,
porque, para él, no era materialmente posible sobrevivir... El
prisionero común también ha sido descrito por mí, cuando hablo de "musulmanes"
pero los musulmanes no han hablado (Levi 1a, pp. 215 y ss.).
Los que no han vivido esa
experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la
contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo. El pasado
pertenece a los muertos... (Wiesel, p. 314).
Es necesario reflexionar
sobre esta laguna que pone en tela de juicio el propio sentido del
testimonio y, por ello mismo, la identidad y la credibilidad de los
testigos.
Lo repito, no somos nosotros,
los supervivientes, los verdaderos testigos... Los que hemos
sobrevivido somos una minoría anómala, además de exigua: somos
aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte,
no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gor-
gona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los "musulmanes",
los hundidos, los testigos integrales, aquellos cuya declaración ha-
bría podido tener un significado general. Ellos son la regla,
nosotros la excepción... Los que tuvimos suerte hemos intentado, con
mayor o menor discreción, contar no solamente nuestro destino sino
también el de los de- más, precisamente el de los "hundidos"; pero
se ha tratado de una narración "por cuenta de terceros", el relato
de cosas vistas de cerca pero no experi- mentadas por uno mismo. La
demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya
contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte.
Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran
escrito su testimonio, porque su verdadera muerte
había empezado ya antes de la muerte corporal. Semanas y
meses antes de extinguirse habían perdido ya el poder de observar,
de recordar, de apreciar y de expresarse. Nosotros hablamos por
ellos, por delegación (Levi 2, pp. 72-73).
El testigo testimonia de
ordinario a favor de la verdad y de la justicia, que son las que
prestan a sus palabras consistencia y plenitud. Pero en este caso el
testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él; contiene, en
su centro mismo, algo que es intestimoniable, que destruye la
autoridad de los supervivientes. Los "verdaderos" testigos, los "testigos
integrales" son los que no han testimoniado ni hubieran podido
hacerlo. Son los que "han tocado fondo", los musulmanes, los
hundidos. Los que lograron salvarse, como seudotestigos, hablan en
su lugar, por delegación: testimonian de un testimonio que falta.
Pero hablar de delegación no tiene aquí sentido alguno: los hundidos
no tienen nada que decir ni instrucciones ni memorias que transmitir.
No tienen "historia" ni "rostro" y, mucho menos, "pensamiento" (Levi
3, p. 97).Quién asume la carga de testimoniar por ellos sabe que
tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar. Y esto
altera de manera definitiva el valor del testimonio, obliga a buscar
su sentido en una zona imprevista.
1.13.
Que, en el testimonio, hay siempre algo como una
imposibilidad de testimoniar, había sido ya observado. En 1983,
apareció el libro de J. F. Lyotard, Le différend, que, incorporando
irónicamente las recientes tesis de los negacionistas, se abre con
la comprobación de una paradoja lógica:
Es sabido que algunos seres
humanos dotados de lenguaje han sido colocados en una situación tal
que ninguno de ellos puede referir después lo que fue esa situación.
La mayor parte desaparecieron entonces y los que han sobrevivido
hablan de ella muy raramente. Y cuando hablan de ella, su testimonio
sólo alcanza a una ínfima parte de tal situación. ¿Cómo saber que la
situación misma ha existido? ¿No es fruto de la imaginación de
nuestro informador? O bien la situación no ha existido en tanto que
tal. O bien ha existido y, entonces, el testimonio de nuestro
informador es falso, porque en ese caso debería haber desaparecido o
debería callarse... Haber "visto realmente con sus propios ojos" una
cámara de gas sería la condición que otorgara la autoridad de decir
que ha existido y de persuadir a los incrédulos. Pero todavía sería
necesario probar que mataba en el momento en que se la vio. Y la
única prueba admisible de que mataba es estar muerto. Pero, si se
está muerto, no se puede testimoniar que ha sido por efecto de la
cámara de gas (Lyotard, p. 19).
Algunos años después, en el
transcurso de una investigación llevada a cabo en la Universidad de
Yale, Shoshana Felman y Dori Laub elaboraron la noción de la shoá
como "acontecimiento sin testigos". En 1989, la primera desarrolló
este concepto en forma de un comentario al filme de Claude Lanzmann.
La shoá es un acontecimiento sin testigos en el doble sentido de que
sobre ella es imposible dar testimonio, tanto desde el interior -porque
no se puede testimoniar desde el interior de la muerte, no hay voz
para la extinción de la voz- como desde el exterior, porque el
outsider queda excluído por definición del acontecimiento:
No es posible realmente
decir la verdad, testimoniar desde el exterior. Pero tampoco es
posible, como hemos visto, testimoniar desde el interior. Me parece
que la postura imposible y la tensión testimonial de todo el filme
consisten precisamente en no estar ni simplemente dentro, ni
simplemente fuera; sino paradójicamente, dentro y fuera a la vez. El
filme trata de un camino y de tender un puente que no existía
durante la guerra que no existe todavía hoy entre lo interior y lo
exterior, para poner a ambos en contacto y en diálogo (Felman, p.
89).
Es justamente este umbral de
indiferencia entre el dentro y el fuera (que, como veremos, es algo
completamente distinto de un "puente" o un "diálogo"), que habría
podido conducir a una comprensión de la estructura del testimonio,
lo que la autora omite cuestionar. Más que a un análisis, asistimos
al desplazamiento desde una imposibilidad lógica a una posibilidad
estética, por medio del recurso a la metáfora del canto:
Lo que confiere al filme su
poder de testimonio, y lo que en general constituye su fuerza, no
son las palabras, sino la relación ambigua y desconcertante entre
las palabras, la voz, el ritmo, la melodía, las imágenes, la
escritura y el silencio. Cada testimonio nos habla más allá de sus
palabras, más allá de su melodía, como la realización única de un
canto (Ibid, pp. 139 y ss.).
Explicar la paradoja del
testimonio mediante el deus ex machina del canto, equivale a
estetizar tal testimonio, algo que Lanzmann se había guardado mucho
de hacer. No son el poema ni el canto los que pueden intervenir para
salvar el imposible testimonio; es, al contrario, el testimonio lo
que puede, si acaso, fundar la posibilidad del poema.
1.14.
Las incomprensiones de una mente honesta son con frecuencia
instructivas. Primo Levi, al que no le gustaban los autores oscuros,
se sentía atraído por la poesía de Celan, aunque no llegara
verdaderamente a entenderla. En un breve ensayo, titulado Sullo
scrivere oscuro, Levi hace ver la diferencia entre Celan y aquellos
que escriben oscuramente por desprecio al lector o por insuficiencia
expresiva: la oscuridad de su poética le hace pensar más bien en "un
matarse por anticipado, un no-querer-ser, una fuga del mundo cuya
coronación ha sido la muerte deseada" (Levi 5, p. 637). La
extraordinaria operación que Celan lleva a cabo con la lengua
alemana, y que tanto ha fascinado a sus lectores, es comparada por
Levi -por razones sobre las que creo que vale la pena meditar- con
un balbuceo inarticulado o el estertor de un moribundo.
Esta tiniebla que se adensa
de página en página, hasta el último balbuceo inarticulado,
consterna como el estertor de un moribundo, y de hecho no es otra
cosa. Nos atrae como atraen los abismos, pero a la vez nos defrauda
por algo que debía haberse dicho y no lo ha sido, y por eso nos
frustra y aleja. Pienso que el Celan poeta debe ser más meditado y
compadecido que imitado. Si el suyo es realmente un mensaje, se
pierde en el "ruido de fondo": no es una comunicación, no es un
lenguaje, o todo lo más es un lenguaje oscuro y mutilado, como lo es
el del que está a punto de morir, y está solo, como todos lo
estaremos en el trance de la muerte" (Ibid).
En Auschwitz, Levi había ya
hecho la experiencia de esforzarse por escuchar e interpretar un
balbuceo inarticulado, algo como un no lenguaje, o un lenguaje
mutilado y oscuro. Fue en los días subsiguientes a la liberación,
cuando los rusos transfirieron a los supervivientes de Buna al
"Campo Grande" de Auschwitz. Aquí la atención de Levi se sintió
atraída de forma súbita por un niño al que los deportados llamaban
Hurbinek.
Hurbinek no era nadie, un
hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres
años, ninguno sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre:
ese curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede
que una de las mujeres, que había interpretado con aquellas sílabas
uno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en
cuando. Estaba paralizado de la cintura para abajo, y tenía las
piernas atrofiadas, delgadas como palillos; pero sus ojos, perdidos
en su cara triangular y demacrada, emitían destellos terriblemente
vivos, cargados de súplica, de afirmación de la voluntad de
desencadenarse. de romper la tumba de su mutismo. palabra que le
faltaba y que nadie se había preocupado por enseñarle, la necesidad
de la palabra, afloraba en su mirada con explosiva exigencia...
(Levi 4, p. 21).
Pero a partir de un cierto
momento, Hurbinek empieza a repetir incesantemente una palabra, que
nadie del campo consigue entender, y que Levi transcribe
dubitativamente como massklo o matisklo:
En la noche aguzábamos el
oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos llegaba de vez en
cuando un sonido, una palabra. No siempre era exactamente igual, en
realidad, pero era una palabra articulada, con toda seguridad; o,
mejor dicho, palabras articuladas ligeramente diferentes,
variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, quizás a
un nombre (Ibid, p. 22).
Todos escuchaban y trataban
de descifrar ese sonido, ese vocabulario incipiente: pero aunque
todas las lenguas europeas estaban representadas en el campo, la
palabra de Hurbinek permanece obstinadamente secreta:
No, no era desde luego un
mensaje, ni una revelación: puede que fuera su nombre, si es que
alguna vez había tenido alguno; puede (según una de nuestras
hipótesis) que quisiera decir "comer" o "pan"; o tal vez "carne", en
bohemio, como sostenía con buenos argumentos uno de nosotros que
conocía esta lengua... Hurbinek, el sin nombre, cuyo minúsculo
antebrazo llevaba la marca del tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió
en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada
queda de él: testimonia por medio de estas palabras mías (Ibid, pp.
22-23).
Es posible que fuera esta
palabra secreta lo que Levi sentía perderse en el fondo de la poesía
de Celan. Pero en Auschwitz se había esforzado, en todo caso, por
escuchar lo no testimoniado, por recoger su palabra secreta: mass-klo,
matisklo. Quizás toda palabra, toda escritura nace, en este sentido,
como testimonio. Y por esto mismo aquello de lo que testimonia no
puede ser ya lengua, no puede ser ya escritura: puede ser sólo lo
intestimoniado. Éste es el sonido que nos llega de la laguna, la no
lengua que se habla a solas, de la que la lengua responde, en la que
nace la lengua. Y es la naturaleza de eso no testimoniado, su no
lengua, aquello sobre lo que es preciso interrogarse.
1.15.
Hurbinek no puede testimoniar, porque no tiene lengua (la
palabra que profiere es un sonido incierto y privado de sentido:
mass-klo o matisklo). Y, sin embargo, "testimonia a través de estas
palabras mías". Pero tampoco el superviviente puede testimoniar
integralmente, decir la propia laguna. Eso significa que el
testimonio es el encuentro entre dos imposibilidades de testimoniar;
que la lengua, si es que pretende testimoniar, debe ceder su lugar a
una no lengua, mostrar la imposibilidad de testimoniar. La lengua
del testimonio es una lengua que ya no significa, pero que, en ese
su no significar, se adentra en lo sin lengua hasta recoger otra
insignificancia, la del testigo integral, la del que no puede
prestar testimonio. No basta, pues, para testimoniar, llevar la
lengua hasta el propio no sentido, hasta la pura indeterminación de
las letras (ma-s-s-k-l-o, m-a-t-i-s-k-l-o); es preciso que este
sonido despojado de sentido sea, a su vez, voz de algo o de alguien
que por razones muy diferentes no puede testimoniar. O, por decirlo
de otra manera, la imposibilidad de testimoniar, la "laguna" que
constituye la lengua humana, se desploma sobre ella misma para dar
paso a otra imposibilidad de testimoniar: la del que no tiene lengua.
La huella, que la lengua
cree transcribir a partir de lo intestimoniado, no es su palabra. Es
la palabra de la lengua, la que nace cuando la lengua no está ya en
sus inicios, baja de punto para -sencillamente- testimoniar: "no era
luz, pero estaba para dar testimonio de la luz".
* Primera parte de Lo que queda de
Auschwitz; HOMO SACER III.
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