Sólo dentro de una pedagogía sin
concesiones (generosa, pero despiadada) el infierno podría aceptarse
como experiencia didáctica [1].
No sólo los prisioneros son tratados
como niños, sino que los niños son tratados como prisioneros. Los
niños sufren una infantilización que no es la suya. En este sentido
es cierto que las escuelas son un poco prisiones, y las fabricas
mucho más [2].
Teniendo encuenta que es posible
hacer funcionar a las ficciones en el interior de la verdad [3],
quisiera amarrar este texto, partiendo de un episodio de mi vida
onírica que se cruza con el escenario escolar.
El último día antes de salir a Semana
Santa tuve dos sueños. Uno de ellos, me remitía al colegio. Verme
allí, otra vez, en esas aulas me generaba una terrible angustia. Ya
no quería estar atrapado en esas estructuras culturales que empacan
al vacío la existencia.
Esos sueños me han perseguido durante
más de una década, pero el viernes 7 de abril, la pesadilla operó
como una máquina del tiempo que me dejó instalado en la frágil
condición del adolescente que percibe el colegio como una cárcel.
En el segundo sueño, yo desarrollaba una clase con mis alumnos. No
tenía nada que decirles y lo único que esperaba era que pasara
rápido el tiempo. Una de las estudiantes me sonreía, haciéndome
saber que ella intuía por lo que yo estaba pasando. Su sonrisa era
un gesto o una señal de complicidad. Al término de la sesión
caminaba por los corredores de una universidad triste y lúgubre, o
tal vez era yo el triste y lúgubre. Quería salir pronto, pero mis
pies que calzaban unas pantuflas no favorecían en mucho mi
propósito. La luz de la tarde se extinguía. Un portero difería mi
salida, pero al mismo tiempo me ayuda a cruzar el umbral.
Ese día pensé en no ir a la
universidad. El sueño había sido tan contundente que sus imágenes me
enfermaron. Inspirado por un bello fragmento que encontré en una
entrevista a Derrida, utilicé en cierto modo mis clases como un
componente homeopático para sanarme.
(…) Por eso reconstruyo. Siempre se
reconstruye, pero aquí la reconstrucción es con frecuencia
abstracta. De lo que sí me acuerdo es de 1934: jardín de infancia,
sufrimiento extremo. Me acuerdo muy bien del desamparo, desamparo de
separarme de mi familia, de mi madre, los llantos, los gritos en el
jardín de infancia, vuelvo a ver esas imágenes cuando la profesora
me decía: “Tu madre vendrá a buscarte”, yo preguntaba: “¿Dónde
está?”, y ella me contestaba: “Está guisando”, y yo imaginaba que en
ese jardín de infancia –que por cierto sigue existiendo, lo he
vuelto a ver cuando estuve en Argelia- había un sitio en donde mi
madre estaba guisando. No me imaginaba que pudiera estar en otro
lugar que no fuera ese jardín de infancia. Me acuerdo de las
lágrimas y de los gritos a la entrada, y de las risas a la salida,
hasta el punto de que mi madre me preguntó una vez: “¿Por qué lloras
y gritas al entrar, y sales riendo y cantando?”, y yo respondí con
esta tautología: “Porque prefiero salir que entrar” [4].
Al igual que el pequeño Jacques, yo
en el sueño prefería salir que entrar. A propósito, recuerdo que
hace algunos años, un amigo me contó que siendo él un niño pobre
(sus papás no tenían dinero para comprarle zapatos), el profesor de
la escuela lo había golpeado por ensuciar el piso del salón con las
huellas de barro dejada por sus pies.
En este ejercicio de zapping
por los paisajes de la memoria, paso ahora a consignar una de las
líneas del himno de la Normal Nacional de Occidente de Pasto, que
escribiera la poeta sor Celina de la Dolorosa: en tus lámparas
prendes la mente… tal vez, todos estos cabos sueltos, los he
involucrado aquí para tejer una mínima alusión al territorio escolar
que como un aparto de captura estandariza la subjetividad,
ejerciendo lo que desde otros contextos Blanchot llama la locura
de la luz y Lévinas la violencia de la luz. Esto me
posibilita pensar que la institución educativa colombiana, como
heredera del logocentrismo, está determinada bajo unos
lineamientos epistemológicos que si bien intentan ordenar el mundo,
es ese mismo orden (enciclopédico, positivista, instrumental,
neoiluminista) el que ejerce una violencia en el cuerpo no tan sólo
de los estudiantes, sino también de los profesores. En este sentido
Edgar Gravito escribe:
En el pensamiento de la
representación es el orden del pensar el que se aplica al desorden
del mundo. (…) Los archivos, los catálogos, las bibliotecas, el
movimiento mismo de la Enciclopedia son una consecuencia de la
representación como un modo de ser del pensamiento (…); el saber,
envuelto en la representación, se convierte en un factor más de
desencadenamiento entre pensamiento y naturaleza. Y la vitrina de lo
urbano, creada por el hombre, lo aleja aún más de la naturaleza.
Para el hombre de la modernidad resulta urgente creer en el mundo
urbano que él mismo ha fabricado; y, sin embargo, pareciera que cada
vez encuentra menos razones para creer en él. La angustia de la
modernidad se dibuja pues a partir de la imposibilidad real de
volver a un “estado de naturaleza” y ante la falta creciente de
razones para creer en el mundo de la representación. Y quizás este
conflicto, que es también un conflicto postmoderno, se agudiza aún
más en nuestros días [5].
Ese barro que se cuela al salón, y el
posterior castigo que infringe el educador al niño, no es una
reacción gratuita. Considero que ese tipo de manifestaciones hacen
parte de un entramado metafísico occidental que opuso, desde una
episteme de la representación, la naturaleza y la cultura. No por
nada, Evelio Rosero Diago apunta en su novela El incendiado,
que aquel estudiante que se durmiera era reprendido por alguno de
sus compañeros, previamente designado por la profesora, para que lo
iluminara, y en este caso la supuesta iluminación consistía
en que el inculpado recibía, cual Chavo del ocho, un golpe en la
cabeza:
Pero luego vino Primero de Primaria,
la señorita Alicia, de pelo negro y ojos negrísimos. Barbilla
puntuada. Toda ella afilada, como una guillotina. La primera en
tirar de las orejas, terror a sus dedos de uñas pintadas y largas.
Terror. Terror. Su maquillaje una máscara rosada que a veces goteaba
plástico en nuestras manos. De vez en cuando ordenaba a cualquier
alumno que propinara coscorrón iluminado en la cabeza de turno,
iluminándolo por la sorpresa, claro. “Ilumínalo”, ordenaba, como la
cosa más natural, y su orden se llevaba a cabo, naturalmente, como
algo que suponíamos que debía ser natural, sin que eso nos causara
risa, señores, porque en definitiva lo único que sentíamos era
extrañeza de tener que presenciar cómo uno de nosotros era elegido
para golpear a otro de nosotros [6].
En El Libro de los abrazos,
Eduardo Galeano cuenta que de cada tres ecuatorianos uno es
indígena, los otros dos le cobran la derrota histórica, por lo que
en la escuela al indio que hablara quichua lo golpeaban, por no
expresarse en la lengua que dejó el colonizador.
Quizá, uno de los factores de
violencia que se ha implantado en las escuelas es la de privilegiar
una racionalidad, frente a otras tantas posibles… entre esas la que
podría traer un niño descalzo entre las coyunturas de sus pies.
Deleuze y Guattari anotan a este respecto:
La maestra no se informa cuando
pregunta a un alumno, ni tampoco enseña una regla de gramática o de
cálculo. “Ensigna”, da órdenes, manda. Los mandatos del profesor no
son exteriores a lo que nos enseña, y no lo refuerzan. No derivan de
significaciones primordiales, no son la consecuencia de
informaciones: la orden siempre está basada en órdenes, por eso es
redundancia. La máquina de enseñanza obligatoria no comunica
informaciones, sino que impone al niño coordenadas semióticas con
todas las bases duales de la gramática (masculino-femenino,
singular-plural, sustantivo-verbo, sujeto de enunciado-sujeto de
enunciación, etc.). La unidad elemental del lenguaje –el enunciado-
es la consigna [7].
Tal vez, la Ilustración hace parte de
los colonialismos mentales de los que habría que
desterritorializarce para que la luz no ciegue a los seres que
vuelan acompañados del tenue resplandor de una vela.
Al realizar este recorrido por
imágenes oníricas y citas bibliográficas, lo que está por el piso es
la piel, las poéticas de la imaginación onírica e infantil, que,
infortunadamente, tan mal hospedadas han sido en nuestras iluminadas
instituciones educativas.
Bogotá, junio 8 de 2006
DELEUZE, Gilles. GUATTARI, Félix. “20 de noviembre 1923. Postulados
de la lingüística”. En, “Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia”.
Traducción de José Vázquez Pérez con la colaboración de Umbelina
Larraceleta. Valencia, Pre-Textos, 1997. p. 81.
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