Sobre la indigestión cultural
En las últimas décadas algunas pautas resuenan, se divulgan y cobran
cada vez más fuerza en el ámbito musical uruguayo. Se acepta la idea
de que el desarrollo de las actividades artísticas está
sustancialmente vinculado a la capacidad de gestión. En el ámbito de
la música es quizá donde más se ha afincado esa creencia, al punto
que parecería que cualquier obra musical, si obtiene los servicios
de la gestión cultural, se puede transformar en exitosa.
Se ha pretendido subsanar falencias y atender los reclamos de los
artistas que desde diversas disciplinas demandaban, sobre todo, un
cambio de la posición del Estado en cuanto a su cometido frente a
las manifestaciones artísticas. Pero la concepción está
estrechamente ligada a la música como objeto de intercambio
comercial y, según a quién responda el gestor cultural, se sustenta
en discursos que defienden apoyos gubernamentales ligados a
prácticas relacionadas con una identidad nacional ilusoriamente
estática o con una puesta en práctica de fórmulas que dieron
resultados esperados en otros contextos geográficos.
Al mismo tiempo se entiende que a partir de la formación de públicos
se solucionarán algunos problemas de apropiación de ciertos géneros
musicales. A partir de estos criterios, que demandan ser
cuestionados urgentemente, se dibujan lineamientos políticos y se
intenta dominar parte de la creación musical de este pequeño espacio
sudamericano.
Propaganda
Luego de las numerosas críticas hacia el apoyo unilateral de algunas
manifestaciones culturales decretadas como identitarias, se comenzó
a cambiar la mira hacia otro tipo de expresiones musicales, como la
música culta, es decir la música de tradición académica occidental.
Desde algunas instituciones públicas comenzó a cobrar fuerza la idea
de que para conquistar mejores resultados habría que tener como
objetivo la formación de públicos. Esta pretensión apunta a que el
público acepte un tipo de música que fue relacionada, en el pasado
reciente, por una parte al ámbito oficialista y por otra a un tipo
de manifestación muy lejana al espacio mediático popular y cercana a
las élites.
Aunque petulante, la
iniciativa de formar público sólo para este entorno acotado a
determinadas manifestaciones musicales, como la música sinfónica, la
de cámara, el ballet, y la ópera, y no para la infinidad de géneros
musicales existentes, no ha tenido mayores detractores. Al
contrario, desde muchos ámbitos, tanto de la órbita pública como
desde los intereses de privados, se aprueban las acciones que
pretenden ampliar el mercado y justificar el gasto de determinados
elencos y espacios. Es así que se invita a todos los habitantes de
una localidad del interior del país, o a un conjunto de escuelas
rurales o carenciadas a ser espectadores, de forma gratuita, de un
espectáculo creado dentro del canon europeo occidental.
De esta manera se
intenta que los espectadores conozcan y entiendan de qué se trata el
espectáculo por el simple hecho de ser conducidos con todos los
gastos pagos, incluyendo meriendas donadas por empresas del medio y
trasnacionales, y acceder a lo que se presenta como el grado máximo
de la cultura. ¿Y después? ¿Se logra algo más que la satisfacción
inmediata? ¿Se consigue incentivar a las personas para que lleven a
cabo sus propias iniciativas? ¿Dónde están los estudios serios que
justifiquen estas prácticas, pero a los que no se les pueda
cuestionar el disfraz de las cifras?
Fabril
En Uruguay la modalidad imperante y casi absoluta para acceder a los
tan ansiados patrocinios, sobre todo estatales, se hace a través de
la presentación de proyectos que se someten a juicio por parte de un
grupo de entendidos. Esta forma ha casi invalidado cualquier otro
tipo de relación funcional entre un músico independiente y el
posible sponsor estatal.
Esta iniciativa, que quizá haya surgido de muy buena fe con el fin
de dar más oportunidades igualitarias y que tal vez buscara la
transparencia en la concesión, da la impresión que hoy día se ha
transformado en una estructura burocrática. Los músicos se ven
obligados a tener una relación con su posible auspiciante a través
de la redacción forzosa de un proyecto. Muchas veces se debe
contratar a personas que se dedican a dar forma a lo que saben que
puede ser de interés a un Estado, a un grupo político o a las
personas que forman parte de un tribunal. Asimismo se solicita a los
músicos que propongan espectáculos donde se complemente, se adorne,
se disfrace, se actúe, es decir, se ofrezca al público algo más que
la música, como si ésta, por sí misma, no fuera más que sonidos
ejecutados.
La noción de Industria Cultural, introducida por los organismos
internacionales, conlleva una concepción de trabajo fabril que se ha
puesto al servicio de lo artístico. Además de plasmar esa concepción
en el nombre de determinados espacios de trabajo — usinas
culturales, producción cultural, etc.— la idea ha afectado el tipo
de vínculo del Estado con el artista, el objeto que se legitima y
que se subsidia.
Esta concepción ha justificado grandes inversiones de tiempo, de
honorarios profesionales y de publicaciones en estudios de dudosos
objetivos. Es el caso de las conclusiones a las que se llega en una
serie de estudios sobre consumos culturales y gustos realizados en
tres ediciones, 2004, 2009 y 2014.
La encuesta de gustos en el Uruguay, en el caso específico de la
música, llega a conclusiones poco convincentes. Los aparentes
cuestionamientos que llevan a hacer el estudio son precarios y
además no llegan a ser respondidos. Los resultados denotan una
elaboración perezosa que pretende ser analítica, pero no lo logra
porque parte del desconocimiento de todo el corpus científico que
existe alrededor de la música como objeto de estudio. La existencia
de géneros puros es una falacia, por lo que otorgarle a determinada
música una categoría es una tarea con cierto grado de dificultad. La
invención de los géneros como compartimentos cerrados responde a
cuestiones prácticas que tienen que ver más que nada con la venta de
la música y no con cuestionamientos y respuestas científicas. El
estudio está hecho en base a etiquetas de mercado, es decir, se
propone al encuestado la elección de la música que más le gusta y
aparentemente la categorización de los géneros musicales la realiza
el propio encuestado.
Las etiquetas denotan una vinculación directa con la
compartimentación que se puede encontrar en una disquería y no en un
estudio científico que desde su concepción busque ofrecer
lineamientos generales del tipo de música elegida por el sujeto para
diversas ocasiones. No se incluyen los anexos metodológicos, por lo
que no se puede saber si efectivamente existieron preguntas de
control que ofrezcan la certeza de que las respuestas son veraces y
no aquello que el encuestado piensa que se espera de su respuesta.
Se infiere que el encuestado es quien realiza la categorización de
los géneros musicales por lo que ya partimos de un problema en
cuanto a lo que cada persona entiende por género musical. Las
categorías usadas son muy confusas. ¿Qué significa decir categoría
“carnaval” en música? Digamos que se podría entender como todos los
tipos de música que se escuchan en carnaval. Que en el caso del
carnaval en Uruguay sería el conjunto de diversas músicas: murga,
candombe, todas las canciones empleadas por las murgas para realizar
el contrafactum[1],
más toda la música que se utiliza en la categoría revista,
parodistas, humoristas, que van desde especies
musicales afrocaribeñas, rock and roll, infinidad de géneros
de difusión internacional, especies folclóricas, música clásica, y
todo lo que el reglamento municipal les permita.
Por otro lado comparece la categoría MPU (música popular uruguaya).
Otro problema, ya que no se define qué es la música popular, y
tampoco qué es la música popular uruguaya. Es decir, ¿la música
popular es el cúmulo de géneros mediatizados? La MPU ¿es la creada
por ciudadanos uruguayos, la interpretada por éstos, o la que se
enmarca dentro de géneros musicales especiales? Entonces, ¿en qué
compartimento pondría a un grupo de uruguayos que ejecutan rock: en
MPU o en ROCK? ¿Habría que
ver si tocan creaciones propias o si hacen versiones? ¿Y si hacen
las dos? El mismo problema sucede con un grupo de uruguayos que
hacen cumbia. ¿Dónde los pondría, en MPU o en CUMBIA? ¿Y si además
tocan música propia en el espectáculo de una revista de carnaval?
Además la pegunta sobre qué música le gusta admite multirrespuesta
por lo que se da la libertad de responder hasta un máximo de tres
categorías. Si la persona elige mencionar tres géneros para no dejar
vacíos, puede ser que solamente escuche uno de ellos y los demás los
mencione como los menos alejados de su gusto, lo que en la sumatoria
de la información podría estar volcando los resultados para un
primer puesto conformado por segundas y terceras opciones.
Cabe preguntarse cuál es el objetivo final, a dónde se pretende
llegar con la obtención de datos sobre el gusto imperante y sobre
cómo se comportan los consumidores. Parecería una preocupación mucho
más acertada para una agencia de ventas que para el Estado. Si la
idea es recoger datos para reorientar los lineamientos políticos en
materia de apoyos a las manifestaciones musicales, se debería tener
en cuenta que las fundamentaciones van más allá de los datos, sean
acertadas o no, y conllevan elecciones filosóficas que difícilmente
se justifiquen con datos.
Confundidos
Es habitual el ejercicio de adaptar músicas de autores de géneros
populares para ser ejecutadas por las orquestas sinfónicas. El
gesto, que a la vez los legitima y los vapulea, indica que existe
una alta valoración de esa obra a la que se le otorga el honor de
ser adaptada para ser ejecutada por una gran orquesta. Con la
intención de reivindicar su valor estético y presentado como algo
novedoso se los embute en un escenario extraño a su contexto. Esta
costumbre esconde una carga ideológica fuerte donde aún sin quererlo
se cree en una jerarquización de la música, de manera que llevar la
música popular al espacio de la música sinfónica pretende
jerarquizar la primera midiéndola en los parámetros con los que se
desarrolla la segunda. ¿Por qué se deben injertar los géneros
musicales populares en espacios que no tienen que ver con sus
fundamentos estéticos y contextuales?
Asimismo se reduce la esencia del género popular, se transforma el
tipo de ejecución de raíz espontánea, se esconde el sonido “sucio”,
se “mejora” el fraseo característico, se transforma la tímbrica.
Entonces se obtiene un tango decente, un rock amable, un jazz
edulcorado.
Algo diferente sucede con la habilidad de realizar obras musicales
nuevas utilizando giros melódicos, células rítmicas y todo tipo de
elementos sonoros que aludan a determinados géneros musicales. Esta
destreza compositiva no es nueva. Fue una búsqueda importante de los
músicos académicos románticos en Europa pero también lo fue entre
los compositores posteriores en América Latina. En Uruguay no es
novedoso que los compositores tomen elementos de las músicas
populares y tradicionales para realizar nuevas composiciones dentro
de un marco estético diverso al de su origen. Es el caso de
compositores nacidos en el siglo XIX en Uruguay, como Alfonso Broqua,
Eduardo Fabini, Carmen Barradas, Socorro Morales y en el siglo XX,
Jaurès Lamarque Pons, Abel Carlevaro, Héctor Tosar, Diego Legrand,
Beatriz Lockhart, sólo por nombrar a algunos entre otros tantos que
no gozan de las ventajas mediáticas actuales.
Colonización I
Pero no sólo los lineamientos político-culturales estatales han sido
pensados desde un modelo que tiende a subrayar la función del Estado
como padre protector al que le compete la formación del público sino
que, en ese afán, se han favorecido acciones en detrimento de las
manifestaciones musicales espontáneas a través de regulaciones que
conllevan intenciones pretenciosas. Las regulaciones en las fiestas
populares de gran raigambre como el carnaval van más allá del
cuidado del simple orden en la convivencia, es decir, se inmiscuyen
en cuestiones de naturaleza de la fiesta al punto que terminan por
aniquilar la esencia de una manifestación espontánea. Un ejemplo de
esto es la acción de poner vallas en todo el recorrido del desfile
de llamadas o la prohibición de que el público acompañe a la cola de
la comparsa. Es decir, la fiesta consistió durante mucho tiempo en
la participación de los vecinos, algunos como espectadores, sacando
la silla playera a la vereda, saludando a sus conocidos componentes
de la comparsa, y al paso de la comparsa acompañar bailando detrás
de la cuerda de tambores. Esta forma de participación no ha sido
compatible con las normas impuestas desde el Estado. La regulación
entiende el desfile como un
show donde la participación del público se limita sólo a ser
espectador de lo que otros hacen.
En una reunión de “expertos” se dijo que el candombe necesitaba
salas de concierto porque de esta manera ese “género musical
identitario” estaría siendo atendido como es debido, estando
presente en el espacio del espectáculo y haciendo que los músicos
profesionales que lo desarrollen obtengan trabajos estables. ¿Por
qué los géneros populares deben ser legitimados mediante modelos que
no le son propios y que solamente horadan sus particularidades? ¿El
Estado tiene que alentar iniciativas individuales de músicos que
quieren vivir de un determinado género musical que se ha señalado
como identitario o el Estado debe proteger las manifestaciones
musicales espontáneas y dejar las prácticas comerciales en otras
manos?
Colonización II
El centralismo montevideano no se manifiesta sólo en la falta de
visión abarcadora de todo el país, sino en el sometimiento a reglas
y directivas culturales que en general aplanan las iniciativas que
puedan surgir desde lo local. Al momento de hablar de la historia de
la música uruguaya comienzan los problemas. Parecería que la
historia de la música uruguaya se restringiera casi exclusivamente a
aquella música surgida en Montevideo o con algún antecedente
montevideano. Los músicos del interior del país suelen tener como
objetivo, para considerarse medianamente exitosos, hacer oír su
música en el espacio montevideano. Al mismo tiempo se exporta desde
la capital los géneros musicales decretados como nacionales, se
imponen a través de talleres y clases en el sistema educativo y se
adoptan como propios dejando de lado las manifestaciones musicales
locales espontáneas. Es el caso de las instancias de talleres de
candombe o de murga que exportan maneras de hacer estos géneros
hacia el interior sin tomar en cuenta que este tipo de
manifestaciones, de raíz popular y tradicional, puedan haber
existido en mayor o menor medida y con variantes en cada pueblo del
interior, dentro de los parámetros habituales de ese tipo de
culturas. Por otra parte cabe preguntarse qué sucede con
manifestaciones alejadas de los géneros decretados como identitarios
y que sin embargo han sido tradicionales en un punto y otro del
escenario cultural uruguayo. Un ejemplo es la música y la manera de
tocar de los acordeonistas espontáneos que se pueden encontrar en
casi todo el norte del país. No se conocen apoyos estatales que
propicien talleres o clases para manifestaciones como esas.
Además de pensar la historia de la música uruguaya desde los géneros
musicales consensuados como tradicionales se suma la costumbre de
describirla como el conjunto de listas separadas en popular y culta.
Estas listas en general están confeccionadas a partir de la
sumatoria de nombres de músicos que no se pueden obviar, porque la
existencia de sus trabajos no lo permiten, más el enunciado de otros
tantos músicos que se agregan porque responden a intereses
corporativos.
Si sabemos que las identidades y las comarcas son construcciones y
nos cansamos de repetirlo y de caer una y otra vez en lugares
comunes, ¿por qué seguir insistiendo con un concepto decimonónico
que busca encuadrar la música en géneros propios de un espacio
geográfico político artificial? ¿Tiene sentido seguir definiendo la
música desde una perspectiva nacionalista? ¿Tiene sentido seguir
buscando cuáles son las raíces de algo, el primero de algo, donde
nació alguien?
La música ha sido nómade desde la existencia de los medios de
comunicación, de cualquier medio: el lomo de una mula, un barco, un
avión, el teléfono, el cine y la internet. Las interacciones entre
géneros han existido siempre y la compartimentación en géneros
musicales es una construcción que no antecede a la música sino que
es posterior a la creación. Siempre y cuando la obra sea una obra y
no un ejercicio de armonía, contrapunto o una tarea de construcción
compositiva de un curso básico de composición. ¿Por qué no pensar la
música desde ese lugar y dejar de insistir con querer enmarcar la
música uruguaya como algo apartado del resto del mundo? Sería mucho
más acertado pensar y luego estudiar qué ha pasado y qué se puede
observar en determinadas músicas en Uruguay. No es lo mismo estudiar
los géneros musicales como pertenecientes a un lugar u otro del
planeta, porque nuevamente se cae en la concepción nacionalista de
la cultura. Sería más fértil estudiar el rock, el tango, la cumbia,
la música sinfónica y de cámara en determinado espacio geográfico,
por ejemplo en Uruguay, y partir de una concepción científica que
observe las estructuras, la técnica, la tímbrica, y también los
contextos, pero sobre todo con un permiso liberador que no obligue a
compartimentar y categorizar en vano.
Más músicos y menos gestores
La música es un vehículo portador de contenidos extramusicales. En
cierta medida, el objeto sonoro trasmite significados que exponen el
lugar que el sujeto, que escucha y que crea, ocupa en la sociedad;
qué conoce, de dónde viene, a dónde quiere llegar, cuánto capital
simbólico posee y cuánto aspira a tener. ¿Entonces, por qué es
necesario formar públicos para determinados géneros musicales?
Si los resultados se miden sólo por la cantidad de público arreado,
por la sustentabilidad de las tareas, o por cuán entretenido es un
espectáculo, ¿Qué certeza tendrá un ciudadano de que sus dineros se
están invirtiendo en la generación de contenidos artísticos, y no en
embellecer la cáscara de una sala de conciertos o de una radio
pública, cuando el foco de atención está sólo en que se vendan los
espectáculos o los espacios?
Como si no faltaran diversas estructuras de poder subordinadas al
sistema capitalista, se proponen nuevos intermediarios que en la
práctica siguen relegando a quienes realizan el primer y último
objeto de compra-venta. Los músicos, como creadores y como
intérpretes se siguen subordinando a (nuevos) modelos de
intermediación. ¿Quién garantiza que el concertino es el mejor que
pudimos formar cuando se le ofrece por su trabajo mucho menos que al
gestor cultural que decide cuándo, cómo y dónde tocará?
Si se favoreciera la calidad entendida de manera amplia y como un
atributo convencional y contextual; si se dejara de poner el foco de
atención en favorecer la propaganda de las gestiones gubernamentales
y se buscara un lugar de objetividad, de neutralidad, desde donde
favorecer las libertades ciudadanas y desde donde cumplir con los
derechos laborales de los músicos, donde se equilibrara las
prestaciones que se conceden de manera exagerada a determinadas
gestiones culturales-empresariales en favor de aquellas que se
ofrece a los músicos; si se tuviese en cuenta cuáles son las
prácticas que verdaderamente son parte de una buena educación
musical; si se preservara la independencia del trabajo de los
ejecutantes, si se respetara la trayectoria de los compositores
valorando su trabajo, y si se tomara en cuenta el conocimiento
científico de los investigadores musicales; si todo esto sucediera
tal vez se estaría en el camino de lograr un mejor resultado,
favoreciendo la ciudadanía y la independencia, renunciando a la
pretenciosa tarea de deformar públicos.
Nota:
[1]
Es un término técnico que refiere a
una
manera de
componer
que consiste en sustituir el texto
de una canción con otro nuevo,
manteniendo la estructura musical.
Es decir,
el cambio se hace sólo en el texto
de la canción y
se mantienen,
total o parcialmente,
las
características armónicas, la
melodía y el ritmo
originales.
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