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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CHAGALL, MARC - ARTISTA - ARTE -


Hablando barro

Andrés Torres Guerrero

El arte potencia la imaginación y la creatividad; mas no así, el discurso monológico del poder que busca afanosamente borrar las diferencias para promover coordenadas de sentido por las cuales las sociedades se guíen como una recua de ganado conducida por un único patrón

Sólo dentro de una pedagogía sin concesiones (generosa, pero despiadada) el infierno podría aceptarse como experiencia didáctica [1].

 

No sólo los prisioneros son tratados como niños, sino que los niños son tratados como prisioneros. Los niños sufren una infantilización que no es la suya. En este sentido es cierto que las escuelas son un poco prisiones, y las fabricas mucho más [2].

 

Teniendo encuenta que es posible hacer funcionar a las ficciones en el interior de la verdad [3], quisiera amarrar este texto, partiendo de un episodio de mi vida onírica que se cruza con el escenario escolar.

El último día antes de salir a Semana Santa tuve dos sueños. Uno de ellos, me remitía al colegio. Verme allí, otra vez, en esas aulas me generaba una terrible angustia. Ya no quería estar atrapado en esas estructuras culturales que empacan al vacío la existencia.

 

Esos sueños me han perseguido durante más de una década, pero el viernes 7 de abril, la pesadilla operó como una máquina del tiempo que me dejó instalado en la frágil condición del adolescente que percibe el colegio como una cárcel.  En el segundo sueño, yo desarrollaba una clase con mis alumnos. No tenía nada que decirles y lo único que esperaba era que pasara rápido el tiempo. Una de las estudiantes me sonreía, haciéndome saber que ella intuía por lo que yo estaba pasando. Su sonrisa era un gesto o una señal de complicidad. Al término de la sesión caminaba por los corredores de una universidad triste y lúgubre, o tal vez era yo el triste y lúgubre. Quería salir pronto, pero mis pies que calzaban unas pantuflas no favorecían en mucho mi propósito. La luz de la tarde se extinguía. Un portero difería mi salida, pero al mismo tiempo me ayuda a cruzar el umbral.  

 

Ese día pensé en no ir a la universidad. El sueño había sido tan contundente que sus imágenes me enfermaron. Inspirado por un bello fragmento que encontré en una entrevista a Derrida, utilicé en cierto modo mis clases como un componente homeopático para sanarme.

 

(…) Por eso reconstruyo. Siempre se reconstruye, pero aquí la reconstrucción es con frecuencia abstracta. De lo que sí me acuerdo es de 1934: jardín de infancia, sufrimiento extremo. Me acuerdo muy bien del desamparo, desamparo de separarme de mi familia, de mi madre, los llantos, los gritos en el jardín de infancia, vuelvo a ver esas imágenes cuando la profesora me decía: “Tu madre vendrá a buscarte”, yo preguntaba: “¿Dónde está?”, y ella me contestaba: “Está guisando”, y yo imaginaba que en ese jardín de infancia –que por cierto sigue existiendo, lo he vuelto a ver cuando estuve en Argelia- había un sitio en donde mi madre estaba guisando. No me imaginaba que pudiera estar en otro lugar que no fuera ese jardín de infancia. Me acuerdo de las lágrimas y de los gritos a la entrada, y de las risas a la salida, hasta el punto de que mi madre me preguntó una vez: “¿Por qué lloras y gritas al entrar, y sales riendo y cantando?”, y yo respondí con esta tautología: “Porque prefiero salir que entrar” [4].  

 

Al igual que el pequeño Jacques, yo en el sueño prefería salir que entrar. A propósito, recuerdo que hace algunos años, un amigo me contó que siendo él un niño pobre (sus papás no tenían dinero para comprarle zapatos), el profesor de la escuela lo había golpeado por ensuciar el piso del salón con las huellas de barro dejada por sus pies.

 

En este ejercicio de zapping por los paisajes de la memoria, paso ahora a consignar una de las líneas del himno de la Normal Nacional de Occidente de Pasto, que escribiera la poeta sor Celina de la Dolorosa: en tus lámparas prendes la mente… tal vez, todos estos cabos sueltos, los he involucrado aquí para tejer una mínima alusión al territorio escolar que como un aparto de captura estandariza la subjetividad, ejerciendo lo que desde otros contextos Blanchot llama la locura de la luz y Lévinas la violencia de la luz. Esto me posibilita pensar que la institución educativa colombiana, como heredera del logocentrismo, está determinada bajo unos lineamientos epistemológicos que si bien intentan ordenar el mundo, es ese mismo orden (enciclopédico, positivista, instrumental, neoiluminista) el que ejerce una violencia en el cuerpo no tan sólo de los estudiantes, sino también de los profesores. En este sentido Edgar Gravito escribe:

 

En el pensamiento de la representación es el orden del pensar el que se aplica al desorden del mundo. (…) Los archivos, los catálogos, las bibliotecas, el movimiento mismo de la Enciclopedia son una consecuencia de la representación como un modo de ser del pensamiento (…); el saber, envuelto en la representación, se convierte en un factor más de desencadenamiento entre pensamiento y naturaleza. Y la vitrina de lo urbano, creada por el hombre, lo aleja aún más de la naturaleza. Para el hombre de la modernidad resulta urgente creer en el mundo urbano que él mismo ha fabricado; y, sin embargo, pareciera que cada vez encuentra menos razones para creer en él. La angustia de la modernidad se dibuja pues a partir de la imposibilidad real de volver a un “estado de naturaleza” y ante la falta creciente de razones para creer en el mundo de la representación. Y quizás este conflicto, que es también un conflicto postmoderno, se agudiza aún más en nuestros días [5].   

 

 

Ese barro que se cuela al salón, y el posterior castigo que infringe el educador al niño, no es una reacción gratuita. Considero que ese tipo de manifestaciones hacen parte de un entramado metafísico occidental que opuso, desde una episteme de la representación, la naturaleza y la cultura. No por nada, Evelio Rosero Diago apunta en su novela El incendiado, que aquel estudiante que se durmiera era reprendido por alguno de sus compañeros, previamente designado por la profesora, para que lo iluminara, y en este caso la supuesta iluminación consistía en que el inculpado recibía, cual Chavo del ocho, un golpe en la cabeza:

 

Pero luego vino Primero de Primaria, la señorita Alicia, de pelo negro y ojos negrísimos. Barbilla puntuada. Toda ella afilada, como una guillotina. La primera en tirar de las orejas, terror a sus dedos de uñas pintadas y largas. Terror. Terror. Su maquillaje una máscara rosada que a veces goteaba plástico en nuestras manos. De vez en cuando ordenaba a cualquier alumno que propinara coscorrón iluminado en la cabeza de turno, iluminándolo por la sorpresa, claro. “Ilumínalo”, ordenaba, como la cosa más natural, y su orden se llevaba a cabo, naturalmente, como algo que suponíamos que debía ser natural, sin que eso nos causara risa, señores, porque en definitiva lo único que sentíamos era extrañeza de tener que presenciar cómo uno de nosotros era elegido para golpear a otro de nosotros [6].  

En El Libro de los abrazos, Eduardo Galeano cuenta que de cada tres ecuatorianos uno es indígena, los otros dos le cobran la derrota histórica, por lo que en la escuela al indio que hablara quichua lo golpeaban, por no expresarse en la lengua que dejó el colonizador.

 

Quizá, uno de los factores de violencia que se ha implantado en las escuelas es la de privilegiar una racionalidad, frente a otras tantas posibles… entre esas la que podría traer un niño descalzo entre las coyunturas de sus pies. Deleuze y Guattari anotan a este respecto:

 

La maestra no se informa cuando pregunta a un alumno, ni tampoco enseña una regla de gramática o de cálculo. “Ensigna”, da órdenes, manda. Los mandatos del profesor no son exteriores a lo que nos enseña, y no lo refuerzan. No derivan de significaciones primordiales, no son la consecuencia de informaciones: la orden siempre está basada en órdenes, por eso es redundancia. La máquina de enseñanza obligatoria no comunica informaciones, sino que impone al niño coordenadas semióticas con todas las bases duales de la gramática (masculino-femenino, singular-plural, sustantivo-verbo, sujeto de enunciado-sujeto de enunciación, etc.). La unidad elemental del lenguaje –el enunciado- es la consigna [7]. 

 

 

Tal vez, la Ilustración hace parte de los colonialismos mentales de los que habría que desterritorializarce para que la luz no ciegue a los seres que vuelan acompañados del tenue resplandor de una vela. 

 

Al realizar este recorrido por imágenes oníricas y citas bibliográficas, lo que está por el piso es la piel, las poéticas de la imaginación onírica e infantil, que, infortunadamente, tan mal hospedadas han sido en nuestras iluminadas instituciones educativas.   

 

 

Bogotá, junio 8 de 2006

 

 

NOTAS

 

[1] HOPENHAYN, Martín. “Así de frágil es la cosa”. Bogotá, Norma, 1999. p. 51.

 

2 DELEUZE, Gilles. “Un diálogo sobre el poder” (conversación con Michel Foucault). Traducción de Miguel Morey. Barcelona, Altaya, 1994. p. 12.

 

3 FOUCAULT, Michel. Citado por Maurice Blanchot. “Foucault tal y como yo lo imagino”. Traducción de Manuel Arranz. Valencia, Pre-Textos, 1993. p. 51.

 

4 DERRIDA, Jacques. “A corazón abierto”. En, “¡Palabra!” Traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Madrid, Trotta, 2001. pp. 14-15.

 

5 GARAVITO, Edgar. “La imagen del pensamiento”. En, “Escritos escogidos”. Medellín, Universidad Nacional de Colombia, 1999. pp. 100, 101 y 112. 

 

6 ROSERO DIAGO, José Evelio. “El Incendiado”. Bogotá, Planeta, 1998. p. 15. 

 

7 DELEUZE, Gilles. GUATTARI, Félix. “20 de noviembre 1923. Postulados de la lingüística”. En, “Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia”. Traducción de José Vázquez Pérez con la colaboración de Umbelina Larraceleta. Valencia, Pre-Textos, 1997. p. 81.  

 

 

 

 

 

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